Mario
Szichman
En esa Biblia del buen vivir que es Gargantúa y Pantagruel, Grangousier, el
padre de Gargantúa, debe llorar por la muerte de su esposa, Gargamelle, durante
el parto y celebrar al mismo tiempo la llegada de su primogénito. Es una escena
inaugural que Mijail Bajtin denomina “de risa carnavalesca”, pues la muerte
está preñada de vida, en tanto el útero materno anticipa la tumba.
Para Bajtin, la diferencia entre Dostoievski y
Tolstoi está en esa imagen carnavalesca de la vida; imagen que impregna todas
las producciones de Dostoievski, aún la más lúgubre, y que está acompañada por la
eternidad que ofrece la reincidencia de los ciclos, y la ausencia de cierre.
Dostoievski nunca hubiera podido escribir una novela como La muerte de Ivan Ilich, nos dice Bajtin. En la narrativa de
Tolstoi existía el cierre, la conclusión. El narrador enunciaba la última
palabra al cerrar los ojos del protagonista. En cambio, toda novela de
Dostoievski es una obra abierta, donde ninguno de sus personajes, o el autor,
se queda con la palabra final. El discurso queda siempre truncado. Múltiples
voces lo cuestionan. El narrador forma parte de ese coro de voces, es apenas
una opinión entre otras.
Es curioso que un escritor tan reaccionario como
Dostoievski, tan devoto de las verdades incuestionables de la iglesia ortodoxa
rusa, de la indisputable autoridad del zar de todas las Rusias, haya sido en su
prosa tan revulsivo en sus planteos, tan democrático en su visión. (Hay un dato
que corrobora el planteo de Bajtin. Por la época en que Dostoievski escribió Crimen y Castigo, figuraba entre sus
planes una fábula humorística, de la cual quedó apenas un fragmento, “El sueño
del tío”. Además, nunca abandonó la idea de escribir una versión rusa del Cándido de Voltaire, uno de los epígonos
de la novela cómica).
Dostoievski podría ser considerado el más
antifilosófico de los grandes narradores europeos. Sólo Balzac se le puede
comparar en su búsqueda de ontologías alternativas, de sistemas de pensamiento
que hoy nos parecen festivos, simplemente porque la moda los ha sustituido con
otros sistemas tan risibles, pero menos divertidos. Ahí tenemos el caso de la
frenología, con sus teorías de bultos cerebrales donde se agazaparía desde la
estulticia hasta la suprema inteligencia, y que tanta fama alcanzó a mediados
del siglo diecinueve. Y es que todo sistema filosófico implica el dogmatismo, y
aunque en alguno de ellos se otorga permiso al relativismo, es como un cauteloso
salvoconducto que nunca debe ser tomado muy en serio. (Si la filosofía no fuese
tan dogmática, algunos sistemas políticos no hubieran causado tanto daño en el
siglo XX. Sólo la certeza infalible ha condenado a tantos millones de personas
al cadalso, o a los campos de trabajos forzados).
Para Bajtin, la risa carnavalesca de Dostoievski,
aunque reducida, permite observar cómo organizó el mundo de sus personajes, la
estructura de las imágenes, la trama de sus numerosas situaciones, inclusive el
estilo verbal. Pero la expresión decisiva de esa carcajada reducida, señala
Bajtin, puede descubrirse en la perspectiva del autor. “Esa posición excluye
toda seriedad unilateral o dogmática, impide un solo punto de vista, un extremo
polarizado de la vida o del pensamiento. Toda seriedad parcializada –en la vida
o en el pensamiento– todo pathos carente de ecuanimidad, es otorgado a los
héroes de sus novelas, pero el autor, encargado de enfrentarlos en el ´gran
diálogo´ de la novela, deja el diálogo abierto y no instala punto final en la
conclusión”. (Problems of Dostoevsky´s
Poetics, University of Minnesota Press, 1984).
El sentido carnavalesco del mundo se caracteriza
justamente por la ausencia de desenlace. La muerte fecunda la resurrección, así
como la vida contribuye a relativizar la muerte y a fortalecer la esperanza.
Es sintomático que la risa, no la seriedad, abona el
territorio para la esperanza pues permite relativizar el dogmatismo,
desmantelar la idea de que algo es implacable y eterno. Es al mismo tiempo
notable cómo, del Renacimiento a nuestra época, nuestros filósofos y nuestros
escritores son cada vez más serios, más engolados, más implacables. El
Renacimiento nos dio Don Quijote,
Gargantúa y Pantagruel, La vida del Buscón, el Lazarillo de Tormes, Falstaff (No
muchos se preguntan por qué el Shakespeare de las tragedias pudo crear tan
inolvidables bufones). Fue en el Renacimiento cuando más amplia divulgación
consiguieron las sátiras de Luciano, El
elogio de la estulticia, de Erasmo, las obras de teatro de Plauto, y
especialmente las comedias de Aristófanes.
Cinco siglos más tarde, la cosecha de risas es
bastante magra. El Cándido, Las almas muertas, de Nikolai Gogol, The Pickwick Papers, de Charles Dickens,
Catch 22 de Joseph Heller, El buen soldado Schweik, de Jaroslav
Hasek, tal vez El maestro y Margarita,
de Mijail Bulgakov, seguramente La
Metamorfosis[i],
de Kafka, The Killer Inside Me y Pop. 1280, de Jim Thompson.
En nuestra modernidad escasean las carcajadas,
abunda la solemnidad. ¿Qué ha ocurrido? Al parecer, el autor ha triunfado sobre
sus personajes. La visión de Dostoievski ha sido desplazada por los
declamadores de verdades. Nunca podemos descubrir qué personaje enuncia las
ideas de Dostoievski. Pero conocemos al dedillo las opiniones de la gran
mayoría de los escritores contemporáneos. Si sus opiniones quedasen limitadas a
las entrevistas, sería tolerable, pero cuando esas opiniones reaparecen en sus
novelas, existe un gravísimo problema, pues si bien el autor ha propuesto un
compromiso con el lector: interesarlo en la trama, en los personajes, en su
devenir, nunca le ha indicado que entre sus derechos figura quedarse con la
última palabra.
¿Por qué buena parte de los narradores actuales han
perdido la capacidad de abandonar su trono y de reírse con el lector? (Por
supuesto, muchos se ríen a costa del lector, o del oyente, pero eso también lo
hacían Adolfo Hitler y Hugo Chávez). Tal vez porque el autor debe rendir
cuentas a otras autoridades, ya se trate de académicos o de encargados de
galardonar sus obras. Es al menos una tesis sustentada por el novelista inglés
Martin Amis, que por cierto escribió una novela devastadoramente cómica: Time’s Arrow. La idea de esa novela me parece brillante, y su
ejecución, impecable. La obra narra la vida de un ex medico nazi, desde su deceso hacia
su infancia, en esa vida en reverso, el protagonista detalla la época en que
hacía experimentos con prisioneros en el campo de concentración de Auschwitz.
En su marcha hacia el pasado, prosperan los experimentos de eugenesia. En los
crematorios, el humo se convierte en cadáveres, y los cadáveres recuperan la
vida. Se pone oro en la boca de esos seres humanos, y cabello en sus cabezas. Las
familias vuelven a reunirse, los judíos “retornan a la sociedad”, y los guetos
desaparecen. Y el mundo nazi “empieza finalmente a tener sentido”.
Esa novela de Amis demuestra que hay que tener valentía y
honestidad para apostar a la virtud curativa del humor en medio de una
espantosa tragedia. Afortunadamente, Amis no es políticamente correcto. Su
pacto con el lector es decir verdades, no ocultarlas, y tratarlo de igual a
igual, no desde las alturas. Por eso se anima a decir otras verdades con
respecto al estado actual de la literatura inglesa, europea, norteamericana.
Durante el Hay Festival, en Gales, en el 2010, Amis
lamentó que se hubiera puesto de moda “la novela imposible de disfrutar”. Y si
esas novelas se han puesto de moda, dijo, es porque ganan premios literarios,
pues los miembros de los comités encargados de dar los galardones, “Piensan:
´Bueno, si nadie las disfruta, y no son absoluto divertidas, deben ser
serias´”.
¿Cuál es la ventaja de la seriedad sobre la comicidad? Me
imagino que tiene que ver con la trascendencia. Si alguien no hace reír a los
demás, es debido a lo trascendente de su pensamiento. La risa está vinculada
con la bufonería, con las regiones bajas del cuerpo, con nuestras actividades
reproductivas y excretorias.
Para Amis, todo comenzó con James
Joyce y Samuel Beckett (en eso discrepo. Esperando
a Godot, de Beckett, es una obra cómica). La seriedad de la empresa
intelectual en el siglo veinte podría estar vinculada con los horrores del
nazismo. Ya Theodor Adorno dijo que “era imposible escribir poesía lírica tras Auschwitz”. Pero,
para Amis, eso es un gran error. “Si se analiza a los grandes escritores del
canon inglés, o del estadounidense”, señaló, “todos ellos eran festivos. Y la
razón es que la vida es divertida. Sí, ya lo sé, es horrible, se cometen
horrendas atrocidades. Pero todos sabemos que también es muy divertida. Esa es
la naturaleza humana. Y la literatura debe reflejar el humor
que impregna la vida”.
Lo sabía Dostoievski. Lo sabe Amis, pero
no lo saben muchos académicos o comités profesorales. O prefieren ignorarlo pues
la seriedad es también autoridad, dominación, el control del otro. El ridículo
puede acabar tanto con acuerdos sociales como con gobiernos. Lamentablemente,
nuestra época ha marcado el triunfo de los rostros adustos, de esos que creen
que la vida concluye en la muerte.
[i] Pero para
eso, es necesario leer el texto en voz alta. Sólo así La Metamorfosis nos deslumbra con su técnica teatral y su humor.
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