sábado, 19 de abril de 2014

El hombre que daba de comer a su sombra



Mario Szichman

“Nunca lo habría adivinado:
esas cosas sólo podían ocurrir en la vida”.
Robert Coover


Un libro, inclusive un libro fragmentario, señalaba Maurice Blanchot en El espacio literario, tiene un centro de atracción. Ese centro se desplaza debido a la presión que ejercen las partes del libro y a los avatares de su estructura. Pero, al mismo tiempo, decía Blanchot, si bien el centro puede desplazarse, seguirá siendo central mientras sea verdadero. Tal vez figure “más escondido, más incierto, y al mismo tiempo más imperioso. El que escribe el libro lo escribe por deseo, por ignorancia de ese centro”.
Es como el casillero vacío en la topología. Sólo si existe un hueco podemos desplazar el significado. Y el hueco también remite a lo incompleto, a lo abrupto, a la fuga. La plenitud suele ser siempre la del deseo satisfecho, implica la muerte.
Ese centro desplazado es perceptible en los cuentos del uruguayo Felisberto Hernández. Es como si hubiera intentado escribir una novela a retazos, y los fragmentos se hubieran conectado a otras historias que sólo reflejaban lo improbable. Tal vez el núcleo pueda encontrarse en uno de sus relatos, La casa inundada, donde dice: “Yo era un lugar provisorio donde se encontraban todos mis antepasados un momento antes de llegar a mis hijos; pero mis abuelos, aunque eran distintos y con grandes enemistades, no querían pelear mientras paseaban por la vida: preferían el descanso, entregarse a la pereza y desencontrarse como sonámbulos caminando por sueños diferentes”. Y esa visión se prolonga en otra parte del cuento, rubricando una vida concebida en base a  residuos: “Yo estaba destinado a encontrarme solo con una parte de las personas, y además por poco tiempo y como si yo fuera un viajero distraído que tampoco supiera donde iba”.
Hernández vivió eludiendo la fama. Estaba inmerso en trabajos escasamente rentables, pero que le permitían explorar cotidianamente múltiples vidas, y todas las aristas del absurdo. Era pianista, y acompañaba con melodías las películas del cine mudo. También era viajante de comercio. La síntesis de esas tareas está resumida en una obra maestra, El cocodrilo, donde su fracaso al tratar de vender medias de seda en pueblos del interior de Uruguay se convierte en un método para ganar dinero, obtener el amor de las mujeres.  y conseguir fama en sus conciertos.
Cuando las personas de un pueblo se enteran de sus accesos de llanto, se apiadan y le compran medias. “Yo lloré en otras tiendas”, dice el protagonista, “y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como los de cualquier otro vendedor”. Luego de haber llorado “por todo el norte del país”,  se convierte en un personaje célebre en la empresa en que trabaja de corredor. Pero decide monopolizar su afligida cualidad y exige firmar un contrato por el cual, “la casa central se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar”. Esa facultad de dar lástima la traslada a sus conciertos. El protagonista se trueca, como él mismo lo dice, “en un burgués de la angustia”. Pero, como en el caso de esas personas que simulan locura para evadir una responsabilidad, el personaje termina poseído por su demonio. Su rostro se hace autónomo, y llora sin pedirle permiso.
Desde ese lugar provisorio donde habitan los personajes de Felisberto Hernández, en que los abuelos tropiezan con los nietos, y el llanto con una cara, surgió una de las más coherentes sagas del hombre sin atributos de la literatura rioplatense. Nadie lo precedió, y nadie se ha animado a seguirlo en sus fábulas. Carentes de grandes expectativas, carentes de heroísmo, los intérpretes de las historias de Felisberto Hernández, viven como en una carrera de obstáculos, tropezando a cada rato con misteriosas asociaciones que los convierten en víctimas de toda metáfora.
Traducido al francés con prólogo de Julio Cortázar, presentado al público italiano por Italo Calvino, el gran narrador uruguayo es un precursor sin sucesor. “¡Pero si Felisberto lo dijo primero”! suelen exclamar algunos lectores al revisar la hechura de sus cuentos, como los memorables El caballo perdido, Las Hortensias, El árbol de mamá.
Ignoramos si Felisberto Hernández leyó a Marcel Proust. Pero las épocas tiñen a los hombres que pasan por ellas. Cuando Proust dice en El tiempo recobrado: “La realidad no comenzará hasta el momento en que el escritor tome dos objetos diferentes, establezca su relación, análoga en el mundo del arte a la relación única de la ley causal en el mundo de un bello estilo, o todavía, cuando al aproximar, del mismo modo que la vida una cualidad común a dos sensaciones, extraiga su esencia reuniéndolas a ambas en una metáfora para sustraerlas a las contingencias del tiempo y las deje encadenadas por el vínculo indestructible de una alianza de palabras”.
Felisberto Hernández conocía muy bien esa verdad, y en muchos de esos relatos toma dos objetos diferentes y establece su relación, como ese pianista que es además viajante de comercio. En ocasiones, usa los recursos de la narrativa tradicional para burlarse de ellos. En La casa inundada enuncia: “ Pero ahora yo debo esforzarme en empezar esta historia por su verdadero principio, y no detenerme demasiado en las preferencias de los recuerdos”. La frase aparece bien avanzada la narración, y es seguida por múltiples divagaciones.
El escritor sabía que la llamada literatura realista “es la que está más alejada de la realidad, la que nos empobrece y nos entristece más, puesto que corta bruscamente toda comunicación de nuestro presente con el pasado, del que las cosas guardan la esencia, y del porvenir, en el que ellas nos incitan a gustar de aquel nuevamente”. De ahí la figura del narrador como ese lugar provisorio donde se encuentran todos sus antepasados un momento antes de llegar a los hijos.
Siempre la escritura de Felisberto Hernández apelaba al encuentro con una sola parte de las personas, la menos convencional, y a su enlace con un entorno que le permitía encarnar sus delirios.
En Explicación falsa de mis cuentos, dijo: “Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta … debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma está destinada a ser, y ayudarla a que lo sea”. El narrador buscaba plantas “dueñas de sí mismas”, las únicas capaces de contar con “una poesía natural”, desconocida por ellas mismas.
Pero sus cuentos tienen una estructura lógica. Acatan el principio de obediencia a su germinación, no son restos marchitos de cosechas extrañas. Cumplen con los deseos de su creador, encabalgado entre sus procreadores y sus procreados, un ser que sabía “aislar las horas de felicidad y encerrarse en ellas”, robando con sus ojos “cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas” y acoplándolas después a su soledad. A veces, no hay nada más perdurable que los lugares provisorios.

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