Mario Szichman
Para Concepción Reverte Bernal
El filme The Third Man, con guión de Graham
Greene y dirección de Carol Reed (1948) tiene varios elementos interesantes. Allí
actúa la esplendorosa Alida Valli –por esa época casi tan célebre por su
belleza como por su pasado fascista– y Joseph Cotten, protagonista de una de
las mejores películas de Alfred Hitchcock: The
Shadow of a Doubt. Pero en realidad, quien se roba la película es Orson
Welles en su papel de Harry Lime, un inescrupuloso vendedor de penicilina
adulterada en la Viena de la posguerra. La actuación de Welles en el filme no debe
haber sido superior a los diez minutos. Y sin embargo, es el único personaje
inolvidable.
Welles era famoso por
“chewing the scenes”, tragarse las escenas donde participaba. Y si alguien
quiere ver a un maravilloso actor no en la plenitud de su vida, sino mostrando
a un cobarde jefe policial en su abyecta decadencia, tiene que conseguir Touch of
Evil (1958). Y, como diría Leonard Cohen, “That´s an order.”
Pero no hay nada que supere
la escena de The Third Man conocida
como “The ´Swiss
cuckoo clock´ speech.” Alude a la frase que pronuncia Welles en su
personificación de Harry Lime al retornar de entre los muertos y encontrar a su
amigo Martins (Joseph Cotten) en la Rueda Gigante del parque de diversiones
Prater. Martins expresa su disgusto a Lime porque está vendiendo medicina
adulterada. Lime tiene un criterio diferente. Piensa que el crimen forma parte
de la grandeza humana. Tras mirar por una ventana de la Rueda Gigante y observar
a la multitud que se desplaza en los predios del parque de diversiones, Lime compara a sus integrantes con puntos
negros carentes de todo valor, y fácilmente prescindibles. Luego dice: “Bueno,
como señalaba alguien, durante 30 años, en Italia, bajo los Borgia, hubo
guerras, terror, asesinatos y derramamiento de sangre. Pero en ese lapso los
italianos produjeron a Miguel Ángel, a Leonardo da Vinci y al
Renacimiento. En Suiza, gozaron de amor
fraterno, tuvieron cinco siglos de democracia y de paz ¿y qué produjeron? El
reloj cucú”[i].
Algo similar
podría decirse de la España del Siglo de Oro. Cervantes, Lope de Vega, Quevedo,
Góngora, engendraron sus mejores obras sintiendo a sus espaldas el calor de las
hogueras donde la Inquisición arrojaba a los herejes. Todos ellos tuvieron que someter sus textos a
seres muy cultos y muy paranoicos. Cada frase que escribían era contemplada con
numerosos ojos. Los inquisidores eran inexorables. Algún día habría que
investigar el papel que tuvieron esos censores en El Quijote, o en La vida del
buscón. Aunque sospecho que no hicieron una tarea tan mala. El producto de
ese desvelo ha perdurado medio milenio y las críticas suelen ser por lo general
favorables.
El amor del
censor
Aunque no somos partidarios
de la censura, sorprende que parte de la
mejor literatura se haya producido bajo la sombra de un magistrado punitivo.
Basta ver el caso de la Rusia zarista. ¿Cuántos países cuyos gobiernos no han
practicado la censura pueden vanagloriarse de genios como Pushkin, Gogol,
Dostoievski, Tolstoi o Saltykov–Schedrin?
¿El lector recuerda alguna gran novela creada en el país famoso por los
relojes cucú?
No hay que desdeñar a la
censura. Creo, por ejemplo, que la censura franquista mejoró Viridiana, una de las mejores películas
de Luis Buñuel. La trama narra el despertar sexual de la novicia de un convento
(Silvia Pinal) tras visitar a un tío en su decadente mansión. Luego de una serie de peripecias que parecen
sacadas de la corte de los milagros, Viridiana decide soltarse literalmente el
moño e ir a la cama con su primo, Jorge, un apuesto galán (Francisco Rabal).
El final ideado por Buñuel
mostraba a Viridiana ingresando al dormitorio de su primo, y cerrando
lentamente la puerta detrás de ella. Pero la censura española rechazó ese
final, y obligó a Buñuel a inventar otro, que resultó todavía más sugestivo. Viridiana golpea la puerta del dormitorio de
su primo, y descubre que se encuentra acompañado de Ramona, su amante, con
quien está jugando a las cartas. El primo invita a Viridiana a ingresar al
dormitorio para que participe en el juego, y le dice “Prima, yo sabía que un
día de éstos los tres terminaríamos jugando al tute”[ii].
Tal vez un sucedáneo del
censor antiguo es el editor moderno, quien descubre joyas no en la
aquiescencia, sino en la expurgación de un texto. Hay un famoso ejemplo. Tal
vez la novela más impublicable de la literatura moderna norteamericana es Look Homeward Angel de Thomas Wolfe. El
primer editor que la recibió fue William Sloane. Horrorizado ante el
manuscrito, Sloane lo rechazó. Según contó el editor en sus memorias, el
manuscrito de Wolfe llegó en un contenedor de madera. La novela había sido escrita
con un bolígrafo, y sus páginas alcanzaban una altura superior a la de un
piano. Después de leer unas 200.000 palabras del casi ilegible manuscrito,
Sloane arrojó la toalla, y dijo que no podía publicar esa novela. La tarea fue
encomendada a otro gran editor, Maxwell Perkins, quien leyó el manuscrito hasta
el final, pues debía un favor al agente literario de Wolfe. Y recién en la
última parte del manuscrito, y tras recomendar quitarle 66.000 palabras,
Perkins descubrió algo valioso.
Durante mucho tiempo
existió en círculos literarios de Estados Unidos la sospecha que Perkins había
mutilado una obra maestra. Afortunadamente, en el año 2000, se imprimió Look Homeward Angel tal como había
surgido de la cabeza de Wolfe. Y el resultado causó horror entre los
admiradores del novelista. “The uncut versión” era una total basura, ilegible e
insufrible. Un crítico dijo que Look
Homeward Angel tendría que llevar en la portada la siguiente leyenda:
“Escrita por Thomas Wolfe, recreada por Maxwell Perkins”.
La historia del capitán
Kopeikin
Sospecho que los censores
no dejan muchas huellas en los manuscritos. Hay que esperar siempre a una
revolución para que haga saltar las cajas fuertes de los ministerios y permita
descubrir el mecanismo de una burocracia. ¡Qué bueno sería escribir un libro sobre
la censura de manuscritos! Tendría un inmenso valor para examinar qué valores
defiende cada gobierno, y a qué le teme (aparte de la sexualidad). Pero hay sin
embargo un atisbo en un texto: “La historia del capitán Kopeikin”, que Nikolai
Gogol insertó en Las almas muertas,
una novela casi tan desopilante como el Quijote.
La única edición de Las almas muertas que lleva a pie de
página las acotaciones de la censura zarista al relato de Gogol es la de Seix
Barral. No la he visto en otras publicaciones.
El capitán Kopeikin se
introduce en la novela de Gogol a propósito de nada, como ocurría con el señor Flitcraft en El halcón maltés[iii],
o como en los cuentos que Cervantes incorporaba al Quijote. Se trata de un
inválido de guerra, que ha perdido un brazo y una pierna y decide pedir ayuda
al emperador “pues había vertido su
sangre por el país y en cierto modo había sacrificado su vida”.
Desde el comienzo
del relato la censura zarista usó un lápiz rojo y tijeras de podar para frenar
una clara denuncia política de Gogol. Ni siquiera se permitía al capitán
Kopeikin pedir ayuda al emperador. La palabra emperador fue tachada, y reemplazada por “las autoridades”.
El capitán Kopeikin
viaja a San Petersburgo, en su época sede del gobierno, y observa una
esplendorosa ciudad, que parecía salida de un cuento de las mil y una noches.
El inválido soldado queda sorprendido por la insolente riqueza y la banalidad
que exudan muchos habitantes de esa ciudad. Pero su único propósito es
solicitar una miserable ayuda. ¿A quién pedirla? En el manuscrito original el
capitán Kopeikin usa nombres concretos: el emperador, el ministro encargado de
asistir a los soldados inválidos. En la versión corregida por la censura todo
es genérico. El emperador, el ministro, son reemplazados por una anónima
comisión, que además, es provisional. Los edificios donde se refugia la
autoridad cesan de ser palacios, y se convierten en viviendas. El capitán
observa una de esas viviendas tan parecida a un palacio. “En vez de ventanas tenían cristales de cinco
metros, que dejaban ver desde el exterior los jarrones y todo el mobiliario… en
todas partes había mármoles de calidad, objetos de laca… En una palabra, amigo
mío, había un lujo que hacía perder la cabeza”. En la versión de la censura
zarista había cristales de cinco metros de ancho, pero a través de esos
cristales ya no se podían ver los jarrones o el mobiliario. Había mármoles,
pero no de calidad. Y se había eliminado el lujo que hacía perder la cabeza al
protagonista.
El capitán
Kopeikin, que en la versión original iba a pedir ayuda a un ministro, en la
versión corregida iba a visitar a un jefe impreciso. No iba a pedir ayuda porque
había perdido un brazo y una pierna. En realidad, en la versión censurada, el
lector ignora por qué el capitán Kopeikin va a pedir ayuda, pues no se informa
que es un inválido de guerra. El capitán que había vertido su sangre por la
patria, se convierte en un pedigüeño más. Y para corroborarlo, la ayuda, que le
es negada en la versión original, le es otorgada por la censura zarista. Para
celebrar, el capitán Kopeikin se dirige a una taberna, come una costilla con
alcaparras y gallina a la jardinera, se
toma una botella de buen vino, y concluye la velada yéndose al teatro. El
censor zarista olvida inclusive que el capitán perdió una pierna en la guerra y
lo pone a dar saltitos en una acera.
Y luego, el capitán
Kopeikin retorna al comité provisional, previamente un ministerio, simplemente
para exigir más dinero. “Nuestro hombre”, dice la versión censurada, “No
pensaba más que en mujeres inglesas, empanadas y costillas”. Poco a poco, la
versión original y la versión censurada emprenden caminos distintos. Dos
diferentes capitanes Kopeikin se enfrentan. Uno, el imaginado por Gogol, es un
pobre inválido de guerra, que intenta obtener una magra pensión para no morirse
de hambre. El otro, imaginado por un censor zarista, quiere darse la gran vida
hasta el final de sus días. La censura zarista reconstruye el cuerpo del
capitán Kopeikin, y trueca su humillación y su invalidez en petulancia. Gogol,
el maestro del grotesco, descubre, hacia el final de su vida, que gracias a la
censura zarista se ha erigido un grotesco monstruo que se desprende de su vida,
refuta sus denuncias, y transforma en burla total un relato esencial para
entender su literatura.
[i] La frase fue improvisada por Welles. Graham Greene
dijo que surgió durante el rodaje porque el timing
de la escena requería palabras adicionales. Hay algunas falsedades en la
sentencia. El propio Welles reconoció luego que el reloj cucú no era un invento
suizo sino alemán. Y la historia demuestra que durante la época de los Borgia,
Suiza contaba con uno de los ejércitos más crueles y poderosos de Europa. Pero,
como decía un periodista en el filme The
Man Who Shot Liberty Valance, “En el Salvaje Oeste, cuando nos dan a elegir
entre la verdad y la leyenda, nosotros optamos por la leyenda”.
[ii] Debe
existir ya algún libro sobre las burradas que cometía la censura franquista.
Como señalamos en un previo artículo, la censura franquista ordenó alterar la
relación entre los amantes en el filme Mogambo
interpretado por Clark Gable y Ava Gardner. En la traducción al español, los
protagonistas se transformaban en hermanos. Los espectadores deben haber
quedado horrorizados al observar que la pareja de hermanos se besaba
apasionadamente y compartía la misma cama.
[iii] Aludí a ese personaje en una entrada anterior del blog: “Cuando el
novelista juega a ser Dios”.
Dicen que en la época de Videla, la censura argentina prohibió "El cubismo y su proyección actual", de Manuel Conde (Galería Theo, 1975) por creer que trataba de Cuba
ResponderEliminarUna sola palabra, Daniel:
Eliminar¡Genial!
Excelente texto, Mario. Además de los absurdos en los que puede caer el censor, hay situaciones verdaderamente increíbles. Cuando hicimos una investigación en la Universidad sobre la lectura de los universitarios, se llegó a la conclusión de que leían por obligación. La censura retrasó la publicación del libro durante varios meses porque los resultados no habían sido los ideales. Qué bueno que podamos denunciar y que tú lo escribas acá.
ResponderEliminarGuadalupe Carrillo. Profesora Investigadora. UAEM.
Querida Guadalupe: gracias por corroborarme en mis sospechas. Gracias por esa perla que divulgas. Siempre la censura sirve al poder, y en muchas ocasiones, a la estupidez del poder. Fíjate lo que señala el periodista y ensayista Daniel Zadunaisky sobre el tipo de censura que practicaba la dictadura militar en la Argentina.
ResponderEliminarY gracias, también, por profundizar el diálogo. Ojalá que otros lectores se sumen a esta cruzada.