Mario Szichman
En ciertos días claros del verano
neoyorquino nubes inesperadas se dibujan en el cielo. Provienen de una avioneta
que lanza ráfagas de humo blanco para dibujar algunas letras. Sospecho que se trata
de un aviso de una inmobiliaria. O tal vez del anuncio de una nueva gaseosa.
Digo que sospecho porque nunca he podido ver The real thing.
Cada vez que por curiosidad alzo la
mirada al cielo, las nubecitas que forman las letras han comenzado a disiparse.
A veces he pensado que los organizadores de esa campaña deberían hacerle
publicidad a su acción, para que los espectadores averigüen a qué hora exacta
deben mirar hacia el cielo. ¿Tal vez en un previo anuncio dibujado por la misma
avioneta en el mismo cielo?
Pienso en el enorme despilfarro que
involucra ese inútil despliegue de nubes. A un costo bastante inferior, en
épocas de plaga o de hambruna, nuestros antepasados aprovechaban las nubes
existentes para ver ángeles flamígeros, la ascensión de la Virgen, o a San
Jorge clavando en su lanza al dragón. Pero, si se piensa en detalle, todo artefacto cultural es un enorme
despilfarro. Lo demuestra Hemingway con su teoría del iceberg, al señalar que
el escritor debe mostrar en un libro sólo una séptima parte de lo que en
realidad conoce.
Alix Freedman, quien fue editor de The Wall Street Journal, aconsejaba a
sus periodistas “Destilar un barril de información en una botella de perfume”.
Y muchos manuales de How-to-write advierten
al escritor en ciernes que de cada tres adjetivos que intentan incorporar a su
texto, dos suelen sobrar.
El escritor de ciencia ficción Harlan
Ellison decía que “El noventa por ciento de toda obra de arte es materia prima”.
Basta ver el mármol que usó Miguel Angel antes de sentirse satisfecho con su escultura de David. ¿Cuántas telas y
pintura usó Leonardo en La última cena? ¿Cuántos libros fueron leídos por Edward
Gibbon antes de escribir The History of the Decline and Fall of the Roman
Empire.
Ellison no andaba tan descaminado. El
noventa por ciento de una obra de teatro es materia prima: el escenario, los
decorados, el apuntador, los utileros, las luces. El noventa por ciento de lo
que producen Broadway o Hollywood es materia prima que se recicla cada temporada.
Lo que no es una remake es una
secuela, lo que no es una copia es un simulacro. Tendremos Oliver Twist
y El fantasma de la Ópera hasta el fin de los tiempos, junto con Frankestein y Drácula, y Hansel y Gretel,
y las carreras de persecución en las calles de San Francisco, y los corpulentos
imbéciles de las películas de acción. Un noventa por ciento será materia prima
conocida, y el diez por ciento restante consistirá en diferentes rostros de
actores o de actrices, distintos ángulos de cámaras, decorados o paisajes con
otras tonalidades.
¿Cuantas cuevas similares a la de
Altamira jamás serán holladas por la planta humana? ¿Cuantas tumbas de
faraones, donde los artistas han sido enterrados con sus obras maestras, quedan
aún sin explorar?
Marcel Proust escribe el chiste más prolongado
de toda la literatura moderna: A la búsqueda del tiempo perdido. ¿Y en qué consiste la novela? En narrar
la historia de Marcel, alguien que se parece demasiado al autor, y que sin
embargo, nada tiene que ver con él, y dedica tres mil páginas a narrar las
desventuras de un escritor que siempre encuentra alguna excusa para no
escribir.
Gustave Flaubert escribe Bouvard y
Pecuchet – In my modest opinion
su obra maestra, superior a Madame Bovary,
y muchísimo mejor que esa defensa del pequeño rentista que es La Educación
Sentimental – con el único propósito de burlarse de la erudición, que es,
según enuncia Ambrose Bierce en su Diccionario del Diablo, “El polvo que
cae de un libro a un cráneo vacío”.
Los obstinados escribientes Bouvard y
Pecuchet pasan del estudio de la jardinería al estudio de la arquitectura,
revisan la historia humana, la antropología, la medicina, la agronomía, la
metafísica, y nada entienden. Y para redactar esa enciclopedia de la estupidez
humana, y su complemento, el magnífico Diccionario de los lugares comunes,
Flaubert tuvo que devorarse mil quinientos tratados, destilando un barril de
información en una botella de perfume.
“Desvarío laborioso y empobrecedor el
de componer vastos libros”, señalaba Jorge Luis Borges. “El de explayar en
quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos
minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un
resumen, un comentario”. Borges, “más razonable, más inepto, más haragán”,
prefirió “la escritura de notas sobre libros imaginarios”.
Otros, tal vez más ambiciosos, suponen
que el despilfarro encubre la esperanza de inmortalidad. Pero inclusive la
inmortalidad puede ser muy avara. Somerset Maugham dice que cuando hablamos de
inmortalidad literaria, generalmente aludimos a un período de tres o cuatro
siglos. Algo más si se trata de Don Quijote o de Gargantúa y
Pantagruel.
Paul Collins, en su Banvard´s Folly,
detalla lo efímero de las obras perennes en sus “Trece relatos de insigne
oscuridad, famoso anonimato, y endemoniada suerte”, recuperando del olvido a
personas injustamente célebres durante su vida, cuyos méritos eran tan absurdos
como sus logros, y cuya inmortalidad no logró sobrevivir a sus muertes.
Como señala Collins, "cualquiera
que revise los documentos de toda época pasada: diarios, contratos de venta,
testamentos, tropezará únicamente con nombres olvidados". La teoría de los
porcentajes también se aplica en estos casos. Construyeron sus obras de arte
con un noventa por ciento de materia prima, destilaron barriles de sabiduría en
botellas de perfume, y ahora el mundo los ignora en más de un noventa por
ciento. Sus nombres se van desvaneciendo de nuestro horizonte cultural como un
inútil despliegue de nubes exhaladas por una avioneta en ciertos días claros
del verano neoyorquino.
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