Mario Szichman
Cada vez que
me siento deprimido por la falta de inspiración, busco como infalible numen instigador
alguna mala novela. Clint Eastwood lo ha dicho mucho mejor que yo, pero en
relación a las películas. Eastwood criticó la tendencia de Hollywood a hacer la
remake de buenos filmes. Pues
generalmente, segundas partes nunca resultan buenas. Lo que hay que hacer dice
Eastwood, es la remake de malos
filmes, a fin de mejorarlos.
No voy a
recomendar alguna mala novela en especial, pues son más numerosas que las
estrellas en el cielo. Inclusive muchas de ellas han sido santificadas por la
academia. Cada lector debe escoger por su cuenta. Hay de todos los temas y para
todos los gustos. Pero una buena fuente de inspiración son las malas novelas
donde el autor necesita expresar su opinión, y ridiculizar de tal manera las
opiniones de sus enemigos –generalmente literarios– que termina ganando siempre la partida.
Toda novela
es conflicto. Inclusive si en la superficie pareciese que nada ocurre. En las
buenas novelas, el conflicto es entre personajes. En las malas novelas, entre
el autor y sus personajes. Cuando el novelista es fabulosamente bueno, como en
el caso de Dostoievski, los villanos suelen ser más lúcidos y cuentan con mayor
capacidad de raciocinio que sus héroes. En Crimen
y Castigo no es su protagonista Raskolnikov quien enuncia los mejores
diálogos o lleva las de ganar. No, quien se roba los mejores diálogos es
Svidrigailov, un ser diabólico, un seductor de mujeres inocentes, un timador.
No hay personaje más repulsivo, y al mismo tiempo más patético, que Marmeladov,
el padrastro de Sonia, la prostituta. Marmeladov carece de toda virtud. Tras conseguir
un empleo por simple caridad, usa el dinero de su primer salario para
emborracharse, pese a que toda su familia se está muriendo de hambre. Y sin
embargo, no hay nada en la literatura que se asemeje al monólogo de Marmeladov
cuando le explica a Raskolnikov en una taberna que “la pobreza no es un vicio,
y tal vez la borrachera no es una virtud, pero mendigar sí es un vicio. En la
pobreza todavía es posible retener la innata nobleza del alma. Eso es imposible
cuando mendigamos. Un hombre que pide limosna no es alejado de la sociedad con
un garrote. No, es barrido con una escoba”. Las explicaciones de Marmeladov nos
repugnan por un lado, nos conmueven por el otro. Evocan el monólogo de Shylock
en El mercader de Venecia. “¿Acaso un
judío no tiene ojos? ¿No tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos
pasiones? ¿No se alimenta con la misma comida, no es lesionado con las mismas
armas? … Si ustedes nos pinchan ¿no sangramos? Si nos hacen
cosquillas ¿no reímos? Si nos envenenan ¿no morimos? Y si nos causan daño ¿no
buscaremos venganza?”
Los grandes
creadores nunca nos ofrecen el plato en bandeja. Estamos tan acostumbrados a
los estereotipos, a las frases hechas, a tanta falsa racionalidad, que sólo
cuando le torcemos el pescuezo a todo aquello que resulta políticamente
correcto, podemos obtener algunos rayos de luz capaces de iluminar nuestra
prosa. Por eso es imprescindible abrevar en las malas novelas. Son una
magnífica plataforma de producción de buenas novelas.
Las obras
maestras suelen ser pésimas influencias. Y no estamos hablando de Madame Bovary, de Ilusiones Perdidas, o de El
Proceso, sino de obras más populares. (Todavía existe el prejuicio de que
si una obra es muy popular, está manchada por alguna lacra). ¿Cuál es el
propósito de querer superar a Emilio Salgari, a Rafael Sabatini, o a Alejandro
Dumas? ¿Quién es capaz de crear personajes como Sandokan, Scaramouche o El
conde de Montecristo? Pero una mala novela nos llena de optimismo y de
esperanzas. Sus personajes son inverosímiles, sus diálogos absurdos, sus
episodios incomprensibles. Allí donde impera el tedio, podemos insertar la
aventura. Los ridículos personajes pueden convertirse en sublimes, apenas les
aplicamos las contradictorias facetas que Dostoievski impone en cada uno de sus
protagonistas. Y esa contradicción debe aflorar en los diálogos.
Como
señalábamos antes, es inevitable que en las malas novelas el autor trate de
imponer su opinión. Por alguna extraña razón que es difícil elucidar, el mal
novelista, como las madres posesivas, impide a sus personajes llegar a la
mayoría de edad. Puesto que son sus criaturas, deben acatar sus órdenes. El mal
novelista necesita enunciar tesis irrebatibles. Como ninguna tesis es
irrebatible, la solución es convertir en balbuceantes idiotas a todo aquel que
confronta al héroe. Pero hay una fácil solución para esa contrariedad.
Simplemente invertir la situación, y convertir al sabihondo (espejo del autor)
en un solemne divulgador de tonterías.
Y por
último, hay una preciosa cantera que pueden explotar los escritores ansiosos
por escribir buenas novelas: el injerto.
He conocido
algunos malos novelistas. Y todos ellos padecían lo que yo definiría como “el
problema del injerto”. Primero elaboraban el injerto, y luego escribían una
novela donde lo incrustaban para que todo girara en torno a ese cuerpo extraño.
Tal vez el
más famoso injerto de la literatura argentina es El Informe sobre ciegos, que Ernesto Sábato incorporó a la novela Sobre héroes y tumbas. Sábato ofreció
numerosas y plausibles explicaciones sobre ese deplorable injerto. Y muchos
críticos quedaron convencidos de que ese cuerpo extraño era en realidad un
brote natural de la novela. Todo escritor, en algún momento de su carrera, quiere
copiar la hazaña de Dostoievski con El
Gran Inquisidor. Pero aunque ese relato por sí solo garantiza a Dostoievski
varias inmortalidades, también sigue siendo un injerto.
A veces, el
injerto consiste en introducir, en medio de una narración convencional, alguna imposibilidad.
Se trata de esas malas novelas donde, como en el tango de Discépolo, se coloca la
biblia junto al calefón. Tal vez el autor quiere que coexistan Adolfo Hitler y
Franz Kafka en la Viena del imperio austrohúngaro. O el zar Nicolás y Lenin en
Suiza. Y eso conduce, inevitablemente –y alguna vez querría descubrir la razón–
a que el protagonista emprenda un viaje hacia el pasado para recuperar sus
raíces. (Es el momento del descubrimiento. Habitualmente descubre que pese a
haber nacido en una familia de clase media, tenía antepasados ilustres, aunque
pobres de solemnidad).
Esas malas
novelas son pródigas fuentes de inspiración. Basta eliminar la hojarasca para
que cualquier escritor pueda rearmarlas y transformarlas en buenas novelas sin
necesidad de cometer plagio, aunque a veces sí puede incurrirse en la parodia.
Todos esos
consejos derivan en un consejo final: nunca hay que dejarse guiar por el
principio del placer. Y lo digo por experiencia propia.
Hace poco
concluí una novela. Una de las tareas más fatigosas para mi editora fue
arremeter contra todo aquello que a mí me había encantado. ¡Oh, esas frases
solemnes, esas imágenes bruñidas, esas metáforas trascendentes! Generalmente
los comentarios de mi editora a vuelta de correo electrónico eran “eso sobra”,
“eso me aburre”, “eso está muy largo”. “¿Cuántas veces vas a poner a tu
personaje a encender su pipa?”
Hemingway,
que al parecer compartía muchas opiniones con mi editora, dijo en cierta
ocasión a un escritor en ciernes: “Primero
escriba y luego elimine de su texto todas las frases que a usted le parezcan
geniales. Sólo el material que persista será publicable”.
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