Mario Szichman
Para Carmen Virginia Carrillo
El escritor cumple en nuestra sociedad un rol a veces difícil de
entender. Aunque es un productor intelectual, muy pocos lo aceptan como un
simple artesano de la palabra. Parecería como si un aura debe rodear al
escritor. Necesita mostrar credenciales que no le pedimos al resto de los
mortales. Aunque la propia naturaleza de su tarea lo convierte en una especie
de oficinista cuya función es ensamblar frases, se crean en torno al escritor
una serie de mitos muy alejados de la realidad.
Cuando William Makepeace Thackeray, el autor de La Feria de las Vanidades y Barry
Lyndon dijo en una entrevista de prensa que él trabajaba todos los días en
sus novelas, con el mismo horario y la misma rutina que un empleado bancario,
de inmediato cayeron las ventas de sus libros más conocidos. El público
reaccionó con indignación. Al parecer, la imagen que tenían de Thackeray era la
de un ser poseído por los demonios. Lo curioso es que ese rechazo al escritor
profesional ocurrió en pleno siglo diecinueve, cuando gigantes de la literatura
como Balzac, Dostoievski, Dickens, Victor Hugo, o Alejandro Dumas, tenían
similares horarios de trabajo a los del escritor inglés.
Kafka es el grande entre los grandes a la hora de escamotear una
personalidad. No hay nadie menos kafkiano que Kafka. Todo lo que hay de
inefable, de esotérico, de misterioso, de enigmático en la palabra kafkiano, es
imposible de asociar con Kafka. Era un perfecto burócrata cuya vida transcurría
entre legajos.
Muchos escritores necesitan una frondosa labor intelectual para ser
reconocidos como maestros. No con Kafka. Algunos de sus cuentos tienen apenas
media página, su tema no es original, y sin embargo, lo colocan por encima de
los grandes maestros. Este es uno de ellos:
Sin hacer alarde alguno, nos cuenta Franz Kafka, Sancho Panza decidió
proporcionar a su demonio, al que luego bautizó como Don Quijote, una gran
cantidad de novelas de caballería. Y con tanto éxito distrajo Sancho Panza a su
demonio que éste se lanzó a toda clase de locas aventuras. Pero “como el
demonio carecía de un objeto previamente dictaminado, que hubiera sido el
propio Sancho Panza, no causó daño a nadie. Como hombre libre, y con cierto
espíritu filosófico, Sancho Panza siguió a su demonio, Don Quijote, en todas
sus cruzadas, y tuvo como resultado una diversión grande y edificante hasta el
fin de sus días”.
Propongo esta vuelta de tuerca: sin hacer alarde alguno, el abogado Franz
Kafka, un alto funcionario del Instituto de Compensación de Accidentes de
Trabajo para el reino de Bohemia, en Praga, comenzó a nutrir a su demonio con
informes burocráticos. El demonio fue bautizado Franz Kafka, un nombre fácil de
recordar. Y el abogado Franz Kafka distrajo con tanto éxito a su demonio que
éste comenzó a creerse un poeta, o, como él mismo le informó a su albacea Max
Brod, un Schriftstellersein (según la
traducción, no se trata de un escritor sino de alguien que se halla en el
proceso de ser escritor).
En el libro Franz Kafka: The Office
Writings (Stanley Corngold compilador, Oxford University Press, New Jersey,
2009) se esboza la tesis de que, lejos de desdeñar y odiar sus tareas
profesionales, Kafka se nutrió de ellas. Y aún más, las usó para alimentar a su
demonio. Sin esas labores, tal vez hubiera existido Franz Kafka el escritor,
pero no existiría el Kafka que intentamos conocer, ni el término kafkiano. El
autor de La metamorfosis no parece haber sido un escritor atormentado, sino el
amanuense de un importante funcionario de una aseguradora de Praga. La
compilación de estos trabajos de oficina —disertaciones, petitorios, reportes—
es en sí misma kafkiana porque la burocracia moderna es kafkiana. Un artículo
del abogado Franz Kafka titulado “Medidas para evitar accidentes de trabajo en
máquinas de aserrar madera” fue aprovechado por el escritor Franz Kafka para
redactar uno de sus mejores relatos: “En la colonia penitenciaria”. El estilo
impersonal que muestra el escritor en sus mejores creaciones es una
transcripción exacta de sus textos burocráticos. Dice el primer párrafo del texto
escrito por el abogado Kafka: “El Instituto presenta con todo respeto las
siguientes conjeturas sobre las actividades delineadas en el informe del año
pasado en relación a la introducción de ejes de seguridad cilíndricos y con
respecto al equipamiento de ejes cuadrados con solapas metálicas en máquinas
aserradoras de madera”. ¿Cuántas de esas introducciones formales no preceden a
cuentos como La construcción de la
muralla china, o El informe para una
academia, o Un artista del hambre?
Cuando se analizan esos trabajos que Franz Kafka escribió en sus horas de
oficina, aflora de inmediato la veta kafkiana. Cualquiera de ellos, con apenas
una breve edición, parecen escritos no por el abogado Kafka, sino por su
demonio. Y como al parecer el genio consiste en la concreción de muchas faenas
que otros dejan a medio hacer, podemos presumir que Kafka no fue el único que
usó ese estilo kafkiano, aunque sí logró darle una mejor confección. Borges no
estaba descaminado al decir que Kafka había engendrado textos previos, y que
sólo su aparición en la literatura checa había legalizado esos precedentes.
EL MIEDO A LA
PÁGINA EN BLANCO
¿Por qué Kafka usó esa estrategia? ¿Por qué esa necesidad de convertirse
en amanuense de textos ajenos? ¿Acaso
esa es la única vía de la creación?
¿Cuál es una de las inquietudes primordiales de un escritor? Voy a
aventurar una hipótesis: un escritor sólo se siente a salvo cuando cruza el
umbral de aquello que presume estrictamente literario. Pero nadie puede
predecir con exactitud cuándo un texto ha cruzado el umbral. Kafka, que puso a
tantos protagonistas al borde del umbral, pensó en una solución ingeniosa: negó
toda su vida ser un escritor, y se limitó a ser un funcionario en proceso de
convertirse en escritor. Y el subterfugio funcionó. Hasta el día de hoy
ignoramos si la ironía de Kafka era realmente ironía. Tal vez le atribuimos una
ironía que nunca figuró en sus planes. Posiblemente sus textos, que a veces
resultan muy cómicos, son en realidad enfáticos tratados que pretenden imponer
una ley, o algún estatuto burocrático. Y, como se sabe, toda ley, toda norma
oficial, posee un fondo de comicidad, pues ambicionan imponer restricciones
muchas veces imposibles de plasmar en un cuerpo animado por tantas pasiones
como es el del ser humano.
Así como algunos escritores de temas fantásticos son los realistas de las
cosas inexistentes, Kafka es un costumbrista de la burocracia. Ya Gogol, en su
novela Las almas muertas, o en los
cuentos de El capote, o en La nariz, mostró las infinitas
posibilidades del grotesco que acechan en un empleado ministerial. Y es muy
difícil encontrar en Kafka un texto más desopilante que La construcción de la muralla china. Toda la planificación de la
muralla es una gigantesca burla: el propósito de la muralla es frenar el avance
de los mongoles, pero tal propósito nunca se alcanza, pues se trata de una
construcción infinita que deja brechas a cada paso. Y es por allí donde los
mongoles pueden filtrarse sin problemas.
Más allá de los precursores de Kafka, el verdadero precursor del
novelista Franz Kafka fue el abogado Franz Kafka. Sin la labor diurna del jefe
de la empresa de seguros, no habría existido producción nocturna del escritor.
En realidad, parece existir escasa separación entre el Kafka diurno y el Kafka
nocturno.
Toda esta reflexión sobre Kafka me ha dado unas ganas tremendas de reelerlo después de tantos años. Yo siempre lo leí en castellano, de hecho Borges hizo una traducción maravillosa de Metamorfosis. Ahora probaré leerlo en inglés
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