lunes, 1 de abril de 2013

Mares enfrentados: Dos estrategias narrativas




Mario Szichman

      Mis dos series narrativas, La Trilogía del Mar Dulce, y La Trilogía de la Patria Boba, representan la confluencia entre mi origen argentino, y mi experiencia de haberme formado como periodista y escritor en Venezuela. Y también aluden a una impostura.
     Ya cuando menciono dos mares enfrentados estoy cometiendo una falacia. Una falacia que para mí ha sido muy productiva, pues es en el equívoco donde surgen los interrogantes, los enigmas, y la necesidad de su revelación. Los textos más recordables suelen partir de enigmas. Sin el enigma primordial, el de Edipo intentando averiguar y resolver su origen, la literatura sería muy pobre, casi inexistente.
     Los mares enfrentados a que hago referencia son el Mar Dulce –una falacia– y el Mar Caribe, una rutilante realidad.
Voy a parafrasear a Jorge Luis Borges. El narrador de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius decía: “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar”. Uqbar era, según Borges, “un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica”.
     En mi caso, debo a la conjunción de una triste falacia de mar y a un escritor, Emilio Salgari, el descubrimiento de Venezuela, de su mitología, de sus peces, de su fuego, y de sus controversias nunca metafísicas.
   Nací en Buenos Aires, en 1945. El triste mar era conocido por los conquistadores españoles como El Mar Dulce, una falacia. Luego los geógrafos lo rebautizaron Río de la Plata, que es una segunda falacia. El Río de la Plata baña las costas de Santa María de los Buenos Aires, que es una tercera falacia.
El primer equívoco de los conquistadores era comprensible. Pues la anchura del Río de la Plata en su desembocadura permitía sospechar que se trataba de un mar. Pero, como carecía de sabor salino, lo nombraron mar dulce.
Al primer equívoco le siguió el segundo, el rebautizarlo Río de la Plata. Se trata de un nombre tan equívoco como el de asignarle el calificativo de mar dulce. Pues nunca se concretaron las fantasías de que el río conducía a placeres o minas de plata, o que la plata yacía en sus profundidades, o que el río era plateado. Lo único que brilla en el río que baña la costa de Buenos Aires es su ausencia de resplandor. El Río de la Plata es de color marrón, resultado de un lodoso fondo que requiere un dragado anual.
    Un poeta terriblemente optimista dijo que el Río de la Plata era color de león. No voy a formular comentarios sobre esa cuarta falacia. Ignoro si fue la decepción de observar ese río color de león lo que me hizo leer a Emilio Salgari. No hace falta vivir a orillas de un triste río para leer a Salgari, como lo demuestran sus millones de fieles seguidores. Pero la mayoría de los admiradores de Salgari lo leen para sumergirse en las aventuras del pirata Sandokán y de su fiel compañero, el portugués Yáñez. No creo que entre los admiradores de Salgari haya muchos que lean las aventuras de Emilio de Roccabruna, conde de Valpenta y Ventimiglia, alias, El Corsario Negro. Y ahí me voy aproximando a la conexión venezolana.
     En tanto las aventuras de Sandokán transcurren generalmente en manglares lodosos que recuerdan bastante al triste mar de mi infancia, las aventuras del Corsario Negro acontecen en el Caribe, que, como finalmente lo pude comprobar, es un mar azul.
    Por cierto, la geografía inventada por Salgari era bastante caprichosa. Situaba el golfo de México cerca del Lago Maracaibo. Cuando describía la región le otorgaba los atributos de las ciudades del sudeste asiático visitadas por Sandokán, y poblaba la zona con monos y palmeras. Pero Salgari nunca se cansó de insistir en el color azul del mar Caribe. En eso enunciaba una verdad, aunque durante mucho tiempo, yo dudé de sus palabras.
Recuerdo que cuando iba con mis amigos a ver películas de capa y espada –tal vez la mejor de ellas era El pirata hidalgo, protagonizada por Burt Lancaster– salía entusiasmado con el filme, y al mismo tiempo convencido de que el color del mar había sido alterado en un laboratorio fotográfico. Estaba seguro que no existían mares de color azul. Porque el Río de la Plata se prolonga en la costa atlántica, y el color del mar en la costa atlántica es, en el mejor de los casos, verde oscuro, y cuando el cielo está encapotado, recuerda de manera sospechosa el color marrón del Río de la Plata.
   Tal vez nunca me hubiera atraído el Mar Caribe si no hubiera vivido en la costa de ese Mar Dulce que no era ni mar ni dulce, y que había sido rebautizado Río de la Plata cuando carecía de toda plata, y bañaba las costas de la ciudad de Santa María de los Buenos Aires que podrá vanagloriarse de muchas cosas, menos de sus buenos aires. Pues Buenos Aires es una ciudad muy húmeda, que hace doler los huesos en el invierno, y sofoca en el verano.
Desencantos y revelaciones
     Y ahora voy a rebobinar la película y voy a explicar por qué debo a la conjunción de un triste mar y a las novelas de Emilio Salgari, el descubrimiento de Venezuela.
     Desde mi más tierna infancia sentí disgusto por vivir a orillas de un río color marrón. Tal vez a otras personas no les afectan los colores, pero ciertas tonalidades del mar y del cielo tienen una enorme influencia en mi ánimo.  Creo que el tango, que según el poeta Enrique Santos Discépolo es “Un pensamiento triste que se baila”, es un resultado del color del Río de la Plata. Nadie puede imaginar que junto a ese río inmóvil pueda florecer el joropo o la alegría. Pero, reconozco que se trata de una experiencia personal. Otros discrepan con esa apreciación.
    El jardín de los senderos que se bifurcan
   A comienzos del siglo veinte, el poeta norteamericano Robert Frost escribió su poema The road not taken. La idea de Frost era que cuando se trata de elegir un camino, seguir aquel menos trajinado “hace toda la diferencia”. Tiemblo al pensar qué hubiera ocurrido con mi vida si no hubiera descubierto el Mar Caribe. Muy difícilmente hubiera podido conocer en profundidad a héroes como Francisco Miranda, Simón Bolívar, Antonio Nicolás Briceño, Manuel Piar, o José Antonio Páez, o a villanos del calibre de José Tomás Rodríguez Boves, Antonio Zuazola o Eusebio Antoñanzas.Inclusive dudo que hubiera podido escribir novelas. Pero en este caso aludo a otro factor tan importante como el clima o los colores, y es el medio ambiente en que uno se cría.
     Voy a revelarles un secreto que aún hoy me avergüenza confesar: mi primera incursión en la narrativa fue un fiasco completo.Siempre me han causado admiración los escritores que ya desde la infancia mostraban un increíble talento. Yo no me cuento entre ellos.  Cuando tenía 17 años, y estudiaba en el colegio secundario, y ya soñaba con ser escritor, comencé a redactar una novela. Sólo finalicé el primer capítulo. Para eterno oprobio, todavía recuerdo una de las frases del texto –y conste que es de las menos deplorables–“  (La luna recortada por el cielo, o el cielo recortado por la luna?) Enigma para poetas?” Ruego a mis piadosos lectores que no intenten imaginar lo que era el resto.
   ¿Cómo lograr que ese germen de horripilante prosa se transformara en algo medianamente decente? En Buenos Aires hubiera sido muy difícil, pues es una ciudad donde abundan los intelectuales excesivamente críticos, para usar una expresión amable.
   Afortunadamente, descubrí luego a David Viñas, un intelectual argentino de enorme generosidad que tras analizar otro de mis horrendos capítulos de novela, tuvo la delicadeza de decirme: “Bueno, a tu novela le faltan muchos elementos, pero ¿sabes qué? Hay un personaje que me gustó mucho y que podrías desarrollar”.
    Pero antes de encontrar al admirable David Viñas, tropecé con alguien a quien caritativamente llamaré “M”, como el vampiro de Dusseldorf y que me señaló la imposibilidad de que algún día pudiera escribir algo honorable.
“M” dirigía el Suplemento Cultural del periódico El Mundo de Buenos Aires. Lo conocí creo que en el año 1965, cuando yo tenía veinte años. Tras lograr un contacto con un amigo común, fui a visitarlo en la redacción. Llevaba conmigo un artículo de índole literaria que entregué a “M” con mano trémula y el corazón en la boca. “M” ojeó el texto, me explicó lo horrenda que era mi escritura, y me recomendó que antes de intentar borronear una cuartilla aprendiera el oficio. Por cierto, añadió, me iba a entregar algunas columnas periodísticas que seguramente me ayudarían en mi aprendizaje. Según me explicó “M”, esas columnas no sólo estaban muy bien escritas: además, seguían las pautas de estilo requeridas por el diario El Mundo. Imaginen los oyentes la emoción que sentí al descubrir que todas esas columnas habían sido escritas por “M”, mi implacable crítico.
    Poco después, ingresé como soldado en el Regimiento Tres de Infantería. El servicio militar era en esa época obligatorio. Pasé casi un año sirviendo a la patria y aprendí dos cosas que me resultaron de gran utilidad: hacer los mandados a las esposas de capitanes y tenientes coroneles, y derribar presidentes. El Regimiento Tres de Infantería fue la punta de lanza en el derrocamiento del presidente constitucional de Argentina, Arturo Illia.
   Meses después de ser dado de baja, pedí a mi padre que me regalara un pasaje para visitar Haití. Me había hipnotizado la novela de Alejo Carpentier El reino de este mundo y quería visitar los dominios del gran Henri Christophe, especialmente la Ciudadela de La Ferriere que, según el novelista cubano, era “uno de los edificios más gigantescos, más increíbles, amasado con una argamasa, con una especie de cemento que lo mezclaban con sangre de toro para hacer las paredes invulnerables”. Pero por otro de esos avatares del destino, nunca llegué a Haití.
    Primero recalé en Colombia, y conocí a uno de los escritores y seres humanos más increíbles que traté en mi vida: Álvaro Cepeda Samudio.
Álvaro me invitó un día a visitarlo en Barranquilla. Y además me ofreció trabajar en El Diario del Caribe, que dirigía con tranquila pasión.
Cuando vi por primera vez a Álvaro me recordó a un Harpo Marx más joven y escueto. Nunca encontré otra cabellera como la suya. Y aunque mostraba una actitud “laid-back”, despreocupada, su presencia creaba electricidad en el medio ambiente.
    Con Álvaro hablamos de literatura y no me hizo sentir como un enano, a pesar de que su conocimiento de los narradores norteamericanos era abrumador. Recuerdo su admiración por el cuento de Hemingway “El gato bajo la lluvia”. En ese momento Hemingway, como tantos otros escritores que mencionó Álvaro, figuraba para mí en un futuro bastante impreciso.
También Álvaro hizo comentarios sobre la política colombiana y latinoamericana. No tomaba muy en serio a Brasil. “Qué respeto puede tenerse por un país cuya bandera luce los colores de un papagayo?” Me preguntó. En cambio, admiraba mucho a Venezuela. Y fue él quien me aconsejó que antes de pasar por Haití visitase Caracas.
    Y ese encuentro, realmente cambió mi vida. Ese encuentro, y la novela de Álvaro La Casa Grande. Pues todavía en esa época yo seguía empecinado en concluir un manuscrito que contenía esta indeleble perla:” (La luna recortada por el cielo, o el cielo recortado por la luna?)Enigma para poetas?” Sin Álvaro Cepeda Samudio, sin su gran novela, nunca hubiera podido emerger de esa cursilería que pesaba en mis pies como grillos de cuarenta libras. No lo digo metafóricamente, sino con absoluta convicción: gracias a mi encuentro con Alvaro Cepeda Samudio, gracias a La Casa Grande, gracias a ese primer, incomparable capítulo de la novela en que dos soldados dialogan, como preludio a la matanza de obreros en la región bananera de La Ciénaga, aprendí a escribir.
   Caracas era una fiesta
  Llegué a Caracas en mayo de 1967, cuando estaba celebrando su Cuatricentenario. Tenía 21 años, y unas ínfulas enormes, acrecentadas en buena parte por mi incultura. Como decía Borges de uno de sus colegas, yo era un hombre para quien la ignorancia no tenía secretos.
    Caracas era, evidentemente, una ciudad movida. Semanas después de llegar, un formidable terremoto devastó la zona de Altamira y Los Palos Grandes. Varios edificios se derrumbaron no sólo en la capital, sino en el litoral guaireño, y murieron centenares de personas. Recuerdo el nombre de uno de los edificios destruidos: La mansión Charaima. Y un detalle que todavía perdura en mi mente: La mansión Charaima tenía 13 pisos. Y las autoridades edilicias habían autorizado la construcción de sólo seis pisos. Ignoro cómo se las arreglaron los constructores para eludir a los inspectores municipales, pero lo cierto es que los únicos pisos que colapsaron fueron del séptimo al decimotercero, aquellos que no habían recibido el visto bueno de las autoridades.
   No quiero aburrir a los lectores con todos mis avatares personales. Pero créanme, en esa época, Caracas era una fiesta. Ese año Mario Vargas Llosa recibió el premio Rómulo Gallegos por su novela La Casa Verde, y si no me equivoco, el galardón le fue conferido por el propio maestro.
   Una pléyade de intelectuales viajó a Caracas para celebrar a Vargas Llosa, entre ellos un joven casi desconocido, llamado Gabriel García Márquez, que acababa de publicar Cien años de soledad. Logré hacer un reportaje a Gabo –así lo llamaban con familiaridad todos aquellos que no lo conocían ni de vista– en un hotel de la avenida Solano. Hice la entrevista sin llevar conmigo un grabador, o siquiera una libreta de apuntes.
   Cuando García Márquez, un veterano reportero que ha escrito algunas de las mejores crónicas periodísticas que se han publicado en América Latina, me vio aparecer sin mis herramientas de trabajo, me preguntó, con desconfianza: “¿Y cómo va a hacer para registrar mis palabras?”. Y yo le respondí, con enorme humildad: “No se preocupe: tengo una memoria excepcional”.  Esa suficiencia, esa arrogancia, la fui perdiendo con el curso de los años. No hay como ser ignorante para creerse un sabio.
    Desconozco cómo me las arreglé para escribir el reportaje a García Márquez pues mi memoria no era tan excepcional como creía. Pero recuerdo algo que me dijo. Para García Márquez, el boom de la literatura latinoamericana era un fenómeno pasajero, causado por la confluencia de dos elementos: el triunfo de la Revolución Cubana, y la necesidad de Estados Unidos de crear su propio núcleo de intelectuales para enfrentarla. García Márquez añadió que la siguiente generación de intelectuales, sin importar sus méritos, tendría muchas dificultades para publicar y divulgar su obra. Él conocía muy bien el mercado literario y dudaba que pudiera llegarse lejos únicamente a base de talento.
Viví en Caracas dos períodos muy intensos, y que me trajeron múltiples recompensas. El primero, entre 1967 y 1971. El segundo, entre 1975 y 1980.       
    Regresé a Buenos Aires a mediados de 1971, y retorné a Caracas cuatro años más tarde, cuando ya los escuadrones de la muerte se hallaban en todo su esplendor, bajo el gobierno primero de Juan Perón, y luego de su viuda, Isabel Martínez. Me salvé del golpe del 24 de marzo de 1976, encabezado por el general Jorge Rafael Videla, y nunca más volví a la Argentina.
    Me gané la vida en Venezuela como periodista, nunca me censuraron una sola nota, y tuve el inmenso privilegio de conocer a alguno de sus más notables intelectuales, entre ellos al Salvador Garmendia de Los pequeños seres, al Adriano González León de País Portátil, al Guillermo Meneses de El falso cuaderno de Narciso Espejo, y al José Balza de Setecientas palmeras plantadas en un mismo lugar. Ahora que recuerdo, durante el reportaje que le hice a García Márquez éste me mencionó, entre sus textos predilectos, las Memorias de un venezolano de la decadencia, de José Rafael Pocaterra, que se convirtió luego en uno de mis libros favoritos.
    Otro de los autores venezolanos que descubrí fue Enrique Bernardo Núñez, especialmente sus novelas Cubagua y La galera de Tiberio, que son dos obras maestras. Ojalá que algún día un buen distribuidor ponga al alcance del público latinoamericano las obras que he mencionado, y que se reediten y divulguen otros grandes autores, como Rufino Blanco Fombona, Juan Vicente González y José Gil Fortoul. Sé que la Biblioteca Ayacucho ha publicado sus obras. Pero persiste el problema de la distribución.
Las narrativas enfrentadas
     Ignoro si fue la necesidad de tomar distancias, pero nunca escribí mis novelas en los lugares donde transcurrían. Las novelas que integran la Trilogía del Mar Dulce, y que tienen como escenario Buenos Aires, las escribí en Caracas. La primera, Crónica Falsa, data de 1968. La reescribí luego, en 1972, y le di el título de La verdadera crónica falsa. La segunda novela de la saga la titulé Los judíos del Mar Dulce, pues seguía obsesionado con esa falacia de un mar que no era mar, y la publiqué en 1971. La tercera, A las 20:25 la señora entró en la inmortalidad, la envié en 1979 a un concurso literario en Estados Unidos. Gané el premio, y viajé a Nueva York en 1980, junto con mi esposa, Laura Corbalán.
    La Trilogía del Mar Dulce se centra en una familia judía que trata de reinventarse un pasado de aristócratas y patricios, a fin de ser aceptada en la sociedad argentina. Se trata de una familia extendida en un sentido sincrónico: en el espacio.
    Durante mi estadía en Nueva York, y luego de una pausa de veinte años en que no pude publicar nada, pues no había editores interesados en mis novelas, comencé a trabajar la saga de una familia extendida en un sentido diacrónico: en el tiempo. Así surgió Los Papeles de Miranda, en el 2000, Las dos muertes del general Simón Bolívar, en el 2004, y Los años de la guerra a muerte en el 2007.
    Y si al aludir a la Trilogía de la Patria Boba hablo de familia extendida en un sentido diacrónico, es porque varios próceres de la independencia, e inclusive algunos de sus enemigos, tenían lazos de parentesco y su presencia en la Capitanía General de Venezuela se explayaba en varias generaciones.
    La Trilogía del Mar Dulce es, de una manera deformada, la historia de mi familia. La Trilogía de la Patria Boba pertenece a la historia de Venezuela.
La familia Pechof es extensa; las familias de la Patria Boba son extendidas. La primera se distribuye a nivel espacial, la segunda, a nivel temporal.
   Los Pechof, pese a que representan tres generaciones, se agotan, sin reemplazo. Las familias de la Patria Boba, como tantas familias venezolanas, se van renovando a lo largo de dos siglos. Por un lado hay un brusco corte, por el otro, la prolongación temporal. Y aunque en las dos trilogías existe el genocidio como telón de fondo, en la primera, la de la familia Pechof, se añade el total desarraigo. Es diferente a la guerra a muerte, pues si bien ésta diezmó al pueblo venezolano, no causó una diáspora.
    Una pregunta que me formulo: ¿Pueden compaginarse esas dos trilogías? ¿Es posible para un novelista dar un salto que lo arranque de su tronco familiar y le permita adherirse a un tronco histórico?
    Y en ese sentido ¿Se trata de dos trilogías enfrentadas? ¿Es posible pensar la segunda trilogía como un corolario de la primera? Son preguntas para las cuales no tengo una clara respuesta. Pero trataré de adelantar algunas hipótesis.
Comenzaré por un quiebre.
    En el año 1980 publiqué A las 20:25 la señora entró en la inmortalidad, la tercera novela de la saga de los Pechof, una familia judía arrinconada en Buenos Aires por un pasado del que no puede desprenderse. Veinte años después, en el 2000, publiqué Los Papeles de Miranda, primera novela de La Trilogía de la Patria Boba. El Precursor Francisco Miranda parecería ser la antítesis de todo lo encarnado en la familia Pechof. A él nadie lo arrinconó en su pasado. Por el contrario, Miranda fue reinventando su pasado, recreando su vida en tres revoluciones, en la Revolución Americana, en la Revolución Francesa, y en la revolución de las colonias españolas.
     Como dije antes, pasaron exactamente dos décadas entre mi última novela de la familia Pechof, y mi primera novela sobre la independencia de la Gran Colombia. Son muchos años sin publicar, aunque no dejé un solo día de escribir. En ese lapso intenté, sin éxito, concluir un texto que hubiera constituido la cuarta parte de la saga de los Pechof. El título de la novela es Un manto de olvido, y por cierto, durante algunos años intenté arrojar un manto de olvido sobre ese texto.
    Todavía no entiendo mi empecinamiento con Un manto de olvido. Muchas cosas pasaron en esas dos décadas. La Argentina se alejaba cada vez más de mis inquietudes cotidianas. Borges, siempre Borges, tenía una frase muy elocuente para caracterizar a los argentinos: decía que no son buenos ni malos: son incorregibles.
    El pasado cambiaba, y aunque vivía y trabajaba en Nueva York, la única tierra firme que seguía pisando era la tierra venezolana.Mantenía una colaboración semanal con el suplemento cultural del periódico Ultimas Noticias de Caracas, y el director del periódico en esa época, un formidable personaje llamado Nelson Luis Martínez, me enviaba constantemente libros de historia venezolana y especialmente los relacionados con el Precursor. Nelson Luis estaba convencido de que Miranda era un personaje eminentemente novelable, e inclusive me publicó algunos capítulos de la novela en ciernes en el suplemento cultural que siempre dirigió entre bastidores.
   Y de repente, no sé cómo, hubo un viraje. Un día, el manuscrito de Un manto de olvido desapareció de mi escritorio, y fue reemplazado por la novela sobre Miranda.
    El proceso de publicarla no fue sencillo. La novela salió finalista en un concurso de editorial Anagrama, en 1995. Y tuve que esperar otros cinco años para que fuera publicada por el grande entre los grandes: el venezolano José Agustín Catalá, en sus Ediciones Centauro. Y a partir de ese momento, las cargas se enderezaron y en lo que considero un razonable intervalo, en siete años, apareció La Trilogía de la Patria Boba.
Pero ese quiebre, ese hiato de 20 años, me ha dado mucho que pensar. Me sigo preguntando si abandoné las tribulaciones de la familia Pechof porque el tema estaba agotado, o porque me resultaba más fácil escribir sobre episodios históricos.
    No voy a tratar de salir del enredo dando excusas. Lo primero que se aprende en el oficio de escritor es que el lector adora las situaciones difíciles. Recuerdo haber leído un manual de guiones cinematográficos. Y uno de los consejos que daba el autor del manual era crear conflictos hasta en las escenas más banales. Si alguien golpeaba la puerta de una casa, decía el autor, no era para preguntar cortésmente si determinada persona estaba en su interior. No, quien golpeaba la puerta debía hacerlo con furia, y cuando una persona la abría debía increparla de mal talante, y alzar varios grados el nivel del conflicto.  
    Por lo tanto, vuelvo a preguntarme: ¿Fue la solución más fácil escapar de mi familia y sumergirme en la historia venezolana? Y debo decir, con toda honestidad, que al menos en un punto, resultó más fácil.
Cuando se escribe una historia familiar, abundan los datos imposibles de corroborar. Y aún más cuando se trata de una familia judía, y de una familia, y eso lo digo sin alardes, tan especial como la mía. Ya me explayaré más adelante sobre ese punto.  Pero si escribir una novela sobre una familia es laborioso, debido a la cronología, al entrecruzamiento de apellidos, o a episodios que cada uno recuerda de distinta manera, escribir tres novelas sobre esa misma familia multiplica los inconvenientes. En ocasiones, la saga de los Pechof recuerda un rompecabezas. Y de la misma manera en que se multiplican los personajes con el mismo nombre, aunque desempeñan distintas funciones, abundan los episodios donde, de acuerdo al punto de vista del narrador, va cambiando el rol de los protagonistas.
    Y después está el problema del idioma. En la trilogía del Mar Dulce abundan las palabras en idisch, pues en mi familia se alternaba el uso del castellano con la recurrencia a un idioma que yo consideraba devaluado, propio de comunidades judías pobres. ¡Qué diferente si mi familia hubiera pertenecido a la aristocracia judía, como la familia de El Jardín de los Finzi Contini!
En realidad, siempre he vivido en culturas que usan otro idioma. Vivo desde hace tres décadas en un mundo de habla inglesa, aunque, en Nueva York parecería que el inglés es el segundo idioma, después del castellano. (Por cierto, también soy miope, y nunca he aceptado anteojos con visión 20/20. Por lo tanto, vivo en un mundo de mi propia invención, poblado de palabras que a veces me cuesta entender, y rodeado de imágenes difusas que voy rediseñando a mi antojo).
    Pero el uso de otro idioma, aunque me crea muchas dificultades, es al mismo tiempo útil. George Steiner dice que sólo cuando una persona conoce al menos dos lenguas, el idioma deja de ser algo natural, como los pájaros y las flores, y se transforma en un instrumento. Y como resultado, toda palabra se convierte en sospechosa.
    Vuelvo a rebobinar la película. Ahora que lo pienso mejor, nada es fácil. Y si bien me resulta a mí más cómodo, o más ameno, escribir novelas históricas, pues poseo las fechas de nacimiento y muerte de cada personaje, y estoy al tanto de los principales incidentes de su vida, hay también múltiples inconvenientes. Por ejemplo, nadie sabe exactamente qué ocurrió en la entrevista de Guayaquil entre Simón Bolívar y el general José de San Martín. Lo único que se sabe es que, tras la entrevista, San Martín regresó al Perú, renunció a su título de Protector, y a partir de ese momento abandonó su lucha por la independencia, pasando en Francia los últimos años de su prolongada vida.
     Bolívar, en cambio, siguió peleando, y dio la libertad al Perú, pues el triunfo en la batalla de Huamanguilla o Ayacucho puso fin al dominio español en la América del Sur. En definitiva, San Martín perdió –aunque el historiador argentino Bartolomé Mitre habla de “renunciamiento histórico”, uno de los grandes mitos cultivados por ese historiador para no explicar por qué la oligarquía argentina decidió dar la espalda a la lucha de los pueblos latinoamericanos– y Bolívar triunfó.
      Y a partir de ese escueto dato, tuve que construir el capítulo donde Bolívar y San Martín enfrentan dos concepciones de la lucha por la independencia. El diálogo, obviamente, es totalmente inventado. Pero creo que es plausible. En ocasiones, a través de los intersticios que nos ofrece la ficción, puede revelarse una verdad histórica.
     Otra dificultad de escribir una novela histórica es imaginar el futuro desde el pasado. Cuando el narrador describe un episodio histórico, sabe, en líneas generales, lo que ocurrió. Pero los protagonistas de una novela histórica ignoran lo que les depara el porvenir. Y si el narrador desea ser fiel a sus personajes, debe olvidarse del futuro que conoce, y aceptar las ilusiones del futuro de sus personajes. En ese caso, la ignorancia del narrador sobre lo que depara el futuro a sus personajes es la regla de oro de la narrativa histórica.
De la tercera a la primera persona
     Otro factor que hizo cambiar mi narrativa, entre la primera y la segunda de las trilogías, es el enfoque, que linda con la megalomanía: en Los Papeles de Miranda y en Las dos muertes del general Simón Bolívar, hice hablar a los protagonistas en primera persona.
     Hasta el momento de escribir esas novelas, me resultaba imposible narrar en primera persona. Creía que la técnica que funcionaba mejor era la tercera persona, la del narrador omnisciente. La primera persona obliga al narrador a mirar a través de los ojos de su personaje. En un sentido, ofrece al lector una inmediatez que está ausente de la tercera persona. El texto resulta más atractivo. Por otro lado, la mirada y la voz del protagonista no son siempre confiables. Y menos sus recuerdos. Colocar palabras en las bocas de Miranda y de Bolívar fue un riesgo. Había que evitar los manierismos. Y tratándose de dos próceres, muchas de cuyas frases están bien documentadas, existía el escollo de la retórica, de la altisonancia, del acartonamiento. ¿Cómo balancear el relato para evitar las simultáneas dificultades de una mirada inexacta y de una voz implausible?
    En ese sentido, me ayudó mucho el descubrimiento de un narrador: Jim Thompson, una especie de Dostoievsky del policial norteamericano. Thompson escribió 29 novelas, y todas ellas son excepcionales. La mayoría están escritas en primera persona. Y si las palabras de los protagonistas de las novelas de Jim Thompson suenan aceptables es porque todos esos protagonistas son villanos. No es que considere a Miranda o a Bolívar villanos. Muy por el contrario, fueron seres excepcionales. Pero hay en el villano una virtud que escasea en los hombres buenos: no se engaña sobre sus defectos. No disimula sus odios ni sus ambiciones. Es un ser, parafraseando a Goethe, capaz de cometer cualquier crimen. Y eso apasiona al lector. Al lector no le gusta la gente buena. Basta analizar lo ocurrido con La Divina Comedia. La primera parte, la dedicada al infierno, ha tenido numerosos lectores. Pero pueden contarse con los dedos de la mano aquellos lectores que han avanzado en sus lecturas hasta el paraíso. (Por cierto, si los lectores desean enterarse de las distintas versiones del infierno, lean cualquier novela de Jim Thompson. Nunca los defraudará).
La meta es el origen
     El núcleo que preside mi narrativa es esta frase del ensayista austríaco Karl Kraus: La meta es el origen, que usé como acápite de A las 20:25 la señora entró en la inmortalidad, la última novela de mi trilogía del Mar Dulce. 
¿Por qué la meta es el origen? En mi opinión, el ser humano deambula por el mundo buscando una finalidad a su vida, algo que justifique su existencia, ya se trate de un ideal, o simplemente del poder. Pero para otras personas, especialmente aquellas desarraigadas, la vida está repleta de repliegues. Y antes de que esos seres humanos puedan dar el salto, necesitan retroceder para tomar impulso. Y eso implica marchar hacia el pasado. Y no siempre cuentan con un pasado recordable o recuperable.
Algunas personas no tienen problemas para recostarse en el pasado, pues provienen de él. O, para decirlo de otra manera: alguien que nace en un lugar, cuyos antepasados han nacido y muerto en ese lugar, está más seguro de adonde desea marchar, pues generaciones previas han trazado su camino.
Pero yo provengo del desarraigo. Mi familia, integrada por judíos polacos, huyó de Polonia a la Argentina en los primeros años de la década del treinta del siglo pasado. Los Szichman, mi apellido paterno, y los Szylder, mi apellido materno, llegaron a la Argentina entre 1930 y 1933, poco antes de que cerraran las puertas de la inmigración.
     Un tristemente famoso ministro de Relaciones Exteriores de Argentina, Carlos Saavedra Lamas, dijo que la Argentina “necesitaba inmigrantes, no refugiados”. Y personas que intentaban huir de la persecución del nazismo y del fascismo y de regímenes autoritarios de Europa central y oriental, de repente descubrieron que les habían bloqueado todas las salidas. Esas personas habían adquirido el poco envidiable título de refugiados, y no tenían cabida en la Argentina.
    Parte de mi familia logró llegar a la Argentina antes de que cerraran las compuertas. La otra parte quedó varada en Polonia, y no pudo salvarse del exterminio nazi. Esa escisión entre quienes lograron huir y los condenados a quedarse pobló mi infancia de un intercambio de reproches que agrió las relaciones de mi extensa familia judía. A alguien había que echarle la culpa por esa tragedia. Y curiosamente, no recuerdo que muchos de mis familiares le echaran la culpa al gobierno argentino, que había implementado la medida, sino a otros familiares por no haber adoptado las precauciones debidas. A poco de andar, nadie sabía concretamente qué precauciones deberían haber sido adoptadas.
    Los más conformistas decían que, después de todo, ellos se habían salvado gracias a ese gobierno argentino que los había acogido en su seno. Los más rebeldes se asociaron con partidos de izquierda, y nunca se sintieron muy cómodos viviendo en la Argentina.  Y algunos de ellos terminaron yéndose a Israel, el único país, decían, que no les reprocharía su origen.
Y de esa manera, se fomentó una dicotomía que tensó aún más las relaciones familiares. Y eso creó una especie de esquizofrenia escasamente saludable para las relaciones humanas, aunque enriquecedora para un aspirante a narrador.
    Y aunque parezca traído de los pelos, esa familia escindida, cuyos miembros se reprochaban mutuamente una tragedia de la cual nadie era responsable, es, en cierto modo el germen de toda mi exploración de la historia de la independencia venezolana, y de la redacción de tres novelas que tienen como protagonistas al Precursor Francisco de Miranda, al Libertador Simón Bolívar, y a los protagonistas de la Guerra a Muerte, entre ellos Antonio Nicolás Briceño, José Félix Ribas, y José Tomás Boves.
    Si analizamos las dos trilogías, veremos de un lado a la familia Pechof, con sus recuerdos de las persecuciones, y de los campos de exterminio. Y del otro lado, los próceres venezolanos y sus familias, con sus recuerdos de las persecuciones, pero también, de su heroica lucha por sobrevivir.  
Como telón de fondo de la familia Pechof está el Holocausto, una palabra que detesto, pues hace pensar que los judíos marcharon a las cámaras de gases como corderos dispuestos al sacrificio, como un acto de expiación. Nunca creí que la matanza de judíos fuese un Holocausto. Fue un genocidio, como el que cometieron los turcos contra los armenios. Y esa palabra, Holocausto, tiene un tinte de resignación que intenta tapar la resistencia judía, que sí existió, como lo demuestra el levantamiento del gueto de Varsovia, o la insurrección en el campo de exterminio de Treblinka.
     Y es esa resistencia la que me liga con los héroes venezolanos. Y si bien mi razón me dice que el decreto de guerra a muerte fue una quijotada que le costó muy caro al pueblo venezolano, mi corazón me dice: ¡Qué diferente hubiera sido la historia del pueblo judío si en vez de resignarse hubiera decidido quemar las naves, como los héroes del gueto de Varsovia y de Treblinka, y resistir!
Y ahora retornaré al quiebre que representaron esos veinte años sin publicar, y esa sutura que partió de la publicación de Los Papeles de Miranda.
    Como señalé antes, Francisco Miranda parecería ser la antítesis de todo lo encarnado en la familia Pechof, protagonista de mi primera trilogía.
Miranda era un revolucionario a tiempo completo, un hombre que se manejaba con igual soltura en salones literarios, gabinetes, y en el campo de batalla. Y a quien nadie arrinconó en su pasado.
     Pero ¿Hasta qué punto es eso cierto? También para Francisco Miranda la meta fue el origen. Él trató de escapar de su pasado, como otros tratan de escapar de la muerte, y el pasado terminó por atraparlo en la ciudad que lo vio nacer, y le hizo pagar muy caro su intento de hacer la revolución.
Y en ese aspecto, el pasado de Miranda converge con el pasado de la familia Pechof. En ambas situaciones, existe un esencial desarraigo.
Yo cargué las tintas al desarraigo de Miranda sugiriendo que sus ancestros tenían algo de sangre judía. Eso es algo muy difícil de corroborar, aunque un reciente libro de José Chocrón Cohen titulado La identidad secreta de Francisco de Miranda plantea el posible origen judío de Miranda. El dilema es difícil de resolver. Pero es evidente que a diferencia de Simón Bolívar, el reino de Miranda no era de este mundo. Ya su padre había sufrido bastante porque los mantuanos le negaban el lugar que creía merecer. Inclusive llegaron a sugerir que su sangre no era muy limpia.
    Por eso, en Los Papeles de Miranda decidí dar una nueva vuelta de tuerca al enigma de si el Precursor era un cripto-judío, y lo doté de un tío imaginario que cuestionaba sus blasones, y le añadí una escena donde el segundo entierro del hermano de Miranda, que por cierto también se llamaba Francisco, tiene todos los aditamentos de un entierro judío.
   Pero en realidad, la decisión de dotar a Miranda de antepasados marranos o cripto-judíos tuvo más que ver con el novelista que con el prócer. Para hacer hablar a Francisco Miranda en primera persona necesitaba darle una problemática que también involucrara a Mario Szichman. Pensé que de esa manera haría más plausible el perpetuo exilio de Miranda, que es también el mío, y su constante reinvención.
   Miranda saltó de un escenario a otro, y se recreó en otros pueblos extraños. Yo, salté de un escenario a otro, e intenté recrearme en dos sagas narrativas.
Por cierto, cuando planteé la idea de que Miranda era de origen marrano, se trataba de una aventurada conjetura. Era mi manera de poner a Miranda a hablar en primera persona. Como quería instalar algunos de mis pensamientos en la cabeza de Miranda, era más plausible que él padeciera algunos de mis conflictos.
   De todas maneras, no es tan improbable conjeturar un Miranda cripto-judío. Cuando se aplica una ley arbitraria e ilógica, como la de la pureza de la sangre o de la raza, la red que se lanza para cazar a los herejes es tan amplia que cualquiera puede caer en ella. Basta ver lo ocurrido con los judíos durante la España de la Inquisición o en la Alemania del Tercer Reich, y las minúsculas distinciones que se formularon para hacer la sangre cada vez más pura. Pero cuando a la Inquisición, o a los nazis les convenía, descubrían súbitamente que un judío ya no era más judío.
Fascinación con la impostura
    Miranda parecía una especie de camaleón, ajustándose a distintos ambientes políticos. Y su conocimiento de varios idiomas habla también de una personalidad ávida por fundirse con el medio ambiente y no desentonar. Me imagino que todo miembro de una minoría perseguida que necesita descollar –y no solo pienso en los judíos–requiere de esos artilugios del impostor. Los nazis siempre estaban a la cacería de esos falsos gentiles que conocían la letra pero no el espíritu del alma alemana. Quizás por eso volqué tantas energías para hacer hablar a los próceres venezolanos en venezolano como una manera de mimetizarme con un país al que estaba profundamente agradecido. Sospecho que allí también hay una impostura, aunque no todas las imposturas se parecen.
   Y eso tiene que ver con el país que acepta al Otro, al foráneo, y con la forma en que lo acepta.
    Mi narrativa no sólo se basa en la impostura de alguien que sin ser oriundo de un país, imita las formas que permitan hacer creer a otros en su arraigo y pertenencia. Se basa también en cierto grado de insolencia. Me podrán acusar de muchas cosas, pero no de hacer una apología de los próceres venezolanos, a quienes intento mostrar sin afeites, en sus defectos y en sus crueldades.
Pero ocurre que no todo país permite ese tipo de insolencia. Pienso por ejemplo si España me permitiría hablar de sus héroes con semejante desparpajo. Seguramente que no. Como máximo, podría escribir otra novela detestable como La Gloria de don Ramiro, exaltando una España que nunca existió.
    Por lo tanto, hasta para ejercer la impostura se necesita la contraparte de la generosidad.  Lo cual me lleva a pensar que no aposté mal cuando aposté a Venezuela.
 El camino menos trajinado
    Y ahora querría volver a retomar la idea del poeta Robert Frost sobre la elección del camino menos trajinado.Tiemblo al pensar qué hubiera ocurrido con mi vida si hubiera elegido el camino que me trazó el ensayista argentino “M” durante su clase magistral en la redacción del diario El Mundo de Buenos Aires. ¿Me hubiera convertido como él en un desdeñoso y altanero crítico literario, tratando de poner en su lugar a cuanto miembro de la nueva generación trataba de salir del cascarón? ¿Figuraría entre mis planes futuros escribir un ensayo de mil seiscientas páginas sobre el ocaso de nuestro siglo? (Sé que esa era una de las ambiciones de “M”). Pero por una benévola jugarreta del destino Brecalar brevemente en Colombia cuando mi intención era llegar a Cabo Haitiano– conocer Caracas, sumergirme en una realidad y en un mar diferente, me ofreció una segunda oportunidad en la vida, y una existencia más feliz y vibrante.
    Según indica el Génesis, en la tarde y la mañana del día tercero de la creación, Dios dijo: “Júntense las aguas, que están debajo del cielo, en un lugar: y descúbrase la seca. Y fue hecho así.
   “Y llamó Dios a la seca, Tierra, y a las congregaciones de las aguas llamó Mares. Y vio Dios, que era bueno”.
    Recién tres días después Dios decidió hacer al hombre a su imagen y semejanza, y como una graciosa concesión, lo proveyó de una compañera para que ambos crecieran y se multiplicaran, y colmaran la tierra y la sojuzgaran.
En la tarde y en la mañana del sexto día, Dios creó a nuestros antecesores, y se brindó a sí mismo sus más sinceras felicitaciones, al comprobar, según dice la Biblia, que “todas las cosas que había hecho eran muy buenas”.
    Una demostración más de que ni siquiera el Creador se libraba de la vanidad.
Pues no todas las cosas que hizo el Creador fueron tan buenas como él había pensado. Algo debió ocurrir entre el tercer día de la creación en que Dios creó nuestros magníficos mares y el sexto día de la creación en que creó a la imperfecta pareja humana, para que nuestro planeta concluyera sufriendo tantas aflicciones. Sin embargo, no es mi tarea criticar a Dios por lo que hizo en el sexto día de la creación. Prefiero en cambio prodigarle mis más sinceros elogios por lo que hizo al tercer día: juntar las aguas que estaban debajo del cielo, en un lugar, y bautizarlas con la palabra mar. Y darnos, como enorme privilegio, el mar Caribe, un perpetuo marco de referencia de mis obsesiones.

2 comentarios:

  1. Mario: El texto de "Mares enfrentados" es excelente. Toda una poética de la escritura. Creo que es un gran acierto conjuntar la literatura con la vida, con nuestras biografías, e incluso, como has dicho en otras ocasiones, con nuestro cuerpo. La memoria de el Mar del Plata y el Mar Caribe a lo largo de tus idas y venidas, así como la asociación con los colores: el marrón y el azul, llena de cromática tus reflexiones sobre la escritura. Por último, tu amor por Venezuela me conmueve, más aún en estos tiempos difíciles y cargados de esperanza. Mis felicitaciones de nuevo, a este gran escritor. Felicidades por el blog.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias Guadalupe, por tu comentario. Mi intención es dar a conocer las razones que tengo para escribir. Y al mismo tiempo mostrar que se trata de un oficio, de una técnica, que se aprende, y está al alcance de cualquier mortal, y no es una tarea reservada a seres excepcionales que reciben órdenes de seres endemoniados. Me encanta la generosidad de Edgar Allan Poe. Siempre se lo creyó una especie de poeta maldito, una leyenda inventada exclusivamente por Baudelaire, y que nada tiene que ver con la realidad. Poe era un sagaz periodista y tenía un olfato muy bueno para detectar qué le gustaba al público. No sólo eso: también le informaba al lector cómo había que escribir poemas y cuentos para que se vendieran bien. Sus ensayos sobre cómo escribió el poema El cuervo, y acerca del método de composición, son obras maestras, que se leen con mucho placer. Poe se sentía orgulloso de su oficio, y era generoso. Quería que otros aspirantes a escritores aprendieran de su experiencia. Y me gustaría hacer lo mismo en este blog. Mario

      Eliminar