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sábado, 10 de marzo de 2018

Hazte fama y échate a morir



Mario Szichman

Rufus  Griswold

Generalmente, tras su muerte, los personajes históricos y los artistas célebres ingresan en un cono de sombra, sin importar su gloria previa. La profesora Guadalupe Isabel Carrillo recordó en un muy buen ensayo sobre la novela de Gabriel García Márquez El general en su laberinto, el cuasi epitafio con que el gobernador de Maracaibo anunció la muerte de Simón Bolívar:
“Me apresuro a participar la nueva de este gran acontecimiento que sin duda ha de producir innumerables bienes a la causa de la libertad y la felicidad del país. El genio del mal, la tea de la anarquía, el opresor de la patria ha dejado de existir”.

Obviamente, Bolívar logró inmortalizarse pese a esa opinión desfavorable.

 Franz Kafka

En el terreno de la literatura han existido desconocidos en vida que lograron una sólida inmortalidad, como es el caso de Franz Kafka. En eso también influyó la época en que a Kafka le tocó vivir y morir, y su ubicación geográfica. Checoeslovaquia no era la perla más rutilante del imperio austrohúngaro. De haber vivido Kafka más cerca de Viena, es posible que hubiera sido famoso antes de morir. Pese a ello, Kafka pasará a la historia como uno de los grandes escritores del siglo veinte, junto con Marcel Proust y William Faulkner.

Muchas veces la guerra interrumpe la fama. El escritor polaco Witold Gombrowicz es obviamente una de las grandes figuras literarias del siglo XX, pero tuvo la mala suerte de que fue invitado a ir a la Argentina poco antes de estallar la segunda guerra mundial. Gombrowicz llegó a Buenos Aires cuando comenzó la guerra. Polonia fue invadida por los nazis (y también por los soviéticos). El escritor quedó convertido en un paria durante varios años de su vida literaria.
Luego, tras la guerra, estableció vínculos con expatriados polacos, y colaboró con publicaciones en París. Finalmente, en 1963, recibió una beca de la Fundación Ford, vivió un tiempo en Alemania y en Francia, en 1967 obtuvo el Prix International. Falleció en 1969, con una notoriedad bastante consolidada, en buena parte, gracias a su novela Ferdydurke.

El efecto inverso

En el 2001, Paul Collins publicó en la editorial neoyorquina Picador el libro Banvard´s Folly, la locura de Banvard. El título poco informa, pero el subtítulo lo dice todo: “Trece relatos de insigne oscuridad, famoso anonimato, y endemoniada suerte”.
Collins sustenta una tesis bastante sólida. Si se examinan los documentos de previas épocas, dice, sólo se tropieza con nombres olvidados. En tanto los primeros ejemplos citados son de creadores cuya fama se fue consolidando con los años, Collins lidia con aquellos cuya nombradía los abrumó en vida, y se desvaneció tras la muerte. Pues existe una fama creada por las maquinarias de publicidad, o por el curriculum universitario, y otra que perdura a pesar de esos artilugios.
Recuerdo que en una ocasión entrevisté al escritor norteamericano Kurt Vonnegut, uno de los escasos escritores de Estados Unidos, junto con Carson McCullers, Flannery O´Connor, Faulkner y Jim Thompson, cuya fama está asegurada de por muerte.
No hay una sola novela de Vonnegut que sea mala. A mí me gusta particularmente Mother Night. Sus relatos son de una perfecta ironía, especialmente los compilados en Welcome to the Monkey House. Además, era uno de los escasos escritores a los que se puede asignar el rótulo de sabios.
Sin embargo, Vonnegut estaba convencido de que, al menos en Estados Unidos, los únicos escritores que perdurarían eran quienes ingresaban en el curriculum universitario. Y me daba el ejemplo de lo que ocurría con el irlandés James Joyce, posiblemente, el escritor ilegible más ponderado por los académicos anglosajones.      
Ahora que también se incorporó al canon lacaniano, la inmortalidad de Joyce es seguramente inmortal. Invito al lector a leer el Finnegan´s Wake, y a ofrecer su opinión sobre el texto. (Por supuesto, el Ulises es comprensible, así como los cuentos de Dubliners y A Portrait of the Artist as a Young Man). Pero al canon literario le interesa la dificultad, no el placer de leer.

Las estaciones insufribles


Paul Collins
Cada época crea sus ídolos, y con el mismo placer los derriba. La tarea de Collins, y creo que muchos lectores le están agradecidos por su gentileza, es redimir del olvido a personas injustamente célebres durante su vida, y cuyos méritos eran tan absurdos como sus logros. Ahí está el caso de Martin Tupper, que a mediados del siglo XIX compartía el Parnaso con Nataniel Hawthorne, Alfred Tennyson y Harry Longfellow. No sólo eso. Tupper fue uno de los inspiradores de Walt Whitman (el gran poeta norteamericano dijo en una ocasión que de no ser por Proverbial Philosophy, el libro más famoso de Tupper, jamás habría escrito Hojas de Hierba).
Además de ser famoso, Tupper fue quizás el único poeta de la historia moderna que se hizo millonario gracias a sus versos. Según Collins, Tupper logró vender de Proverbial Philosophy unos 250 mil ejemplares en el Reino Unido, y 1,5 millones en Estados Unidos.
Estamos hablando de mediados del siglo XIX, en la época en que Edgar Allan Poe necesitaba escribir un cuento por semana para las revistas y diarios de Baltimore a fin de mantener cosido el alma a su cuerpo.

Edgar Alan Poe

Es posible que su temprana muerte, a los 40 años de edad, haya permitido a Poe acceder rápidamente al Parnaso literario. Su trágica historia personal y su alcoholismo, también contribuyeron. Pero una prueba de su genial talento es que su fama póstuma logró emerger a pesar del formidable maltrato a que lo sometió Rufus Griswold, su albacea literario. 
Cuando Poe falleció en 1849, Griswold, escudándose en el seudónimo de Ludwig, publicó un obituario de Poe donde decía: “Edgar Allan Poe está muerto. Falleció en Baltimore. Tal vez el anuncio desconcierte a muchos, pero muy pocos lo lamentarán”. A eso añadió una “memoria” de la vida de Poe, donde incluyó cartas falsas de su rival, con el único propósito de arruinar su reputación.  

Nada de eso ocurrió con Tupper. Sucedió algo mucho peor. A diferencia de Poe, señala Collins, Tupper cometió un crimen imperdonable para un poeta: “En lugar de optar por morir en su glamorosa juventud de un acceso de tisis, envejeció y se mantuvo desaforadamente vivo”.

Vivir para no contarla

Como resultado de su longevidad, Tupper se convirtió en un paria. Cuando los críticos querían enlodar a un nuevo genio, bastaba decir, “Me recuerda a Tupper”... Y “tupperiano” pasó al diccionario como una forma de insultar a todo mediocre poeta (por cierto, los poemas de Tupper no se reeditan desde hace más de un siglo).
Collins dice que Tupper comparte el Parnaso de nulidades engreídas con figuras tan glamorosas como él. He aquí un breve recuento:

–  Robert Coates. Se trata, posiblemente, del peor actor que haya transitado alguna vez un escenario. “Un hombre tan exento de talento y tan confiado en su capacidad”, dice Collins, “que creó una tradición teatral”.
Tal vez la performance más memorable de Coates fue en su papel de Romeo, cuando, antes de morir, tomó un pañuelo de su bolsillo, limpió cuidadosamente el suelo del tablado, se quitó su gorra, y la depositó en una almohada. Luego, murió ...
No, no exactamente. Inclusive en ese momento, el héroe no estaba totalmente convencido de que debía acceder al más allá. Por lo tanto, cuando uno de los espectadores gritó: “¡Vuelve a morir, Romeo!” el actor decidió acatar la sugerencia y “resucitó de manera milagrosa”, dice Collins. “Luego, se puso de pie, tomó otro trago del veneno, y volvió nuevamente a morir”.


–John Banvard. A mediados del siglo diecinueve, Banvard logró el título de “El más famoso pintor viviente del mundo”. Fue aclamado por Charles Dickens, Henry Longfellow y la reina Victoria.
Banvard se especializaba en gigantescos frescos, o “panoramas móviles”. El más famoso de ellos fue La Pintura de Tres Millas de Extensión, resultado de su navegación por el río Misisipí. La exhibición del panorama hizo de Banvard “El primer pintor millonario de la historia”. Pero cuando Banvard falleció, fue enterrado en un osario común, porque su familia no tenía dinero para pagar su entierro. Al poco tiempo, dice Collins, sus obras más famosas fueron destruidas. En recientes libros de referencia, no hay una sola alusión a su nombre.
Collins narra las historias de esos seres desdichados con simpatía y comprensión. Los quince minutos de fama de que gozaron todos ellos precedió en décadas la popular frase de Andy Warhol.
Como señala el autor, "cualquiera que revise los documentos de toda época pasada: diarios, contratos de venta, testamentos, tropezará únicamente con nombres olvidados".
Afortunadamente, Collins ha sido capaz de rescatarlos de su merecido anonimato en un libro de suave, mortífero humor.


domingo, 12 de junio de 2016

“¡Omita palabras innecesarias!”, el único manual de estilo que enseña a escribir


Mario Szichman

“¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice,
nunca se ha de decir lo que se siente?”
Francisco de Quevedo



Subida al cielo, un filme dirigido por Luis Buñuel durante su etapa mexicana, es memorable, entre otras cosas, por un discurso que pronunciaba un leguleyo en el curso de una fiesta de cumpleaños. Transcribo algunos párrafos:
“En la historia de todos los pueblos, siempre han ocupado el primer lugar las madres.
No se ha descubierto aún quien fue primero, si el huevo, o la gallina… Es conmovedor ver este digno ejemplo, que es como un espejo en que debe mirarse todo buen hijo. Por eso yo, en recuerdo de mi mamacita, y la de ustedes, si me lo permiten, lo mismo que en honor de la festejada, quiero desgranar los pétalos del florilegio engarzado por la clarividente y distinguida concepción de este gran bardo Pepe Radilla, gloria inmarcesible de las letras contemporáneas, y refulgente sol de nuestro estado”.
Solo ese desgranar de los pétalos del florilegio engarzado, o esa mención a la gloria inmarcesible de las letras contemporáneas, debería insertarse en una tableta y ser ofrecido a todos nuestros políticos, antes de que pronuncien un discurso, a fin de llamarlos a silencio.
¿Por qué el español en América se ha convertido en el idioma de la densidad y de la prosa interminable? ¿Acaso para gobernar y doblegarnos necesitan los jefes de estado matarnos primero de aburrimiento? ¿Existe algo en el español que convoca al rebuscamiento, al perifraseo, la declamación, la elocuencia y la retórica?
Es fácil memorizar el discurso de Gettysburgh pronunciado por Abraham Lincoln el 19 de noviembre de 1863 en uno de los campos más ensangrentados por la guerra civil. En la versión que poseo, alcanza exactamente a 246 palabras. En un lapso inferior a los tres minutos, Lincoln trazó el ideal de los padres fundadores, y delineó las tareas que correspondían al gobierno de Washington para no traicionar ese legado.
Dudo que alguno de nuestros presidentes o caudillos expliquen en tres minutos el compromiso de los padres fundadores y su invariable misión de salvar a la patria.  Si el líder y futuro comandante eterno requiere mencionar el lapso desarrollado a partir de la independencia, no se limitará a resumirlo en la cantidad de años transcurridos. No, cada año cosechará al menos diez minutos de exposición. Y la descripción de las batallas –siempre ganadas, pues en nuestro continente todos los generales son invictos, y si resultan derrotados, son vencedores morales-- se llevará una buena hora.
No se requiere un discurso de tres horas para rendir cuentas a la nación, especialmente, cuando la nación ha sido devastada. Tres horas demoró el presidente de Venezuela Nicolás Maduro para revelar ante la Asamblea Nacional  el futuro de grandeza que avizora.  (Fue el único discurso pronunciado en el recinto de mayoría opositora. Es difícil que Maduro vuelva a comparecer tras advertir que piensa clausurar la sede del Poder Legislativo pues le disgusta la manera en que actúa la oposición).
El escritor polaco Witold Gombrowicz decía que esas monsergas equivalían a “cometer estupro por las orejas”.

THE LITTLE BOOK Y SUS CONSECUENCIAS

En 1919, el profesor de la Universidad de Cornell William Strunk publicó The Elements of Style, parte de su cruzada, que se transformó en un mantra, de “omitir palabras innecesarias” en la redacción de textos. La edición del libro fue pagada por el autor, quien nunca albergó esperanzas de una gran divulgación.
Pero la cruzada de Strunk se divulgó como el fuego en una pradera. La segunda edición, comercial, vendió dos millones de ejemplares. Se ignora ya cuantas ediciones han sido impresas hasta el momento.
La revista Time ubica a The Little book entre los cien mejores ensayos escritos durante el siglo veinte. Es, casi con certeza, el más sobresaliente manual de estilo que se haya escrito en Estados Unidos. Se trata de un libro pequeño. Incluido el índice, llega apenas a las 92 páginas. Pero encerrada entre portada y contraportada, figura la gramática necesaria para escribir en correcto inglés. De manera sencilla y sensata, se enseña a poner una coma, un punto, un punto y coma, un paréntesis, o comillas, se muestra la manera de armar una frase o un párrafo, y se explica el uso de los verbos, de los pronombres, de las preposiciones y de las conjunciones.  
Y después hay un capítulo dedicado a palabras o expresiones que se manejan de manera incorrecta, los “principios elementales de composición” y una “aproximación al estilo”. Strunk estaba convencido de que se podía aprender a escribir bien, y a mejorar el estilo, con sus sencillas reglas.
“La escritura vigorosa es concisa”, decía. “Una frase no debe contener palabras innecesarias; un párrafo no debe contener frases innecesarias, del mismo modo en que un dibujo no debe tener líneas innecesarias, o una máquina partes innecesarias… Cada palabra posee un propósito”.
El peor pecado de un escritor, indicaba, era mostrarse tímido. “Formule aseveraciones categóricas”,  aconsejaba Strunk, quien repudiaba la imprecisión, la falta de colorido. Era un vicio peor aparecer irresoluto, a mostrarse equivocado.
Las frases, “cuando más cortas, son más pujantes”, era otro de sus mantras. Algunos ejemplos:  
“Había gran cantidad de hojas muertas desparramadas en el suelo”.  Strunk proponía: “Hojas muertas cubrían el suelo”.
“No mucho después, se sintió muy apenado de haber dicho lo que dijo”. Strunk reducía la frase a: “Pronto se arrepintió de sus palabras”.
También abominaba de la voz pasiva, y especialmente, de la palabra “no”. Señalaba que el lector estaba harto de recibir información sobre todo aquello que no era. “El lector prefiere, en cambio, enterarse de aquello que sí es”. Por lo tanto, en lugar de decir que alguien “no era honesto”, era preferible considerarlo “deshonesto”.  En lugar de “no recordaba”, era mejor enunciar “olvidó”.  ¿Para qué escribir “no prestó atención a algo”, cuando bastaba con la palabra “ignoró”?
Lo negativo solo funcionaba cuando se enfrentaba a lo positivo, “pues creaba una estructura más enérgica”. “No caridad: simplemente justicia”. “No es que amo menos a César; es que amo más a Roma”.
Toda frase con “innecesarios auxiliares o condicionales”, decía el autor, “exterioriza una mente fluctuante”.
Un escritor debe mostrar coraje. “Si cada una de sus frases admite una duda, su texto carecerá de autoridad”, indicaba. Y luego: “Es preferible lo específico a lo general, lo definitivo a lo ambiguo, lo concreto a lo abstracto. La manera más segura de mantener la atención del lector es mostrarse específico, definitivo y concreto”.

George Orwell hizo en cierta ocasión una parodia de la Biblia, a fin de mostrar cómo se destruye un texto cuando se mutila su vigor. Para eso eligió un verso del Eclesiastés.
El original decía: “Retorné, y observé bajo el sol, que la carrera no pertenece al más raudo,  ni la batalla al más fuerte, ni el pan al más sabio, ni la riqueza a los seres de más comprensión, ni el favor a los diestros. No, la ocasión y la oportunidad sobreviene a todos ellos”.
Esta es la versión reescrita por Orwell:
“La consideración objetiva de fenómenos contemporáneos nos obliga a aceptar la conclusión que el éxito o el fracaso en actividades competitivas no puede ser medida de acuerdo a nuestra innata capacidad. Es necesario aceptar que un considerable elemento de aquello estimado impredecible debe tomarse en cuenta de manera inevitable”.
Strunk decía que no era cuestión de hacer un catálogo de detalles, sólo señalar aquellos significativos. Tampoco es necesario censurar textos porque no acatan las reglas de Strunk. Pero omitir palabras innecesarias es un buen ejercicio de salud mental, pues desde el comienzo de la historia, han sido usadas para escamotear el pensamiento.
Nada se salva de la divagación, ni siquiera Twitter. Los 140 caracteres de un mensaje intentan ser desvirtuados de todas las maneras posibles. Algunos abrevian las palabras para convertir el anuncio en una completa jerigonza. Otros, se valen de los enlaces para prolongar esos 140 caracteres en extensos mensajes mal redactados, que nada informan.
En la historia de todos los pueblos, siempre han ocupado el primer lugar las madres, decía el abogado de Subida al cielo. Y en segundo lugar, casi con seguridad, los retóricos, que usan exceso de palabras para ocultar magras reflexiones.  Los largos comunicados y la letra minúscula, tanto en las proclamas políticas como en los seguros contra incendio, suelen encubrir todo aquello desagradable o inconveniente.


Por alguna razón, la elocuencia avanza en dirección inversa a la banalidad de lo proclamado. Quizás se requiere, como en el caso de Lincoln, un campo de batalla circundado de fosas comunes para obligar a un líder a mostrarse frugal con sus palabras.

jueves, 27 de marzo de 2014

Aprender de Gombrowicz



 Mario Szichman


En América, como en Polonia,
el mayor esfuerzo de la literatura
se pierde en imitar
las maduras literaturas extranjeras.
En Polonia como en Sudamérica,
 todos prefieren lamentarse de su
condición inferior de menores y peores,
en vez de aceptarla como un nuevo
y fecundo punto de partida.
Witold Gombrowicz



Un día, Gregor Samsa se despierta transformado en un insecto. Otro día, Alicia descubre que entre sus atributos figuran achicarse y agrandarse como un binocular. Y después viene el turno de Oscar, el protagonista de El tambor de hojalata, quien decide, con toda premeditación y alevosía, convertirse en un enano y conservar siempre la estatura de los tres años de edad.
Hacia 1937 una transformación corporal también afecta a Pepe, el protagonista de Ferdydurke. Pero, en el caso del protagonista de la novela de Witold Gombrowicz, otros resuelven por él, especialmente el aterrador catedrático Pimko. El profesor y otros seres de su calaña deciden que Pepe retorne a esa difícil edad del patito feo.  
En cada caso, el despertar no es sólo un abrupto corte con el sueño, sino una inmersión en una nueva realidad. Samsa se despierta convertido en un insecto. Alicia se duerme, y a partir de ese momento su cuerpo sufre constantes transformaciones. Oscar, protagonista de El tambor de hojalata, se lanza por una escalera y al regresar de su desmayo queda congelado en un cuerpo que nunca volverá a crecer. El héroe de Ferdydurke despierta y enuncia: “Por un retroceso del tiempo que debía estar vedado a la naturaleza, me vi tal como era cuando tenía quince o dieciséis años”. Pepe escucha una voz que había desaparecido de su garganta: la chillona voz de un pichón. Su nariz es un atisbo. Su rostro es blando y transitorio, sus manos excesivamente grandes para su cuerpo. Ha retornado a una época ingrata, “a una fase pasajera e intermedia”.
Aunque ha superado la treintena, Pepe descubre que no ha llegado a la edad de la razón. Su tía le recrimina: “Pepe, el tiempo apremia, hijo mío. ¿Qué pensará la gente? Si no quieres ser médico, sé por lo menos mujeriego, o un coleccionista. Cualquier cosa, pero sé alguien … sé alguien”.  
El cuerpo de Pepe no es totalmente homogéneo. Le aterra el ralo pelo en la cabeza, su abundancia en el pecho. Sus atributos viriles son excesivos para ese cuerpo cargado de irresolutos deseos y de incompatibles ambiciones. Ser adulto significa asumir el rol del padre, transformarse en ese padre que dictamina, gratifica y castiga. Pepe tiene 30 años, pero querría que lo arroparan en una cama, como cuando tenía cinco años. La historia, el deterioro del cuerpo, los que nacen y los que mueren, esas voces de quienes ya han muerto pero siguen imperando en nuestro mundo, le urgen asumir otro rol, a fin de arrebatarlo de ese paraíso donde se prolongaba en el cuerpo de su madre.
La historia de la literatura está poblada de adultos que siguen siendo niños furiosos, Don Quijote es uno de ellos. Lo quieren introducir en una historia irreal, donde nadie está dispuesto a desfacer entuertos.
Si nos atenemos a la tesis de que cada gran novela es apenas el capítulo de un libro mayor, Robinson Crusoe cumple en su isla el sueño de Don Quijote. Luego vendrán Tom Jones, y Cándido, y el Julian Sorel de Rojo y Negro, y el señor K. a reclamar su parte para cumplir sueños al pie de la letra.
En cuanto al Pepe de Ferdydurke, tironeado entre la adustez del mundo adulto y la precariedad de la adolescencia, vive en una especie de insomnio crepuscular. De su vacilación intenta arrancarlo Pimko, el “guardián de los valores culturales”. Su consigna obedece a los dictados del director de una escuela que le ha pedido “llenar todas las vacantes”. Una escuela no funciona sin alumnos, y la tarea de Pimko es alistar alumnos, sin importar su edad. Pepe, a los 30 años, es uno de los reclutados. Por lo tanto, debe librarse de la mitad de sus años, y sumergirse nuevamente en la falsa ingenuidad de la adolescencia, adquirir miradas prestadas de madres que acechan a sus hijos desde las empalizadas que rodean la escuela, “Nunca bastante saturadas de sus tesoritos”.
De la madurez Pepe pasa a lo inestable, de las formas hechas y de los valores consagrados es transferido a lo informe y transitorio. La lucha de Pepe no es contra molinos de viento sino contra tías culturales, de esas que consideran a Bernard Shaw el maestro de la paradoja, a Oscar Wilde inteligente, pero ya pasado de moda, y que sobrenadan en el mar de los sintagmas, la diacronía, el significante, los dictadores que dictan, los contadores que cuentan, y las barras separadoras.
Los profesores de Pepe son “las cabezas más fuertes de la capital. Ninguno de ellos tiene un solo pensamiento propio”, dice Gombrowicz. Esas cabezas sintonizan con los cuerpos. Ni uno solo de esos cuerpos es “agradable, simpático, normal y humano: se trata de cuerpos pedagógicos”. Esos guardianes de la cultura tradicional tienen una sola misión en la vida: inculcar en los adolescentes la devoción por los muertos consagrados.
Un profesor lee su programa en la clase de Pepe y anuncia: “Hoy debo explicar y aclarar a los alumnos por qué el gran poeta Slowacki despierta en nosotros el amor, la admiración y el goce. Así pues, señores, yo recitaré primero mi lección y después ustedes resucitarán la suya”. Para remachar en el cerebro de los alumnos lo grande que es el poeta, el profesor señala que Slowacki “era un gran poeta. ¡No se olviden de esto: era un gran poeta! ¿Por qué lo amamos, por qué lo admiramos, por qué gozamos de su poesía? Porque era un gran poeta. A ustedes, torpes, ignorantes alumnos, les señalo con claridad. Es mejor que se lo metan en la cabeza: ¡Era un gran poeta! Por lo tanto, voy a repetirlo una vez más: ¡Era un gran poeta!”
Pero el profesor, que ha puesto las carretas en círculo, tropieza con una inesperada dificultad: uno de los alumnos se subleva contra esa forma pedagógica de sentir fervor por el poeta. Cuando el alumno enuncia que no le encanta ni le interesa el poeta, que apenas lee dos estrofas se hunde en el aburrimiento, el profesor se derrumba y le pide al educando que recapacite. “Alumno, yo tengo una mujer y un niño. Tenga piedad por lo menos del niño. Es indudable que la gran poesía debe admirarnos, y Julio Slowacki era un gran poeta”. Pero cuando fracasan sus argumentos ante la obstinación del alumno, el profesor se ve obligado a sacar de su billetera las fotos de su mujer y de su niño, intentando conmoverlo y hacerlo entender que Slowacki era un gran poeta.
Polonia, el sitio de origen de Gombrowicz, siempre ha sido un país informe, más apto para ser repartido entre sus vecinos que para constituir una entidad autónoma. Como señalaba el autor de Ferdydurke, en Polonia, “ningún cuello le queda bien a nadie”. Como ocurre con esas naciones inquietas con su pasado, temerosas de su porvenir, la necesidad de adquirir status resulta imprescindible. Por lo tanto, las autoridades envejecen a toda velocidad los tesoros culturales –cuando más arruinados, mejor– y los adornan con esa enfermedad de la piedra llamada clasicismo.
Pepe, el protagonista de la novela, siente que le han robado la mirada y lo han obligado a transitar en el cuerpo de otro. Quieren obligarlo a razonar en base a pensamientos prestados y que admire todo aquello que suscita en él sospecha o compasión.
Su lucha, en favor de lo inmaduro, lo informe, lo que aún es necesario crear, es propia de todo mestizo de la colonización, avergonzado de su propia piel, de su imperfecta cultura.
Pero Pepe Gombrowicz tiene una virtud: no se deja obnubilar.
Sus ridículas aventuras intentan demostrar que “nuestro arte se ha vuelto demasiado artístico”. Su planteo es que el intelectual de un país periférico es como un niño al que obligan a lucir el traje de un adulto. Y si no se lo puede quitar, pues carece de otro, “Al menos”, dice Gombrowicz, “puede proclamar en voz alta que el traje no está hecho a la medida. De esa manera, podrá marcar una distancia entre el traje y su persona”.


jueves, 18 de julio de 2013

Famosos anonimatos



Mario Szichman



    El título del libro poco explica: Banvard´s Folly, la locura de Banvard. Fue publicado por la editorial neoyorquina Picador en el 2001. Pero el subtítulo informa bastante: “Trece relatos de insigne oscuridad, famoso anonimato, y endemoniada suerte”.

Su autor, Paul Collins, tiene una tesis bastante sólida. Si se examinan los documentos de previas épocas, dice, sólo se tropieza con nombres olvidados.

    Generalmente, tras morir, los personajes históricos y los artistas célebres ingresan en un cono de sombra, sin importar su gloria previa. La profesora Guadalupe Isabel Carrillo recordó en un muy buen ensayo sobre la novela de Gabriel García Márquez El general en su laberinto, el cuasi epitafio con que el gobernador de Maracaibo anunció la muerte de Bolívar: “Me apresuro a participar la nueva de este gran acontecimiento que sin duda ha de producir innumerables bienes a la causa de la libertad y la felicidad del país. El genio del mal, la tea de la anarquía, el opresor de la patria ha dejado de existir”. (Ver blog http://notaapiedepagina.blogspot.com/).  Obviamente, Bolívar logró inmortalizarse pese a esa infamia.

    En el terreno de la literatura han existido desconocidos en vida que lograron una sólida inmortalidad, como es el caso de Franz Kafka. En eso también influyó la época en que le tocó vivir y morir, y su ubicación geográfica. Checoeslovaquia no era la perla más rutilante del imperio austrohúngaro. Tal vez si Kafka hubiera vivido más cerca de Viena, hubiera sido famoso antes de morir. De todas maneras Kafka pasará a la historia como uno de los grandes escritores del siglo veinte,  junto con Marcel Proust y con William Faulkner.

   Muchas veces la guerra interrumpe celebridades. El escritor polaco Witold Gombrowicz es obviamente una de las grandes figuras literarias del siglo veinte. Pero tuvo la mala suerte de que fue invitado a ir a la Argentina poco antes de estallar la segunda guerra mundial. Gombrowicz llegó a Buenos Aires cuando comenzó la guerra. Polonia fue invadida por los nazis (y también por los soviéticos). El escritor quedó convertido en un paria durante varios años de su vida literaria. Luego, tras la guerra, estableció vínculos con expatriados polacos, y  colaboró con publicaciones en París. Finalmente, en 1963, recibió una beca de la Fundación Ford, vivió un tiempo en Alemania y en Francia, en 1967 obtuvo el Prix International y falleció en 1969, con una notoriedad bastante consolidada.

    Pero los ejemplos que citamos son de creadores cuya fama se fue consolidando con los años. En cambio Collins lidia con aquellos cuya nombradía los abrumó en vida, y se derrumbó tras la muerte. Pues existe una fama creada por las maquinarias de publicidad, o por el curriculum universitario, y otra que perdura a pesar de esos artilugios.

    Recuerdo que en una ocasión entrevisté al escritor norteamericano Kurt Vonnegut. Es uno de los pocos escritores de Estados Unidos, junto con Carson McCullers, Flannery O´Connor, Faulkner y Jim Thompson, cuya fama está asegurada de por vida –en realidad, de por muerte.

  No hay una sola novela de Vonnegut que sea mala. A mí me gusta particularmente Mother Night. Sus relatos son de una perfecta ironía, especialmente los compilados en Welcome to the Monkey House. Pronto pondré en el blog la entrevista que le hice hace ya varios años. Era uno de los pocos escritores a los que se puede asignar el título de sabios.

    Pues bien, Vonnegut estaba convencido de que, al menos en Estados Unidos, los únicos escritores que perdurarían eran quienes ingresaban en el curriculum universitario. Y me daba el ejemplo de lo que ocurría con el irlandés James Joyce, posiblemente, el escritor ilegible más ponderado por los académicos anglosajones.      

 Ahora que también se incorporó al canon lacaniano, la inmortalidad de Joyce es inmortal. Invito al lector a leer el Finnegan´s Wake, y a ofrecer su opinión sobre el texto. Una vez intente –inútilmente– descifrarlo, puedo informarle que es la obra de un psicótico, y que ni siquiera se puede traducir al inglés. (Por supuesto, el Ulises es legible, así como los  cuentos de Dubliners y A Portrait of the Artist as a Young Man) pero al canon literario le interesa la dificultad, no el placer de leer.



LAS ÉPOCAS INSUFRIBLES



    Cada época crea sus ídolos, y con el mismo placer los derriba. La tarea de Collins, y creo que muchos lectores le están agradecidos por su gentileza, es redimir del olvido a personas injustamente célebres durante su vida, y cuyos méritos eran tan absurdos como sus logros. Ahí está el caso de Martin Tupper, que a mediados del siglo XIX compartía el Parnaso con Nataniel Hawthorne, Alfred Tennyson y Harry Longfellow. No sólo eso. Tupper fue uno de los númenes inspiradores de Walt Whitman (el gran poeta norteamericano dijo en una ocasión que de no ser por Proverbial Philosophy, el libro más famoso de Tupper, jamás habría escrito Hojas de Hierba).

  Además de ser famoso, Tupper fue quizás el único poeta de la historia moderna que se hizo millonario gracias a sus versos. Según Collins, Tupper logró vender de Proverbial Philosophy unos 250 mil ejemplares en el Reino Unido, y 1,5 millones en Estados Unidos. Estamos hablando de mediados del siglo diecinueve, en la época en que Edgar Allan Poe necesitaba escribir un cuento por semana para las revistas y diarios de Baltimore a fin de mantener cosido el cuerpo a su alma.

   Pero, como dice Collins, Tupper cometió un crimen imperdonable para un poeta: “En lugar de optar por morir en su glamorosa juventud de un acceso de tisis, envejeció y se mantuvo desaforadamente vivo”.

    Como resultado, cuando los críticos querían enlodar a un nuevo genio, bastaba decir, “Me recuerda a Tupper”. Y “tupperiano” pasó al diccionario como una forma de insultar a todo mediocre poeta (por cierto, los poemas de Tupper no se reeditan desde hace más de un siglo).

     Collins dice que Tupper comparte el Parnaso de nulidades engreídas con figuras tan glamorosas como él. He aquí un breve recuento:

–  Robert Coates. Se trata, posiblemente, del peor actor que haya transitado alguna vez un escenario. “Un hombre tan exento de talento y tan confiado en su capacidad”, dice Collins, “que creó una completa tradición teatral”. Tal vez la performance más memorable de Coates fue en su papel de Romeo, cuando, antes de morir, tomó un pañuelo de su bolsillo, limpió cuidadosamente el suelo del tablado, se quitó su gorra, y la depositó en una almohada. Pero inclusive en ese momento, el héroe no estaba totalmente convencido de que debía morir. Por lo tanto, cuando uno de los espectadores gritó: “¡Vuelve a morir, Romeo!” decidió acatar la sugerencia y “resucitó de manera milagrosa. Luego, se puso de pie, tomó otro trago del veneno, y volvió nuevamente a morir”.

–John Banvard. A mediados del siglo diecinueve, Banvard logró el título de “El más famoso pintor viviente del mundo”. Fue aclamado por Charles Dickens, Henry Longfellow y la reina Victoria. Banvard se especializaba en gigantescos frescos, o “panoramas móviles”. El más famoso de ellos fue La Pintura de Tres Millas de Extensión, resultado de su navegación por el río Misisipí. La exhibición del panorama hizo de Banvard “El primer pintor millonario de la historia”. Pero cuando Banvard falleció, fue enterrado en un osario común, porque su familia no tenía dinero para pagar su entierro. Al poco tiempo, dice Collins, sus obras más famosas fueron destruidas. En recientes libros de referencia, no hay una sola alusión a su nombre.



    Collins narra las historias de esos seres desdichados con simpatía y comprensión. Los quince minutos de fama de que gozaron todos ellos precedió en décadas la popular frase de Andy Warhol.

   Como señala el autor, "cualquiera que revise los documentos de toda época pasada: diarios, contratos de venta, testamentos, tropezará únicamente con nombres olvidados". Afortunadamente, Collins ha sido capaz de rescatarlos de su merecido anonimato.