Mario Szichman
Cuando Jorge Luis
Borges trabajaba en la biblioteca municipal
Miguel Cané, a fines de la década del treinta del pasado siglo, sufría la
incómoda situación del venido a menos. Su familia procedía de la oligarquía
porteña, o de alguna de sus ramas. Pero él era un pobre empleado que seguía
frecuentando a la “gente bien”, por amistades personales o debido a simpatías
políticas. Según le contó a Jean Milleret, en cierta ocasión se le acercaron
dos amigas, pertenecientes a la clase alta, y le preguntaron en qué trabajaba. Tras
informarles que era bibliotecario, quisieron saber cual era su sueldo mensual.
“Trescientos pesos”, dijo Borges. Y una de las mujeres le respondió más o menos
lo siguiente: “Borges, si quiere seguir siendo nuestro amigo, debe ganar al
menos mil pesos por mes”. Borges le comentó a Milleret que esas mujeres
consideraban su trabajo un capricho de niño rico, no una cotidiana necesidad. “Es
que los ricos”, concluyó Borges,
“sólo entienden la miseria, nunca la pobreza”. Ser pobre, pero honrado no
entraba en el universo mental de esas damas. En cambio la miseria, con sus
atributos melodramáticos divulgados por Dickens o por Emile Zola, o en
fotografías y en el cine, era perceptible.
Hay
un excepcional libro de David Halberstam, The
Best and the Brightest, donde describe el mundo de los líderes
norteamericanos que arrastraron a Estados Unidos al quagmire de Vietnam. En ese libro, un simple detalle me sigue
deslumbrando. Es una cita del sociólogo David Riesman aludiendo a la carencia
de algunos rasgos humanos en la cultura norteamericana. Riesman decía: “Cuando
veo una película francesa o italiana, los semblantes parecen más vivos y más
expresivos que los rostros estadounidenses en filmes similares”. Algunos amigos
norteamericanos me informaron de similar sorpresa cuando descubrieron filmes
europeos. Para ellos, no había otros rostros visibles que los de Cary Grant, o
Ingrid Bergman, o Clark Gable, o Rita Hayworth. La realidad habitual era
inexistente. Las películas de Hollywood eran el filtro a través del cual descubrían
su entorno.
Existen
diferentes clases de narrativas en Estados Unidos. Pero es obvio que la del
Sur, la del Deep South, nada tiene que ver con la narrativa de la gran urbe, la
de Chicago o Nueva York. Si alguien empezó leyendo a Carson McCullers, a
Flannery O´Connor, a William Faulkner, o a Erskine Caldwell, y luego intenta
abordar a escritores como Ernest Hemingway, Norman Mailer, William Styron, Gore
Vidal, Scott Fitzgerald, John Updike o Tom Wolfe, siempre sentirá que algo le
ha sido escamoteado. El universo narrativo de los escritores de la costa Este
es más restringido. Generalmente la escala social es más alta, las preocupaciones
más abstractas, los personajes menos
interesantes. Y todos ellos, inclusive quienes despotrican contra Henry James,
parecen legítimos herederos de ese maestro del tedio[i].
Sus habitaciones, sus rostros, evocan las habitaciones y los rostros que
descubrieron en el mundo del cine.
El
ataque de al-Qaida contra las torres gemelas del World Trade Center y de un ala
del Pentágono el 11 de septiembre de 2001, ha creado ya un género narrativo. Y
también un subgénero, el de las Viudas del 9/11. Los libros que han recibido
más atención han sido Falling Man, de
Don DeLillo, y The Submission, de Amy
Waldman. La mención a las Viudas del 9/11 aparece al menos en Promise Me, la novela policial de Harlan
Coben.
Hay
ciertos episodios históricos a los que es mejor no acercarse. Con gran
sabiduría, Stendhal hizo que Fabrizio del Dongo esquivara la batalla de
Waterloo en su novela La Cartuja de
Parma. Aunque Stendhal no presenció esa batalla, participó en varias
campañas militares como oficial del ejército napoleónico. Por lo tanto, su
reticencia no se debía a la ignorancia, sino, quizás, a las convenciones del
género narrativo en su época. Victor Hugo y León Tolstoi, escribiendo una o dos
décadas más tarde, pudieron detallar con mano maestra batallas como las de
Waterloo o la de Borodino, porque tuvieron acceso a pinturas y cuadros de
artistas que siguieron la ruta de los soldados franceses y rusos. Posiblemente,
también contaron con fotografías de batallas.
En
el caso de 9/11, DeLillo y Waldman pecaron, uno por exceso, y la otra por
defecto. DeLillo se quiso hundir en el fragor de la catástrofe, y Waldman se
propuso eludirla.
El
comienzo de Falling Man es el de un
hombre huyendo de las torres gemelas minutos después de consumarse la
devastación. Empieza con tanto brío, que es imposible mantener la tensión. Tras
las primeras páginas la novela, aunque escrita con el bello estilo de DeLillo,
empieza a declinar.
“Ya
no era más una calle sino un mundo, un tiempo y un espacio de cenizas cayendo y
de noche cercana”, enuncia el novelista en los primeros párrafos. “Él estaba
caminando en dirección norte a través de los escombros y del lodo. Había
personas que lo pasaban corriendo apretando toallas contra sus rostros o
chaquetas sobre sus cabezas. Tenían pañuelos apretados contra sus bocas. Tenían
zapatos en sus manos. Una mujer, con un zapato en cada mano, lo pasó corriendo.
Corrían y caían. Algunos de ellos avanzaban, confundidos y torpes, mientras los
desechos descendían a su alrededor. Había personas buscando refugio bajo los
automóviles.
“El
rugido estaba todavía en el aire, el sordo ruido de la caída. Ese era el mundo
ahora. El humo y las cenizas venían rodando por las calles, dando vuelta en las
esquinas... Cosas de otro mundo aparecían en la mortecina mañana".
Nadie
puede cuestionar la belleza de esa semblanza. Pero luego ¿cómo encarnarla en
seres de carne y hueso? El sabio DeLillo, que convirtió al disléxico, tartamudo
y casi psicótico Lee Harvey Oswald en esa figura icónica que preside las
páginas de Libra, en estos casos pone
a sus personajes a reflexionar en divanes, a mostrar su soledad y su
indiferencia por la suerte de los demás, sin que por un solo momento podamos compartir
ese mundo –a menos formemos parte de él. Ese no es un buen augurio. El mundo de
Tolstoi pertenece a escasos mortales, pero es imposible no quedar cautivado por
sus héroes y sus villanos.
En
el caso de The Submission, el
problema es aún peor, pese a que la trama en sí resulta interesante. Tras los
ataques del 11 de septiembre de 2001, distintos sectores de la comunidad
neoyorquina, desde las autroridades hasta familiares de los muertos y varios
dirigentes políticos, se reunieron para discutir la erección de un monumento en
el sitio donde cayeron las torres gemelas. Waldman, quien era periodista del New York Times, cubrió parte de esas discusiones,
y pensó que podían ser el germen de su primera novela. El twist fue el siguiente: se realiza un concurso para que arquitectos
y urbanistas presenten su propuesta de memorial,
y el concurso lo gana un musulmán. Los miembros del jurado piensan que eso
es prácticamente como lanzar dinamita en una hoguera, y realizan una serie de
maniobras con el propósito de impedir al musulmán acceder al premio.
Como
en la novela Vanity Fair, de Tom
Wolfe, The Submission está poblada
por multitud de personajes de los sectores medianos o altos de Manhattan. Está,
obviamente, la viuda del 9/11, un personaje absolutamente insoportable, está su
contrincante, quien intenta salvar el proyecto y se muestra dispuesta a pelear
contra viento y marea a fin de que se concrete, hay personajes de los medios de
prensa y de televisión, políticos, financistas, y toda la gama de inexpresivos
rostros estadounidenses. Están todos, y faltan muchos. De las casi 3.000
personas incineradas en las torres, o que se lanzaron al vacío, la mayoría no
pertenecían a The Falling Man, o a The Submission. No voy a incurrir en una
detestable postura populista, pero la mayoría de quienes murieron en las torres
no eran ejecutivos, locutores de televisión, jefes policiales, o millonarios.
Eran empleados del personal de limpieza, cocineros, ascensoristas, policías,
bomberos. Muchos de ellos tenían menial
jobs.
No
existen esos personajes en las novelas de DeLillo o Waldman. Pero si existen
multitud de poses. Creo que algo que me ha hecho trepar a las paredes es la
viuda del 9/11 en The Submission.
Pues, aparte de ser una mártir, es una mujer liberada, que siempre se detiene
al borde de la belleza, como enunciaba Celine. En la gaveta de su escritorio
guarda fotos en que se retrató desnuda.
Por
supuesto, como cada género crea fórmulas, abundan ahora las viudas del 9/11 que
posan desnudas, o tienen tórridos affairs en otras novelas. Un ejemplo es Promise Me, de Harlan Coben. Si bien la
viuda del 9/11 se entrega al protagonista, no lo hace sin previamente enunciar
una proclamación. (Al menos Coben se redime narrando un misterio bastante
interesante).
Por
suerte ese tipo de afectaciones y actitudes insinceras siempre reciben la
sanción de algún satírico, que pone las cosas en su lugar. En Frankenstein Junior, esa gran actriz
cómica llamada Cloris Leachman interpreta a una mujer que protagonizó un
tórrido romance con el creador del monstruo. A lo largo del filme, la mujer
insinúa detalles de la pasión que la consumió durante muchos años. Y
finalmente, en un momento dado, no puede seguir ocultando su romance, y le
grita al hijo del médico: “Porque yo, yo … era la futura desposada de
Frankenstein”.
El
mismo ridículo afecta a ese personaje de Amy Waldman. La mortal solemnidad de
la narrativa de Henry James, aplana su novela. Detrás de los rostros imperan
las máscaras. A más de uno de esos escritores les vendría muy bien una profunda
inmersión en el neorrrealismo italiano.
[i]
El tedio que causa la narrativa de Henry James ha sido bien resumido por el
satírico británico John Crace. En su parodia de The Golden Bowl, figura esta frase: “Durante 150 prolongadas
páginas Maggie analizó cómo debía ser ubicada su persona tanto en relación al
Príncipe como con respecto a su padre y a Charlotte, una ubicación que requería
frases de tan absurda arquitectura que cortaba la respiración, una construcción
dedicada a la desconstrucción de cada matiz en relación a cada cosa, un
elemento al que cualquier otra persona en su sano juicio hubiera dedicado
apenas un segundo”.
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