Nota editorial:
Laura Corbalán Szichman (26
de octubre de 1939, 23 de octubre de 2011) fue psicoanalista y ensayista.
Dirigió en Nueva York la revista de psicoanálisis Clinical Studies y colaboró
en numerosas publicaciones en México, Venezuela, Francia y Argentina. Publicó
en el diario Tal Cual de Caracas una columna titulada “Desde el diván”, además
de ensayos de crítica literaria. Para celebrar un nuevo aniversario de su
nacimiento, publicamos este trabajo. Es un homenaje a Laura en el homenaje que
rindió al gran escritor venezolano Guillermo Meneses.
Tres momentos presiden la escritura
de Guillermo Meneses: el de la creación 'realista' (sus cuentos, sus tres
primeras novelas) sustentada en la identidad entre palabra y cosa; el de la
indagación crítica, (El falso cuaderno de
Narciso Espejo) dónde —con la enfatización del yo— esa transparencia
comienza a ser cuestionada; y el de la destrucción (La misa de Arlequín) cuando la diferencia entre lenguaje y realidad
es entendida como falsificación y traición.
Esta trayectoria que conduce al
escepticismo tiene mucho que ver con el género que abre la segunda etapa. El falso cuaderno de Narciso Espejo se
plantea como una autobiografía. Y en la medida que responda a su exigencia
primera —la verdad, la fidelidad a los hechos narrados, que supone tanto la
coincidencia del sujeto consigo mismo como la del lenguaje con el sujeto—
encuentra en la escritura una imprevista resistencia. ¿Esto que dicen mis
palabras es realmente lo que quiero decir? supone como pregunta implícita todo
relato autobiográfico.
Con ese interrogante, la verdad propia se enfrenta no
sólo a la autonomía del lenguaje sino, más aún, a la del sujeto psíquico en
relación a su yo. Es el lugar donde se anuda lo que se desea contar con lo que
realmente se narra. De ese modo, la autobiografía funciona cuestionando tanto
la identidad por la escritura (lugar del yo como narrador) como la identidad de
la escritura (valor del lenguaje para expresar la realidad). La autobiografía
apócrifa será la forma descubierta por Meneses para resolver, y simultáneamente
congelar, este momento de discordancia que antes —en su primer periodo
narrativo— se pensaba armónico. La diferencia interna (del hombre consigo mismo)
y la externa (del lenguaje con las cosas) es, por ese gesto, simultáneamente
negada y aceptada. La racionalidad especular que lo hace posible concluirá
denunciando al yo como instancia impotente y al lenguaje como un instrumento
traidor, falsificador de lo real.
LA IDENTIDAD POR LA ESCRITURA
Dos nombres
para un solo yo anticipan desde el itinerario de los personajes hasta el
paulatino descrédito del lenguaje: los dobles y las reescrituras se despliegan
como conjuro de lo otro. La realidad, otros nombres, consolidarán el movimiento
de la falsa autobiografía. Toda contradicción deberá incluirse como trueque, a
fin de subsumir —por la equivalencia— lo distinto en lo semejante.
En tanto
categoría gramatical, la primera persona del singular parece remitir a la
individualidad: el yo es el sujeto. Su contenido, no obstante, es vacío: todos
pueden decir yo. Ubicada en el espacio del mito, la subjetividad que allí se
define, evidente y oscura a la vez, corrobora la ilusión de lo más particular
en aquello que es más general, de lo propio en lo ajeno. El nombre, a su vez,
especifica at sujeto (Freud señala que “para el Inconsciente representa a la
persona) en tanto funciona, en lo social, relacionando al individuo con su
grupo. Se ubica así en una diferencia que el yo, pretendiendo resuelta,
escamotea en la identidad. Al jugar con esta discrepancia incluyendo dos
nombres para un mismo yo, la narrativa menesiana abierta con el segundo
período, desplegará esa dialéctica desde una óptica especula. Y esa óptica, si
ofrece sus mejores logros para la reflexión sobre el hecho literario en El falso cuaderno do Narciso Espejo, encuentra
sus mayores limitaciones de resolución en La
misa de Arlequín. Allí, el camino del espejo exhibe la anulación de la
diferencia como retomo a la nada: del yo y de la literatura.
La simultánea
aceptación y negación de la diferencia se presenta también en la sucesión del
universo menesiano. En el primer período de su producción, Meneses parte de un
sujeto que narra, absolutamente diferente a sus objetos. “Me ha divertido
dibujar y copiar personajes, ambientes y situaciones, que no tuvieran la menor
semejanza conmigo o con mis experiencias”. Paradójicamente, esa diferencia
absoluta se afirmará en la contemporánea igualdad radical: la del lenguaje con
la cosa. Eso le permitirá narrar con la ilusión de un instrumento no sólo
propio, sino también dócil.
Con la etapa abierta por El falso cuaderno de Narciso Espejo, ese movimiento se invierte.
“Hoy, en cambio, siento la atracción del espejo... Efectivamente, deseo ser mi
verdad ahora”. Ubicándose el sujeto también como objeto, el lugar de la
diferencia se desplaza al lenguaje: será éste quien no tendrá la “menor
semejanza” con lo mencionado por él.
Juan Ruiz comienza La narración señalando
Ia donación de su 'yo' narrativo a Narciso Espejo, criatura de su invención. El
préstamo remite (y se posibilita por) una identidad esencial: la de un exacto
contenido vivencial. Eso indica, a través de la posibilidad de uno de los
términos de atribuir al otro lo adjudicable a sí mismo, la figura del doble
especular corroborada en el nombre. “Tan convencido estoy de la igualdad de
experiencias”, escribe Juan Ruiz, “que podría contar mi vida como si él fuese
el narrador. Podría cederle el 'yo' de mi relato con la mayor naturalidad,
decirle: 'Narciso, aquí tienes la pluma. Comienza...”
Con la paradoja propia
del espejo —punto de partida, pero no objetivo de la dialéctica entre
subjetivización y extrañamiento— el cierre del relato anula el desdoblamiento
inicial. Narciso Espejo, al adueñarse del yo primitivamente cedido, impugna
tanto la verdad de los acontecimientos narrados, como el nombre que se le
asignó y el lugar de quien se decía su narrador. “Esta es mi aclaratoria, la
tacha del documento, la negación del reflejo”, concluye Narciso. Propietario de
un yo narrativo transferido, aunque inexistente, con esta negación también
anula Narciso su lugar como narrador. La dualidad del espejo, detenida en una
diferencia ideal, conduce al deseo y la imposibilidad de borrarla a una destrucción
del otro que deviene en autodestrucción.
Otro que es yo, un yo que es otro,
entre los dos narradores de El falso cuaderno de Narciso Espejo se establece un
juego infinito, circular, de corroboraciones y anulaciones mutuas que diseñan
la cristalización de la lógica especular, como respuesta al peligro del otro.
Confundidos o enfrentados, narradores ambos o narrados los dos, la posibilidad
misma de aceptar la verdad de uno de ellos depende de la necesaria coexistencia
mutua y de su, también necesaria, mutua exclusión. Juan Ruiz escribiendo es
otro cuando es él mismo; Narciso aclarando soy yo cuando es otro, encuentran en
el doble especular la disolución del yo narrativo.
El doble servirá
simultáneamente como conjuro fallido del extrañamiento interno y externo que en
la primera etapa narrativa ni siquiera se sospechaba, en tanto la concepción de
un sujeto “sin la menor semejanza” con los otros, facilitaba el olvido de lo
otro en el interior de uno mismo. Con el momento de la autobiografía, donde se
confrontan verdad propia y lenguaje, se revela no sólo la heteronomía del
lenguaje con el sujeto sino, también, la de éste consigo mismo.
“Este 'yo' de
este momento, ¿es en verdad el mío?” interroga el narrador de La misa de
Arlequín. Y concluye José Martínez que, “Eso a quienes todos llamamos 'yo' es
para mí algo extraño”.
La alteridad propia servirá, no obstante, para resolver
y obturar la externa: de algo extraño el yo pasa a ser el extraño, aquel que se
excluía en la ausencia de semejanza.
“Cuando reviso mis pasos sobre la
tierra”, recuerda José Martínez, “me miro siempre sonriente, como si no tuviera
necesidad de nadie, como si nadie pudiera hacerme falta. Antes, esa sensación
podía confundirse con la más sabrosa seguridad; ahora, por el contrario, se
parece al miedo”. Necesariamente ausente como diferente, obligatoriamente
presente en la semejanza, el lugar del otro —aún cuando sus cualidades parezcan
cambiar— no se modifica respecto al sujeto. Desde un deseo vivido bajo la forma
de la necesidad, su posición se inscribe en una lucha mortal de conciencias que
sólo puede resolverse en la anulación de una de ellas o, lo que es lo mismo, de
las dos.
Ni siquiera la óptica especular permite atravesar inmune esa
contradicción no resuelta: la simetría invertida que el espejo ofrece anticipa
una primera discordancia, independiente de la conciencia, que todo encuentro
con la realidad no hará sino renovar. Es reconocida en las palabras de Juan
Ruiz respecto a Narciso. “La verdad es que, aún cuando fabriqué las mismas acciones
que él, los resultados fueron totalmente contrarios, aunque las bases, razones
y voluntades fueron aparentemente idénticas”.
La “igualdad de experiencias”
originaria concluye revelándose como inversión de experiencias, y el intento de
unificarlas como anulación de toda experiencia. El yo que objetivó su
extrañamiento para evitar el de la realidad consigue así el triunfo póstumo de
exaltar su propio aniquilamiento.
LA IDENTIDAD DE LA ESCRITURA
“Difícil hablar
sin interlocutor”, señala José Martínez en La
misa de Arlequín. “Diga 'yo' y lo demás sale sin que usted se dé cuenta”.
Posibilitando el habla por un oyente especular, el monólogo, encubierto en el
diálogo, encontrará para la escritura una identidad evanescente. Si para ser
uno se requieren dos, la duplicación escamoteadora de la premisa hará retornar
la unidad a cero. La diferencia —negada con un otro real, aceptada bajo la
forma del doble— será exhibida en la narrativa menesiana con una esterilidad
que, lejos de pertenecerle, sólo proviene de un momento detenido de la relación
especular: aquel que por no incluir el tercero cierra el camino de acceso al
mundo.
En la resolución de la problemática literaria —la cuestión de la
ficción— culmina esa trayectoria: al yo anulado le corresponderá un lenguaje
falso, incapaz de construir un mundo narrativo que, si bien no refleja la
realidad, permite volverla inteligible.
Revelada con la aparición de la
autobiografía, la autonomía del yo denuncia la transparencia del lenguaje,
cambiando tanto la visión de la literatura presente como la confianza en el
mundo narrativo anterior: la solución especular concluirá por condenar el
futuro. Si el sujeto ya no puede identificarse consigo mismo, la conciencia
soberana, garante de la verdad narrada por la tercera persona, revelándose como
error, señala también la equivocación lingüística: su reflejo de las cosas era
únicamente su traición, su falsificación.
Al cuestionar la premisa del
'realismo' anterior, la identificación del lenguaje con lo que insinúa, y
encontrar la arbitrariedad de la palabra respecto a la cosa —en este caso el
mismo yo como objeto— el universo menesiano deducirá de esa diferencia no la
cualidad que moviliza la narrativa sino la señal de su fracaso. La cuestión de
la ficción se transforma en problema de la falsedad. Es la necesaria conclusión
de una indagación sobre la identidad de la escritura desplegada como
discrepancia entre escrituras, la actual y la antigua, que esquiva el hiato de
la realidad.
Confrontación del lenguaje consigo mismo, espejo del espejo de los
otros, desde su segunda etapa la narrativa instala su escritura como
reescritura propia. Pero dos espejos enfrentados reflejan el vacío: el realismo
previo, apoyado en la semejanza, al ser reescrito ahora en la exhibición de la
diferencia ostentará el lenguaje del engaño corno engaño del lenguaje. La
escritura ya no será una figuración del mundo, su posibilidad de captarlo, sino
su distorsión. Personajes que se miran en otros personajes, protagonistas
invertidos en narradores, escritura que se lee a sí misma, la producción
menesiana –enfrentándose especularmente a sus textos anteriores– traslada a la
falsificación la diferencia. Del lenguaje con las cosas al lenguaje consigo
mismo, la distancia se denunciará como impotencia, como ocultamiento de la
realidad.
Presente en el lugar central que ocupan las falsificaciones están los
disfraces. En el espacio narrativo abierto en este período dicen y reiteran los
personajes: “He vivido de experiencias cuidadosamente fabricadas”; “Mi juicio
estará siempre falseado”. También sus vidas se muestran falseadas; incluyen un
volumen, una profundidad que no logra ocultar la plana superficie del espejo.
Narciso constantemente se adecúa a un rol: no ama, no odia, no se suicida.
Representa la escena del amor, el drama del odio, la tragedia del suicidio, en
un acto cuya teatralidad apunta menos a la ficción que a la mentira: en esa
aparente riqueza expresiva, viene a señalar, no hay nada. Todo es espejismo,
tan falso como el yo, el lenguaje y, en consecuencia, el mundo.
“Es tan visible
el remiendo, tan patente la voluntad de ficción, que hace pensar que los velos
aparentemente fabricados para disfrazar la verdad han sido concebidos en
realidad para denunciarla”, concluye Narciso Espejo. Exhibición del mito para
desmitificarlo, disfraz que en lugar de ocultar desenmascara, en definitiva, se
trata de mostrar que si el lenguaje tenía un otro —la cosa nunca agotable por
él— esa diferencia lo condena a la esterilidad: la verdad no puede
enmascararse: es su propia máscara.
La dialéctica especular que condujo a la
condena del yo se repite en la sanción al lenguaje, en el descrédito de la
verdad. Mientras era totalmente semejante a la cosa, la palabra encontraba en
el realismo la posibilidad de descubrir el secreto del mundo, su verdad. Cuando
exhibe su diferencia, ésta —que deviene absoluta al esquivar su referente que
mostraría la semejanza inclusive en la no-identidad: el lenguaje es distinto de
la realidad pero también parte de ella— derrumba el valor no sólo del realismo
sino, además, de toda posibilidad de literatura.
Desde la distancia entrevista
en El falso cuaderno de Narciso Espejo, hasta la desplegada como absoluta en La
misa de Arlequín, el gesto primero de la confrontación especular conducirá al
escepticismo: el último relato está pautado a través de un volumen que opera
como una pizarra mágica. Borrando en cada párrafo la coherencia del anterior
con la última frase no sólo concluirá el libro, también se cancelará todo
camino para una escritura que se quiera verdadera.
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