Mario Szichman
“Es preciso releer,
corregir hasta el último pelo de error”, nos propone El Supremo dictador José
Gaspar Rodríguez de Francia en la novela Yo:
el Supremo, de Augusto Roa Bastos. “Únicamente así, a las cansadas, cuando
ya uno ni siquiera lo espera, surge el filo sobre el cual resbala, tras la
última gota de sudor, una primera gota de verdad”.
Fue una de las mejores
definiciones que hizo Roa Bastos sobre el oficio de escritor, marcando la
diferencia entre aquel que repite palabras prestadas por crear una verdad más
eficaz, y quien las repite para devaluarlas.
Brecht decía de la
mayoría de los escritores de su época se valían del inconsciente para predicar
la ignorancia. Los demonios interiores, la inspiración, eran coartadas que encubrían
la falta de lecturas y de conocimiento, el desfasaje entre literatura y otras
ciencias humanas. El escritor se utilizaba a sí mismo como conejillo de indias,
y presumía que su verdad era universal. Sólo lograba transmitir, a través de su
cuerpo, la verdad a medias de la clase en que se sustentaba: en vez de hablar,
era hablado.
Referirse a Roa Bastos es
aludir a una nueva forma de narrar en América Latina, es contraponer la verdad
opaca, dura y cotidiana a la prosa de los alegres habladores de paja que hacen
volar desde doncellas hasta vacas y presumen estar ofreciendo una nueva forma
de novelar, cuando el propósito real es remozar el interés folklórico de Europa
por América.
Con Roa Bastos se incorpora una nueva forma de escribir a la postulada
por Jorge Luis Borges y a la enunciada por Alejo Carpentier. Entre la escritura
pulcra, medida, eficaz, que es, también, una nítida reflexión sobre los poderes
desdobladores del lenguaje, y la escritura desbordada que intenta recuperar un
pasado mítico. La tercera vía elegida por el escritor paraguayo era la de
contar un pasado mítico sin contaminarse de él. Sí, en el siglo diecinueve
había dictadores ilustrados. Su ilustración se elogiaba en Francia. Sus
desmanes y crueldades quedaban estrictamente para consumo local. El gran Buñuel
daba un buen ejemplo en El discreto
encanto de la burguesía. Una mujer intentaba asesinar en París al
diplomático de una república bananera encarnado por Fernando Rey. El atentado
fracasaba, y el diplomático, con elegante gesto, ordenaba que la mujer fuese
dejada en libertad. Mientras la mujer se alejaba del lugar, el diplomático
hacía un discreto ademán a uno de sus guardaespaldas para que la mataran en la
calle.
Roa Bastos era un escritor
de público roto. Estaba ubicado en ee filo en el cual resbala una primera gota
de verdad. Al contar la historia del doctor Francia, de las tres primeras
décadas de vida independiente de su pueblo, habla simultáneamente al vencido y
al vencedor, a la víctima del genocidio y a aquellos que se complicaron en la
guerra de la Triple Alianza —1871— en la cual se destruyó al Paraguay.
Exhibiendo una vocación
propia de escritores del fin del medioevo, Roa Bastos se propuso, y lo
consiguió, ser el memorista de la tribu, el hombre que crea un libro en el cual
las actuales y venideras generaciones abreven para el orgullo y el recuerdo en
el rescate de la verdadera historia y la develación de la impuesta por el vencedor.
Para concretar esa tarea Roa Bastos se instaló en el hueco entre las propuestas
de escritores mayores. De Borges asimiló el manejo y la indagación del
lenguaje, de Carpentier, el modo de hacer actual lo pasado, de valerse de
anacronismos sin caer en la reconstrucción arqueológica. De ambos, también
desechó sus grilletes de veinte kilos. No le interesaba, como a Borges,
asociarse a los vencedores, no lo atraía esa pasión de Carpentier la herencia
barroca, esa tendencia a creer que parte de la narrativa consiste en nombrar
gran cantidad de viandas, y además, no descuidó otras lecturas: la de aquellos
que cuestionan la realidad simultáneamente con la escritura.
LA
INCESANTE RECONSTRUCCIÓN
La tarea del escritor
puede compararse a la de una araña. Cuando la tela se rompe ésta no la remienda,
porque carece de memoria, comienza nuevamente a partir de cero. Es la rutina del
obsesivo. Yo el Supremo se construye como
sucesivas telas de araña. Es una memoria sin grietas. “Sin descuidos, rigor
puro”, califica su tarea el dictador que dicta.
Son hilos tendidos desde
la historia hacia la leyenda, desde un hombre hacia un pueblo. De esa manera se
va construyendo una obra eslabonada de escrituras ajenas: novelas, memorias,
folletos, periódicos, cartas y toda suerte de testimonios ocultados,
consultados espigados, espiados en bibliotecas y archivos privados y oficiales.
Así se va tejiendo el texto, nos dice el narrador, posibilitando que palabras,
frases, párrafos, fragmentos, se desdoblen, continúen, se repiten o invierten
en ambas columnas en procura de un imaginario balance.
Ese incesante ir y venir
no sólo permite una reflexión sobre el protagonista y su retorno, sino también,
acerca de la escritura que se va desarrollando. Mientras Roa Bastos va
conformando a su dictador en el delirio de las semejanzas, el dictador va
cancelando su prosa en el enjuiciamiento del estilo que califica de “Abominable,
laberíntico callejón empedrado de alteraciones, anagramas, idiotismos,
barbarismo, paronomasias de la especie paroli
parulis: imbéciles anástrofes para deslumbrar a invertidos imbéciles que
experimentan erecciones bajo el efecto de las violentas inversiones de la
oración”.
Ese recorrido de
lanzadoras, es también, una reflexión sobre la dificultad de concretar un
personaje, de bosquejarlo, justamente, en base a esa imposibilidad. “Del Poder
Absoluto no pueden hacerse historias”, dice El Supremo. “Si se pudiera, El
Supremo estaría demás. En la literatura o en la realidad. ¿Quién escribirá esos
libros? Gente ignorante como tú. Escribas de profesión. Embusteros fariseos.
Imbéciles compiladores de escritos no menos imbéciles. Las palabras de mando,
de autoridad, palabras por encima de las palabras, serán transformadas en
palabras de astucia, de mentira. Palabras por debajo de las palabras. Si a toda
costa se quiere hablar de alguien no sólo tiene uno que ponerse en su lugar.
Tiene que ser ese alguien. Únicamente el semejante puede escribir sobre el
semejante”.
De ese modo se traza el
delirio mayor, el del escritor. Lo tuvo Sade al intentar que la subversión del
lenguaje ayudara a subvertir la vida, lo manifestó Balzac cuando soñaba ser el
Napoleón de la literatura.
Únicamente el semejante
puede escribir sobre el semejante. Ese delirio, muestra Roa Bastos, es una
calle de dos vías. Así como el narrador pretende asumir el cuerpo del
personaje, el personaje quiere perdurar a través de las tenues huellas que
trazan los signos entre sí. El supremo, en una época de su vida, se retira a
cuarteles de invierno a fin de escribir una novela imitada del Quijote, por la
que siente fascinado encantamiento.
Es una nueva vuelta de
tuerca en torno a la escritura, cuya subversión primera es, justamente, la de
Don Quijote, protagonista de la primera parte de sus aventuras, protagonista y
lector, en la segunda parte, de la primera parte de sus aventuras. El dictador,
soñado por Roa Bastos, sueña a su escritor, sueña con ser escritor.
El escritor, a su vez, transforma
a la escritura en una manera de revelar la verdad encubierta, un método de
análisis para detectar, en la escritura y en la vida, las marcas de la mentira
o de la infamia. Al juzgar a Bartolomé Mitre, uno de los promotores de la
guerra de la Triple Alianza, Roa Bastos lo acusa de depositar toda su fe “En
los papeles sueltos. En la escritura. En la mala fe. Eres de los que creen,
dirá después de ti un hombre honrado (Juan Bautista Alberdi), que cuando
encuentran una metáfora, una comparación por mal que sea, creen que han
encontrado una idea, una verdad. Hablas, como la caracteriza Idrebal, a base de
comparaciones, ese recurso pueril de los que no tienen juicio propio y no saben
definir lo indefinido, sino por la comparación con lo que ya está definido.
Excelente modo de
calificar, no sólo una política, sino también, un rival literario, un modelo de
escritura, seductora e ineficaz, de esas que parecen pórticos griegos, como
diría Nabokov, espléndidos como fachadas, pero sin nada en su interior.
Sin hacer concesiones ni
al esnobismo ni al populismo, Roa Bastos se propuso una empresa mayor: contar la
tragedia de su pueblo. El doctor Francia es apenas una excusa, a pesar de ser
el protagonista, y exhibir una personalidad tan vasta y compleja como la de un
príncipe del Renacimiento italiano, tan rica y matizada como ese Ricardo
Tercero que dio en simple frase la clave de la política al decir: “Los que usan
el veneno, no por ello aman el veneno”.
No hay ni complacencia ni
fervor por el caudillo, sólo una eximia indagación en las raíces de la nación
paraguaya, acompañada de una elegía y una denuncia de inusitada calidad
artística, y de la emergencia de una nueva forma de escribir.
“No te estoy dictando un
cuenticulario de nimiedades”, le dice Francia a su escriba Patiño, “historias
de entretén-y-miento. No estoy dictándote uno de esos novelones en los que el
escritor presume el carácter sagrado de la literatura. Falsos sacerdotes de la
letra escrita hacen de sus obras ceremonias letradas”.
El dictador se propone dictar la historia que se
encubrió para disimular un crimen. La pretensión de Roa Bastos no era
sacralizar sino desmitificar. Marchó hacia los orígenes para reconstruir, como
las arañas, el momento previo a la agonía, suturar la herida que tiene una
fecha: 1871, la final destrucción del Paraguay en la guerra de la Triple
Alianza, a fin de permitir que la historia vuelva a circular por las venas de
una nación truncada en su destino.
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