Mario Szichman
“Se
transforma en imagen eso de lo cual
se
sabe que pronto no estará ante nosotros”
Walter Benjamin
Un niño que observe un filme del cine
mudo podría deducir que el color es un invento reciente y que sus bisabuelos
caminaban de manera apresurada, solían pegar saltos y podían recorrer una calle
de un solo tranco, teniendo como decorado de fondo un escenario rayado por una
fina lluvia cuarteada de fogonazos.
Un adolescente de la actualidad siente el
mismo vértigo, pero en tecnicolor. La acción de los filmes se ha acelerado. Lo
único que se sigue concretando en cámara lenta es el amor, o las escenas
románticas. Especialmente cuando tienen un trasfondo histórico. Jean Austen es
una de las novelistas favoritas. Alguien que no ha leído sus aburridas novelas
y ha visto las producciones de Hollywood, o del cine inglés, debe creer que
todas sus heroínas necesitan en algún momento de sus vidas recoger sus faldas y
echar a correr por un prado, mientras su sombrero de paja de Italia se
desprende de su atiborrada cabellera y se eleva impulsado por la brisa.
Quien crea que el cine refleja la
realidad, rápidamente abandonará sus ilusiones. También las trompadas se
registran en cámara lenta, y cada puñetazo hace saltar sudor –y a veces sangre–
con exasperante lentitud.
Walter Benjamin y Eric Auerbach son dos de
los ensayistas que en su análisis de las costumbres de una época no olvidan
recuperar los gestos del pasado. Leopold Von Ranke decía que “Articular
históricamente el pasado significa conocerlo como verdaderamente ha sido”. Esto
es, con sus dificultades, con otros gestos mecánicos.
El ser humano es un animal rutinario,
con una caparazón destinada a exaltar su figura o a entorpecer sus movimientos.
Basta ver la manera en que los funcionarios de gobiernos autocráticos se
revisten de símbolos fálicos. O bien se cargan con charreteras, o se uniforman hasta cuando
visten camisetas. Ahora se han puesto de moda las boinas, una indumentaria de
paracaidistas, excepto cuando deben lanzarse en paracaídas. En mi época en el
servicio militar, en Argentina, las gorras militares eran más envaradas, y
tenían viseras charoladas. De todas maneras, lo esencial era la rigidez.
Recuerdo las fotos que los militares argentinos solían tomarse tras dar un
golpe de estado. Todos aparecían envarados. Sus pechos estaban atravesados por
correas de cuero. Pero cuando posaban para las fotos reglamentarias no había
uno solo que olvidara apoyar las manos, con gesto adusto, en la zona asignada a
los genitales. Recuerdo que un amigo mío me señaló esa peculiaridad diciéndome:
“Hacen bien en cuidar las joyas de la corona, pues podrían perderlas en caso de
un contragolpe”.
¿Cuántos
gestos no forman ya parte de nuestra personalidad? Encender o apagar una luz, o
la computadora, o la cafetera, abrir el grifo para ducharnos, alzar la
cremallera en los pantalones, abrir la puerta del carro desde cierta distancia,
usando la llave de ignición. Somos, como señalaba en nota anterior, más hijos
de nuestro tiempo que de nuestros antepasados. Pero esa comodidad adormece
nuestra sensibilidad, nos hunde en un mundo que poco a poco comienza a perder
matices.
Jorge
Luis Borges, en su Evaristo Carriego, un trabajo que no ha recibido excesiva
importancia, pero que a mí me sigue brindando múltiples ideas, destaca la
necesidad de recuperar períodos anteriores para restaurar la magia. Es con
estas frases que recrea el año 1912 en la Argentina: “El júbilo astrológico del
Centenario (de la Revolución de Mayo de 1810) era tan difunto como sus leguas
de lanilla azul de banderas, como sus bordalesas de brindis, sus cohetes
botarates, sus luminarias municipales en el herrumbado cielo de la Plaza de
Mayo … Ya la gimnasia interesaba más que la muerte … Los ruidos eran otros.
Ahora la campanilla del biógrafo, ya con su buen anverso americano de coraje a
caballo y su reverso erótico –sentimental europeo– se entreveraba con el
cansado retumbar de las chatas y con el silbato del afilador”.
En
ese año, nos dice Borges, morir de tisis se había convertido en una cursilería,
en tanto la moda entre los señoritos “bien” era contraer “el mal gálico” (¿la
gonorrea, la sífilis?) practicar boxeo y hacer viajes en globo.
La
nueva época también interesó a Celine, que elogiaba las dinámicas pantorrillas
de las muchachas norteamericanas, y sus esbeltos cuerpos de patinadoras y
tenistas. De un solo golpe esas deportistas se libraban del corsé con ballenas,
de los polisones, y de voluminosas caderas.
Narrar
épocas pretéritas y ofrecer ese tipo de datos, como lo hace de manera tan
eficaz Doctorow en su novela Ragtime,
contribuye a iluminar tangencialmente el pasado, y le proporciona nueva vigencia.
El
diablo, y la creación, están en los detalles. Durante el siglo dieciocho todo
un género teatral, la comedia lacrimosa, surgió gracias a las lágrimas y a las
ropas en desorden. Auerbach nos dice en Mímesis
que una secreción tan inconsistente como las lágrimas “empezó a cobrar
importancia en la literatura del siglo dieciocho”, hasta convertirse en un
motivo independiente, que “provoca el tipo de excitación entonces de moda, una mezcla
de erotismo y de sensiblería”. Pero no se trataba de cualquier clase de
lágrimas. Las lágrimas preferidas por el arte plástico y por la literatura eran
las aisladas, y debían contar con ciertos atributos. Por ejemplo, “rodar por
las mejillas de un bello rostro femenino fácilmente impresionable y fácilmente
inflamable”. Eso se combinaba con el desorden del vestuario. Ya Rousseau en sus
Confesiones había señalado las
dificultades que existían para acceder al encanto femenino en medio de tanto
ropaje.
Desde
la época de la Regencia, señaló Auerbach, se puso de moda la intimidad erótica
en las descripciones y en las alusiones. “Un idilio interrumpido, una ráfaga de
viento, una caída, un salto, cualquier ocasión en que partes por lo general
ocultas del cuerpo femenino quedaban al descubierto, o en que éste mostraba en
su conjunto un excitante desorden”.
La imagen que nos muestra cada época –Proust
era un absoluto maestro en ese territorio– marca a fuego a sus protagonistas.
Relatar sus intrigas y aventuras a través de esos gestos, conectados por el
verosímil, contribuyen a un distanciamiento de las figuras, y, al mismo tiempo,
y eso es lo realmente importante, a una recuperación del tiempo perdido.
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