sábado, 22 de marzo de 2014

El copyright del cuerpo, el victorioso amante final. Entre el doctor Frankenstein y el conde Drácula



  Mario Szichman



 

El rostro fue introducido por Jack P. Pierce para el estudio cinematográfico Universal Pictures en la década del treinta del siglo pasado. Universal reclamó de inmediato el copyright de la máscara, así como los derechos exclusivos para exhibirla. Cuando el estudio británico Hammer hizo una serie de películas de horror en las décadas de los cincuenta y de los sesenta, debió inventar un nuevo concepto para recrear el monstruo de Frankenstein. Las películas de horror producidas por Hammer tuvieron aceptable éxito, pero es posible que si en la serie de Frankenstein el estudio hubiera contado con la máscara creada por Pierce, los réditos en boletería hubieran sido mayores.
  LOS OTROS GENIOS DE HOLLYWOOD 
Pierce, oriundo de Grecia, llegó a Estados Unidos a comienzos de la segunda década del  siglo veinte con un sueño: convertirse en astro del béisbol. El sueño nunca se concretó, y se vio obligado a solicitar trabajo en un estudio cinematográfico, donde realizó toda clase de tareas detrás de las cámaras. Finalmente, empezó a trabajar en el departamento de maquillaje, y aprendió mucho de Lon Chaney, un extraordinario actor que con escaso makeup podía transformar su rostro hasta hacerlo irreconocible. Otros actores necesitaban toda clase de aditamentos para alterar su semblante o su cuerpo. Pero Lon Chaney los modificaba prácticamente a su antojo. Basta ver sus roles en El fantasma de la Ópera o de El jorobado de Notre Dame para maravillarse ante sus transformaciones. Ambos filmes fueron estrenados escasos años después de concluir la primera guerra mundial, cuando en las páginas de las principales revistas y periódicos solían divulgar imágenes de los mutilados en combate. (Hay una notoria fotografía publicada en la revista francesa L´Illustration, del 11 de junio de 1927, donde aparecen diez veteranos franceses, impecablemente vestidos, con trajes de tres piezas, posando sobre sus rodillas bastones de mimbre o sombreros de paja, y con deformes rostros que parecen salidos de un filme de horror).
Pero en Chaney, las horrendas máscaras que concibió precedieron a la guerra. Su capacidad para transformar el rostro surgió de una simple necesidad de sobrevivencia. Sus padres eran sordomudos. La única manera de comunicarse con ellos era mediante muecas acompañadas de la inevitable pantomima corporal.
Mientras Lon Chaney vivió, era muy difícil competir con sus mutaciones corporales, que lo convirtieron en el hombre invisible del cine norteamericano. Uno de sus mayores placeres era salir a la calle y caminar entre la multitud, seguro de que nadie lo reconocería. Su rostro cotidiano era otro de sus disfraces.
 Pero el actor falleció en 1930, en el momento en que el cine mudo cedió paso al cine sonoro, y era casi una quimera conseguir un actor de sus atributos para emularlo. Eso permitió el surgimiento de una nueva generación de expertos en maquillaje, especialmente en filmes de horror y de ciencia ficción.
Cuando Pierce se puso a trabajar en la máscara de Frankenstein, para el director James Whale, olvidó el concepto original, el de un monstruo descerebrado, creado con barro o cerámica, como el golem, una figura del folklore judío que aparecía en un previo proyecto cinematográfico de Universal. Curiosamente, el monstruo anterior iba a ser interpretado por Bela Lugosi, el protagonista de Drácula.
A Pierce le fascinaba la idea de Mary Shelley, la autora de Frankenstein, o El Prometeo Moderno de crear un monstruo usando las teorías en boga en los primeros años del siglo diecinueve. El doctor Frankenstein, joven e inexperto, seguramente usaría el método más sencillo para dotar a su creación de eximias facultades mentales: instalar en su cabeza el cerebro de un sabio. (A raíz de una deplorable equivocación, el cerebro robado por su ayudante de una morgue pertenecía a un asesino).
El técnico realizó una vasta investigación de las técnicas de cirugía cerebral, y optó por el método más simple. El doctor Frankenstein simplemente cercenaría la parte superior del cráneo, y allí depositaría el cerebro. La forma de activar el cerebro era mediante electrodos. De allí la presencia de pernos y cicatrices en el rostro del monstruo. Y por supuesto, los pesados párpados son el corolario de su retorno a la vida, poco después de iniciar el sueño eterno.
Uno de los efectos secundarios de esa electrizada criatura que aparece en Frankenstein se reitera en el peinado de Elsa Lanchester, la novia del monstruo en Bride of Frankenstein y en el semblante del hijo de Lon Chaney, en el filme Man Made Monster, pues todo artefacto cultural refleja siempre la morbosa curiosidad de una época. En la década de los treinta, cuando se hicieron esos filmes, la forma favorita de ejecutar a un condenado a muerte era la silla eléctrica.
“NUNCA BEBO… VINO”


Si bien Pierce triunfó con Frankenstein y con otros rígidos monstruos, en parte por su macabro interés en estudiar la manera en que los seres humanos preservan a faraones o a padres fundadores durante siglos, fracasó a la hora de enfrentar al rival del monstruo o a sus émulos. Nunca creó un memorable vampiro, como Drácula. Pero no era su culpa, sino la extraña idiosincrasia de su personaje.
En su espléndido trabajo “The Monster Show, A Cultural History of Horror,” David J. Skal dice que no existía en Hollywood un prototipo masculino de Drácula, el personaje erótico más inquietante de los tiempos modernos, un muerto en vida oriundo de Transilvania que emigra de su castillo en Los Cárpatos rumbo a Londres, con el único propósito de seducir mujeres y beberles la sangre. (Tal vez la escena más perturbadora de la novela es al comienzo, cuando en una evanescente orgía, Drácula bebe también la sangre del protagonista masculino). Cuando se decidió la filmación de Drácula, de inmediato surgió como imagen del vampiro la actriz Theda Bara, la gran vampiresa del cine mudo.
En tanto el monstruo creado por el doctor Frankenstein era puro exterior, el conde Drácula necesitaba atraer al público por su luminosidad interior. Y por suerte, los productores recordaron a un actor húngaro, Bela Ferene Dezso Blasko, quien llegó a Estados Unidos en 1921 como refugiado político, sin saber una palabra de inglés, adoptó el nombre de Bela Lugosi, y participó en obras de Broadway encarnando a seres exóticos: árabes, bandidos, faquires y apaches. Skal dice que el inglés de Bela Lugosi era casi inexistente. Aprendía sus partes de manera fonética, “en una resonante, acentuada voz de barítono que se convirtió en una de las más reconocibles, imitadas y parodiadas voces en la historia del teatro”, y luego del cine.
Nadie que haya visto Drácula puede olvidar el momento en que el conde dice, mirando a las cámaras: “Nunca bebo… vino”.
A diferencia de Boris Karloff, un hombre de increíble cultura, uno de los grandes caballeros del cine de Hollywood, Bela Lugosi era un cabeza dura que siempre consideró a Estados Unidos y a Hollywood fuera de su especial zona de interés. Pero, desde ese extremo, creó el personaje más memorable de toda la historia del cine. Su obstinación, dice Skal, “contribuyó a su intensidad como actor: actuó en un lenguaje que ignoraba, usando su titánica fuerza de voluntad. Cualquier otro hubiera optado por tomar lecciones de inglés”.
Pero Bela Lugosi sabía a donde apuntaba. Cuando apostaba a la muerte, apostaba a la inmortalidad. Decía de sus admiradores, y especialmente de sus admiradoras: “Ellos buscan el abrazo de la muerte. Es un deseo inconsciente. Pues la muerte es el victorioso amante final”.


2 comentarios:

  1. Aquí estoy leyendo, fascinada, el blog y los títulos de sus obras! Los consigo en Caracas? Dónde puedo dejarle mi correo y mis señas? Saludos, querido profesor

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    1. Querida Milagros: te adjunto mi email:
      marioszichman@gmail.com.
      Escríbeme! Un abrazo Mario

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