Mario Szichman
En
América, como en Polonia,
el
mayor esfuerzo de la literatura
se
pierde en imitar
las maduras literaturas extranjeras.
En
Polonia como en Sudamérica,
todos prefieren lamentarse de su
condición
inferior de menores y peores,
en
vez de aceptarla como un nuevo
y
fecundo punto de partida.
Witold Gombrowicz
Un día, Gregor Samsa se despierta
transformado en un insecto. Otro día, Alicia descubre que entre sus atributos
figuran achicarse y agrandarse como un binocular. Y después viene el turno de
Oscar, el protagonista de El tambor de
hojalata, quien decide, con toda premeditación y alevosía, convertirse en
un enano y conservar siempre la estatura de los tres años de edad.
Hacia 1937 una transformación corporal
también afecta a Pepe, el protagonista de Ferdydurke.
Pero, en el caso del protagonista de la novela de Witold Gombrowicz, otros
resuelven por él, especialmente el aterrador catedrático Pimko. El profesor y
otros seres de su calaña deciden que Pepe retorne a esa difícil edad del patito
feo.
En cada caso, el despertar no es sólo un
abrupto corte con el sueño, sino una inmersión en una nueva realidad. Samsa se
despierta convertido en un insecto. Alicia se duerme, y a partir de ese momento
su cuerpo sufre constantes transformaciones. Oscar, protagonista de El tambor de hojalata, se lanza por una
escalera y al regresar de su desmayo queda congelado en un cuerpo que nunca
volverá a crecer. El héroe de Ferdydurke
despierta y enuncia: “Por un retroceso del tiempo que debía estar vedado a la
naturaleza, me vi tal como era cuando tenía quince o dieciséis años”. Pepe
escucha una voz que había desaparecido de su garganta: la chillona voz de un
pichón. Su nariz es un atisbo. Su rostro es blando y transitorio, sus manos
excesivamente grandes para su cuerpo. Ha retornado a una época ingrata, “a una
fase pasajera e intermedia”.
Aunque ha superado la treintena, Pepe
descubre que no ha llegado a la edad de la razón. Su tía le recrimina: “Pepe,
el tiempo apremia, hijo mío. ¿Qué pensará la gente? Si no quieres ser médico,
sé por lo menos mujeriego, o un coleccionista. Cualquier cosa, pero sé alguien
… sé alguien”.
El cuerpo de Pepe no es totalmente
homogéneo. Le aterra el ralo pelo en la cabeza, su abundancia en el pecho. Sus
atributos viriles son excesivos para ese cuerpo cargado de irresolutos deseos y
de incompatibles ambiciones. Ser adulto significa asumir el rol del padre,
transformarse en ese padre que dictamina, gratifica y castiga. Pepe tiene 30
años, pero querría que lo arroparan en una cama, como cuando tenía cinco años.
La historia, el deterioro del cuerpo, los que nacen y los que mueren, esas
voces de quienes ya han muerto pero siguen imperando en nuestro mundo, le urgen
asumir otro rol, a fin de arrebatarlo de ese paraíso donde se prolongaba en el
cuerpo de su madre.
La historia de la literatura está
poblada de adultos que siguen siendo niños furiosos, Don Quijote es uno de
ellos. Lo quieren introducir en una historia irreal, donde nadie está dispuesto
a desfacer entuertos.
Si nos atenemos a la tesis de que cada
gran novela es apenas el capítulo de un libro mayor, Robinson Crusoe cumple en
su isla el sueño de Don Quijote. Luego vendrán Tom Jones, y Cándido, y el
Julian Sorel de Rojo y Negro, y el
señor K. a reclamar su parte para cumplir sueños al pie de la letra.
En cuanto al Pepe de Ferdydurke, tironeado entre la adustez
del mundo adulto y la precariedad de la adolescencia, vive en una especie de
insomnio crepuscular. De su vacilación intenta arrancarlo Pimko, el “guardián
de los valores culturales”. Su consigna obedece a los dictados del director de
una escuela que le ha pedido “llenar todas las vacantes”. Una escuela no
funciona sin alumnos, y la tarea de Pimko es alistar alumnos, sin importar su
edad. Pepe, a los 30 años, es uno de los reclutados. Por lo tanto, debe
librarse de la mitad de sus años, y sumergirse nuevamente en la falsa
ingenuidad de la adolescencia, adquirir miradas prestadas de madres que acechan
a sus hijos desde las empalizadas que rodean la escuela, “Nunca bastante
saturadas de sus tesoritos”.
De la madurez Pepe pasa a lo inestable,
de las formas hechas y de los valores consagrados es transferido a lo informe y
transitorio. La lucha de Pepe no es contra molinos de viento sino contra tías
culturales, de esas que consideran a Bernard Shaw el maestro de la paradoja, a
Oscar Wilde inteligente, pero ya pasado de moda, y que sobrenadan en el mar de
los sintagmas, la diacronía, el significante, los dictadores que dictan, los
contadores que cuentan, y las barras separadoras.
Los profesores de Pepe son “las cabezas
más fuertes de la capital. Ninguno de ellos tiene un solo pensamiento propio”,
dice Gombrowicz. Esas cabezas sintonizan con los cuerpos. Ni uno solo de esos
cuerpos es “agradable, simpático, normal y humano: se trata de cuerpos
pedagógicos”. Esos guardianes de la cultura tradicional tienen una sola misión
en la vida: inculcar en los adolescentes la devoción por los muertos
consagrados.
Un profesor lee su programa en la clase
de Pepe y anuncia: “Hoy debo explicar y aclarar a los alumnos por qué el gran
poeta Slowacki despierta en nosotros el amor, la admiración y el goce. Así
pues, señores, yo recitaré primero mi lección y después ustedes resucitarán la
suya”. Para remachar en el cerebro de los alumnos lo grande que es el poeta, el
profesor señala que Slowacki “era un gran poeta. ¡No se olviden de esto: era un
gran poeta! ¿Por qué lo amamos, por qué lo admiramos, por qué gozamos de su
poesía? Porque era un gran poeta. A ustedes, torpes, ignorantes alumnos, les
señalo con claridad. Es mejor que se lo metan en la cabeza: ¡Era un gran poeta!
Por lo tanto, voy a repetirlo una vez más: ¡Era un gran poeta!”
Pero el profesor, que ha puesto las
carretas en círculo, tropieza con una inesperada dificultad: uno de los alumnos
se subleva contra esa forma pedagógica de sentir fervor por el poeta. Cuando el
alumno enuncia que no le encanta ni le interesa el poeta, que apenas lee dos
estrofas se hunde en el aburrimiento, el profesor se derrumba y le pide al educando
que recapacite. “Alumno, yo tengo una mujer y un niño. Tenga piedad por lo
menos del niño. Es indudable que la gran poesía debe admirarnos, y Julio
Slowacki era un gran poeta”. Pero cuando fracasan sus argumentos ante la
obstinación del alumno, el profesor se ve obligado a sacar de su billetera las
fotos de su mujer y de su niño, intentando conmoverlo y hacerlo entender que
Slowacki era un gran poeta.
Polonia, el sitio de origen de
Gombrowicz, siempre ha sido un país informe, más apto para ser repartido entre
sus vecinos que para constituir una entidad autónoma. Como señalaba el autor de
Ferdydurke, en Polonia, “ningún
cuello le queda bien a nadie”. Como ocurre con esas naciones inquietas con su
pasado, temerosas de su porvenir, la necesidad de adquirir status resulta
imprescindible. Por lo tanto, las autoridades envejecen a toda velocidad los
tesoros culturales –cuando más arruinados, mejor– y los adornan con esa
enfermedad de la piedra llamada clasicismo.
Pepe, el protagonista de la novela,
siente que le han robado la mirada y lo han obligado a transitar en el cuerpo
de otro. Quieren obligarlo a razonar en base a pensamientos prestados y que
admire todo aquello que suscita en él sospecha o compasión.
Su lucha, en favor de lo inmaduro, lo
informe, lo que aún es necesario crear, es propia de todo mestizo de la
colonización, avergonzado de su propia piel, de su imperfecta cultura.
Pero Pepe Gombrowicz tiene una virtud:
no se deja obnubilar.
Sus ridículas aventuras intentan
demostrar que “nuestro arte se ha vuelto demasiado artístico”. Su planteo es
que el intelectual de un país periférico es como un niño al que obligan a lucir
el traje de un adulto. Y si no se lo puede quitar, pues carece de otro, “Al
menos”, dice Gombrowicz, “puede proclamar en voz alta que el traje no está
hecho a la medida. De esa manera, podrá marcar una distancia entre el traje y
su persona”.
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