Mario Szichman
“Nunca lo habría adivinado:
esas cosas sólo podían ocurrir en la
vida”.
Robert Coover
Un libro, inclusive un
libro fragmentario, señalaba Maurice Blanchot en El espacio literario, tiene un centro de atracción. Ese centro se
desplaza debido a la presión que ejercen las partes del libro y a los avatares
de su estructura. Pero, al mismo tiempo, decía Blanchot, si bien el centro
puede desplazarse, seguirá siendo central mientras sea verdadero. Tal vez
figure “más escondido, más incierto, y al mismo tiempo más imperioso. El que
escribe el libro lo escribe por deseo, por ignorancia de ese centro”.
Es como el casillero
vacío en la topología. Sólo si existe un hueco podemos desplazar el
significado. Y el hueco también remite a lo incompleto, a lo abrupto, a la
fuga. La plenitud suele ser siempre la del deseo satisfecho, implica la muerte.
Ese centro desplazado
es perceptible en los cuentos del uruguayo Felisberto Hernández. Es como si
hubiera intentado escribir una novela a retazos, y los fragmentos se hubieran
conectado a otras historias que sólo reflejaban lo improbable. Tal vez el
núcleo pueda encontrarse en uno de sus relatos, La casa inundada, donde dice: “Yo era un lugar provisorio donde se
encontraban todos mis antepasados un momento antes de llegar a mis hijos; pero
mis abuelos, aunque eran distintos y con grandes enemistades, no querían pelear
mientras paseaban por la vida: preferían el descanso, entregarse a la pereza y
desencontrarse como sonámbulos caminando por sueños diferentes”. Y esa visión
se prolonga en otra parte del cuento, rubricando una vida concebida en base
a residuos: “Yo estaba destinado a
encontrarme solo con una parte de las personas, y además por poco tiempo y como
si yo fuera un viajero distraído que tampoco supiera donde iba”.
Hernández vivió
eludiendo la fama. Estaba inmerso en trabajos escasamente rentables, pero que
le permitían explorar cotidianamente múltiples vidas, y todas las aristas del
absurdo. Era pianista, y acompañaba con melodías las películas del cine mudo.
También era viajante de comercio. La síntesis de esas tareas está resumida en
una obra maestra, El cocodrilo, donde
su fracaso al tratar de vender medias de seda en pueblos del interior de
Uruguay se convierte en un método para ganar dinero, obtener el amor de las
mujeres. y conseguir fama en sus
conciertos.
Cuando las personas de
un pueblo se enteran de sus accesos de llanto, se apiadan y le compran medias.
“Yo lloré en otras tiendas”, dice el protagonista, “y vendí más medias que de
costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como los
de cualquier otro vendedor”. Luego de haber llorado “por todo el norte del
país”, se convierte en un personaje célebre
en la empresa en que trabaja de corredor. Pero decide monopolizar su afligida
cualidad y exige firmar un contrato por el cual, “la casa central se compromete
a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en
llorar”. Esa facultad de dar lástima la traslada a sus conciertos. El
protagonista se trueca, como él mismo lo dice, “en un burgués de la angustia”.
Pero, como en el caso de esas personas que simulan locura para evadir una
responsabilidad, el personaje termina poseído por su demonio. Su rostro se hace
autónomo, y llora sin pedirle permiso.
Desde ese lugar
provisorio donde habitan los personajes de Felisberto Hernández, en que los
abuelos tropiezan con los nietos, y el llanto con una cara, surgió una de las
más coherentes sagas del hombre sin atributos de la literatura rioplatense.
Nadie lo precedió, y nadie se ha animado a seguirlo en sus fábulas. Carentes de
grandes expectativas, carentes de heroísmo, los intérpretes de las historias de
Felisberto Hernández, viven como en una carrera de obstáculos, tropezando a cada
rato con misteriosas asociaciones que los convierten en víctimas de toda
metáfora.
Traducido al francés
con prólogo de Julio Cortázar, presentado al público italiano por Italo
Calvino, el gran narrador uruguayo es un precursor sin sucesor. “¡Pero si Felisberto
lo dijo primero”! suelen exclamar algunos lectores al revisar la hechura de sus
cuentos, como los memorables El caballo
perdido, Las Hortensias, El árbol de mamá.
Ignoramos si
Felisberto Hernández leyó a Marcel Proust. Pero las épocas tiñen a los hombres
que pasan por ellas. Cuando Proust dice en El
tiempo recobrado: “La realidad no comenzará hasta el momento en que el
escritor tome dos objetos diferentes, establezca su relación, análoga en el
mundo del arte a la relación única de la ley causal en el mundo de un bello
estilo, o todavía, cuando al aproximar, del mismo modo que la vida una cualidad
común a dos sensaciones, extraiga su esencia reuniéndolas a ambas en una
metáfora para sustraerlas a las contingencias del tiempo y las deje encadenadas
por el vínculo indestructible de una alianza de palabras”.
Felisberto Hernández
conocía muy bien esa verdad, y en muchos de esos relatos toma dos objetos
diferentes y establece su relación, como ese pianista que es además viajante de
comercio. En ocasiones, usa los recursos de la narrativa tradicional para
burlarse de ellos. En La casa inundada
enuncia: “ Pero ahora yo debo esforzarme en empezar esta historia por su
verdadero principio, y no detenerme demasiado en las preferencias de los
recuerdos”. La frase aparece bien avanzada la narración, y es seguida por
múltiples divagaciones.
El escritor sabía que
la llamada literatura realista “es la que está más alejada de la realidad, la
que nos empobrece y nos entristece más, puesto que corta bruscamente toda
comunicación de nuestro presente con el pasado, del que las cosas guardan la
esencia, y del porvenir, en el que ellas nos incitan a gustar de aquel
nuevamente”. De ahí la figura del narrador como ese lugar provisorio donde se
encuentran todos sus antepasados un momento antes de llegar a los hijos.
Siempre la escritura
de Felisberto Hernández apelaba al encuentro con una sola parte de las
personas, la menos convencional, y a su enlace con un entorno que le permitía
encarnar sus delirios.
En Explicación falsa de mis cuentos, dijo:
“Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante
y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado
pienso que en un rincón de mí nacerá una planta … debo cuidar que no ocupe
mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que
ella misma está destinada a ser, y ayudarla a que lo sea”. El narrador buscaba
plantas “dueñas de sí mismas”, las únicas capaces de contar con “una poesía
natural”, desconocida por ellas mismas.
Pero sus cuentos
tienen una estructura lógica. Acatan el principio de obediencia a su
germinación, no son restos marchitos de cosechas extrañas. Cumplen con los
deseos de su creador, encabalgado entre sus procreadores y sus procreados, un
ser que sabía “aislar las horas de felicidad y encerrarse en ellas”, robando
con sus ojos “cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las
casas” y acoplándolas después a su soledad. A veces, no hay nada más perdurable
que los lugares provisorios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario