Mario Szichman
Michael
Wood ha ofrecido una interesante interpretación del fenómeno Roberto Bolaño. En
la sección de libros de The New York
Times, Wood dice que Bolaño ha surgido como el escritor póstumo más prolífico
de nuestra era.
Y si se observa con atención, la
carrera literaria de Bolaño, excepto por los breves años en que transitó la tierra,
está constituida por libros postreros: media docena en español, una docena en
inglés.
No es mi tarea discutir los
méritos o fallas de Bolaño. Para eso necesitaría estudiarlo, y por uno de esos
misteriosos azares de mi historia personal, figura casi al tope de mi lista de
autores que no pienso leer. Y no se trata de un prejuicio. Podría decir que me
disgusta su escritura, pero eso sería una injusticia. Para brindar una opinión,
debería haberlo leído. Leí, creo, unas veinte páginas de Los detectives salvajes. Para la mala suerte de Bolaño era por la
misma época en que estaba leyendo The killer inside me, de Jim Thompson. Y después de convertirme en un adicto de
Big Jim –creo haberme leído sus 29 novelas, algunas dos y tres veces– incurrir
en la lectura de Bolaño me parecía igual que comer pizza Dominó después de
haber probado la de Gandolfo, en Bergenline, New Jersey. (Es la única pizzería
de la zona donde sus artesanos revolean la masa en la punta del dedo índice).
Lejos de ser una desventaja, mi
total ignorancia de la producción de Bolaño me permite analizar con cierto detachment su fulgurante ascenso y una
fama acrecentada por su fallecimiento a los 50 años.
André Malraux decía que la mejor
forma de observar los peces en un acuario era del otro lado del vidrio. Como no
estoy contaminado por la prosa o la poesía de Bolaño, me siento en condiciones
de analizar su fama sin excesivos prejuicios. Y comparto lo enunciado por Wood:
hay dos vidas literarias de Bolaño: una breve, del más acá, y otra que
auguramos prolongada, del más allá. El Bolaño del más allá tiñe la prosa del
Bolaño del más acá. Sin su más allá, su más acá sería distinto. O, para decirlo
de otra manera, sin Pierre Menard, deberíamos conformarnos con un solo Roberto
Bolaño. Y es posible que aunque hubiese sido un autor muy respetado, el hándicap de estar vivo pesaría de manera
incómoda en la evaluación de sus contemporáneos.
El Bolaño del más acá era un
incansable trabajador intelectual. Y, según lo que he podido inferir, todas sus
novelas fueron Works in progress. Eso
sí, perseveró como un iluminado. Honor al mérito. Pero ¿sería Bolaño tan famoso
si continuase vivo? ¿Le hubieran aceptado en vida toda su producción? Según Wood
no todos sus relatos son publicables. Al menos, no en su indefinido estado de
elaboración.
Inclusive Los detectives salvajes fue sometida a una exhaustiva labor de
edición y a numerosos recortes. Recuerda un poco lo ocurrido con Look Homeward Angel, la novela de Thomas
Wolfe. Tal como señalé en nota anterior, un excelente editor, William Sloane,
la rechazó tras leer sus primeras 200.000 palabras porque no le encontraba ni pies
ni cabeza. Recién un segundo editor, Maxwell Perkins, se adentró en su laberinto,
y tras recomendar extirparle 66.000 palabras, aconsejó su publicación.
LOS MUNDOS PARALELOS
DE ROBERTO BOLAÑO
El
Tercer Reich es una de las novelas póstumas que dejó Bolaño en
su gaveta. Al parecer, de acuerdo al crítico Wood, con Bolaño hay que vivir en mundos
paralelos, colocando un pie en 1989, cuando la novela fue escrita, y el otro en
la actualidad. Si uno lee la novela “como un desdichado editor de alrededor de
1990”, dice Wood, su preocupación principal sería cómo explicarle a Bolaño “que
ese no era un libro terminado, que su trama no conducía a ninguna parte, y que
sus personajes estaban sumergidos en la incoherencia”.
Durante sus últimos años de vida Bolaño fue
adquiriendo fama a nivel internacional, especialmente gracias a Los detectives salvajes. A
partir de su muerte, adquirió además una aureola. Conocer el trágico destino de
Bolaño puede mejorar la apreciación de sus novelas, y acrecentar la devoción
por el malogrado escritor.
Hace medio siglo, Robert Escarpit
publicó un excelente libro sobre el humor. Y una de sus conjeturas era que la
vida personal de un escritor podía alterar la percepción de su obra. Escarpit
mencionaba esa excepcional sátira de Jonathan Swift titulada A Modest Proposition. La propuesta de
Swift tenía como intención solucionar la hambruna que se registraba en Irlanda
en las primeras décadas del siglo dieciocho. Para eso, propuso que las madres
irlandesas vendieran a sus hijos al llegar al primer año de edad, a fin de que
fueran merendados por los ricos. El escritor consideraba que el primer año de
edad era la época ideal para utilizar los niños como alimento pues eran
regordetes y sanos.
Escarpit, quien era un profesor
universitario, hizo un experimento con los alumnos. Primero leyó una breve
biografía de Swift, donde se explicaba su veta satírica, y luego leyó A Modest Proposition. Los alumnos
celebraron a carcajadas el texto de Swift.
La historia en sí es
horripilante. Pero como se trata de una sátira, tanto el autor como el lector
logran tomar distancia del material. El humor negro anglosajón celebra el
canibalismo, el asesinato conyugal, y el parricidio, y nadie se siente ofendido
por ello. (Algún día hablaremos de esa joya que es El club de los parricidas, de Ambrose Bierce, uno de cuyos relatos,
An Imperfect Conflagration, comienza
así: “Early one June morning in 1872 I murdered my father, an
act which made a deep impression on me at the time.” [i]
Tras cesar las carcajadas,
Escarpit informó que el autor de A
Modest Proposition ya estaba en las primeras etapas
de una grave enfermedad mental. ¿Existía realmente el distanciamiento irónico
entre Swift y su material, o Swift realmente pensaba que era necesario comerse
a los niños para solucionar la hambruna? La risa se congeló en los alumnos de
Escarpit. Como puede comprobarse, existe más de una manera de leer un texto.
NO HAY DOS LIBROS IGUALES
AUNQUE SEAN IGUALES
Pierre Menard, autor del Quijote es una ocurrencia genial de Jorge
Luis Borges. La idea de que Pierre Menard, un escritor contemporáneo de
Bertrand Russell decide componer no otro Quijote, “sino el Quijote”, trastorna, con ese
solo gesto, toda la idea de la literatura. El texto de Menard es absolutamente
igual al de Cervantes. Excepto que su estilo es “arcaizante” y “adolece de
alguna afectación”, a diferencia de su precursor “que maneja con desenfado el
español corriente de su época”.
El
Quijote escrito por Cervantes, nos dice Borges, fue más fácil de elaborar que
el Quijote escrito por Pierre Menard. El Quijote de Cervantes “no rehusó la
colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco á la diable, llevado por inercias del
lenguaje y de la invención”. Pero Pierre Menard llega más lejos. “Yo he
contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea”,
dice. Componer el Quijote a principios
del siglo diecisiete, señala Borges, “era una empresa razonable, necesaria,
acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos
hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote”.
Si dos libros exactamente iguales nunca son iguales, es por la
interferencia del lector y del crítico. Borges cita por ejemplo una frase del
Quijote:
“…la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de
lo por venir”.
Esa frase, enunciada en el siglo diecisiete, es un “mero elogio retórico de
la historia”. En cambio, enunciada en el siglo veinte, es asombrosa. Pues
Menard es contemporáneo de William James, “quien no define la historia como una
indagación de la realidad, sino como su origen”.
Cervantes no leyó el Quijote de Pierre Menard, pero Pierre Menard leyó la
versión de Cervantes. Y eso hace toda la diferencia.
Hay distintas maneras de cruzar el umbral de la posteridad. Pierre Menard
lo atraviesa conociendo los trescientos años de fama de Cervantes. Los lectores
de Bolaño lo cruzan con más bríos si están enterados de que su muerte corroboró
su talento, pero también lo acrecentó, haciéndolo sobresalir al cotejarlo con
sus contemporáneos todavía imperfectos porque siguen vivos.
Aquellos que comenzaron a leer a Bolaño en el más acá están menos
perturbados por su fama póstuma. Por lo tanto, cuentan con mejores herramientas
críticas para juzgar su obra. Aquello que empezaron a leer a Bolaño tras su
muerte, lo analizan obnubilados por una abrumadora bibliografía que deja
escasos resquicios a un atemperado examen de su calidad como artista.
Como dice Wood, los elementos de fama extraliterarios en el caso de Bolaño
“enriquecen la experiencia de lectura”. Pero eso sí, hay que estar enterados previamente
de la historia personal de Bolaño para advertir que estamos en presencia de un
genio. Algo que una lectura sin esos ingredientes muy difícilmente proporcione.
[i] Una mañana de junio de 1872, en hora
temprana, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época.
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