Mario
Szichman
Para Alexis
del Carmen Rojas Paredes
Proust contaba que su
madre solía ignorar el exceso de maquillaje en el rostro de una sobrina. Era como
si toda esa pintura se hubiera disuelto en algún líquido. Hasta que un día, por
alguna causa, el rostro de la sobrina sufrió el fenómeno de la sobresaturación.
Todo el maquillaje que hasta ese momento había pasado desapercibido de repente
se condensó, y “ante ese motín de colores”, la madre de Proust se escandalizó y
estuvo a punto de romper relaciones con la sobrina, pues parecía una mujer de
la vida.
Me encanta esa
anécdota porque refleja con precisión una de las tareas principales del
narrador: marcar con gruesos trazos sus temas más importantes, aquellos que en
ocasiones, en el transcurso de la narración, pasan a segundo plano.
En fecha reciente leí
el prólogo que escribió Oliver Ready para su nueva traducción al inglés de Crimen y Castigo, de Fiodor Dostoievski.
Ya desde el título, dice Ready, se explica al lector en qué consistirá la
trama. Un hombre comete un crimen, por el cual será arrestado y condenado. El
conflicto girará en torno al tema de la libertad y la conciencia, del individuo
delincuente y del escarmiento que sufre a manos del estado.
Pero, cuando se avanza
en la novela, el lector empieza a pisar terreno resbaladizo. Raskolnikov, el
protagonista de Crimen y Castigo,
vive en un estado crepuscular. En ocasiones, parece olvidar que ha asesinado a
dos mujeres, una usurera, y su hermana. Ignora en qué momento perpetró los
homicidios. Y cuando acepta haber cometido un crimen terrible, olvida que
asesinó a la hermana de la usurera. En la mente de Raskolnikov todo se fusiona:
el pasado y el futuro, lo justo y lo injusto, el homicida y la víctima. Hasta
el título parece traicionar la intención del lector. ¿Dónde comienza el crimen
y concluye el castigo?
Algo así me ocurrió
con Eros y la doncella, mi novela
sobre el Reino del Terror. Pensé la trama original como una obra de teatro. Estoy
convencido, tras leer a Mijail Bajtin, que la novela, como el cine, son
derivados de la tragedia. No es casual que Crimen
y Castigo sea considerada por el crítico Donald Fanger como “una tragedia
shakespereana en cinco actos”.
¿Qué aporta la novela
o el cine a la idea general del teatro? Básicamente, espacio y otra manera de
narrar la temporalidad. En vez de confinar al público en una sala, se lo
transporta a distintos países y a diferentes tipos de pasado. El teatro es
conciso por necesidad. Es una vivienda con tres paredes. Pero lo que ahorra en
materia de territorio, lo compensa con una sobrecarga de emociones.
A medida que iba escribiendo Eros y la doncella, se agrandaba el
espacio donde actuaban los personajes, y el tiempo en que se concretaban las
principales acciones.
El tema central de la novela es la
representación teatral, el ascenso al cadalso de los protagonistas de la Gran
Revolución. Sus espectadores son los habitantes de París. Cada cabeza caída en
el cesto, pese a la mecánica de la guillotina, narró una historia diferente.
Con escasas excepciones –tal vez la de Madame du Barry– los actores de la
tragedia exhibieron una gran dignidad y no defraudaron a sus espectadores. La guillotina,
el altar de la patria, presidió serena, inmutable, el derramamiento de sangre,
ocupando el lugar de un magistrado implacable. Inclusive la rutina de la
ejecución fue creando públicos diferentes, que supieron distinguir entre una
interpretación memorable y otra chapucera. Entre tantas marionetas que
ordenaron la muerte de miles de ciudadanos con una simple firma, sólo el
verdugo Sansón salió ileso, mostrando su humanidad en sus intentos por atenuar
la aflicción de sus especímenes. (No es por casualidad que el verdugo fue
inmortalizado por Balzac y por Víctor Hugo).
Ese ritual del homicidio en serie fue
generando comparsas, como en el caso del mago Robertson, capaz de convocar a
los muertos en su gabinete de maravillas. Todas las modalidades del linchamiento
se hicieron presentes. Abundaron
quienes al ser trasladados en una carreta al cadalso se pusieron a bailar para
mostrar su valentía y el desprecio por sus jueces. Otros, se aferraron a su
personalidad hasta el último suspiro. Danton era un hombre jovial,
dicharachero, que necesitaba quedarse con la palabra final. Durante
el traslado en el carruaje hacia el cadalso Danton rió, cantó, gritó, advirtiendo
en medio de la multitud que se había transformado de espectador en espectáculo.
Y Robespierre, famoso por su discreción,
ni siquiera se quejó cuando era transportado hacia la guillotina, pese a que en
un torpe intento por suicidarse, en lugar de apoyar su pistola en la sien, o
introducirse el caño en la boca, lo apoyó en la mandíbula destrozándola, y
sufriendo los dolores del infierno hasta el momento en que la doncella lo
liberó de sus tormentos.
Lo teatral contamina también las artes
visuales a través de Jacques Louis David, un pintor
que trocó a los muertos revolucionarios en hieráticos protagonistas de
tragedias clásicas. El asesinato de Marat en la bañera es, posiblemente, el
cuadro más surrealista de la era moderna, más cercano a Brueghel que a la
pintura del siglo diecinueve. (La Revolución Francesa tendría que haber sido
pintada por Goya).
Esa puesta en escena tan bien
descripta por la profesora Alexis del Carmen Rojas
Paredes en su iluminador trabajo “El arte escénico en Eros y la Doncella”, me hizo recordar
el rol entre bastidores que desempeña en la trama Francisco de Miranda. El
Precursor es otro de los encargados de recuperar uno de los temas
centrales de la novela, el correlato de la sobresaturación en el rostro de una
sobrina. Miranda, el único prócer latinoamericano cuyo nombre ha sido rotulado
en El Arco del Triunfo, en París, pudo ver el otro rostro de la moneda. Era un
auténtico demócrata que pasó en prisión buena parte de su estadía en París tras
apostar por la Gironda, el bando de los perdedores. Antes de ir a parar a la
cárcel, Miranda transitó otro escenario, el Hôtel des Menus Plaisirs, donde vio a varios utileros de teatro extrayendo
los segmentos de la guillotina de largos baúles de madera. Primero la cuchilla,
de forma convexa, con un agujero en su costado derecho, por el cual pasaba una
gruesa cuerda de marinero, y después las cuatro tablas que contribuían a crear
el simulacro de una ventana rectangular. Y el bloque de madera, que había sido
bautizado “El tajo del verdugo”, con una cóncava abertura en su centro. Y otro
bloque de madera, también con otra cóncava abertura, que era colocado encima
del primero, e inmovilizaba la cabeza de toda persona destinada a la ejecución.
En el interior del
hotel, convertido en gigantesco escenario, Miranda pudo observar versiones
alteradas de la doncella. En ocasiones, la cuchilla era convexa, no cortada al
bies. Algunos de los listones por los que se deslizaba la cuchilla seguían
siendo de madera, aunque eso causaba accidentes. Sin transición se pasaba del
decorado de una calle directamente a una calle y era difícil distinguir entre
el personaje y su doble, entre la verdad y su efigie. Era un mundo donde
escaseaban los actores y sobraban los utileros. A veces, las paredes eran
simples telas pintadas, y los andamios, más sólidos que el mármol.
Cada una de las partes
del Hôtel des Menus Plaisirs refluía en otra. Tablas horizontales se erguían
para armar tinglados, o las tenues divisiones que separaban palcos, o marcos de
puertas. Miranda pudo espiar una representación teatral. En el centro del
escenario una mujer regordeta, con gorro frigio en su cabeza, y vestida con
larga túnica blanca, recitaba una oda a la Razón. Estaba rodeada de monstruos
pre revolucionarios: el Ateísmo, el Egoísmo, la Discordia y la Ambición, como
los que serían quemados por Robespierre en la Fiesta del Ser Supremo. Aunque
todos los monstruos portaban la misma máscara y ropas de franciscano, era fácil
distinguir sus distintos vicios porque estaban inscriptos, en letras mayúsculas
y chorreantes, en sus pechos y espaldas. Tal vez eso evocaba la Inquisición.
Pero también anticipaba el sadismo de los autócratas modernos, que necesitan
humillar y hacer confesar pecados imaginarios a sus víctimas, antes de
eliminarlas.
En ese mundo entre bastidores, en
la trastienda del escenario, la reacción de Miranda fue mover la cabeza de
diestra a siniestra. Era la confirmación de que todavía su cabeza seguía firme
encima de sus hombros. Pero era, además un gesto
teatral.
Es muy importante la imaginación
dialógica en la tarea del crítico, y especialmente, su capacidad de descubrir el
fenómeno de la sobresaturación en el rostro de una sobrina. Le estoy muy
agradecido a la profesora Alexis del Carmen Rojas Paredes.
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