sábado, 29 de marzo de 2014

El filósofo del Apocalipsis


Mario Szichman

“Informes de que algo no ha ocurrido
siempre me resultan interesantes”.
Donald Rumsfeld


 Errol Mark Morris ha creado dos excepcionales documentales basados en entrevistas a ex secretarios de Defensa de Estados Unidos. El primero, estrenado en el 2003 es  The Fog of War, donde analizó la vida de Robert S. McNamara, secretario de Defensa durante la guerra de Vietnam. El segundo, finalizado en 2013, titulado The Unknown Known cuenta con Donald Rumsfeld como protagonista, secretario de Defensa de George W. Bush, y quien ordenó la invasión de Afganistán y de Irak tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Manhattan y en los suburbios de Washington, D.C.

    En ambos casos, los personajes son muy interesantes. En un universo tan burocrático como el Pentágono, son seres dramáticos. Cuentan con una trágica visión de la historia (McNamara) y poseen una diabólica mente adicta a una especulación cercana a la filosofía, o por lo menos a un mundo carente de lógica (Rumsfeld). No es casual que en un ensayo que escribió Erroll Morris sobre Rumsfeld para The New York Times, el párrafo final mencione el inquietante Gato de Cheshire, esa creación de Lewis Carroll que aparece en Alicia en el país de las maravillas.
     Morris dice que comparte la perplejidad de Alicia cuando, tras su encuentro con el gato, señala, “He visto gatos sin sonrisas, pero nunca una sonrisa sin gato”.  El cineasta dice que tuvo una experiencia similar con Rumsfeld: “Siempre tuve la aterradora sospecha de que la sonrisa de Rumsfeld tal vez no esconde nada. Es una sonrisa de suprema autosatisfacción, y detrás de ella, tal vez solo existe un simulacro”.
     Rumsfeld tenía nueve años en 1941 cuando los japoneses atacaron a Estados Unidos en Pearl Harbor, y 69 en el 2001, cuando al–Qaida atacó el World Trade Center y el Pentágono. Como a tantas generaciones de norteamericanos, Pearl Harbor lo marcó para siempre. En esos 60 años entre uno y otro ataque, Rumsfeld aprendió que “continuamos siendo sorprendidos cuando se registra una sorpresa”. De todos los libros que leyó sobre Pearl Harbor, Rumsfeld quedó prendado de un prólogo a uno de ellos escrito por el economista de Harvard Thomas Schelling. En el prólogo Schelling señalaba: “Estábamos tan atareados intentando adivinar algunas ´obvias´acciones de los japoneses, que descuidamos concentrarnos en la opción que finalmente adoptaron”. Schelling atribuía esa tendencia en la programación de acciones de guerra a “confundir lo desconocido con lo improbable”.
     El gobierno de Estados Unidos sabía que los japoneses preparaban un ataque contra bases militares en el Pacífico durante 1941. Pero los preparativos eran para enfrentar a lo sumo los bombardeos aéreos lanzados desde dos portaaviones. Japón contaba en esos momentos con seis portaaviones. Era insensato pensar que iba a arriesgar toda su flota en el ataque, sin quedarse con alguna reserva. Pero lo improbable ocurrió. Japón usó sus seis portaaviones. Fue tal la magnitud del desafío nipón, que cuando al finalizar la guerra se realizaron audiencias en el Congreso para sancionar a los responsables de la negligencia, varios testigos de la armada insistieron en la presencia de entre dos y cuatro portaaviones, aunque había abrumadoras evidencias de que habían sido seis.
    En el documental The Unknown Known, Morris preguntó a Rumsfeld si Pearl Harbor había sido “una falla de la imaginación, o una falla a la hora de analizar los datos de inteligencia disponibles”. El ex secretario de Defensa respondió que los agentes de inteligencia “pensaron en gran cantidad de posibilidades. Las más obvias. En realidad, estaban persiguiendo al conejo equivocado. La posibilidad (la de usar toda la flota de portaaviones) no fue considerada plausible”.
     Tanto en Pearl Harbor como en los ataques del 11 de septiembre de 2001, no escaseaba la información de inteligencia. En realidad, sobraba. En el caso de 9/11, hay un testimonio irrebatible: es el informe oficial de la Comisión Investigadora. Ya desde 1998 se sabía que al–Qaida planeaba un ataque en Nueva York. Un mes antes de los ataques, el 6 de agosto de 2001, la asesora nacional de seguridad Condoleezza Rice presentó al presidente Bush un informe, señalando que “Bin Ladin estaba decidido a atacar a Estados Unidos”. Había una célula de al-Qaida actuando en Nueva York, y la organización se proponía secuestrar un avión. El mismo día de los ataques, 10 de los 19 piratas aéreos hicieron sonar las alarmas de seguridad en tres aeropuertos, al transportar objetos que podrían ser eventualmente usados como armas. Pese a ello, luego de chequeos ulteriores, se les permitió subir a los aviones.
     Schelling, quien tanta admiración causó a Rumsfeld al criticar la tendencia de los militares norteamericanos a confundir lo desconocido con lo improbable, dijo al cineasta que la “sorpresa” de los ataques del 11 de septiembre no fue resultado de una conspiración de las fuerzas del mal, sino de aparatos burocráticos que actúan como elefantes en un bazar. Tal vez las excesivas alarmas que sonaron en días previos a los atentados sirvieron para adormecer la vigilancia. “Hay alarmas que a veces dejan de funcionar”, dijo Schelling, en tanto “otras suenan en tantas ocasiones, que al final son desconectadas”. Y además, ¿de qué sirve obtener gran cantidad de información, cuando se ignora qué es lo que se está buscando? En ocasiones, puede primar la rivalidad entre servicios de inteligencia. El FBI no comunicó a la CIA que en algunas escuelas de aviación estudiantes provenientes de países del Medio Oriente pedían a sus instructores que les enseñaran a alzar vuelo, pero no tenían interés alguno en lecciones de aterrizaje. En otras ocasiones, los alumnos parecían más interesados en averiguar cómo se abría la puerta de la cabina del piloto, que en maniobrar los alerones. También se dio el caso de que informantes alistados por la CIA lo hacían sin conocimiento del FBI, y en algunas ocasiones fueron arrestados afectando pesquisas.
     Tampoco se puede descartar el protocolo. Morris dice que en la mañana del 7 de diciembre de 1941, el día del ataque a Pearl Harbor, un radar de la estación Opana captó el sobrevuelo de aviones. El radar estaba a cargo de dos soldados, quienes al observar en la pantalla “algo totalmente extraordinario”, llamaron al telefonista del centro de información a fin de notificar la novedad. El telefonista se comunicó con su supervisor, quien ignoraba el procedimiento a seguir para comunicar el hallazgo con sus superiores. Para eludir reprimendas, el supervisor dijo luego que pensó que se trataba de aviones norteamericanos.  

LO DESCONOCIDO
QUE CONOCEMOS

     Existen en la burocracia de los organismos de seguridad algunos axiomas que funcionan de maravillas a la hora de encubrir desaguisados. Recuerdo a una tía mía que nunca movía un dedo en su casa. Cada vez que el esposo le reprochaba su apatía, lejos de ofenderse se sonreía con sabiduría y les explicaba a sus hermanas: “Ah, los hombres ignoran todo aquello que hacemos sin causar alharacas. El cuidado de la casa tiene secretos que ni vale la pena explicar”.
     Cuando se trata de solicitar abultados presupuestos para la defensa, una catástrofe recauda más dinero que una situación de paz social. La catástrofe permite poner las carretas en círculo y hace olvidar la rivalidad entre distintos organismos de seguridad. Los gobiernos abren los cordones de la bolsa y toleran toda clase de gastos, inclusive los más extravagantes. Recuerdo que poco después del 9/11 el gobierno de Bush autorizó la construcción de una flota de barcos antisubmarinos, aunque al-Qaida nunca mostró proclividad a usar submarinos en sus ataques.
     La secuela de los atentados sorprendió a todos, menos a Rumsfeld, que como podrá recordarse, solía sorprenderse de que “nos sorprendamos cuando se registra una sorpresa”. En lugar de concentrarse en lanzar represalias contra los causantes del 9/11, Rumsfeld decidió enfilar los cañones más pesados contra el gobierno de Irak liderado por Saddam Hussein. Para ello, acusó a Saddam de contar con armas de destrucción masiva, pese a los informes de los inspectores de las Naciones Unidas señalando que el líder iraquí se había librado de ellas. Sugirió, además, una conexión entre al-Qaida y Saddam, algo bastante implausible.     Cuando el periodista Jim Miklaszewski encaró a Rumsfeld, señalando que no parecían existir evidencias de un vínculo directo entre Bagdad y algunas organizaciones insurgentes, el ex secretario de Defensa salió con un sofisma que aún hoy sigue acosando los cerebros no sólo de funcionarios del Pentágono, sino de filósofos.
     “Los informes que señalan que algo no ha ocurrido, siempre me resultan interesantes”, dijo Rumsfeld a Miklaszewski. “Pues, como usted sabrá, hay cosas conocidas que resultan conocidas, pero también hay cosas conocidas que resultan desconocidas. Y además hay cosas desconocidas que desconocemos. Se trata de cosas que no sabemos que desconocemos. Y si analizamos la historia de nuestro país, o de otros países libres, la última categoría es la más difícil” de dilucidar.
     Errol Morris dice que la diferencia entre Rumsfeld y Robert McNamara es que  McNamara nunca respondía la pregunta que le formulaban, sino la pregunta que quería que le formularan. Rumsfeld, en cambio, “Nunca responderá una pregunta que le formulan, ni cualquier otra pregunta. Si uno le hace una pregunta a Rumsfeld, sólo recibe evasivas como respuestas”.  
     Y el periodista Jamie Mcintyre dijo del ex secretario de Defensa: “Es raro que admita haberse equivocado en alguna ocasión. Parte de su defensa es que cada frase enunciada es seguida por una advertencia. ´Nunca dije cuánto iba a durar la guerra´. ´Nunca dije cuántos soldados íbamos a necesitar´. Siempre ha sido muy resbaladizo. Su técnica favorita ha sido cuestionar la premisa de toda pregunta y nunca responderla”.
      La imagen de Rumsfeld es tan evanescente como la del gato de Cheshire. Es una sonrisa de suprema autosatisfacción, aunque tal vez, detrás de ella, no existe nada.


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