miércoles, 5 de marzo de 2014

Tiempo perdido, gestos recuperados



Mario Szichman

“Se transforma en imagen eso de lo cual

se sabe que pronto no estará ante nosotros”

Walter Benjamin





    


      Un niño que observe un filme del cine mudo podría deducir que el color es un invento reciente y que sus bisabuelos caminaban de manera apresurada, solían pegar saltos y podían recorrer una calle de un solo tranco, teniendo como decorado de fondo un escenario rayado por una fina lluvia cuarteada de fogonazos.
      Un adolescente de la actualidad siente el mismo vértigo, pero en tecnicolor. La acción de los filmes se ha acelerado. Lo único que se sigue concretando en cámara lenta es el amor, o las escenas románticas. Especialmente cuando tienen un trasfondo histórico. Jean Austen es una de las novelistas favoritas. Alguien que no ha leído sus aburridas novelas y ha visto las producciones de Hollywood, o del cine inglés, debe creer que todas sus heroínas necesitan en algún momento de sus vidas recoger sus faldas y echar a correr por un prado, mientras su sombrero de paja de Italia se desprende de su atiborrada cabellera y se eleva impulsado por la brisa.
      Quien crea que el cine refleja la realidad, rápidamente abandonará sus ilusiones. También las trompadas se registran en cámara lenta, y cada puñetazo hace saltar sudor –y a veces sangre– con exasperante lentitud.
     Walter Benjamin y Eric Auerbach son dos de los ensayistas que en su análisis de las costumbres de una época no olvidan recuperar los gestos del pasado. Leopold Von Ranke decía que “Articular históricamente el pasado significa conocerlo como verdaderamente ha sido”. Esto es, con sus dificultades, con otros gestos mecánicos.
         El ser humano es un animal rutinario, con una caparazón destinada a exaltar su figura o a entorpecer sus movimientos. Basta ver la manera en que los funcionarios de gobiernos autocráticos se revisten de símbolos fálicos. O bien se cargan con charreteras, o se uniforman hasta cuando visten camisetas. Ahora se han puesto de moda las boinas, una indumentaria de paracaidistas, excepto cuando deben lanzarse en paracaídas. En mi época en el servicio militar, en Argentina, las gorras militares eran más envaradas, y tenían viseras charoladas. De todas maneras, lo esencial era la rigidez. Recuerdo las fotos que los militares argentinos solían tomarse tras dar un golpe de estado. Todos aparecían envarados. Sus pechos estaban atravesados por correas de cuero. Pero cuando posaban para las fotos reglamentarias no había uno solo que olvidara apoyar las manos, con gesto adusto, en la zona asignada a los genitales. Recuerdo que un amigo mío me señaló esa peculiaridad diciéndome: “Hacen bien en cuidar las joyas de la corona, pues podrían perderlas en caso de un contragolpe”.
     ¿Cuántos gestos no forman ya parte de nuestra personalidad? Encender o apagar una luz, o la computadora, o la cafetera, abrir el grifo para ducharnos, alzar la cremallera en los pantalones, abrir la puerta del carro desde cierta distancia, usando la llave de ignición. Somos, como señalaba en nota anterior, más hijos de nuestro tiempo que de nuestros antepasados. Pero esa comodidad adormece nuestra sensibilidad, nos hunde en un mundo que poco a poco comienza a perder matices.
      Jorge Luis Borges, en  su Evaristo Carriego, un trabajo que no ha recibido excesiva importancia, pero que a mí me sigue brindando múltiples ideas, destaca la necesidad de recuperar períodos anteriores para restaurar la magia. Es con estas frases que recrea el año 1912 en la Argentina: “El júbilo astrológico del Centenario (de la Revolución de Mayo de 1810) era tan difunto como sus leguas de lanilla azul de banderas, como sus bordalesas de brindis, sus cohetes botarates, sus luminarias municipales en el herrumbado cielo de la Plaza de Mayo … Ya la gimnasia interesaba más que la muerte … Los ruidos eran otros. Ahora la campanilla del biógrafo, ya con su buen anverso americano de coraje a caballo y su reverso erótico –sentimental europeo– se entreveraba con el cansado retumbar de las chatas y con el silbato del afilador”.
     En ese año, nos dice Borges, morir de tisis se había convertido en una cursilería, en tanto la moda entre los señoritos “bien” era contraer “el mal gálico” (¿la gonorrea, la sífilis?) practicar boxeo y hacer viajes en globo.
     La nueva época también interesó a Celine, que elogiaba las dinámicas pantorrillas de las muchachas norteamericanas, y sus esbeltos cuerpos de patinadoras y tenistas. De un solo golpe esas deportistas se libraban del corsé con ballenas, de los polisones, y de voluminosas caderas.
     Narrar épocas pretéritas y ofrecer ese tipo de datos, como lo hace de manera tan eficaz Doctorow en su novela Ragtime, contribuye a iluminar tangencialmente el pasado, y le proporciona nueva vigencia.
     El diablo, y la creación, están en los detalles. Durante el siglo dieciocho todo un género teatral, la comedia lacrimosa, surgió gracias a las lágrimas y a las ropas en desorden. Auerbach nos dice en Mímesis que una secreción tan inconsistente como las lágrimas “empezó a cobrar importancia en la literatura del siglo dieciocho”, hasta convertirse en un motivo independiente, que “provoca el tipo de excitación entonces de moda, una mezcla de erotismo y de sensiblería”. Pero no se trataba de cualquier clase de lágrimas. Las lágrimas preferidas por el arte plástico y por la literatura eran las aisladas, y debían contar con ciertos atributos. Por ejemplo, “rodar por las mejillas de un bello rostro femenino fácilmente impresionable y fácilmente inflamable”. Eso se combinaba con el desorden del vestuario. Ya Rousseau en sus Confesiones había señalado las dificultades que existían para acceder al encanto femenino en medio de tanto ropaje.
     Desde la época de la Regencia, señaló Auerbach, se puso de moda la intimidad erótica en las descripciones y en las alusiones. “Un idilio interrumpido, una ráfaga de viento, una caída, un salto, cualquier ocasión en que partes por lo general ocultas del cuerpo femenino quedaban al descubierto, o en que éste mostraba en su conjunto un excitante desorden”.
       La imagen que nos muestra cada época –Proust era un absoluto maestro en ese territorio– marca a fuego a sus protagonistas. Relatar sus intrigas y aventuras a través de esos gestos, conectados por el verosímil, contribuyen a un distanciamiento de las figuras, y, al mismo tiempo, y eso es lo realmente importante, a una recuperación del tiempo perdido.





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