Mario Szichman
Acusar al enemigo
político de ser la encarnación del mal es una calumnia que comenzó a prosperar
en el siglo diecinueve, se perfeccionó en el siglo veinte, y ha llegado a su
máximo esplendor en lo que va de este siglo. Todos los gobiernos populistas han
acudido al recurso, y aunque en muchos casos se ha desmantelado la mentira,
enlodar al adversario ofrece increíbles ventajas. Mark Twain decía que cuando
la mentira ha dado vuelta al globo, la verdad apenas empieza a calzarse las
botas.
El libreto para
difamar al adversario tiene un autor, y una fecha muy precisa. El 21 de abril
de 1834, el primer ministro de Francia Adolphe Thiers escribió una carta al
prefecto del Bajo Rin explicando cómo debía inventar una conjura de los
anarquistas, con el propósito de difamar a ese grupo político, y enviar a sus
dirigentes a la cárcel. Thiers había maquinado hasta el último detalle del
proceso contra los anarquistas. El único problema es que el gobierno francés
carecía de pruebas. Por lo tanto, Thiers le ordenó al prefecto que fabricara
documentos, inclusive cartas falsas supuestamente intercambiadas entre
anarquistas. Las cartas detallarían “la existencia de una vasta conspiración
que abarca a toda Francia”. El gran historiador francés Marc Bloch, un miembro
de la resistencia francesa asesinado por los nazis, explicó en su libro Introducción a la historia los
minuciosos preparativos utilizados por Thiers para infamar a un grupo político.
El invento de Thiers
fue el molde en que se calcaron otras presuntas conspiraciones y se condenó a
inocentes. El ejemplo más claro es el llamado Proceso de Colonia, en el cual se
sentó en el banquillo de los acusados a los radicales de izquierda que, con
Carlos Marx a la cabeza, trabajaban en la revista La Nueva Gaceta del Rhin. No había tirabombas entre los procesados.
Todos ellos eran intelectuales. Pero la atmósfera creada en el juicio sirvió
para aislarlos del proceso político.
Un elemento
imprescindible en esas falsas conjuras es el de la contaminación. Episodios
desconectados entre sí: una estafa contra un banco en una ciudad, el secuestro
de un político en otra, y el arresto de algunos escritores, son amalgamados
como parte del complot. A eso hay que sumarle el hallazgo de “material subversivo”:
panfletos, bombas, manuales, y otros artefactos que parecen constituir el
decorado básico del conspirador. Siempre me ha fascinado ver cómo en esos
complots las armas y explosivos están alineados de menor a mayor exhibiendo una
envidiable simetría. En cambio, los libros y los folletos están desperdigados
sin ton ni son. Pues quienes urden esas imaginarias intrigas suelen tener un
espíritu bohemio. Y la escenografía debe reflejar esa idisioncracia.
Otro elemento muy
importante es usar cifras exactas. La mentira de los inescrupulosos necesita
ser escrupulosa. Tiene que haber 238 sospechosos, no uno o dos centenares. Y
cinco aguantaderos o nueve. Y los terroristas deben poseer fotografías de las dieciocho
viviendas de futuras víctimas.
Por cierto Nekrasov, una obra de teatro muy
divertida escrita por Jean Paul Sartre, ridiculizaba el macartismo a través de
un vividor que descubría los beneficios del anticomunismo. En cierta ocasión,
Nekrasov, ya merodeando en las altas esferas del gobierno, informaba el hallazgo
de una lista de “F.F.”, sigla de los “Futuros fusilados” que ejecutarían los
comunistas en caso de llegar al poder. Y esa lista, un invento de Nekrasov, se
convertía en un objeto muy preciado para los anticomunistas que anhelaban
llegar a un cargo importante en el gobierno de Francia. Ser un “F.F.” era lo
mismo que obtener la legión de honor. Sólo aquellos que habían demostrado mayor
fervor por la causa anticomunista podían aspirar a figurar en el selecto elenco
de los futuros fusilados.
EL INFIERNO SON LOS
DEMÁS
Afortunadamente, la
canallada no tiene partido político. Y el anhelo de aferrarse al poder por
todos los medios imaginables –cuando más espúreos mejor– ha creado la
contrapartida fascista en esas revoluciones bonitas que todos los días
descubren un complot diferente encargado de poner en peligro la felicidad
universal. Todo aquel que critica, que protesta, que se siente disgustado por
el saqueo de las arcas del estado, por el nepotismo, por la inseguridad en las
calles, por el desabastecimiento, por el derrumbe de su país, pasa de inmediato
a ser un sospechoso. Ese sospechoso es sólo un eslabón en una cadena de
sospechosos cuyo propósito es el retorno a alguna época nefanda. La amenaza
crece y se propaga como el cáncer en un dibujo animado. Todo sospechoso carga
con una libreta de direcciones, tiene amigos, familiares, hasta acreedores.
Cada uno, a su vez, se convierte en otro ser de dudosa lealtad con la patria. Y
el enemigo pasa a convertirse en un ex ser humano.
En enero de 1918, la Unión Soviética
promulgó la Declaración de Derechos de los Pueblos Trabajadores y Explotados.
En la declaración, parte de la población soviética era considerada byvshie liudi, ex personas. La frase
pronto se hizo tan famosa como la de “chancho burgués”. Entre los byvshie liudi, ex personas, había
funcionarios de la policía y del ejército zarista, aquellos quex personase vivían de
rentas, clérigos de todas las religiones, y “los ociosos”. Pronto, el término
de ex personas se extendió a otros sectores de la población.
En su libro “Communism, Fascism, and
Some Lessons of the Twentieth Century”, el historiador rumano Vladimir
Tismaneanu señaló que la categoría de “ex persona”, que durante el estalinismo
se extendió a vastos sectores de la población, abrió el camino a la “taxonomía
del terror de años sucesivos”. Al
negarle a algunos seres su condición humana, dice Tismaneanu, se forjó el
proyecto soviético de “purgar a la sociedad de los restos del pasado”.
No se puede comparar el sistema
soviético con el nazismo, pero en algunos aspectos, las coincidencias son
profusas. Los nazis no tenían el concepto de “ex persona”, sino el de
“undermensch”, subhumano. Pero las consecuencias de esa clasificación pronto se
vieron reflejadas en el envío a campos de concentración y luego de exterminio a
gitanos, judíos, enfermos mentales, y personas con problemas físicos.
El texto de Thiers abrió el camino a
otras épocas mitómanas de la historia. Aproximadamente unos 20 años después de
la carta del primer ministro francés al prefecto del Bajo Rin, un oscuro
redactor de panfletos que residía en París elaboró un cúmulo de mentiras y las
rotuló Los Protocolos de los Sabios de
Sión. En ese texto se hablaba de una conspiración de los judíos para
apoderarse del mundo. Los Protocolos fueron desmentidos con abundancia de
datos, y descubierto el panfletista que los inventó. Pero el texto reapareció
en Francia a fines del siglo pasado para corroborar las acusaciones de traición
a la patria contra Alfred Dreyfuss, un capitán del ejército francés de origen
judío. Tras una titánica lucha de sectores socialistas y de intelectuales
liderados por Emile Zola, la verdad se impuso. Tras pasar varios años en la
isla del Diablo, Dreyfuss fue declarado inocente, y uno de sus acusadores, el
mayor Ferdinand Walsin Esterhazy, terminó condenado por traición a la patria.
Los
Protocolos de los Sabios de Sion reflotaron en Rusia,
durante la época del zar Nicolás, ofreciendo el libreto necesario para dar
verosimilitud en el proceso a Beiliss, un judío acusado de un crimen ritual.
También se reveló que Beiliss era inocente. Pero los guiones de la conspiración
reaparecen cada vez que un gobierno autocrático necesita engañar a su población
a fin de conservar el poder.
Los populistas tienen un problema: creen
que el pueblo que dicen representar está integrado por una cuerda de idiotas.
Las mentiras funcionan mientras el pueblo obtiene beneficios de los mentirosos.
Una vez sus necesidades quedan insatisfechas, la farsa cesa de convencer.
Entonces, cae la venda de muchos ojos. Los seres humanos, no en su conjunto
sino uno tras otro, descubren que nadie está a salvo de un régimen que actúa en
la impunidad y que usa la justicia exclusivamente para que acate sus
propósitos. Y reaccionan. En ocasiones, aunque no siempre, reaccionan a tiempo.
Como lo recordó el pastor Martin Niemoeller, que tanto luchó contra el régimen
de Adolfo Hitler:
“Primero vinieron a buscar a los
comunistas
“Y yo no les defendí, porque no era
comunista.
“Luego vinieron a buscar a los socialistas
“Y yo no los defendí, porque no era
socialista.
“Luego vinieron a buscar a los
sindicalistas
“Y yo no los defendí, porque no era
sindicalista.
“Luego, vinieron a buscarme
“Y ya nadie quedaba para defenderme”.
Es preferible actuar mientras aún queda
tiempo para defender a otros que pueden ayudar en nuestra defensa.
No pude evitar, leyendo esto, pensar en Venezuela. Excelente post Mario. saludos
ResponderEliminarGracias, mi amigo, por tu comentario. ¿Recuerdas lo que te decía de las vísperas? Un abrazo solidario
EliminarMario
Totalmente. Estamos en vísperas. ¿Qué sucederá en un Futuro próximo? Lo ignoramos, esta vez, a diferencia de la novela de la guerra a muerte, no contamos con algún joven poeta capaz de ver el pasado y el futuro, al mismo tiempo. Saludos y abrazo!
EliminarMe halaga que recuerdes la quiromancia de Andrés Bello.Lo único que puedo decirte es que el 2014 no es el 2002. Y que en ninguna otra parte de América Latina he visto tal reacción contra una autocracia cleptocrática como la que observo en Venezuela. Además, basta de considerar a la oposición un producto exclusivo de la clase media. La mitad de Venezuela votó contra Maduro. Y no creo que la clase media represente el 50 por ciento de la población. De todas maneras, si el Libertador hubiera esperado a ser mayoría, todavía hoy Venezuela seguiría gobernada por los españoles. Ya que hablamos de la guerra a muerte, el asturiano Boves era muchísimo más popular que Bolívar.
EliminarUn fuerte abrazo
Mario
Mario: Me animan mucho tus palabras. Es un placer, siempre, conversar contigo. Ya veremos como sigue el guión de nuestra patria Boba. Un abrazo enorme!
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