sábado, 5 de abril de 2014

Retórica y sadismo




Mario Szichman

No se hundan en la desesperación…
El odio de los hombres pasará, los dictadores morirán,
y el poder que le robaron al pueblo retornará al pueblo.
Y mientras los hombres perezcan luchando por la libertad,
la libertad nunca perecerá.
Charles Chaplin, discurso de El gran dictador



      Antes de su irrupción en Europa con El Angel Exterminador y Viridiana, Luis Buñuel tuvo un período muy creativo en México, con filmes como Los olvidados, Nazarín, La vida criminal de Archibaldo de la Cruz (una joya que aún no ha obtenido todo el reconocimiento que se merece) Flor Silvestre y Subida al Cielo. En ese último filme hay una escena donde, a propósito de un brindis en honor a una “mamacita”, un diputado pronuncia un discurso en que se incluye esta frase: “Quiero desgranar los pétalos del florilegio engarzados por la clarividente y distinguida concepción de ese gran bardo Pepe Radilla, gloria inmarcesible de las letras contemporáneas y refulgente sol de nuestro estado”.
      He visto varias veces esa película, porque un maestro exhibe su genio hasta en obras menores (o, primordialmente, en obras menores), y porque el discurso del diputado siempre me causa risa.
Toda cultura tiene su retórica, pero creo que en el mundo de habla española nos excedemos. Una amiga me comentaba que en su universidad, cuando asume el nuevo rector primero viene un sucedáneo del besamanos, y luego el tirano académico les propina a los sufridos profesores y alumnos un discurso de entre 45 minutos y una hora de duración. ¿Por qué? ¿Por qué la autoridad debe siempre combinarse con el sadismo? ¿Cuántos de esos autócratas están dispuestos a escuchar el discurso de otra persona en el podio?
      Esta frase me retrotrae a la infancia, a mi autoritario director de la escuela primaria. El pobre hombre tuvo que cabalgar entre el peronismo y el antiperonismo. En 1955 derrocaron a Juan Perón. Yo tenía en ese momento 10 años de edad. El director de la escuela era un fervoroso peronista. Siempre se peleaba para que le permitieran hablar en los homenajes a la Abanderada de los Humildes, cuando se cumplía un nuevo aniversario de su ingreso en la inmortalidad, el 26 de julio, (sí, antes que el Comandante Eterno, otros personajes latinoamericanos lograron ingresar en la inmortalidad) o el 17 de octubre, fecha patria del peronismo. Los discursos del director, con el inevitable prólogo de “Señora presidenta de la Sociedad de Beneficencia, señor presidente de la Cooperadora Escolar”, y el inevitable epílogo de “Distinguidas damas, caballeros… alumnos” se prolongaba alrededor de una hora, al aire libre, en el patio de la escuela. Por alguna razón, en la Argentina, todos los aniversarios de batallas epónimas o fallecimiento de hijos ilustres ocurren en los meses más crudos del invierno, o a principios de la primavera. Suele llover en esos aniversarios, o se cuela un viento muy desagradable por el cuello, y como la Argentina es (o era) un país muy formal, los pobres educandos tenían que calarse el discurso junto con el frío, sin posibilidad de abrigarse como Dios manda. El uniforme obligatorio era el albo guardapolvo, que nada abrigaba.
      El director de la escuela también se había encargado de inaugurar un busto de Eva Perón, instalado a la entrada de la escuela, pero ese director de escuela, que para nosotros representaba no solo la autoridad sino algo cercano a la santidad, hizo algo deleznable cuando cayó el peronismo. Apenas llegó la Revolución Libertadora, pidió permiso a las nuevas autoridades escolares para romper con una mandarria el busto de Eva Perón. A partir de ese momento, si bien no me convertí en un anarquista, perdí toda confianza en las autoridades legítima o ilegítimamente constituidas.
   
      LOS SOCIÓLOGOS
      SIEMPRE LLEGAN TARDE
    
     El arte suele anticiparse a la historia, o aclara sus aspectos más sórdidos. Stanley Kubrick en Dr. Strangelove, Jim Thompson, en The Killer Inside Me,  Charles Chaplin, en El Gran Dictador, revelan aspectos de un autócrata que quedan soterrados en los manuales de historia, o que la historia olvida registrar. Después llegan los sociólogos, muchísimo después, a corroborar lo que el arte vislumbró con lujo de detalles.
      Los discursos de Peter Sellers en su interpretación del doctor Strangelove, donde, en medio de sus loas a la humanidad y al progreso su autónomo brazo artificial se alza exhibiendo el saludo nazi, o las sádicas peroratas del alguacil Lou Ford, protagonista de The Killer Inside Me, quien mata a sus oyentes de aburrimiento, antes de asesinarlos, fueron precedidos por Chaplin en su imitación de Adolfo Hitler. Cuando el dictador habla, los micrófonos se doblan, sobrecogidos de miedo ante una oratoria homicida. En la época del estreno de El Gran Dictador, en 1940, Chaplin estaba en minoría. Todavía en esa época, en 1940, la opinión pública mundial tenía una opinión dividida sobre Hitler. Las tendencias autoritarias del Fuhrer, el antisemitismo, y los desmanes de las camisas negras o pardas, pasaban a un segundo plano, ante sus planes económicos, la abolición del desempleo, y la recreación de una Alemania poderosa, que parecía el modelo a seguir tras la catástrofe de la Gran Depresión.
      Y esa es la gran dicotomía en el momento en que se registra el desplome. El sociólogo suele explicar las causas cuando ya es demasiado tarde. El artista suele anticiparse a ellas.
      En estos días he leído algunos trabajos del sociólogo Heinz Dieterich, sobre el gobierno de Venezuela presidido por Nicolás Maduro. Dieterich fue quien acuñó el sobrenombre de Socialismo del Siglo XXI para calificar el experimento político social de Hugo Chávez. Es un hombre muy inteligente y –algo bastante infrecuente en los sociólogos políticos– un ser capaz de reconocer sus equivocaciones. Se ha convertido en un demoledor crítico de la gestión de Maduro, e inclusive estima que su mandato se terminará en ocho semanas. (Menos aún, porque la predicción la hizo en la primera semana de marzo de este año).
      De todas maneras, Dieterich no opinaba así de Maduro en abril del año pasado, poco antes de las elecciones presidenciales. En esa ocasión, Dieterich dijo de Maduro que  “está evolucionando su propio perfil. Mantiene el patrón del comandante, pero está ganando una estatura propia. Va a ser un buen presidente, sin las condiciones de un Chávez o un Fidel, pero lo va a ser porque el sistema está estructurado. Una catástrofe no va a haber”. Otro de sus pronósticos fue que” Nicolás Maduro ganará con facilidad este domingo”, aunque, en realidad, ganó a duras penas, y el gobierno chavista se negó a hacer un recuento de votos.
      Dieterich cesó su colaboración con Chávez a fines de la década pasada, y comenzó a formular duras críticas contra el chavismo. De inmediato, empezaron las calumnias. La organización chavista Aporrea.org, dijo que el ex-ministro de Comercio Eduardo Samán recibió en cierta ocasión una llamada telefónica de “Chávez, quien le habría recomendado no tener contactos con el sociólogo mexicano Heinz Dieterich y que éste le había solicitado un millón de dólares a cambio de su asesoría”. Dieterich negó esa acusación durante una entrevista que le hizo Aporrea.org, y aprovechó para caerle de nuevo al chavismo. “Si el Estado Bolivariano actual ni siquiera puede organizar la distribución adecuada de papel toilet, lo que puede hacer cualquier república bananera, ¿cómo se le puede pedir administrar centralmente una economía moderna totalmente internacionalizada?” preguntaba Dieterich en la entrevista.
      De todas maneras, el sociólogo tardó algunos años en descubrir que Chávez prometía pan para hoy y hambre para mañana.
      Le bastó a Gabriel García Márquez un viaje en avión con Chávez, en enero de 1999, poco antes de que Chávez asumiera la presidencia de Venezuela, para señalar que el carismático líder parecía un jano bifronte. Por una parte, alguien “a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más”.
Le bastó a un amigo mío inclusive menos tiempo para enunciar algo todavía más demoledor. Tras observar un programa de “¡Aló, Presidente!”, emitió el siguiente diagnóstico: “Un presidente que habla ante una audiencia ocho, nueve horas seguidas, sin autorizar a que nadie pueda ir al baño, es un sádico capaz de llegar a cualquier extremo”.
      No voy a acudir a la psicología para aludir a la personalidad del anal retentivo. Sólo quiero alertar al lector sobre esos oradores que intentan desgranar los pétalos del florilegio, o exaltan la gloria inmarcesible de algún refulgente poeta. La tortura de la prolongada oratoria suele anticipar inenarrables calamidades.

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