Mario Szichman
Para Magdalena López
Erskine Caldwell, un extraordinario
novelista norteamericano del Deep South, trabajó el grotesco con gran maestría.
Sólo Flannery O´Connor pudo superarlo. Sus más famosas novelas son La chacrita de Dios, El camino del tabaco, y El predicador viajero. Caldwell proviene
de la tradición de William Faulkner, pero su prosa es muy sencilla. Sus
personajes recuerdan a los de la picaresca española, y su humor es deadpan. (Una de las acepciones sería
que observa la comedia humana con la mirada impasible de un jugador de póker). En
una de sus novelas dos palurdos que viven en un destartalado pueblo tienen como
única diversión sentarse frente a una valla de madera y tomar turnos para
espiar por un agujero que hay en ella. Toda la escena es ridícula. La valla
está emplazada en tierra de nadie. Pero Caldwell era muy sabio. Pues esa es la
tarea central del narrador: espiar por el ojo de la cerradura. En definitiva
para emerger al mundo, todo ser humano debe pasar por el ojo de la cerradura.
Pienso que una de las diferencias entre
el narrador y el historiador es el ámbito en que se desplaza. El historiador
necesita expandirse. El narrador debe comprimir la experiencia humana. Por otra
parte, el historiador no puede darse el lujo de ser arbitrario. En cambio, en
numerosas ocasiones, la grandeza de un narrador está en su arbitrariedad.
En estos días, abundan en periódicos y
revistas financieras análisis sobre la situación económica en un país del
extremo sur de América Latina: Argentina, y del extremo norte, Venezuela. Al
comparar sus economías, la revista The
Economist dice que en tanto la Argentina se viene hundiendo en cámara lenta
desde hace un siglo, el colapso de la economía venezolana es casi vertiginoso. En
1914, el Producto Bruto Interno de Argentina era superior al de Alemania,
Francia o Italia. Ese mismo año, Venezuela estaba gobernada por la patriarcal
dictadura del general Juan Vicente Gómez. (Aunque en ese año de 1914 Venezuela tenía
como presidente al historiador José Gil Fortoul, Gómez gobernó Venezuela con
mano férrea entre 1908 y 1935, el año de su muerte. Sus reemplazantes eran
simples marionetas). En ese período, Venezuela era un atrasado país rural. La
explotación petrolera recién empezó a redituar frutos al concluir el gobierno
de Gómez. Pero ya a fines del siglo pasado, cuando el presidente Hugo Chávez
asumió el poder, había cambiado la situación tanto en Venezuela como en la
Argentina. La vertiginosa subida de los precios del crudo durante la primera
década de este siglo permitió a Chávez usar su chequera petrolera en el respaldo
a regímenes amigos, entre ellos el de Argentina. La Argentina sufrió un colapso
económico en el 2001, marchó al default, la cesación de pagos de su deuda
externa (la mayor de la historia) y luego se recuperó, en parte gracias a que
repagó los bonos de la deuda a una tercera parte de su valor original. Fue una
década de gran crecimiento económico para la Argentina y de enormes ingresos de
divisas para Venezuela, a raíz de la descomunal cotización del crudo. Pero,
como dicen los españoles, quita y no pon, se acaba el montón. Ahora, las
economías de Venezuela y Argentina se están hundiendo en otra crisis debido a
la falta de planificación y al enorme despilfarro. En tanto el hundimiento de Venezuela
es acelerado, el de Argentina es más lento pero seguro. Y además, muy puntual.
Aproximadamente cada década, la Argentina pierde el lugar que históricamente le
corresponde en el concierto de las naciones. En fecha reciente, The Wall Street Journal publicó un
artículo muy interesante sobre la crisis argentina. El título es “Argentina
Nears Its Regularly Scheduled Meltdown,” La Argentina se acerca a su programado
cataclismo.
El columnista, John Lyons analiza cuatro generaciones de una familia, y
estoy seguro que su artículo le sería más útil a un narrador que a un
economista. El patriarca de la familia
analizada por el periodista se llama David Gambarin, tiene ya 90 años, y su
conclusión es que en la Argentina “siempre tuvimos inestabilidad”. En estos
momentos, la Argentina está amenazada por una mezcla de inflación y de recesión,
tal como estuvo amenazada en el 2001, cuando el default fue acompañado por el “corralito”,
una medida que impidió a los ahorristas sacar el dinero de los bancos. (Cuando
finalmente pudieron extraerlo, sufrieron grandes pérdidas).
El señor Gambarin, que llegó a la Argentina desde Rusia cuando era un
niño, ha pasado ya a traves de cinco golpes de estado. Sus dos hijos han
sufrido una dictadura, el colapso de bancos, e hiperinflación. Y la actual
crisis será la segunda que padecen los cuatro nietos de Gambarin. En la década
del sesenta, dice el periodista del Wall
Street Journal, la Argentina padeció estancamiento, inflación, y golpes
militares. En 1975, 1981, y 1989, torpes planes económicos causaron una
drástica depreciación del peso.
La dictadura militar
de 1976-1983 capeó varias crisis económicas, y aunque sus voceros solían
proclamar “Los argentinos somos derechos y humanos”, lo cierto es que entre
9.000 y 30.000 personas fueron borradas de la faz de la tierra por una
represión que hizo quedar al general Augusto Pinochet a la altura de un
pacifista de la estirpe de Mahatma Gandhi. De todas maneras, ni siquiera esas
medidas represivas permitieron apuntalar a la dictadura. Y entonces, los
militares argentinos, que siempre pensaron en grande, decidieron recuperar las
islas Malvinas, y enfrentarse a “el apolillado león inglés”, como solían decir
los nacionalistas. Lamentablemente, si bien el león inglés estaba apolillado,
tenía el respaldo del águila norteamericana, todavía en buen estado de salud. Y
la derrota en la lucha por recuperar las Malvinas acabó con la dictadura.
Tal vez un novelista con la fibra de
Romain Rolland, o de Marcel Proust podría escribir una magnífica saga usando a
la familia Gambarin. Pero necesitaría tomar cierta distancia, adquirir una
imparcialidad muy difícil de obtener.
Si uso la mirada del
novelista, no la del ensayista, y la arbitrariedad, no el sentido común, diría
que los personajes argentinos que recuerdo siempre han sido muy apasionados.
Gracias a Dios han preferido mirar la historia por el ojo de la cerradura, no
desde una panorámica. Hace algunos años conocí en Washington a un excelente
periodista argentino, quien me dijo que si algún día fundaban en la Argentina
el Partido de los Moderados, el lema sería “Moderación o muerte”.
Pero aún así
continuamos en el territorio de la sociología, con su búsqueda de hard facts, y cierta ecuanimidad que
atenta contra la profundidad de una experiencia. Esa profundidad es conseguida
por la narrativa simplemente al comprimir la experiencia humana, al eternizar
tics, que son, después de todo, las cicatrices que dejan los contratiempos en
nuestras almas.
Voy a rebobinar la narración. ¿Cuál es la
diferencia entre un argentino y un venezolano ante la inevitable crisis
económica que hunde a sus países gracias a la irresponsabilidad de sus
gobiernos populistas? Por supuesto, me baso en la arbitrariedad del narrador,
no en la circunspección del ensayista. Pienso que el argentino que conozco, no
la entelequia que urden los ensayistas, muestra los ramalazos de la crisis en
un detalle: su manera de disponer del vino que le obsequian. Cada vez que
visito a un amigo argentino en su casa y le llevo una botella de vino (me ha
ocurrido en Buenos Aires, en Caracas, y en Nueva York), me dice, más o menos lo
siguiente: “Ah, pero este vino merece ser ofrecido en una ocasión especial”, lo
guarda en su despensa, y convida en cambio un vino barato, y de gusto
indiferente. Y no crean que ese miserabilismo se difunde en la mesa. El
argentino es muy cordial con la comida, y siempre excesivo en el ofrecimiento,
pero hay algo relacionado con el vino que tiene que ver con ciertos tics del
alma, con un destilado de una historia plagada de altibajos. En cambio el
venezolano sigue reaccionando frente a la crisis sin cautela. Y de nuevo doy un
ejemplo que no van a encontrar en tratado alguno, pero que el narrador puede descubrir.
En cierta ocasión, un amigo venezolano
me visitó en Nueva York. Era en la época del gobierno de Luis Herrera Campins,
quien ordenó una fuerte devaluación del bolívar. Los venezolanos avizoraban en
el horizonte una época de vacas flacas. El amigo era un periodista de clase
media, tras contarme los problemas económicos que se estaban viviendo en
Venezuela, me invitó al bar del hotel donde paraba, y llamó al mozo para pedir
una bebida. Como el amigo venezolano me invitó a beber, decidí usar mi
mentalidad de argentino y para evitarle gastos pedí una gaseosa. Mi amigo pidió
en cambio un whisky. Tal vez el mozo que lo atendía escuchó sus quejas por la
situación económica que se vivía en Venezuela, pues le ofreció Johnny Walker
etiqueta roja. Mi amigo se ofendió con el mozo y le preguntó: “¿Cómo me ofrece
ese whisky? Hace ya varios días que vengo al bar y usted bien sabe que yo sólo
bebo Johnny Walker etiqueta negra”.
Comparando las actitudes de esos amigos
que guardan el vino para una mejor ocasión, y de los otros que sin importar las
circunstancias sólo se conforman con lo mejor, y recordando además que sólo un
demente en la historia latinoamericana dijo: “Si la naturaleza se opone,
lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”, y ese demente se llamaba
Simón Bolívar. Estoy convencido de algo que ningún ensayista ni estadística
alguna pueden verificar: los venezolanos siguen siendo el único pueblo de
América del Sur que con su desparpajo, su desprecio por los riesgos y por las
consecuencias, su osadía y su necesidad de que la naturaleza los obedezca, están en condiciones de tomar el cielo por asalto. Y
lo digo espiando simplemente por el ojo de la cerradura.
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