Mario Szichman
No hay nada,
absolutamente nada, en la literatura española contemporánea que pueda igualarse
a la voz de Luis Martín Santos, a las voces que hablan a través de la voz de
Luis Martín Santos en su novela Tiempo de
Silencio. Es como si todas las voces que han transcurrido en la narrativa
española a partir de Quevedo tomaran turnos para expresar su indignación y sus
secretos. Y siempre hay una algarabía de diálogos, y abundan tertulias, que
parecen extraídas de semblanzas de El
Diablo Cojuelo.
¿Qué hacía el diablo
cojuelo? Pues levantar “por arte diabólica”, los techos de los edificios, a fin
de “descubrir la carne del pastelón de Madrid”. ¿Qué hizo el narrador de Tiempo de silencio? Pues descender a los
infiernos del Madrid franquista de fines de la década del cuarenta.
Luis Martín Santos se
marchó de esta tierra en 1964, tan elusivo como esa excepcional novela que creó
a comienzos de la década del sesenta. Un rostro muy español, amable y
circunspecto, atildado, con lustroso cabello negro, mira hacia la nada en la
contraportada de la novela publicada por Seix Barral en 1961 y que agotó varias
ediciones. (También fue traducida al inglés, al francés, al italiano, al alemán
y al holandés). Los avatares de Tiempo de
silencio fueron los de una España en transición. La primera edición de Seix
Barral, en las etapas finales del franquismo, tuvo veinte páginas censuradas.
En la edición de 1965, tras el fallecimiento de Santos, fueron incorporados
algunos fragmentos antes obviados. La edición de 1980, la del destape, tras la
muerte del generalísimo, es considerada la edición definitiva. Pero no hay
edición definitiva, pues no existe el original.
De todas maneras, sin
importar la edición, las partes censuradas, las erratas, Tiempo de silencio sigue siendo una obra excepcional, una de las
escasas novelas españolas que vuelve a poner sobre el tapete la riqueza de
nuestro lenguaje, la invención de sus autores, y especialmente su ironía. Si no
existe nada como Tiempo de silencio, es
porque ha estado precedida de El buscón
y Los sueños de Quevedo, de Rinconete y Cortadillo, otras novelas
ejemplares y El Quijote, de
Cervantes, de la poesía de Góngora, y de la narrativa de Galdós. Del sainete y
el esperpento. Y nada existe como esos textos. Todo el humor de Dickens, y
que abundaba, desperdigado en sus nutridas novelas, no puede compararse ni
remotamente, con la eterna carcajada que ya irrumpe en la tercera página de Don
Quijote, cuando el héroe se burla del
famoso Feliciano de Silva: de “la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas
razones suyas”, con esas “cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba
escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera
mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y
también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad
divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del
merecimiento que merece la vuestra grandeza”, o con el explosivo humor condensado en las 120 o 130
páginas de El buscón, en ese capítulo
inolvidable de El licenciado Cabra, donde la hambruna era tan grande, que uno
de los pupilos intentaba “persuadir a las tripas
que habían comido, porque no lo querían creer”.
¿En que consiste la
trama de Tiempo de silencio? Para
Buckley, es apenas la historia de un hombre (Pedro) que fracasa en su intento
de convertirse en investigador científico. Es como decir que la Biblia es la
historia de los intentos de Dios por castigar las malas acciones de los
hombres. La novela es el análisis de cuerpos enfermos (cancerosos) encarnados
en la España franquista. Pedro, un médico investigador (Santos se graduó de
médico en la universidad de Madrid, y se especializó luego en psiquiatría) se
especializa en analizar ratones aquejados de cáncer. En otra época hubiera
estudiado la lepra, esa enfermedad que se limpia de sí misma una vez invade
todo el cuerpo. El periplo de Pedro y su colega, Amador, para recuperar algunos
de esos ratones regalados por Amador a un pariente suyo, El Muecas, abre el camino a la exploración de todos los estratos de
Madrid, inclusive esos bajos fondos ilustrados de mano maestra por la figura de
Cartucho, un malandro de los bajos fondos que vive de las mujeres y de su prodigiosa
destreza con la navaja.
Los monólogos de
Cartucho (en un calé que deja boquiabiertos a los eruditos) están a la altura
de las mejores narraciones de la picaresca española. Los personajes que
coexisten con Pedro son un registro de sus diferentes clases sociales. Y a su
vez, son recreados desde la irónica mirada de personajes que circulan por el
ambiente literario patrocinando fórmulas de moda. Uno de ellos enuncia: “No
abuses del gerundio”, demuestra que es inconveniente escribir una obra literaria
“en que el elemento sexual esté completamente ausente”, recomienda observar “la
realidad viva de la naturaleza humana en la casa de pensión” en que se habita
de manera modesta, con el propósito de forjar un “humus colectivo de cuya
pastaflora inconscientemente todos se alimentan”. Santos podía manejar con la
misma soltura el cuerpo y el lenguaje de un cuchillero del más rancio
lumpenaje, y a un aristócrata de la literatura, cuyo método consistía en no
alabar nunca, en criticar siempre, a fin de asegurar “la continuidad
generacional e histórica de ese vacío con forma de poema o garcilaso que llaman
literatura castellana”.
Pero el novelista nunca
abandonó la tragedia. Si Tiempo de
silencio perdura es por su retrato de la condición humana, por su aciaga
resolución. Pedro trata de salvar a una mujer que ha sido sometida a un aborto, y el
buen samaritano es acusado de la operación y perseguido por la policía, y luego
por Cartucho, el amante de la mujer muerta. Cartucho termina asesinando a la
novia de Pedro, y éste pierde su trabajo y concluye huyendo de Madrid.
La prosa de Santos
inquieta porque no deja títere con cabeza. En esa sociedad enferma en que
transcurre Tiempo de silencio, sólo
los pobres se salvan del contagio pues “están ya inmunizados con tanta
porquería”.
En una de esas
recorridas espeluznantes por el Madrid nocturno, el escritor transmutado en
diablo cojuelo nos traza esbozos propios de una imaginación alucinada. Allí
“los pájaros se suicidan uno a uno, en el gran vientre vacío de un caballo”,
los borrachos “dimiten de la realidad”;
se puede contemplar “la airosa apostura de un guardia cuando pasa una
mujer que es más alta que él”, calcular “cuantas piedras de mechero vende un
enano en una esquina”, o tratar de dilucidar a quien se le ocurrió la “idea
loca que echó a todos los ciegos a la calle hasta en esos días que la nieve cae
endurecida”. No hay indagación excluyente, gesto desdeñado. Santos sólo se
apasionaba por el ser humano, pues “un hombre”, señalaba, “es la imagen de una
ciudad, y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre”.
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