Mario Szichman
Cada tiempo histórico ofrece un “aire de
familia” a las personas que lo habitan. Balzac decía que “las épocas tiñen a
los seres humanos que pasan por ellas”. Y en Marcel Proust esa preocupación se
propaga a lo largo de En búsca del
tiempo perdido. En Por el camino de
Swann, dice el narrador: “Pasa con nuestra vida lo que ocurre en un museo
en que todos los retratos de un mismo tiempo muestran una misma tonalidad”. En A la sombra de las muchachas en flor, Proust
insiste: “Todo lo de una misma época se parece: los artistas que ilustran los
poemas de cierto período son los mismos que trabajan para las sociedades
financieras. No hay nada que recuerde tanto a algunas entregas de Nuestra
Señora de París o de las obras de Gerard de Nerval … que una acción nominal de
la Compañía de Aguas con una orla rectangular y florida que soportan
divinidades fluviales”.
En El
mundo de Guermantes, añade: “Una época tiene rasgos particulares y
generales más acusados que una nacionalidad. Un diccionario ilustrado en que se
ofrece hasta el retrato auténtico de Minerva, a Leibnitz con su peluca y su
gorguera se diferencia poco de Marivaux o de Samuel Bernard, pues una
nacionalidad posee rasgos peculiares más vigorosos que los de una casta”. Finalmente
en Sodoma y Gomorra, Proust hace el
siguiente resumen: “Las diferencias sociales, aún las individuales, se funden a
distancia en la uniformidad de una época. La semejanza de los trajes, así como
como la refracción en un rostro del espíritu de una época ocupan en una persona
un sitio más importante que su casta. Un gran señor del tiempo de Luis Felipe
es menos diferente de un burgués del tiempo de Luis Felipe que de un gran señor
del tiempo de Luis Quince. Y para eso, no es necesario recorrer las galerías
del Louvre”.
Heinrich Heine, en sus Notas sobre la literatura alemana,
atribuye al triunfo de grandes ideas desde la fisionomía hasta los paisajes,
pues “los grandes acontecimientos y los libros marcan una época”. La Revolución
Francesa y Napoleón no podían estar muy alejados de los pensamientos de Heine.
Pero para él, las ideas eran las encargadas de constituir al ser humano y a sus
emanaciones en todos los campos de la cultura. Cuando una gran idea se impone,
señalaba Heine, “Configura la vida de los hombres hasta en su más mínima detalle,
tanto en su indumentaria como en su forma de pensar y de escribir”.
Mario Praz, en su Mnemosina, dice que el estilo de una época no deja un solo rincón
intacto, y ofrece como ejemplo el libro Narciso:
una anatomía del vestido, de James Laver. Mediante la colocación en páginas
opuestas de “una mitra asiria y de un ziggurat caldeo, de El Aurigas de Delfos
y de una columna jónica, la forma del yelmo de un caballero medieval y un arco
gótico”, Laver logra mostrar “la íntima relación o aire de familia” que existe
entre las expresiones artísticas de cierta época.
Rosa Levi Pisetszky, una historiadora
italiana, muestra que esa contaminación impregna inclusive el trazado de los
jardines. “Los armónicos atributos de la arquitectura”, dice, “aparecen también
en los serenos jardines” diseñados en el siglo XVI en Italia, y “hasta en los
juegos de agua cuyos chorros caen como arcos en estanques curvilíneos”.
EL PINTOR DE LA VIDA MODERNA
El poeta Charles Baudelaire daba una
idea luminosa sobre la actitud de una época al analizar una serie de grabados
de modas. En la moral y la estética, decía Baudelaire, se traslucía el modo en
que un ser humano deseaba aparecer ante sus semejantes. Las épocas en que
existían escasos o controlables conflictos permitían el desaliño, la redondez
de la figura femenina, rostros sonrientes. En cambio, los períodos de gran
convulsión social envaraban los atuendos y los rostros, y agudizaban los
gestos.
Siempre me impresionó la última escena
de Cabaret, una reiteración casi
exacta de la primera escena. Aparecía el mismo maestro de ceremonias, se
escuchaba la misma, pegadiza música. La cámara iba haciendo el paneo de una
gran pared formada por bloques de vidrio que reflejaban las distorsiones de los
cuerpos y de los rostros. Pero en la primera escena de la película los habitués
del cabaret Kit Kat eran burgueses contentos, prostitutas, toda la fauna que
puebla esos lugares. En la última escena, los bloques de vidrio reflejaban
uniformes pardos y brazaletes con la cruz gamada, mientras la pegadiza música
comenzaba a adoptar tonos marciales.
Hijos más de nuestra época que de
nuestros padres, intentamos distinguirnos con ropajes que marcan un tiempo
preciso en la evolución histórica. Y si bien son los grandes creadores quienes
marcan un período, su talento les impide señalarlo. Esa tarea les corresponde a
los artistas menores. Praz dice que son ellos quienes “revelan los elementos
comunes a la época en forma más visible”, los encargados de exhibir “el ajuar
de la mente” de la manera más convencional y desaforada.
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