domingo, 9 de febrero de 2014

¿Existe algún tipo de narrativa que no sea escapista?



Mario Szichman

William Faulkner decía que el ser humano no puede comer ni hacer el amor durante ocho horas seguidas. Lo único que puede hacer durante ocho horas seguidas es trabajar o dormir, y en eso se condensa toda su desdicha.
Por eso, una de las alternativas del ser humano es escapar, eludir la rutina, inventarse nuevos mundos, cometer infidelidades. (También está la posibilidad del psicótico, que vive en lo real, pero no es recomendable).
Recuerdo un filme italiano donde Gian Maria Volonté interpretaba al obrero de una fábrica, encargado de poner tuercas en artefactos. Eso era lo único que hacía todo el día. Y para darse ánimos, el obrero entonaba: “Una tuerca, un trasero”. Ignoro cuantas tuercas insertaba el obrero en derrières de manera cotidiana, pero parecía más feliz que aquellos que veían en una tuerca simplemente una tuerca.
¿Cómo hace el ser humano para eludir la rutina? Un buen método es trabajar en algo que le agrada realizar. Balzac, a pesar de que estaba condenado a galeras corrigiendo galeradas, no hubiera cambiado su esclavitud por todo el oro del mundo. Una vez le confesó a George Sand que la tarea del escritor era inmejorable: “Hacemos lo que nos gusta”, le dijo, “y además, nos pagan por ello”.
En muchas profesiones se puede encontrar el mismo placer de trabajar en algún menester creyendo que se está en otra parte.
Pero no todo ser humano puede escapar de un trabajo pesado o de una labor tediosa si hay un jefe cuya única tarea es vigilar la tarea de sus súbditos, especialmente si sus súbditos usan computadoras, que es la mejor –y peor– máquina de escapismo de los tiempos modernos. Recuerdo que hace un tiempo, en medio de otro crudo invierno neoyorquino, decidí hacerme socio de una biblioteca pública de mi condado. La biblioteca está muy bien surtida, queda frente a un bello parque con un enorme lago, hay grandes ventanales, los asientos son cómodos, los empleados muy amables, y abundan los cubículos donde uno puede instalar su computadora. Inclusive la biblioteca presta dvds de películas, que uno puede observar en su pantalla.
Curiosamente, solía abandonar la biblioteca bastante deprimido, sin entender el por qué. Finalmente descubrí dónde radicaba el problema: varios de los asistentes usaban las computadoras para navegar por los sitios porno del internet.
Opté por ir a Manhattan y hacerme socio de la Public Library de la calle 42, la mejor de Estados Unidos, después de la Biblioteca del Congreso. Allí tropecé con un nuevo mundo. La sala principal es muy amplia, y además, su techo es de vidrio, por allí entra toda la luz del cielo de Manhattan, inclusive en días grises.
(Algo que aprendí a lo largo de los años: es preferible trabajar en un lugar donde otras personas que comparten el espacio están más interesadas en sus proyectos que en contemplar películas pornográficas).
Pero aún así, tras revisar libros que me permiten avanzar en un proyecto literario, siempre concluyo con lo que otros pueden considerar literatura escapista. ¿En qué consiste esa literatura? En primer lugar, debe poseer un contenido erótico. Creo que el ser humano, sin importar la edad, necesita que el erotismo posea una buena dosis de romanticismo. El erotismo en sí puede ser bastante chocante. Necesita ser acompañado por un elemento de humildad y de seducción. El novelista Stephen King dice que le repele el moderno erotismo, pues en lugar de exhibir el amor y la ternura con que se acarician dos seres humanos, exhibe en cambio “la plomería de la lujuria”. Y por alguna razón, eso rebaja la calidad de la narrativa.
El grande entre los grandes Jim Thompson es un maestro a la hora de mostrar el enamoramiento de una pareja. Pero las novelas que escribió en la década del setenta, cuando se había levantado la censura en materia sexual, lo muestran en su peor momento. Por alguna sabia razón, la narrativa nunca tolera lo explícito. Excepto cuando está acompañado de humor y de una gran ternura.
Recuerdo otra película, dirigida por el británico Tony Richardson. Estaba basada en un relato de Vladimir Nabokov. Un artista se enamoraba de una mujer bastante vulgar. En una escena, ambos se disponían a hacer el amor en un cuarto de hotel. La cámara se iba alejando de los cuerpos, se enfocaba en la pared del cuarto, empezaba dar un giro de 360 grados y de repente, volvía a enfocarse en la pareja, y en la plomería de la lujuria. El efecto era muy cómico, pues destruía una de las convenciones de ese género romántico.
Además del contenido erótico –y su escala también depende de la época, como lo demuestra esa joya que es “El mundo perdido” de Arthur Conan Doyle – la literatura escapista nos debe transportar a otro mundo: al centro de la tierra, o a Marte, o invitarnos a realizar una recorrida por el planeta. Nadie se ha aburrido jamás con Julio Verne, con Edgar Rice Burroughs o con Mark Twain.
Pero además, está el goce vicario. El lector necesita padecer los peligros que acechan al protagonista, confiar en su talento para sortearlos. Por supuesto, no toda literatura escapista tiene la misma calidad en materia de escape. Nunca confiamos plenamente en James Bond, porque sabemos que saldrá bien librado de todas sus peripecias. Lo mismo ocurre con Jack Reacher, la nueva sensación del policial negro creado por Lee Child. En cambio, el protagonista de The Firm, la novela de John Grisham, nos resulta grato por su jactancia y por su vulnerabilidad. Un día está en la cumbre del mundo, y al otro día, los socios en su firma contratan asesinos para acabar con él. Algo similar ocurre con el novelista que protagoniza Misery, la excepcional novela de Stephen King. El novelista, un creador de best-sellers, sufre un accidente automovilístico, queda herido, y quien lo rescata es una de sus admiradoras, un ser monstruoso que pospone su recuperación, lo mantiene adicto a la codeína, y lo obliga a escribir una novela que tiene como personaje principal a su salvadora. (En la escueta correspondencia que mantuve hace muchos años con Stephen King, admitió que para él era su mejor novela). Pero Misery se puede escribir una sola vez. Es evidente que el narrador usó a su alter ego para exorcizar demonios. Inclusive figura la revelación de una infidelidad conyugal que no se ajusta a la personalidad del protagonista.
Y, para cerrar el círculo: ¿logró escapar Stephen King de su vida cotidiana con esa novela tan escapista, tan sórdidamente real? Es evidente que en algo se sintió liberado, pues nunca más volvió a trabajar el tema, aunque tampoco volvió a alcanzar el nivel de perfección de Misery.
Las producciones artísticas se caracterizan por otro elemento: su condensación. En las artes visuales, en la escultura, en la pintura, podemos echar una ojeada de escasos minutos a seres míticos, a incidentes que cambiaron la historia en el transcurso de los siglos. Sin embargo, solo la literatura nos permite sumergirnos en otras vidas y abreviar años de desdichas, momentos de indecible peligro o de exaltación, en algunas horas, en escasos días. Son como el sucedáneo de esas carreras de autos donde los años de vida de un motor se consumen en las sesenta vueltas de un circuito. De repente, todos los personajes que pueblan las novelas se convierten en arquetipos, o sirven de arquetipos a otros personajes. Anna Karenina, Madame Bovary, desprenden nutridas comparsas de mujeres infieles. La esposa del pastor Hightower en Light in August, esa magnífica creación de William Faulkner, puede hacer una breve, inolvidable aparición, porque Tolstoi y Flaubert se anticiparon a sus deseos, a sus necesidades, a su incurable melancolía. Y su suicidio es impensable si no hubiese sido precedido por el de Anna Karenina.
Los escritores no suelen ser dioses, pero los mejores de ellos nos ayudan a marcar o a rehuir un destino. Y es por eso que los seguimos leyendo.
Es interesante señalar además que no toda literatura que empieza como escapista concluye de igual manera. Tal vez es en el género policial donde se advierte con más claridad una radical transformación del material. Es como si el texto escapara de las manos del narrador quebrando así el pacto que firmó con el lector para que sea su cómplice hasta el final del relato.  Eso puede observarse en prácticamente todas las novelas de Jim Thompson, especialmente en ese descenso en los infiernos que es The Nothing Man, así como en las novelas de Charles Willeford protagonizadas por el sargento de la policía de Miami Hoke Moseley, o en Eye of the Beholder, de Marc Behm. Todos esos creadores demuestran que describir el aburrimiento no tiene por qué ser una tarea aburrida.
Al mismo tiempo, esos escritores parecen tener la extraña cualidad del psicótico y nos sumergen en una realidad de la que querríamos escapar. Como si quisieran explicarnos que ni la literatura escapista nos puede brindar una escapatoria.






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