Mario Szichman
Para Alexis Rojas Paredes
Dashiell
Hammett escribió buenas novelas policiales, como El halcón maltés, o La maldición
de los Dain. También una excelente: Cosecha
roja, y una excepcional: La llave de cristal.
Siempre
me fastidió el comienzo de El halcón
maltés. Todavía se me curvan los dedos de los pies cuando leo la
descripción del rostro de Sam Spade, con su mandíbula prolongada y huesuda, y su
mentón una “V” que sobresale bajo la “V” más flexible de su boca. Las ventanas
de su nariz se curvan para fabricar otra “v” más pequeña. El motivo de la “V”
reaparece en sus espesas cejas. Ah, y además Spade parece un Satanás rubio. Y
eso proviene de la pluma del mismo escritor que prácticamente inventó el
diálogo moderno en la novela policial, y que prefería dedicar su tiempo y su
talento a explicar no un rostro, sino el diseño de los cigarros que fumaba Ned
Beaumont, pues ayudaban a dar precisos atributos a la meticulosa personalidad
del gángster en La llave de cristal.
Pero
hay un personaje que se roba la trama de El
halcón maltés. No es ninguno de sus protagonistas, aunque Joel Cairo es casi tan perfecto como
su protector, Kasper Gutman, y Brigid
O'Shaughnessy es la mejor femme fatal
del policial negro. El hombre que ocupa apenas media docena de páginas en El halcón maltés y contribuyó a crear como
nadie la leyenda de Dashiell Hammett se llama Flitcraft , un apellido carente
de nombre, y un personaje que carece de razón de ser en la novela.
EL
HOMBRE AL QUE
LE
CAYÓ LA VIGA
Un
novelista ambiciona que todos los personajes cuenten, que ayuden a desarrollar
la historia, que entren en conflicto,
que ninguno lleve la voz cantante. Por supuesto, estoy hablando de los buenos
novelistas. El atributo principal del mal novelista es jugar con cartas
marcadas, sujetar a todos los personajes a su coyunda, hacerles decir lo que él
piensa y refutar de manera contundente a quienes no piensan como él. Podría
darles un ejemplo muy famoso, pero prefiero no hacerlo. Estoy seguro que
abundan los lectores que tienen sus propios ejemplos de esos narradores que
dictan cátedra de literatura usando a sus personajes como marionetas.
El
private eye Sam Spade le cuenta a su
cliente Brigid O'Shaughnessy la historia de
Flitcraft a propósito de nada. Posiblemente para llenar un vacío temporal
mientras aguarda una llamada telefónica de Joel Cairo. Pero la historia de
Flitcraft tiene una gran importancia para Spade, pues cuando la narra habla “con
una voz estable, firme, carente de énfasis o de pausas”, aunque a ratos repite
“una frase ligeramente reordenada”, como si hubiese sido esencial contar cada
detalle “exactamente de acuerdo a lo ocurrido”.
Al
principio Brigid O´Shaughnessy escucha el relato con escasa atención, “más
sorprendida por el hecho de que Spade cuente la historia, que interesada en
ella”. Su curiosidad no radica en la historia que cuenta el detective, sino en
descubrir los motivos de Spade al narrar la historia. Es un ejercicio en
perversión. Brigid O´Shaughnessy escucha a Spade como si fuese el lector de El halcón maltés. Y ese lector, es
decir, nosotros, se siente incómodo cuando el protagonista de una novela hace
un aparte. Recuerda esas películas en que Bob Hope actuaba en tándem con Bing
Crosby. Siempre, en algún momento de esos filmes, Hope giraba la cabeza para establecer complicidad
con el espectador sentado en la butaca del cine. Suponemos que el escritor, el
director cinematográfico, hacen un pacto para que suspendamos la incredulidad y
caigamos por su puerta trampa. Y de repente, cuando menos lo esperamos, viene
el balde de agua fría: el protagonista nos mira a los ojos, se hace cómplice de
nuestra mirada, y destruye la suspensión de la incredulidad.
Hammett
comete dos transgresiones contra el género policial. La primera es hacer un
aparte. La segunda es paralizar la acción, probablemente el peor crimen que
puede cometer un novelista de mysteries. Pues ese tipo de novelistas es una
especie de juglar, cuya tarea es mantener siempre tres o cuatro clavas de
malabarismo en el aire. La acción debe ser cada vez más rápida a medida que
pasamos las páginas, los eventos cada vez más cargados de peligro, las
asechanzas gradualmente mayores, los peligros casi insolubles. Y de repente,
Hammett decide sentar a dos de sus protagonistas frente a frente, y contar una
historia carente de antecedentes y consecuentes en su trama. Y ni siquiera hay
diálogo. Un protagonista habla, el otro se limita a escuchar. Hay, en ocasiones,
un gesto de asentimiento. Y sin embargo, ese relato fuera de la narración
transporta El halcón maltés a una
dimensión diferente. Con Flitcraft ingresa el discurso filosófico a un género
no precisamente dado a la meditación. ¿Cómo logra Hammett violar las reglas del
género, y sin embargo alzarse con la suya? Y para ahondar un poco ¿Cómo logra
Jim Thompson en The Getaway
transformar la historia de un atraco a un banco en una visita al infierno donde
una pareja de amantes pasa sus días finales programando sus mutuos asesinatos?
Esta
es la historia que narra Hammett en El halcón
maltés: Un día, un hombre de apellido Flitcraft abandona su oficina de
bienes raíces, en Tacoma, para ir a almorzar, y desaparece. Su esposa e hijos cesan
de verlo, aunque no había previas desavenencias conyugales. Flitcraft estaba en
buena posición económica, y eso hizo que la policía descartara la posibilidad
de que huyera abrumado por las deudas. En cuanto a otra mujer en su vida...
Parecía poco plausible, pues sus hábitos cotidianos lo hubiesen delatado.
El
episodio de Flitcraft ocurrió en 1922. Cinco años después, mientras Spade
trabajaba en una agencia de detectives en Seattle, se presentó en su oficina la
esposa de Flitcraft y le dijo que alguien había visto a una persona muy
parecida a su esposo en un sitio de Spokane. Por lo tanto, Sam Spade se dirigió
a Spokane, y de inmediato localizó al esposo desaparecido. Flitcraft se había
cambiado el apellido por el de Pierce. Tenía una empresa que vendía
automóviles, ganaba buen dinero, se había vuelto a casar, el fruto de su
matrimonio era un hijo varón, y su posición económica era muy desahogada.
Flitcraft,
dijo Spade a Brigid O´Shaughnessy, no tenía sentimientos de culpa. Había dejado
a su primera familia en excelente posición económica, y lo que había hecho le
resultaba perfectamente razonable.
El
episodio que cambió la vida de Flitcraft fue que cuando se dirigía a almorzar
pasó delante de un edificio en construcción, y una viga cayó muy cerca suyo y
estuvo a punto de matarlo. “Fue”, dijo Spade, “como si alguien hubiera
levantado una tapa mostrándole cómo era realmente la vida, y cómo
funcionaba".
Flitcraft
había sido siempre un buen ciudadano, un buen esposo, un buen padre de familia.
No porque alguien lo obligara, sino porque se sentía bien así. Había sido
criado de esa manera. La vida, para él, era un asunto claro, responsable,
ordenado. Y de repente, una viga que había caído del cielo y que estuvo a punto
de matarlo le demostraba que la vida no era nada de eso, y que podría haber
muerto pese a sus sólidas virtudes. Flitcraft no se había salvado por sus
sólidas virtudes, sino de pura casualidad. Y el paso siguiente de Flitcraft fue
aceptar que estamos gobernados por la providencia, o el azar, o la fatalidad, o
lo que sea, y que para él era necesario iniciar una nueva vida. Si la vida
podía terminar de esa manera desconcertante a raíz de la caída de una viga,
pues Flitcraft cambiaría totalmente su vida alejándose de todo lo que resultaba
habitual.
Y
el ex señor Flitcraft se dirigió a San Francisco, durante un tiempo vagabundeó
por la Costa Oeste de Estados Unidos, y finalmente decidió asentarse. Se enamoró de una mujer muy parecida a su
esposa, y se casó. El segundo hogar de Flitcraft era muy similar al primero.
Pero Flitcraft no se arrepintió de lo que había hecho.
“Eso
es lo que siempre me gustó de Flitcraft”, le explicó Spade a Brigid O´Shaughnessy.
“Primero aceptó la idea de que una viga le podía caer en la cabeza. Y luego,
cuando ninguna otra viga cayó a su paso, aceptó la idea de que no habría más
vigas cayendo cerca de su cabeza”.
Creo
que Hammett consumó con Flitcraft un verdadero acto de magia. Un poco lo que
hizo Balzac en el final de Ilusiones
Perdidas, al sacar de la galera del mago a un hombre cuya única pasión era
devorar papel. No olvidemos que uno de
sus personajes, David Sechard, es el dueño de una imprenta, un apasionado
observador y víctima de los cambios registrados en la publicación de libros. Y
que Lucien de Rubempré, el protagonista, es un periodista con ambiciones de
escritor.
Mientras
Balzac, con su transgresión a las pautas narrativas cierra con broche de oro
una novela que es, en definitiva, el recuento de todo lo que constituye el acto
de escribir y de publicar, Hammett instala la transgresión en los primeros capítulos
y nos muestra que somos juguetes del destino. Y el azar que decidió a Flitcraft
a cambiar de vida marca también las peripecias de los personajes de El halcón maltés. En ambos casos,
afortunadamente, se trata de transgresiones que abren nuevos caminos al arte de
narrar.
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