Mario
Szichman
Venezuela
me llevó a apasionarme por la narrativa histórica, por personajes bigger than life. Un historiador
británico dijo que para narrar las hazañas del general José Antonio Páez se
necesitaba la pluma de Homero. ¿Quién conoce, fuera de Venezuela, al asturiano José
Tomás Boves, el más feroz y más popular de los jefes realistas durante la época
de la patria boba? No voy a describir sus ingeniosos métodos de tortura para no
afectar el desayuno o el almuerzo de algún lector.
¿Alguien
oyó hablar de El Diablo Briceño, un trujillano que intentaba “destruir en Venezuela la raza maldita de los
españoles europeos” y proponía un plan de ascensos militares a cambio de las
cabezas segadas al enemigo? De acuerdo al inciso noveno de una proclama
divulgada por el prócer al comienzo de la independencia: “Se considera mérito
suficiente para ser premiado y obtener grados en el ejército, presentar un
número de cabezas de españoles– europeos, incluso los isleños. Y así, el
soldado que presentare veinte será ascendido a Alférez vivo y efectivo; el que
presentare treinta, a Teniente, el que, cincuenta, a Capitán; etc.”
Sólo el escaso conocimiento que tenemos de nuestra
historia común impide a muchos talentosos novelistas abrevar en las fuentes, maravillarse
ante episodios de guerra y de paz que envidiarían narradores del resto del
mundo.
Un ejemplo: siempre pensé que la historia de Cuba había comenzado con
la Revolución Cubana. Nunca me interesó mucho su prehistoria. Pero ¡qué
prehistoria! Hace algunos años descubrí War
and Genocide in Cuba, 1895-1898,[i] un excelente libro de John Lawrence Tone y
desde entonces he intentado difundirlo por todos los medios posibles. Pues la lucha de los cubanos por independizarse de
España fue una guerra “en que se inventó el campo de concentración, España perdió su imperio, y
Estados Unidos ganó otro”, nos dice Tone. Fue también el Vietnam español, una guerra a muerte
librada por los patriotas cubanos en condiciones que hacían imposible la
victoria.
El escenario fue la cuenca del Caribe, que
durante el siglo diecinueve se convirtió en sitio de algunas de las peores
matanzas que el mundo haya presenciado. Y el azúcar fue el premio mayor.
El siglo en la región comenzó en realidad
en 1791 con la rebelión de los esclavos negros en La Hispaniola. El mejor
ejército de Europa, el francés, fue derrotado por los insurgentes, que crearon
en 1804 la República de Haití. Para los
latinoamericanos, el siglo diecinueve concluyó con la prolongada batalla por la
independencia de Cuba. En ambos casos, los negros proporcionaron a los ejércitos
de insurgentes la carne de cañón, y algunos de sus mejores generales.
LA LEYENDA DEL CARIBE
Tone dice que unos 780.000 africanos fueron
llevados a Cuba como esclavos entre 1791 y 1867 para trabajar en los
cañaverales y en las moliendas, remodelando a la isla como una sociedad
esclavista “justo cuando la esclavitud estaba comenzando a ser atacada desde
casi todas las partes” del mundo.
Los cubanos lucharon con ahínco para
desalojar a los españoles, que ya habían perdido casi la totalidad de las
colonias de América Latina. Primero combatieron en la Guerra de los Diez Años
(1868-78) y luego en el conflicto de 1895-98, cuando algunos veteranos del
previo conflicto se hartaron de esperar que el gobierno de Madrid cumpliera con
las promesas formuladas en el tratado de paz del Zanjón.
La guerra tuvo su santo, José Martí, quien
además de ser uno de los más grandes intelectuales que dio la América Española es
un poeta que comparte el Parnaso cultural con Rubén Darío y Pablo Neruda. Pero
también la lucha tuvo sus Robespierre: los generales cubanos Máximo Gómez, un
criollo, y Antonio Maceo, un negro, el “titán de bronce”; así como un hombre
que la prensa norteamericana apodó the
butcher, el carnicero, el general español Valeriano Weyler, un veterano de
la guerra contra los obreros anarquistas de Cataluña.
La figura más carismática fue Martí, que
desde su exilio en Nueva York fue forjando la idea de una nación cubana
multicultural y tolerante. No era un militar, y eso era su handicap, pues necesitaba
exhibir más coraje que un guerrero. Por lo tanto, poco después de regresar a
Cuba, se enfrentó a una columna de la infantería española, armado sólo con una
pistola. Mientras cabalgaba un caballo blanco fue abatido por las balas de un
rifle español.
(Antes de su muerte, que ciertos
historiadores consideran un velado suicidio, Martí escribió en un poema, ``No
me pongan en lo oscuro/a morir como un traidor/Yo soy bueno, y como
bueno/moriré de cara al sol”).
Los españoles lavaron su cadáver y antes de
su entierro lo exhibieron en Santiago de Cuba, “logrando un golpe publicitario
de un estilo bastante horripilante”, comenta Tone.
La guerra no sólo consistió en combates
contra los españoles, sino en la destrucción de cañaverales, refinerías y
viviendas de todo aquel que no cooperara en los anhelos de independencia. En
cierta ocasión Maceo ordenó a sus tropas, “destruir, destruir, siempre destruir”,
pues “destruir a Cuba es derrotar al enemigo”. De ahí que además de la
carnicería y la destrucción causada por seres humanos, uno de los peores
instrumentos de la guerra fue la plaga.
En cuanto al general Gómez, dice Tone,
consideraba “a sus tres mejores generales junio, julio y agosto, cuando el
clima y los letales mosquitos inmovilizaban más españoles que lo que podían
hacer los insurgentes”.
Los españoles respondieron de manera
implacable, desalojando de sus poblaciones a medio millón de civiles y
arreándolos hacia lo que los norteamericanos bautizarían en Vietnam, algunas
décadas más tarde, como “aldeas estratégicas”. La reconcentración, dice el
autor “transformó una guerra ya cruel en algo que ha sido calificado de
genocidio”.
Tone calcula que entre 155.000 y 170.000
civiles, alrededor de un 10 por ciento de la población cubana, murieron en esos
campos.
Finalmente, Estados Unidos intervino luego
que el buque de guerra Maine estalló
en la rada de La Habana en febrero de 1898, en un misterioso incidente que aún
hoy tiene diversas y contradictorias explicaciones, y derrotó a España en una
breve guerra.
Entre los conscriptos españoles que lucharon
en la guerra figuraba Ángel Castro y Argiz. Algunos autores han dicho que
Castro y Argiz formaba parte de los soldados que participaron en el ataque en
que murió el general Maceo, aunque ese dato no figura en los archivos
españoles.
Una generación más tarde, Castro y Argiz
bautizó a dos de sus hijos en el municipio de Mayarí, en lo que era entonces la
provincia de Oriente, el extremo oriental de Cuba. Uno recibió el nombre de
Fidel, el otro de Raúl.
Los hijos de Castro y Argiz crecieron en un
lugar todavía habitado por los fantasmas que lucharon a favor y en contra de la
independencia de Cuba. Seguramente adquirieron de sus padres fundadores una
obstinación muy peculiar.
El general Máximo Gómez, quien creía
fervorosamente en la guerra total, dijo en cierta ocasión a sus soldados que si
España triunfaba en la contienda sólo debían temer una cosa: “La horrible idea
del futuro que aguarda a Cuba”. Gómez demostró una vez más que sólo podemos ser
profetas del pasado.
[i] 'War and Genocide in Cuba, 1895-1898', John Lawrence
Tone. The University de North Carolina Press.
Continuando con las lecturas compartidas, Roland T. Ely tiene un libro muy interesante sobre Cuba, “Cuando reinaba su majestad el azúcar”. Lo leí hace mucho, pero ahí habla de una huelga de esclavos. ¡Una huelga de esclavos!, te das cuenta? ¿Quién pudiera imaginarlo?
ResponderEliminarVoy a conseguir el libro de Ely. Y eso de la huelga de esclavos me parece sensacional. Creo que en el libro que comento hablan de La Habana como una ciudad muy progresista, si no me equivoco, la primera en toda América Latina que tuvo tranvía. Pero tendría que buscar el dato.
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