Mario
Szichman
“Informes
de que algo no ha ocurrido
siempre
me resultan interesantes”.
Donald
Rumsfeld
Errol Mark Morris ha creado dos excepcionales documentales basados en entrevistas a ex secretarios de Defensa de Estados Unidos. El primero, estrenado en el 2003 es The Fog of War, donde analizó la vida de Robert S. McNamara, secretario de Defensa durante la guerra de Vietnam. El segundo, finalizado en 2013, titulado The Unknown Known cuenta con Donald Rumsfeld como protagonista, secretario de Defensa de George W. Bush, y quien ordenó la invasión de Afganistán y de Irak tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Manhattan y en los suburbios de Washington, D.C.
En ambos casos, los personajes
son muy interesantes. En un universo tan burocrático como el Pentágono, son
seres dramáticos. Cuentan con una trágica visión de la historia (McNamara) y poseen
una diabólica mente adicta a una especulación cercana a la filosofía, o por lo
menos a un mundo carente de lógica (Rumsfeld). No es casual que en un ensayo
que escribió Erroll Morris sobre Rumsfeld para The New York Times, el párrafo final mencione el inquietante Gato
de Cheshire, esa creación de Lewis Carroll que aparece en Alicia en el país de las maravillas.
Morris dice que comparte la
perplejidad de Alicia cuando, tras su encuentro con el gato, señala, “He visto gatos
sin sonrisas, pero nunca una sonrisa sin gato”. El cineasta dice que tuvo una experiencia
similar con Rumsfeld: “Siempre tuve la aterradora sospecha de que la sonrisa de
Rumsfeld tal vez no esconde nada. Es una sonrisa de suprema autosatisfacción, y
detrás de ella, tal vez solo existe un simulacro”.
Rumsfeld tenía nueve años en 1941
cuando los japoneses atacaron a Estados Unidos en Pearl Harbor, y 69 en el
2001, cuando al–Qaida atacó el World
Trade Center y el Pentágono. Como a tantas generaciones de norteamericanos,
Pearl Harbor lo marcó para siempre. En esos 60 años entre uno y otro ataque,
Rumsfeld aprendió que “continuamos siendo sorprendidos cuando se registra una
sorpresa”. De todos los libros que leyó sobre Pearl Harbor, Rumsfeld quedó
prendado de un prólogo a uno de ellos escrito por el economista de Harvard
Thomas Schelling. En el prólogo Schelling señalaba: “Estábamos tan atareados
intentando adivinar algunas ´obvias´acciones de los japoneses, que descuidamos
concentrarnos en la opción que finalmente adoptaron”. Schelling atribuía esa
tendencia en la programación de acciones de guerra a “confundir lo desconocido
con lo improbable”.
El gobierno de Estados Unidos
sabía que los japoneses preparaban un ataque contra bases militares en el
Pacífico durante 1941. Pero los preparativos eran para enfrentar a lo sumo los
bombardeos aéreos lanzados desde dos portaaviones. Japón contaba en esos
momentos con seis portaaviones. Era insensato pensar que iba a arriesgar toda
su flota en el ataque, sin quedarse con alguna reserva. Pero lo improbable
ocurrió. Japón usó sus seis portaaviones. Fue tal la magnitud del desafío
nipón, que cuando al finalizar la guerra se realizaron audiencias en el
Congreso para sancionar a los responsables de la negligencia, varios testigos
de la armada insistieron en la presencia de entre dos y cuatro portaaviones,
aunque había abrumadoras evidencias de que habían sido seis.
En el documental The Unknown Known, Morris preguntó a
Rumsfeld si Pearl Harbor había sido “una falla de la imaginación, o una falla a
la hora de analizar los datos de inteligencia disponibles”. El ex secretario de
Defensa respondió que los agentes de inteligencia “pensaron en gran cantidad de
posibilidades. Las más obvias. En realidad, estaban persiguiendo al conejo
equivocado. La posibilidad (la de usar toda la flota de portaaviones) no fue
considerada plausible”.
Tanto en Pearl Harbor como en los
ataques del 11 de septiembre de 2001, no escaseaba la información de
inteligencia. En realidad, sobraba. En el caso de 9/11, hay un testimonio
irrebatible: es el informe oficial de la Comisión Investigadora. Ya desde 1998
se sabía que al–Qaida planeaba un ataque en Nueva York. Un mes antes de los
ataques, el 6 de agosto de 2001, la asesora nacional de seguridad Condoleezza
Rice presentó al presidente Bush un informe, señalando que “Bin Ladin estaba
decidido a atacar a Estados Unidos”. Había una célula de al-Qaida actuando en
Nueva York, y la organización se proponía secuestrar un avión. El mismo día de
los ataques, 10 de los 19 piratas aéreos hicieron sonar las alarmas de
seguridad en tres aeropuertos, al transportar objetos que podrían ser
eventualmente usados como armas. Pese a ello, luego de chequeos ulteriores, se
les permitió subir a los aviones.
Schelling, quien tanta admiración
causó a Rumsfeld al criticar la tendencia de los militares norteamericanos a
confundir lo desconocido con lo improbable, dijo al cineasta que la “sorpresa”
de los ataques del 11 de septiembre no fue resultado de una conspiración de las
fuerzas del mal, sino de aparatos burocráticos que actúan como elefantes en un
bazar. Tal vez las excesivas alarmas que sonaron en días previos a los
atentados sirvieron para adormecer la vigilancia. “Hay alarmas que a veces
dejan de funcionar”, dijo Schelling, en tanto “otras suenan en tantas
ocasiones, que al final son desconectadas”. Y además, ¿de qué sirve obtener
gran cantidad de información, cuando se ignora qué es lo que se está buscando?
En ocasiones, puede primar la rivalidad entre servicios de inteligencia. El FBI
no comunicó a la CIA que en algunas escuelas de aviación estudiantes
provenientes de países del Medio Oriente pedían a sus instructores que les
enseñaran a alzar vuelo, pero no tenían interés alguno en lecciones de
aterrizaje. En otras ocasiones, los alumnos parecían más interesados en averiguar
cómo se abría la puerta de la cabina del piloto, que en maniobrar los alerones.
También se dio el caso de que informantes alistados por la CIA lo hacían sin
conocimiento del FBI, y en algunas ocasiones fueron arrestados afectando
pesquisas.
Tampoco se puede descartar el
protocolo. Morris dice que en la mañana del 7 de diciembre de 1941, el día del
ataque a Pearl Harbor, un radar de la estación Opana captó el sobrevuelo de
aviones. El radar estaba a cargo de dos soldados, quienes al observar en la
pantalla “algo totalmente extraordinario”, llamaron al telefonista del centro
de información a fin de notificar la novedad. El telefonista se comunicó con su
supervisor, quien ignoraba el procedimiento a seguir para comunicar el hallazgo
con sus superiores. Para eludir reprimendas, el supervisor dijo luego que pensó
que se trataba de aviones norteamericanos.
LO
DESCONOCIDO
QUE CONOCEMOS
Existen en la burocracia de los
organismos de seguridad algunos axiomas que funcionan de maravillas a la hora
de encubrir desaguisados. Recuerdo a una tía mía que nunca movía un dedo en su
casa. Cada vez que el esposo le reprochaba su apatía, lejos de ofenderse se
sonreía con sabiduría y les explicaba a sus hermanas: “Ah, los hombres ignoran
todo aquello que hacemos sin causar alharacas. El cuidado de la casa tiene
secretos que ni vale la pena explicar”.
Cuando se trata de solicitar
abultados presupuestos para la defensa, una catástrofe recauda más dinero que una
situación de paz social. La catástrofe permite poner las carretas en círculo y
hace olvidar la rivalidad entre distintos organismos de seguridad. Los
gobiernos abren los cordones de la bolsa y toleran toda clase de gastos,
inclusive los más extravagantes. Recuerdo que poco después del 9/11 el gobierno
de Bush autorizó la construcción de una flota de barcos antisubmarinos, aunque
al-Qaida nunca mostró proclividad a usar submarinos en sus ataques.
La secuela de los atentados
sorprendió a todos, menos a Rumsfeld, que como podrá recordarse, solía
sorprenderse de que “nos sorprendamos cuando se registra una sorpresa”. En
lugar de concentrarse en lanzar represalias contra los causantes del 9/11,
Rumsfeld decidió enfilar los cañones más pesados contra el gobierno de Irak
liderado por Saddam Hussein. Para ello, acusó a Saddam de contar con armas de
destrucción masiva, pese a los informes de los inspectores de las Naciones
Unidas señalando que el líder iraquí se había librado de ellas. Sugirió,
además, una conexión entre al-Qaida y Saddam, algo bastante implausible. Cuando
el periodista Jim Miklaszewski encaró a Rumsfeld, señalando que no parecían
existir evidencias de un vínculo directo entre Bagdad y algunas organizaciones
insurgentes, el ex secretario de Defensa salió con un sofisma que aún hoy sigue
acosando los cerebros no sólo de funcionarios del Pentágono, sino de filósofos.
“Los informes que señalan que
algo no ha ocurrido, siempre me resultan interesantes”, dijo Rumsfeld a
Miklaszewski. “Pues, como usted sabrá, hay cosas conocidas que resultan
conocidas, pero también hay cosas conocidas que resultan desconocidas. Y además
hay cosas desconocidas que desconocemos. Se trata
de cosas que no sabemos que desconocemos. Y si
analizamos la historia de nuestro país, o de otros países libres, la última
categoría es la más difícil” de dilucidar.
Errol Morris dice que la
diferencia entre Rumsfeld y Robert McNamara es que McNamara nunca respondía la pregunta que le
formulaban, sino la pregunta que quería que le formularan. Rumsfeld, en cambio,
“Nunca responderá una pregunta que le formulan, ni cualquier otra pregunta. Si
uno le hace una pregunta a Rumsfeld, sólo recibe evasivas como respuestas”.
Y el periodista Jamie Mcintyre
dijo del ex secretario de Defensa: “Es raro que admita haberse equivocado en
alguna ocasión. Parte de su defensa es que cada frase
enunciada es seguida por una advertencia. ´Nunca dije
cuánto iba a durar la guerra´. ´Nunca dije cuántos soldados íbamos a
necesitar´. Siempre ha sido muy resbaladizo. Su técnica favorita ha sido
cuestionar la premisa de toda pregunta y nunca responderla”.
La imagen de Rumsfeld es tan
evanescente como la del gato de Cheshire. Es una sonrisa de suprema
autosatisfacción, aunque tal vez, detrás de ella, no existe nada.
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