Si
hubiera trabajado como editor de novelas en el siglo diecinueve algunos malos
escritores hubieran sido aprobados, y muchos buenos, rechazados. Creo que
hubiera impedido la publicación de narradoras que se han convertido en clásicos
de la literatura inglesa, como Jane Austen o George Eliot (tan poco me ha
interesado la narrativa de esta última escritora, que sólo en fecha reciente
descubrí que era una mujer, y se llamaba Mary Ann Evans). A Victor Hugo le
hubiera impedido cruzar el umbral de mi despacho tras leer las primeras 100
páginas de Los Miserables, una de las formas más famosas del fastidio.
Por
supuesto, si uno tiene paciencia con Jane Austen, con George Eliot, o con
Victor Hugo, debe rendirse ante ellos. Pero es bueno advertirle previamente al
lector que deberá transitar decenas de páginas antes de interesarse por el
destino de sus personajes.
Anatole
France cometió una enorme injusticia cuando dijo que la vida es corta, y Marcel
Proust demasiado largo. (Hay que perdonar esa boutade a France. Después de todo, escribió La isla de los pingüinos, una de las mejores sátiras de toda la
narrativa francesa).
Si
hay algo que diferencia a Proust de los escritores antes mencionados es la
estructura narrativa de A la búsqueda del
tiempo perdido. Marcel, su protagonista, nos introduce de inmediato en el
tema, narrando desde la vigilia del insomne. Y en realidad, ¡tiene tanto que
contarnos! Fue testigo de una época muy convulsa en la historia de Francia. (¿Hubo
alguna época de la historia de Francia que no fuese muy convulsa?) El drama
político de ese país giraba en torno a las acusaciones de traición a la patria
del capitán Alfredo Dreyfuss. La jefatura militar francesa intentó matar con el
affaire Dreyfuss dos pájaros de un tiro: no sólo encubrir a los verdaderos
traidores –franceses de pura cepa– sino alentar además una ola de
antisemitismo, un método popular de esparcimiento en épocas de gran inquietud
política.
Nada
de eso ocurría con la narrativa de los autores ingleses de mediados del siglo
diecinueve. Podían confiar en un público cuya vida cotidiana era por lo general
aburrida. O al menos, más aburrida que la de sus contemporáneos franceses. Creo
que es un elemento a tomar en cuenta. Pues medimos la ficción comparándola con
la realidad. Es obvio que para un sueco, arrinconado por un frío feroz la mitad
del año, y por el mayor de los tedios la otra mitad, las películas de Ingmar
Bergman debían parecer terriblemente interesantes, aunque esa opinión es apenas compartida por un
español o un italiano.
Mientras
los gabinetes ministeriales de Londres se renovaban con exasperante
regularidad, los gobiernos de París eran estremecidos por golpes de estado y
motines callejeros causados por la escasez de productos esenciales. Tras la
caída de Napoleón, en 1815, los franceses vivieron 15 años de absolutismo
monarquismo. En 1830, una revolución acabó con la monarquía de los Borbones. El
rey Carlos X fue reemplazado por su primo, Luis Felipe, el duque de Orléans. Dieciocho
años más tarde, el impopular Luis Felipe fue destronado y en su lugar surgió la Segunda República
Francesa. No era precisamente una época para ser imaginada por lánguidos
narradores o narradoras radicados en zonas rurales. Los escritores franceses
debían competir con periodistas que escribían desde las barricadas, o eran
periodistas que además escribían novelas. En épocas presuntamente bucólicas, es
posible dedicar gran atención al mobiliario, o a cualquier otro objeto inmovil,
pues los movedizos líderes de un país tienen todo el tiempo del mundo para
enmascarar sus intenciones. En tranquilos períodos históricos existe mayor reticencia
a tomar el rábano por las hojas, o plantear un conflicto. Inclusive el
latrocinio es más fácil de ocultar al existir abundantes ocasiones de hacerlo y
un enorme desinterés del público por sus ladrones oficiales. Como alternativa
aumenta la necesidad, según señalaba Willa Cather, de “amueblar las novelas”
antes que sus protagonistas puedan depositar su trasero en un sofá. Es una
forma de distracción, como cualquier otra.
Por
cierto Cather, una narradora muy buena, que no demoraba mucho tiempo en poner
sus ficciones en marcha, escribió un famoso artículo en la revista The New Republic, en 1922, recomendando
eliminar de las novelas el exceso de mobiliario, aunque arremetió,
injustamente, contra un escritor por el que sentía una rendida admiración:
Honorato de Balzac.
Cather
acusaba a Balzac de haber intentado reproducir en el papel “la verdadera ciudad
de París: las viviendas, el tapizado, las comidas, los vinos, el juego del
placer, el juego de los negocios, el juego de las finanzas. Se trata de una
ambición estupenda, pero, después de todo, indigna de un artista”.
Hay
una diferencia entre Balzac y otros artistas que amueblaban sus novelas en
exceso: Balzac, como los autores de novelas policiales tenía un credo: no hay
objetos inocentes. Si se describe un puñal en el segundo capítulo, ese puñal
será el arma asesina en el quinto. Cada mueble, cada artefacto que mencionaba Balzac,
tenía una razón de ser en la trama. Además, no era un realista. O al menos para
él, la realidad era una forma de la alucinación. Como señalábamos en otro
texto, Balzac solía descubrir un alma en los objetos. Cuando en Papá Goriot describe la pensión Vauquer,
dice que la propietaria “explica su casa, como su casa implica su persona”. La “robustez
descolorida” de la señora Vauquer es el producto de semejante vida, “como el
tifus es la consecuencia de las emanaciones de un hospital”. El vestuario de la
señora Vauquer “compendia el salón, el comedor y eI jardín, anuncia la cocina y
hace presentir los huéspedes”. ¿Es amueblar excesivamente una novela que el
narrador detecte en la sonrisa forzada de la señora de Mortsauf “la ironía de la venganza, la anticipación
del placer, la intoxicación del alma, la furia de la decepción”? Nada tiene que ver esa descripción con la de
novelistas tradicionales que amueblan o visten sus novelas o los gestos de sus
personajes como si se tratara de un catálogo de Sears.
GESTO Y COMPULSIÓN
Cather
decía en su ensayo que existe la “superstición popular de que el realismo se
afirma en el inventario de gran número de objetos materiales”. El mobiliario al
que aludía se extiende a otros repertorios, ya se trate de procesos mecánicos,
el método operativo en una fábrica, o la descripción de sensaciones físicas.
También a eso se podría añadir algo más reciente: el aprovisionar una novela
con restos marchitos de cosechas extrañas: frases y temas recopilados de otros
narradores. Kafka y Borges, Gombrowicz y
Bolaño pululan en esos textos. En una generación anterior el favorito era
Aldous Huxley, y su novela Point and
Counterpoint. El narrador se aferra a esos modelos anhelando que la pátina
del prestigio ajeno contamine su prosa, e incremente el valor de sus escritos.
Pero el problema es que aquello que no es genuino sólo alcanza, en el mejor de
los casos, la categoría del transplante, y en el peor, el de un injerto.
No
hay mobiliario que reemplace un buen conflicto entre personajes interesantes.
Willa Cather bien lo sabía. “¡Qué maravilloso sería poder arrojar todos los
muebles por la ventana!” decía la escritora. Antes que Ian Kott en su libro
sobre Shakespeare ofreciera una lección de esa obra maestra de la pantomima que
es El rey Lear, donde el destronado,
semi ciego protagonista recorre el llano escenario, sube imaginarias escaleras,
desciende abismos, guiado por la engañosa mano de un bufón, Cather nos
recordaba que en la persecución de nuestras metas debemos retornar al origen. Y
ese origen consiste en “El desnudo tablado del teatro griego, o en esa casa donde descendió la gloria del
Pentecostés”. Para reafirmar su idea, la narradora recordaba las palabras del
grande entre los grandes Alejandro Dumas. “Cuando se trata de crear un drama,
el ser humano necesita muy poco: basta con una pasión, y cuatro paredes”.
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