Por Mario
Szichman
Es muy difícil
que vaya al cine a ver películas modernas. Un día, un amigo mío me invitó
al cine. Podía elegir, me explicó, entre dramas de ancianos, donde un miembro
de la pareja sufre de Parkinson, y el otro del mal de Alzheimer, o algún filme
donde el protagonista es un automóvil lanzado a toda velocidad contra otro,
seguido de esa inevitable escena en que el vehículo corre marcha atrás,
perseguido marcha adelante por el vehículo de un asesino que puede ser serbio,
croata, albanés, o de cualquier otro lugar de Europa oriental aquejado de mala
fama. Está el cine de la trata de blancas, el cine del indocumentado que pasa
las de Caín, los romances con sexo explícito o virtual –En Her, Scarlet Johanson es un programa de computadora que copula a
través de una surrogate– el de los
estafadores de Wall Street, y comedias que no tienen nada de cómico. Una vez se
recorre el circuito completo, volvemos a los dramas de ancianos que toman turnos
en sufrir de odiosas enfermedades terminales.
Le agradecí al
amigo la invitación, y le propuse en cambio que viéramos un filme de la
prehistoria titulado Los desconocidos de
siempre (1958), dirigido por Mario Monicelli, e interpretado por Vittorio Gasman,
Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale, Carla Gravina, Memo Caronetuto, Renato
Salvatori y Totó, entre otros inmortales del cine italiano. No había
persecuciones de carros, efectos especiales, nada inhumano. El humor seguía tan
intacto como cuando vi la película por primera vez. Es una parodia de Rififí, el clásico de Jules Dassin, y su
tema es el robo de una caja fuerte. Desde los rostros hasta los diálogos y las
peripecias de los personajes, todo es tan perfecto como en una pantomima de
Buster Keaton. Tiene la impronta del neorrealismo italiano. El escenario es la
calle, los bares, los clubes nocturnos, los gimnasios deportivos. Los
conflictos son los de seres comunes tentados por la posibilidad de que un golpe
de suerte los saque de una pobreza muy cercana a la miseria. Es el mundo de la
picaresca.
Los italianos
parecen haber contado con el monopolio entre las décadas del cuarenta y del
cincuenta, aunque en ese mismo período el cine francés tuvo también su momento
de gloria, como puede verse en las películas protagonizadas por Jean Gabin y
Lino Ventura, o en las dirigidas por Jean Pierre Melville. Obviamente, parte de
esa tradición está plasmada en Viridiana,
del español Luis Buñuel, cuyos personajes parecen salidos de la corte de los
milagros.
¿Qué ha ocurrido
para que el cine, con escasas excepciones, haya abandonado tantos elementos de
la comedia humana en sus últimas décadas? ¿Es que hemos perdido la locura de
vivir y de matar? No por lo menos en las páginas rojas. Curiosamente, muchas de
esas crónicas parecen remitir más al mundo de la picaresca y al neorrealismo
italiano, que a sagas donde las máquinas se encargan de protagonizar el destino
de hombres y mujeres. Pues hasta la clase criminal vive tiempos difíciles en
Estados Unidos. Aquí cito dos ejemplos para demostrarlo.
EL
FORAJIDO MÁS ENFERMO DEL MUNDO
En No Country for Old Men, la película de los hermanos Cohen, Javier
Bardem, un escalofriante asesino, porta consigo un tubo de aire comprimido
rematado en una manguera de la que emerge un tubo. El asesino aplica el tubo a
la frente de alguna víctima, aprieta un mecanismo y le descarga un proyectil
que la mata de manera instantánea.
Arthur Williams portaba un tubo
similar en sus atracos, pero no era un tubo de aire comprimido sino de oxígeno,
su última conexión con la vida que se le estaba escapando debido a una
combinación de enfisema y diabetes.
El 9 de julio de 2010, Williams
ingresó en Sarar, una tienda de ropas en Madison Avenue, en Manhattan. Cubría
su cabeza con una gorra oscura y lucía una camisa roja. A los clientes les
llamó la atención las dificultades que tenía Williams para caminar, y la bolsa
que colgaba de su espalda. De la bolsa emergía un tubo de oxígeno conectado a
su nariz por una delgada manguera de goma. Williams se apoyaba en un bastón, y
se desplazaba por el negocio tomándose a cada rato un descanso. Finalmente se
detuvo en un perchero donde colgaban sacos de etiqueta e impermeables, y
preguntó al gerente del local, Sol Tezcan, donde podía encontrar pantalones
para combinar con un saco de etiqueta. Mientras Tezcan buscaba los pantalones,
Williams sacó una pistola barata, de las llamadas “Saturday Night Especial”, y
la apuntó al solitario cliente en el local, diciéndole: “Este es un atraco”. El
cliente huyó por la puerta trasera del negocio. Cuando el gerente oyó la
conmoción causada por la huida del cliente, avanzó hacia Williams, y éste lo
apuntó con la pistola y le preguntó: “¿Quiere que le meta una bala?” Sin
aguardar a la respuesta, Williams oprimió el gatillo, y la bala se estrelló
contra un estante de metal donde se exhibían camisas. Tezcan, el gerente,
también huyó del negocio, y Williams volvió a disparar su pistola. Esta vez, la
bala atravesó ocho chaquetas colgadas en un perchero. Una tercera bala tampoco se
alojó en un cuerpo humano.
"Y entonces, el asaltante escapó”,
informó Tezcan a la policía. “Su automóvil estaba del otro lado de la acera.
Tenía una placa de Alabama”.
Williams abandonó Manhattan e inició
el largo retorno a su hogar en Gadsden, Alabama, en una travesía de mil
quinientos kilómetros, pero nunca llegó a destino. En la madrugada del 11 de
julio, un domingo, asaltó un motel Super
8 en Hancock, Maryland, tras amarrar al recepcionista y a su hija de 16
años con cables telefónicos. Lo que llamó la atención a los asaltados fue que
Williams jadeaba, y tuvo que sentarse en una silla durante algunos minutos,
para recuperarse. Finalmente huyó, llevándose consigo 580 dólares. Hubo otro
infructuoso intento de asalto, en el motel Sleep
Inn, de Clear Springs, Maryland, donde la caja fuerte estaba vacía, y a
partir de ese momento, una feroz persecución. Un policía del estado de Maryland
observó en la carretera un Cadillac negro que se desplazaba de manera errática,
cruzando la línea que divide ambas canales, y comenzó a seguirlo. De repente,
Williams advirtió el patrullero policial, y aceleró la marcha. La persecución
se prolongó durante tres kilómetros, a una velocidad cercana a los doscientos
kilómetros por hora. Finalmente, el Cadillac de Williams se salió de la ruta,
atravesó tres jardines de viviendas y volcó. Williams fue despedido del
vehículo, sufrió graves golpes en la cabeza, y murió poco después. Tenía 63
años, pero parecía mucho más viejo.
TRISTE, SOLITARIO Y FINAL
En sus días de gloria, a comienzos
de la década del setenta, Williams era conocido como The Elevator Bandit, el asaltante del ascensor, luego de una serie
de robos en edificios de apartamentos de Manhattan que le redituaron grandes
ganancias. Cuando fue a parar a la cárcel, en 1975, tenía en su prontuario 134
condenas, la mayoría por robo. Treinta y tres de los 34 años siguientes los
pasó en la cárcel, excepto por un breve período de libertad condicional, en
1986, cuando tenía 40 años. En apenas dos meses fuera de las rejas se las
arregló para atracar a 38 personas en Manhattan, a veces haciéndose pasar por
un amistoso portero a fin de ingresar a un apartamento, en otras, disfrazado de
mensajero. Años después, durante otra audiencia para conseguir nuevamente la
libertad condicional, explicó las razones de sus atracos: “Heroína y cocaína”.
Durante sus últimos años de cárcel,
Williams pareció regenerarse. Se convirtió en predicador religioso y trató de
ayudar a jóvenes descarriados. Su salud se fue deteriorando. Sufría de enfisema
y de diabetes, y debía ser sometido a diálisis de manera regular. Durante las
audiencias para analizar su pedido de libertad condicional, Williams explicó su
conversión religiosa, y dijo que ya no era la misma persona que había ingresado
en la cárcel. “Yo no conozco a esa otra persona”, aseguró. Su presunto
arrepentimiento, y los costosos tratamientos a que debía ser sometido,
convencieron a las autoridades de la prisión neoyorquina que era mejor
conmutarle la pena. Y Williams fue puesto en libertad en julio de 2009.
El regenerado delincuente se mudó
con su paciente esposa, Bettie, a Gadsden, Alabama, y pidió un préstamo a la
financiera Family Loan Company, que
fue cancelando puntualmente hasta junio de 2010. Pero el primero de julio, dos
semanas después de hacer su último pago en la financiera, Williams retornó al
lugar. Usaba gorra y cubría su rostro con un pañuelo. En su mano derecha
portaba una pistola. El atracador pidió a la cajera que le entregara todo el
dinero en efectivo. Luego, encerró a la cajera y a otros dos empleados en un
baño, y trabó la puerta con una silla. El esfuerzo había sido excesivo para
Williams. Cámaras de seguridad registraron los instantes en que se quitó el
pañuelo del rostro y la gorra, y se sentó a descansar en una silla. Sin
embargo, nadie en Family Loan
reconoció su rostro.
Cinco días más tarde, el 6 de julio,
Williams informó a su esposa que iba a una clínica para someterse al
tratamiento de diálisis. Y nunca más lo volvió a ver. Williams se dirigió a
Nueva York, una ciudad que había conocido palmo a palmo durante sus correrías.
El 9 de julio, el Cadillac negro de
Williams recibió una multa por parquear en doble fila frente al 507 West de la
calle 144, en Manhattan. Era un lugar muy conocido por Williams. En la cuadra
vivía su madre, de 92 años de edad.
Durante su permanencia en el hogar
de su madre, “No hizo otra cosa que hablar con la familia”, dijo la mujer, en
el curso de una entrevista con The New
York Times. “Él era una buena persona, rezaba, predicaba. Realmente sirvió
a Dios. Lo sirvió durante los últimos 10 o 20 años de su vida”.
Dos días más tarde, el cadáver de
Williams fue recogido por una ambulancia, cerca del sitio donde había
estrellado su Cadillac. Su pistola fue encontrada cerca del asiento del
pasajero. También entre los restos de la colisión estaba el tubo de oxígeno que
le había ayudado a subsistir durante su correría final.
LA
MAFIA EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
En
la década del noventa, Joe DeFede supervisaba toda clase de manejos ilegales en
el “garment district”, el área de Manhattan donde talleres de ropa coexisten
con tiendas de lujo. La manera que tenía de DeFede de enriquecerse era bastante
sencilla: amenazaba con romperles las piernas a quienes no pagaran la
protección ofrecida por los lugartenientes de la familia Luchese una de las
grandes bandas del crimen organizado. DeFede tenía un Cadillac y un chófer. Tres
de sus caballos de carrera usaban los establos del hipódromo Aqueduct, en el
condado de Queens.
Pero
en algún momento de su carrera, DeFede pareció excederse en sus ambiciones y la
familia Luchese lo acusó de robarle casi un millón de dólares. Fue un acto de
gran audacia y bastante estúpido. Nadie le hace eso a la mafia, y espera salir
ileso. Hace algunos años, un atracador inexperto robó el automóvil de otro
mafioso neoyorquino, Vincent The Chin
Gigante. Cuando el atracador se enteró de su traspié, devolvió el automóvil, pero
antes lo llevó a un taller para que lo lavaran con champú y lo perfumaran. Just in case.
Aunque
DeFede negó la acusación formulada por la familia Luchese, lo cierto es que su
acto siguiente fue bastante deplorable, al menos para los cánones de la mafia:
se entregó al FBI, y comenzó a cantar, enviando a la cárcel a varios de sus ex
colegas.
Luego
marchó a la prisión para cumplir una condena reducida de cinco años. Cuando
salió de la cárcel, DeFede tenía 69 años, y estaba totalmente quebrado. Para
él, esa era la mejor demostración de que no había robado a la familia Luchese.
“Si hubiera hecho lo que dicen que hice”, declaró a un periodista en un bar del
sur de Florida, “¿Cree que estaría aquí?”
Lo
cierto es que el lugarteniente en jefe de la familia Luchese vive junto a su
esposa, Nancy, en una precaria situación, bajo un nombre inventado. Perdió su
fortuna gracias a abogados inescrupulosos que prometieron sacarlo rápidamente
de prisión a cambio de muchos dólares. DeFede no puede enviar a un colega a
romperles las piernas a esos letrados, porque eso cuesta mucho dinero. Además,
los costos de crear una nueva identidad son tan onerosos como el pago a los
abogados.
Los
DeFede viven de la modesta pensión que otorga la Seguridad Social, y de la
pensión que le pagan a Nancy tras 20 años de trabajar en un banco.
DeFede,
conocido como Little Joe dice que
vive en perpetuo estado de pánico. Teme no poder pagar las cuotas de su
automóvil, de su vivienda, o sus gastos de salud. Hace poco le hicieron una
operación para reemplazarle una cadera.
Para un mafioso
venido a menos, el futuro no asoma muy placentero. La señora DeFede ha tenido
que vender un collar de rubíes, y un brazalete de esmeraldas, cuando la
economía apretó sus garras. Pero algo mantiene viva a la pareja: el amor. A
veces DeFede lamenta no poder tratar a su reina como una verdadera reina. “Vean
el daño que le causé a ella”, dijo a un periodista en cierta ocasión. “Ella
podría haber conquistado a cualquiera. Absolutamente a cualquiera. En cambio,
terminó viviendo conmigo”.
Los ejemplos
bastan y sobran para confirmar mi hipótesis. Tal vez un buen guionista descubra
en esos casos un filón de oro.
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