Mario Szichman
Después de la Biblia, el Quijote tiene un
puesto de honor entre los libros menos leídos en idioma español. Y posiblemente
debido a parecidas circunstancias: el ejercicio de la autoridad. La iglesia
católica nunca ha sido muy proclive a dejar la lectura de la Biblia en manos de
los legos, que pueden hacer curiosas glosas alejadas de la doctrina oficial. Y
críticos, académicos y otros censores han aplicado similar autoridad a disuadir
a los lectores sobre los beneficios de leer Don
Quijote. ¿Para qué, si es suficiente con recordar que la novela transcurre
en un lugar de la Mancha, de la cual el autor no desea acordarse, o que el
protagonista libra una aventura arremetiendo contra molinos de viento, o que el
Quijote es representante del idealismo y Sancho Panza vocero del materialismo?
La historia de la
literatura registra escasas fechas sobre la transformación de un libro cómico
en “una de las formas más famosas del tedio”, para usurpar la frase de Jorge
Luis Borges. Pero podemos datar con precisión la efeméride del primer asesinato
del Quijote. En 1780, la Real Academia Española decidió perpetrar una edición
definitiva del Quijote. Para que no quedaran dudas sobre la beligerante
transformación del texto, tanto la biografía de Cervantes como el análisis de
su obra fueron redactados por un jefe militar, el coronel de artillería don
Vicente de los Ríos.
Antonio Alcalá
Galiano, en su “Literatura española del siglo XIX, de Moratín a Rivas”, dice
que hasta que “apareció la magnífica edición del Quijote y el análisis
crítico que la precede, la inmortal obra había sido leída y citada simplemente
como un texto divertido”. Afortunadamente –para los críticos, que no para el
lector-- el lecho de Procusto en el que fue embutida la novela permitió,
asegura Alcalá Galiano, “valorar sus méritos” a fin de que la novela “con el
transcurso del tiempo pudiese ser mejor comprendida”.
Y ahí se acabó la
diversión. Don Quijote, una de las
novelas más cómicas de que se tenga memoria, se convirtió en una de las formas
más famosas del tedio.
Hay otras razones
para disuadir su lectura. Muy pocos se animan a emprender la conquista del Quijote
pues se trata de un libro –en apariencia– difícil. Básicamente, no ha
envejecido bien. El lenguaje del ingenioso hidalgo ha avanzado por un lado, y
el español por el otro. (Especialmente el de América). Cervantes dice “hanegas”,
y nosotros decimos “fanegas”. Cervantes dice “fermosura”, y nosotros, “hermosura”.
“Dalle”, en vez de “darle”, “estraño”, en vez de “extraño”, “mellecina”, en vez
de “medicina”, “lanteja”, en vez de “lenteja”. Don Quijote se alimenta los
sábados de “duelos y quebrantos”, un plato que ha sido la comidilla de muchos
eruditos, y todo en él resulta extraño, desde sus ropas hasta sus hábitos.
Personas que hablan otros idiomas tienen más suerte con Don Quijote, pues hay traducciones bastante modernas. Pero ¿quién
se anima a ponerle el cascabel al gato y modernizar el lenguaje de Cervantes? Mientras persistan las actuales
condiciones, será muy difícil inducir a los lectores a que lean las aventuras
del más famoso de los caballeros andantes. Es muy generosa la idea de regalar
ejemplares de la novela a millares. Pero se requiere un paso más para que el
libro sea devorado: su total prohibición.
LA TENTACIÓN DE SCHWEIK
En su novela El buen soldado Schweik, Jaroslav Hasek
cuenta que en un batallón checo se puso bruscamente fin al analfabetismo una
vez las autoridades militares prohibieron la lectura de periódicos. Las
autoridades del imperio austro-húngaro temían que los soldados se enteraran de
una serie de derrotas sufridas en el frente de batalla. Apenas se emitió el
edicto de censura, los soldados aprendieron a leer, y se dedicaron a buscar con
ahínco toda clase de papel impreso, inclusive el usado para envolver el pescado.
Algo similar habría que hacer con Don
Quijote. Podría condenarse el libro a la hoguera, ocultarlo en sótanos o
altillos, o eliminarlo de los estantes de las bibliotecas públicas.
Y una vez picada la
curiosidad del lector mediante esos subterfugios, la segunda etapa sería
dificultar el acceso de escasas copias. Funcionarios notoriamente corruptos
podrían proveer algún ejemplar, pero sólo mediante el pago de una coima. Otros
podrían distribuir copias de la novela con algunas de sus páginas arrancadas. Eso
provocaría el interés del lector.
Y luego, habría que
pasar a la segunda etapa, impulsar el interés por su lectura. Las objeciones
que formulé antes no se van a desvanecer por un aumento del celo del lector. Don Quijote sigue siendo un libro difícil...
aunque tiene numerosas recompensas. Y para hacerlo accesible, se requiere la
guía de un experto amable, como Leo Spitzer, o Viktor Shklovski (Especialmente
Shklovski), y obtener además un ejemplar comentado, ilustrado y bien
organizado, que se haya salvado de la censura académica. Mi edición favorita es
la de Aguilar, preparada por Justo García Soriano y Justo García Morales. De
esa manera, el lector descubrirá por qué se califica al caballero de “ingenioso
hidalgo”, en vez de “valeroso”, o “temible” (Don Quijote iba a ser en principio una novela corta en que
Cervantes pensaba burlarse de su rival, Lope de Vega, alias “El fénix de los
ingenios”), en qué consisten los famosos duelos y quebrantos (al parecer, se
trataba de huevos fritos con tocino), y por qué la novela sigue siendo la más
peligrosa sátira contra toda autoridad constituida. (Sólo Cervantes se atrevió
a equiparar a los familiares de la Inquisición con demonios). El lector podrá
ir más allá de la aventura de los molinos de viento, que por cierto es uno de
sus episodios iniciales, conocer al Ginesillo de Pasamonte, el bribón más
inmortal que ha generado la novela picaresca, descubrir, detrás del episodio en
que el pacífico Rocinante es molido a palos por tratar de seducir a algunas
yeguas, un incidente similar acaecido a Lope de Vega, y visitar con Sancho
Panza la ínsula de Barataria, destruyendo así la peregrina idea de que el
escudero es el representante del materialismo. También puede, en esa travesía,
eludir algunas de las novelas cortas de Cervantes, que fueron insertadas para
llenar espacio, y no son las mejores de su producción. Podemos asegurar que si
sigue ese itinerario, el lector podrá reírse a mandíbula batiente, Y tras la
primera lectura vendrán otras. (William Faulkner solía leer “Don Quijote” una
vez al año). La novela comienza como una aventura y termina convirtiéndose en
una adicción. Al igual que la Biblia, requiere una lectura personal. El Quijote
es demasiado importante como para dejarlo en manos de coroneles de artillería.
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