Mario Szichman
William Faulkner decía que el ser humano
no puede comer ni hacer el amor durante ocho horas seguidas. Lo único que puede
hacer durante ocho horas seguidas es trabajar o dormir, y en eso se condensa
toda su desdicha.
Por eso, una de las alternativas del ser
humano es escapar, eludir la rutina, inventarse nuevos mundos, cometer
infidelidades. (También está la posibilidad del psicótico, que vive en lo real,
pero no es recomendable).
Recuerdo un filme italiano donde Gian
Maria Volonté interpretaba al obrero de una fábrica, encargado de poner tuercas
en artefactos. Eso era lo único que hacía todo el día. Y para darse ánimos, el
obrero entonaba: “Una tuerca, un trasero”. Ignoro cuantas tuercas insertaba el
obrero en derrières de manera
cotidiana, pero parecía más feliz que aquellos que veían en una tuerca simplemente
una tuerca.
¿Cómo hace el ser humano para eludir la
rutina? Un buen método es trabajar en algo que le agrada realizar. Balzac, a
pesar de que estaba condenado a galeras corrigiendo galeradas, no hubiera
cambiado su esclavitud por todo el oro del mundo. Una vez le confesó a George
Sand que la tarea del escritor era inmejorable: “Hacemos lo que nos gusta”, le
dijo, “y además, nos pagan por ello”.
En muchas profesiones se puede encontrar
el mismo placer de trabajar en algún menester creyendo que se está en otra
parte.
Pero no todo ser humano puede escapar de
un trabajo pesado o de una labor tediosa si hay un jefe cuya única tarea es
vigilar la tarea de sus súbditos, especialmente si sus súbditos usan
computadoras, que es la mejor –y peor– máquina de escapismo de los tiempos
modernos. Recuerdo que hace un tiempo, en medio de otro crudo invierno neoyorquino,
decidí hacerme socio de una biblioteca pública de mi condado. La biblioteca
está muy bien surtida, queda frente a un bello parque con un enorme lago, hay
grandes ventanales, los asientos son cómodos, los empleados muy amables, y
abundan los cubículos donde uno puede instalar su computadora. Inclusive la
biblioteca presta dvds de películas, que uno puede observar en su pantalla.
Curiosamente, solía abandonar la biblioteca
bastante deprimido, sin entender el por qué. Finalmente descubrí dónde radicaba
el problema: varios de los asistentes usaban las computadoras para navegar por
los sitios porno del internet.
Opté por ir a Manhattan y hacerme socio
de la Public Library de la calle 42,
la mejor de Estados Unidos, después de la Biblioteca del Congreso. Allí tropecé
con un nuevo mundo. La sala principal es muy amplia, y además, su techo es de
vidrio, por allí entra toda la luz del cielo de Manhattan, inclusive en días
grises.
(Algo que aprendí a lo largo de los
años: es preferible trabajar en un lugar donde otras personas que comparten el
espacio están más interesadas en sus proyectos que en contemplar películas
pornográficas).
Pero aún así, tras revisar libros que me
permiten avanzar en un proyecto literario, siempre concluyo con lo que otros
pueden considerar literatura escapista. ¿En qué consiste esa literatura? En
primer lugar, debe poseer un contenido erótico. Creo que el ser humano, sin
importar la edad, necesita que el erotismo posea una buena dosis de
romanticismo. El erotismo en sí puede ser bastante chocante. Necesita ser
acompañado por un elemento de humildad y de seducción. El novelista Stephen
King dice que le repele el moderno erotismo, pues en lugar de exhibir el amor y
la ternura con que se acarician dos seres humanos, exhibe en cambio “la
plomería de la lujuria”. Y por alguna razón, eso rebaja la calidad de la
narrativa.
El grande entre los grandes Jim Thompson
es un maestro a la hora de mostrar el enamoramiento de una pareja. Pero las
novelas que escribió en la década del setenta, cuando se había levantado la
censura en materia sexual, lo muestran en su peor momento. Por alguna sabia razón,
la narrativa nunca tolera lo explícito. Excepto cuando está acompañado de humor
y de una gran ternura.
Recuerdo otra película, dirigida por el
británico Tony Richardson. Estaba basada en un relato de Vladimir Nabokov. Un
artista se enamoraba de una mujer bastante vulgar. En una escena, ambos se
disponían a hacer el amor en un cuarto de hotel. La cámara se iba alejando de
los cuerpos, se enfocaba en la pared del cuarto, empezaba dar un giro de 360
grados y de repente, volvía a enfocarse en la pareja, y en la plomería de la
lujuria. El efecto era muy cómico, pues destruía una de las convenciones de ese
género romántico.
Además del contenido erótico –y su
escala también depende de la época, como lo demuestra esa joya que es “El mundo
perdido” de Arthur Conan Doyle – la literatura escapista nos debe transportar a
otro mundo: al centro de la tierra, o a Marte, o invitarnos a realizar una
recorrida por el planeta. Nadie se ha aburrido jamás con Julio Verne, con Edgar
Rice Burroughs o con Mark Twain.
Pero además, está el goce vicario. El
lector necesita padecer los peligros que acechan al protagonista, confiar en su
talento para sortearlos. Por supuesto, no toda literatura escapista tiene la
misma calidad en materia de escape. Nunca confiamos plenamente en James Bond,
porque sabemos que saldrá bien librado de todas sus peripecias. Lo mismo ocurre
con Jack Reacher, la nueva sensación del policial negro creado por Lee Child.
En cambio, el protagonista de The Firm,
la novela de John Grisham, nos resulta grato por su jactancia y por su
vulnerabilidad. Un día está en la cumbre del mundo, y al otro día, los socios
en su firma contratan asesinos para acabar con él. Algo similar ocurre con el
novelista que protagoniza Misery, la
excepcional novela de Stephen King. El novelista, un creador de best-sellers,
sufre un accidente automovilístico, queda herido, y quien lo rescata es una de
sus admiradoras, un ser monstruoso que pospone su recuperación, lo mantiene
adicto a la codeína, y lo obliga a escribir una novela que tiene como personaje
principal a su salvadora. (En la escueta correspondencia que mantuve hace
muchos años con Stephen King, admitió que para él era su mejor novela). Pero Misery se puede escribir una sola vez.
Es evidente que el narrador usó a su alter ego para exorcizar demonios.
Inclusive figura la revelación de una infidelidad conyugal que no se ajusta a
la personalidad del protagonista.
Y, para cerrar el círculo: ¿logró
escapar Stephen King de su vida cotidiana con esa novela tan escapista, tan
sórdidamente real? Es evidente que en algo se sintió liberado, pues nunca más
volvió a trabajar el tema, aunque tampoco volvió a alcanzar el nivel de
perfección de Misery.
Las producciones artísticas se
caracterizan por otro elemento: su condensación. En las artes visuales, en la
escultura, en la pintura, podemos echar una ojeada de escasos minutos a seres
míticos, a incidentes que cambiaron la historia en el transcurso de los siglos.
Sin embargo, solo la literatura nos permite sumergirnos en otras vidas y
abreviar años de desdichas, momentos de indecible peligro o de exaltación, en
algunas horas, en escasos días. Son como el sucedáneo de esas carreras de autos
donde los años de vida de un motor se consumen en las sesenta vueltas de un
circuito. De repente, todos los personajes que pueblan las novelas se
convierten en arquetipos, o sirven de arquetipos a otros personajes. Anna
Karenina, Madame Bovary, desprenden nutridas comparsas de mujeres infieles. La
esposa del pastor Hightower en Light in
August, esa magnífica creación de William Faulkner, puede hacer una breve,
inolvidable aparición, porque Tolstoi y Flaubert se anticiparon a sus deseos, a
sus necesidades, a su incurable melancolía. Y su suicidio es impensable si no
hubiese sido precedido por el de Anna Karenina.
Los escritores no suelen ser dioses,
pero los mejores de ellos nos ayudan a marcar o a rehuir un destino. Y es por
eso que los seguimos leyendo.
Es interesante señalar además que no
toda literatura que empieza como escapista concluye de igual manera. Tal vez es
en el género policial donde se advierte con más claridad una radical
transformación del material. Es como si el texto escapara de las manos del
narrador quebrando así el pacto que firmó con el lector para que sea su
cómplice hasta el final del relato. Eso
puede observarse en prácticamente todas las novelas de Jim Thompson,
especialmente en ese descenso en los infiernos que es The Nothing Man, así como en las novelas de Charles Willeford
protagonizadas por el sargento de la policía de Miami Hoke Moseley, o en Eye of the Beholder, de Marc Behm. Todos
esos creadores demuestran que describir el aburrimiento no tiene por qué ser
una tarea aburrida.
Al mismo tiempo, esos escritores parecen
tener la extraña cualidad del psicótico y nos sumergen en una realidad de la
que querríamos escapar. Como si quisieran explicarnos que ni la literatura
escapista nos puede brindar una escapatoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario