miércoles, 23 de abril de 2014

Luis Martín Santos: Esas voces, esas voces…



Mario Szichman
                           


No hay nada, absolutamente nada, en la literatura española contemporánea que pueda igualarse a la voz de Luis Martín Santos, a las voces que hablan a través de la voz de Luis Martín Santos en su novela Tiempo de Silencio. Es como si todas las voces que han transcurrido en la narrativa española a partir de Quevedo tomaran turnos para expresar su indignación y sus secretos. Y siempre hay una algarabía de diálogos, y abundan tertulias, que parecen extraídas de semblanzas de El Diablo Cojuelo.  
¿Qué hacía el diablo cojuelo? Pues levantar “por arte diabólica”, los techos de los edificios, a fin de “descubrir la carne del pastelón de Madrid”. ¿Qué hizo el narrador de Tiempo de silencio? Pues descender a los infiernos del Madrid franquista de fines de la década del cuarenta.
Luis Martín Santos se marchó de esta tierra en 1964, tan elusivo como esa excepcional novela que creó a comienzos de la década del sesenta. Un rostro muy español, amable y circunspecto, atildado, con lustroso cabello negro, mira hacia la nada en la contraportada de la novela publicada por Seix Barral en 1961 y que agotó varias ediciones. (También fue traducida al inglés, al francés, al italiano, al alemán y al holandés). Los avatares de Tiempo de silencio fueron los de una España en transición. La primera edición de Seix Barral, en las etapas finales del franquismo, tuvo veinte páginas censuradas. En la edición de 1965, tras el fallecimiento de Santos, fueron incorporados algunos fragmentos antes obviados. La edición de 1980, la del destape, tras la muerte del generalísimo, es considerada la edición definitiva. Pero no hay edición definitiva, pues no existe el original.
De todas maneras, sin importar la edición, las partes censuradas, las erratas, Tiempo de silencio sigue siendo una obra excepcional, una de las escasas novelas españolas que vuelve a poner sobre el tapete la riqueza de nuestro lenguaje, la invención de sus autores, y especialmente su ironía. Si no existe nada como Tiempo de silencio, es porque ha estado precedida de El buscón y Los sueños de Quevedo, de Rinconete y Cortadillo, otras novelas ejemplares y El Quijote, de Cervantes, de la poesía de Góngora, y de la narrativa de Galdós. Del sainete y el esperpento. Y nada existe como esos textos. Todo el humor de Dickens, y que abundaba, desperdigado en sus nutridas novelas, no puede compararse ni remotamente, con la eterna carcajada que ya irrumpe en la tercera página de Don Quijote, cuando el héroe se burla del famoso Feliciano de Silva: de “la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas”, con esas “cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza”, o con el explosivo humor condensado en las 120 o 130 páginas de El buscón, en ese capítulo inolvidable de El licenciado Cabra, donde la hambruna era tan grande, que uno de los pupilos intentaba “persuadir a las tripas que habían comido, porque no lo querían creer”.
¿En que consiste la trama de Tiempo de silencio? Para Buckley, es apenas la historia de un hombre (Pedro) que fracasa en su intento de convertirse en investigador científico. Es como decir que la Biblia es la historia de los intentos de Dios por castigar las malas acciones de los hombres. La novela es el análisis de cuerpos enfermos (cancerosos) encarnados en la España franquista. Pedro, un médico investigador (Santos se graduó de médico en la universidad de Madrid, y se especializó luego en psiquiatría) se especializa en analizar ratones aquejados de cáncer. En otra época hubiera estudiado la lepra, esa enfermedad que se limpia de sí misma una vez invade todo el cuerpo. El periplo de Pedro y su colega, Amador, para recuperar algunos de esos ratones regalados por Amador a un pariente suyo, El Muecas, abre el camino a la exploración de todos los estratos de Madrid, inclusive esos bajos fondos ilustrados de mano maestra por la figura de Cartucho, un malandro de los bajos fondos que vive de las mujeres y de su prodigiosa destreza con la navaja.
Los monólogos de Cartucho (en un calé que deja boquiabiertos a los eruditos) están a la altura de las mejores narraciones de la picaresca española. Los personajes que coexisten con Pedro son un registro de sus diferentes clases sociales. Y a su vez, son recreados desde la irónica mirada de personajes que circulan por el ambiente literario patrocinando fórmulas de moda. Uno de ellos enuncia: “No abuses del gerundio”, demuestra que es inconveniente escribir una obra literaria “en que el elemento sexual esté completamente ausente”, recomienda observar “la realidad viva de la naturaleza humana en la casa de pensión” en que se habita de manera modesta, con el propósito de forjar un “humus colectivo de cuya pastaflora inconscientemente todos se alimentan”. Santos podía manejar con la misma soltura el cuerpo y el lenguaje de un cuchillero del más rancio lumpenaje, y a un aristócrata de la literatura, cuyo método consistía en no alabar nunca, en criticar siempre, a fin de asegurar “la continuidad generacional e histórica de ese vacío con forma de poema o garcilaso que llaman literatura castellana”.
Pero el novelista nunca abandonó la tragedia. Si Tiempo de silencio perdura es por su retrato de la condición humana, por su aciaga resolución. Pedro trata de salvar a una mujer que ha sido sometida a un aborto, y el buen samaritano es acusado de la operación y perseguido por la policía, y luego por Cartucho, el amante de la mujer muerta. Cartucho termina asesinando a la novia de Pedro, y éste pierde su trabajo y concluye huyendo de Madrid.
La prosa de Santos inquieta porque no deja títere con cabeza. En esa sociedad enferma en que transcurre Tiempo de silencio, sólo los pobres se salvan del contagio pues “están ya inmunizados con tanta porquería”.
En una de esas recorridas espeluznantes por el Madrid nocturno, el escritor transmutado en diablo cojuelo nos traza esbozos propios de una imaginación alucinada. Allí “los pájaros se suicidan uno a uno, en el gran vientre vacío de un caballo”, los borrachos “dimiten de la realidad”;  se puede contemplar “la airosa apostura de un guardia cuando pasa una mujer que es más alta que él”, calcular “cuantas piedras de mechero vende un enano en una esquina”, o tratar de dilucidar a quien se le ocurrió la “idea loca que echó a todos los ciegos a la calle hasta en esos días que la nieve cae endurecida”. No hay indagación excluyente, gesto desdeñado. Santos sólo se apasionaba por el ser humano, pues “un hombre”, señalaba, “es la imagen de una ciudad, y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre”.

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