sábado, 15 de marzo de 2014

Novelas demasiado amuebladas




Mario Szichman

Si hubiera trabajado como editor de novelas en el siglo diecinueve algunos malos escritores hubieran sido aprobados, y muchos buenos, rechazados. Creo que hubiera impedido la publicación de narradoras que se han convertido en clásicos de la literatura inglesa, como Jane Austen o George Eliot (tan poco me ha interesado la narrativa de esta última escritora, que sólo en fecha reciente descubrí que era una mujer, y se llamaba Mary Ann Evans). A Victor Hugo le hubiera impedido cruzar el umbral de mi despacho tras leer las primeras 100 páginas de  Los Miserables, una de las formas más famosas del fastidio.
Por supuesto, si uno tiene paciencia con Jane Austen, con George Eliot, o con Victor Hugo, debe rendirse ante ellos. Pero es bueno advertirle previamente al lector que deberá transitar decenas de páginas antes de interesarse por el destino de sus personajes.
Anatole France cometió una enorme injusticia cuando dijo que la vida es corta, y Marcel Proust demasiado largo. (Hay que perdonar esa boutade a France. Después de todo, escribió La isla de los pingüinos, una de las mejores sátiras de toda la narrativa francesa).
Si hay algo que diferencia a Proust de los escritores antes mencionados es la estructura narrativa de A la búsqueda del tiempo perdido. Marcel, su protagonista, nos introduce de inmediato en el tema, narrando desde la vigilia del insomne. Y en realidad, ¡tiene tanto que contarnos! Fue testigo de una época muy convulsa en la historia de Francia. (¿Hubo alguna época de la historia de Francia que no fuese muy convulsa?) El drama político de ese país giraba en torno a las acusaciones de traición a la patria del capitán Alfredo Dreyfuss. La jefatura militar francesa intentó matar con el affaire Dreyfuss dos pájaros de un tiro: no sólo encubrir a los verdaderos traidores –franceses de pura cepa– sino alentar además una ola de antisemitismo, un método popular de esparcimiento en épocas de gran inquietud política.
Nada de eso ocurría con la narrativa de los autores ingleses de mediados del siglo diecinueve. Podían confiar en un público cuya vida cotidiana era por lo general aburrida. O al menos, más aburrida que la de sus contemporáneos franceses. Creo que es un elemento a tomar en cuenta. Pues medimos la ficción comparándola con la realidad. Es obvio que para un sueco, arrinconado por un frío feroz la mitad del año, y por el mayor de los tedios la otra mitad, las películas de Ingmar Bergman debían parecer terriblemente interesantes,  aunque esa opinión es apenas compartida por un español o un italiano.
Mientras los gabinetes ministeriales de Londres se renovaban con exasperante regularidad, los gobiernos de París eran estremecidos por golpes de estado y motines callejeros causados por la escasez de productos esenciales. Tras la caída de Napoleón, en 1815, los franceses vivieron 15 años de absolutismo monarquismo. En 1830, una revolución acabó con la monarquía de los Borbones. El rey Carlos X fue reemplazado por su primo, Luis Felipe, el duque de Orléans. Dieciocho años más tarde, el impopular Luis Felipe fue destronado  y en su lugar surgió la Segunda República Francesa. No era precisamente una época para ser imaginada por lánguidos narradores o narradoras radicados en zonas rurales. Los escritores franceses debían competir con periodistas que escribían desde las barricadas, o eran periodistas que además escribían novelas. En épocas presuntamente bucólicas, es posible dedicar gran atención al mobiliario, o a cualquier otro objeto inmovil, pues los movedizos líderes de un país tienen todo el tiempo del mundo para enmascarar sus intenciones. En tranquilos períodos históricos existe mayor reticencia a tomar el rábano por las hojas, o plantear un conflicto. Inclusive el latrocinio es más fácil de ocultar al existir abundantes ocasiones de hacerlo y un enorme desinterés del público por sus ladrones oficiales. Como alternativa aumenta la necesidad, según señalaba Willa Cather, de “amueblar las novelas” antes que sus protagonistas puedan depositar su trasero en un sofá. Es una forma de distracción, como cualquier otra.
Por cierto Cather, una narradora muy buena, que no demoraba mucho tiempo en poner sus ficciones en marcha, escribió un famoso artículo en la revista The New Republic, en 1922, recomendando eliminar de las novelas el exceso de mobiliario, aunque arremetió, injustamente, contra un escritor por el que sentía una rendida admiración: Honorato de Balzac.
Cather acusaba a Balzac de haber intentado reproducir en el papel “la verdadera ciudad de París: las viviendas, el tapizado, las comidas, los vinos, el juego del placer, el juego de los negocios, el juego de las finanzas. Se trata de una ambición estupenda, pero, después de todo, indigna de un artista”.
Hay una diferencia entre Balzac y otros artistas que amueblaban sus novelas en exceso: Balzac, como los autores de novelas policiales tenía un credo: no hay objetos inocentes. Si se describe un puñal en el segundo capítulo, ese puñal será el arma asesina en el quinto. Cada mueble, cada artefacto que mencionaba Balzac, tenía una razón de ser en la trama. Además, no era un realista. O al menos para él, la realidad era una forma de la alucinación. Como señalábamos en otro texto, Balzac solía descubrir un alma en los objetos. Cuando en Papá Goriot describe la pensión Vauquer, dice que la propietaria “explica su casa, como su casa implica su persona”. La “robustez descolorida” de la señora Vauquer es el producto de semejante vida, “como el tifus es la consecuencia de las emanaciones de un hospital”. El vestuario de la señora Vauquer “compendia el salón, el comedor y eI jardín, anuncia la cocina y hace presentir los huéspedes”. ¿Es amueblar excesivamente una novela que el narrador detecte en la sonrisa forzada de la señora de Mortsauf  “la ironía de la venganza, la anticipación del placer, la intoxicación del alma, la furia de la decepción”?  Nada tiene que ver esa descripción con la de novelistas tradicionales que amueblan o visten sus novelas o los gestos de sus personajes como si se tratara de un catálogo de Sears.
         
 GESTO Y COMPULSIÓN

Cather decía en su ensayo que existe la “superstición popular de que el realismo se afirma en el inventario de gran número de objetos materiales”. El mobiliario al que aludía se extiende a otros repertorios, ya se trate de procesos mecánicos, el método operativo en una fábrica, o la descripción de sensaciones físicas. También a eso se podría añadir algo más reciente: el aprovisionar una novela con restos marchitos de cosechas extrañas: frases y temas recopilados de otros narradores. Kafka y  Borges, Gombrowicz y Bolaño pululan en esos textos. En una generación anterior el favorito era Aldous Huxley, y su novela Point and Counterpoint. El narrador se aferra a esos modelos anhelando que la pátina del prestigio ajeno contamine su prosa, e incremente el valor de sus escritos. Pero el problema es que aquello que no es genuino sólo alcanza, en el mejor de los casos, la categoría del transplante, y en el peor, el de un injerto.
No hay mobiliario que reemplace un buen conflicto entre personajes interesantes. Willa Cather bien lo sabía. “¡Qué maravilloso sería poder arrojar todos los muebles por la ventana!” decía la escritora. Antes que Ian Kott en su libro sobre Shakespeare ofreciera una lección de esa obra maestra de la pantomima que es El rey Lear, donde el destronado, semi ciego protagonista recorre el llano escenario, sube imaginarias escaleras, desciende abismos, guiado por la engañosa mano de un bufón, Cather nos recordaba que en la persecución de nuestras metas debemos retornar al origen. Y ese origen consiste en “El desnudo tablado del teatro griego,  o en esa casa donde descendió la gloria del Pentecostés”. Para reafirmar su idea, la narradora recordaba las palabras del grande entre los grandes Alejandro Dumas. “Cuando se trata de crear un drama, el ser humano necesita muy poco: basta con una pasión, y cuatro paredes”.




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