Mario
Szichman
Primera parte
En
mi caso, la idea de una novela suele surgir de la visualización de un episodio,
de la convicción de que las palabras nunca se las lleva el viento, nunca son
inocentes, y de la sospecha que me causan aquellos que intentan reelaborar de
manera incesante el pasado para acomodarlo a los autócratas de turno.
Creo
que si la imagen es poderosa, si retorna para perturbar nuestros sueños, si va
atrayendo a otros elementos de la historia como si fuera una piedra imán, esa
imagen ayudará a construir el relato. Creo que si hay frases de las cuales no
se puede regresar, la narrativa puede triunfar sobre la historia. Creo que el
escritor nunca debe bajar la guardia antes quienes intentan diseñar un pasado
para perpetuar a un gobernante contemporáneo.
En
esta primera parte querría hablar de las imágenes. En la segunda hablaré de las
palabras culpables y de la reinvención del pasado.
William
Faulkner partió de una imagen para escribir The Sound and the Fury. La imagen
era la de una niña descendiendo de un árbol, con sus calzones embarrados. ¿Qué significaba para Faulkner esa imagen? Ni
él mismo lo sabía. Pero la imagen le rondó mucho tiempo, hasta que descubrió su
significado. De esa imagen –y tratándose de Faulkner esa imagen se acercaba a
la visión– surgió buena parte de la saga de los Compson. En esa imagen de la
niña con los calzones embarrados Faulkner intuyó la perdición de una mujer, el
suicidio de su hermano, la locura de otro, y la destrucción de una familia.
Cuando
escribí mi primera novela, La Crónica Falsa, reescrita luego con el título de
La verdadera crónica falsa, un relato del alzamiento de algunos militares y
civiles contra el gobierno de la llamada Revolución Libertadora que derrocó a
Juan Domingo Perón, en 1955, y varios de los cuales fueron fusilados, la imagen
que se grabó en mi mente fue la de una mujer desplazándose con dificultad por
un terreno baldío. Vi avanzar a esa mujer, reduciendo y aumentando su estatura
con cada paso que daba, y quise saber qué estaba haciendo en ese terreno
baldío. Cuando descubrí ese propósito toda la novela se organizó en mi mente.
Esa mujer estaba investigando los fusilamientos, y ese terreno baldío se
convirtió en el basural de José León Suárez, donde se llevaron a cabo las
ejecuciones. La mujer de la novela se llamaba Laura, y varios años después de
publicar la novela me casé con Laura Corbalán. Puedo jurar que en el momento en
que escribí la novela ignoraba su existencia, aunque en la mujer de la
narración había algunos rasgos de mi futura esposa, entre ellos la valentía y
la obstinación por encontrar la verdad.
Mi
segunda novela, Los judíos del Mar Dulce, se remite a la imagen de un
organizador de imágenes fotográficas.
Cuando llegué a Venezuela en 1967, uno de los primeros trabajos que
conseguí fue justamente el de montador de películas en un canal de televisión.
Me fascinaba el oficio. Empalmar las imágenes me permitía crear una narración.
Y a partir de la figura del ensamblador de imágenes me surgió la idea de contar
la historia de la familia judía Pechof, que ya había aparecido previamente en
La Crónica Falsa, pero como si se hubiera tratado de un documental. Trasvasar
un guión cinematográfico a una novela tiene sus recompensas. Cuando un medio se
transforma en instrumento de otro medio se amplían las posibilidades. Cuando
escribo pienso en una novela como una mezcla de teatro –por el diálogo– y de
cine, pues me encanta describir imágenes. Por lo tanto, intenté contar Los
judíos del Mar Dulce como si se hubiera tratado de un documental. Claro, eso
crea también restricciones. Pues toda innovación técnica conlleva el peligro de
que la forma se imponga al contenido. En algún momento el documental debe ceder
paso a la narración.
En
A las 20:25 la señora entró en la inmortalidad,
la familia Pechof tenía un problema: una de sus sobrinas fallecía en
momentos en que comenzaban los funerales de la señora Eva Perón. Pensé entonces
en la siguiente imagen: una ciudad congelada por ese enorme sepelio público. Y
el paso siguiente fue jugar con la idea de que el velatorio de Eva Perón había
cancelado todo velatorio privado. Por lo tanto, los Pechof no podían enterrar a
su sobrina. Y era imprescindible hacerlo. Pues la sobrina representaba el
último obstáculo para que los Pechof se convirtieran en la familia Gutiérrez
Anselmi una familia de patricios argentinos, con todas las ventajas de ascenso
económico y de clase que eso conllevaba.
La
imagen que inició la novela Los Papeles de Miranda me la facilitó el pintor
Arturo Michelena: la de "Miranda en La Carraca". Y la imagen que presidió Las dos
muertes del general Simón Bolívar fue la de un Bolívar ya muerto, presenciando
su autopsia, observando cómo iban desmantelando la habitación donde había
fallecido. Supuse que ese Libertador con semejante carga de inmortalidad estaba
en condiciones de presenciar su propia muerte.
Finalmente,
en relación a Los años de la guerra a muerte, la imagen original consistió en
las dos cabezas que Antonio Nicolás Briceño, alias El Diablo Briceño, ordenó
seccionar del tronco de dos ancianos españoles.
Briceño
despachó las cabezas de los ancianos en dos cajones, acompañadas de sendas
cartas dirigidas a los comandantes Manuel Castillo y Simón Bolívar. Y esas
cartas de presentación de dos cabezas contribuyeron a convocar otra poderosa
imagen. Según una indagación plausible recogida por el historiador José Manuel
Restrepo, la primera línea de esas misivas estaba escrita con la sangre de las
víctimas.
Espero
haber acertado con los pormenores y transmitido al lector la vívida imagen que
adquirió en mi mente el episodio de las dos cabezas:
"El
coronel Castillo sigue dictando
a su secretario
la carta (de respuesta
a Briceño) mientras
observa la frente y
los ojos del
anciano Félix Sánchez asomando de un
cubo de madera. El resto de la cabeza está envuelto en vendajes hechos con tela de lona embreada. La cabeza ha sido encajonada
con trozos de hielo, que forman una
argamasa con aserrín y paja. A un costado del cubo de madera
está la carta
que Briceño le escribió al coronel
Castillo informándole del
envío de la
cabeza del anciano. La fecha,
9 de abril
de 1813, está
escrita en sangre. El número “1813” está
corrido, el “3” concluye
en un manchón. Por
breves momentos, mientras el coronel Castillo va hilvanando
la siguiente frase, piensa si Briceño
ha mojado la sangre en la misma pluma
con que escribió el resto de la carta usando tinta violeta”.
Debo añadir
otro dato: si bien la idea original de Los años de la guerra a muerte se originó
en las dos cabezas de los ancianos, un factor importante en la elaboración de
la novela fue el seudónimo de “El Diablo”. Un seudónimo que si bien fue
aplicado originalmente a una interpretación teatral que hizo Antonio Nicolás
Briceño en su niñez, contribuyó a modificar su talante y hacer temi ble su figura tras la declaración de la
Independencia. Al menos entre aquellos que no conocían a Briceño. Pues era
plausible suponer que con ese apelativo Briceño encarnaba a un ser poseído por
el demonio. La época de la guerra a muerte no se prestaba a sutilezas.
Pero las
apariencias engañan. Evidencias de contemporáneos de Antonio Briceño aseguran
que era un ser gentil, más inclinado a las diabluras que a tareas demoníacas. Y
además, que poseía una gran virtud y una enorme generosidad. Tras ser condenado
a muerte, en lugar de suplicar por su vida luchó por salvar la de su edecán,
Buenaventura Izarra.
Según nos
cuenta Juan Vicente González, “El 15 de junio de 1813, a las dos de la mañana,
después de haber recibido el viático, el coronel Briceño suplicó al comandante
de la real cárcel le llamase a Buenaventura Izarra; y conducido éste a su
presencia, le pidió perdón de rodillas, diciendo en alta voz a los oficiales
presentes; 'Señores, Izarra es inocente; soy la causa de que padezca, pues
desde San Cristóbal a San Pedro se desertó tres veces, y otras tantas fue preso
por mi orden, intimándole lo pasaría por las armas como volviese a reincidir:
lo declaro por el terrible momento en que me hallo y para descargo de mi
conciencia'”. Desde la capilla, dice Juan Vicente González, “Briceño salvó del
presidio al desgraciado Izarra”.
¿Cómo hacer
concordar ese militar que ordena cortar las cabezas de ancianos españoles, con
ese hombre que pasa las últimas horas de su vida rogando a las autoridades no
por su vida sino por salvar a uno de sus subalternos?
En Briceño
parecería coexistir una asombrosa crueldad, y una admirable compasión. El cruel
Briceño está de cuerpo entero en su proclama de exterminio a los españoles. Una
proclama que impresiona al historiador y fascina al novelista pues ofrece
ascensos militares a cambio de las cabezas segadas al enemigo.
El inciso
noveno del plan de Briceño dice: “se considera mérito suficiente para ser
premiado y obtener grados en el ejército presentar un número de cabezas de
españoles–europeos, incluso los isleños. Y así, el soldado que presentare
veinte será ascendido a Alférez vivo y efectivo; el que presentare treinta, a
Teniente, el que, cincuenta, a Capitán; etc.”
Dos siglos
después de divulgarse ese plan, todavía su lectura causa asombro. Es obvio que
sembró el terror en el corazón de algunos mansos españoles, y la ira en
aquellos que decidieron evitar el cumplimiento de esa amenaza por métodos aún
más sangrientos.
Y está
además la carta que Dolores Aristiguieta, esposa de Antonio Nicolás Briceño, le
escribió a su marido comentándole la repercusión que había tenido el envío de
sus dos cabezas.
He leído
muchos epistolarios. Pero no hay nada que se asemeje, ni siquiera remotamente,
a esa carta que envió Dolores Aristiguieta a su cónyuge y fechada en Cúcuta, en
abril de 1813, donde menciona “sobre el hecho de las cabezas remitidas”.
Dolores
Aristiguieta, una mujer que según sus contemporáneos era muy dulce, muy
equilibrada, aprueba en esa carta la acción de su esposo por “las ventajas que
podamos experimentar con sólo la ejecución de estas dos cabezas”.
De manera
ingenua, Briceño presumía que con esa brutal amenaza se acabaría toda
resistencia por parte de los españoles. No olvidemos que Briceño y otros
próceres estaban deslumbrados por la Revolución Francesa y por una frase, creo
que de Dantón, en la cual el revolucionario reprochaba a los franceses su
blandura, diciendo, aproximadamente: “Cobardes, por no haber guillotinado hoy a
500 aristócratas, mañana deberéis guillotinar a 5.000”. Por lo tanto, la idea
de Briceño era cortar de un solo tajo no sólo las cabezas de dos españoles,
sino la hidra de la contrarrevolución. Y su esperanza era poner fin, con esa
amenaza, a la guerra entre españoles y criollos. Esto es, Briceño postulaba la
suma crueldad de un momento, para evitar años de crueldades mayores. La
intención no era mala, aunque el futuro demostró su error.
Pero hay
otro elemento de esa carta escrita por Dolores Aristiguieta que me impresionó.
Es evidente que en el matrimonio imperaba una felicidad conyugal que ni
siquiera la violencia de esa época logró destruir. Allí, en esa carta, se
muestra de cuerpo entero a una pareja de mantuanos bien avenidos que en otra
época menos catastrófica hubiera podido engendrar más hijos, observarlos
crecer, y darles nietos, y que con la misma entereza afrontó, en 1813, la
guerra a muerte.
En medio de
las ruinas, en medio del terror, se desprende de esa carta un cálido espíritu
hogareño. Dolores Aristiguieta reconoce que han existido algunas críticas a la
acción de su esposo, aunque sin considerarlas excepcionales. Como dice en su
carta: “En fin, ha habido de todo: unos aprueban tu hecho, que creo que en el
interior se han alegrado infinito. ... Y yo, bien contenta”. Pero si esa carta
impresiona por el tono, su final es de antología. Dolores menciona a su hija
Ignacita. Y allí, el cálido espíritu hogareño alcanza su pináculo. “Ignacita”,
dice la carta, “te da sus besitos y te manda una cajita de dulce de leche”. Esa
cajita de dulce de leche ha rondado mi mente aún más que las dos cabezas que el
Diablo Briceño envió a Castillo y a Bolívar.
Jorge Luis
Borges decía que Dante había convencido a sus lectores de la existencia del
infierno tras ofrecer las medidas exactas de su puerta de ingreso. Esos
detalles arman una narración e inducen al lector a confiar en el texto.
Esa cajita
de dulce de leche recuerda el episodio de Cien años de soledad en que un cura
asciende al cielo mientras bebe una taza de chocolate. Gabriel García Márquez
señaló en un reportaje que si el cura hubiera subido al cielo sin esa taza de
chocolate cobijada en su mano derecha, nadie hubiera creído en su ascenso. Sin
la cajita de dulce de leche que Ignacita envía a su adorado padre, poco antes
de ser ejecutado por los españoles, todo el episodio parecería un delirio.
Y eso me
remite a otro aspecto más vinculado a la narrativa que al ensayo. En esa carta
de Dolores Aristiguieta puede descubrirse que el ser humano demora en acomodar
sus emociones a un nuevo contexto. O tal vez, que nunca lo consigue. Quizás esa
es la razón de que nos sentimos más cerca de Homero que de muchos historiadores
contemporáneos. Las inquietudes humanas no se han alterado decisivamente en
milenios. La ira de Ulises no se diferencia mucho de la ira que siente un ser
humano de esta época, pese a que Ulises fue un semidios y nosotros somos seres
que en escasas ocasiones nos elevamos por encima del común de los mortales.
La
valentía, la cobardía, la compasión, el miedo a la muerte, son atributos o
defectos que pertenecen a todas las épocas, y persistirán hasta el día del
juicio final. Y es muy difícil que los lectores olviden a un narrador capaz de
describir de manera auténtica esas emociones, y que muestre la naturaleza de
los conflictos, los formidables obstáculos que se cruzan en nuestro camino, la forma
en que algunos de ellos nos abruman y nos destruyen, y la manera en que otros
logran ser superados.
Antonio
Nicolás Briceño marchó con valentía y orgullo hacia el cadalso. Vivió su muerte
como vivió su vida, con intensidad, con fervor, hasta con cierto pudor.
Dejemos
nuevamente a Juan Vicente González que se ocupe del héroe en su momento final.
Cito frases que ya son imborrables: “Ejecutóse la sentencia a las ocho de la
mañana. Briceño iba delante de sus compañeros, al son de un tambor y acompañado
de un sacerdote; y así atravesó el camino que conducía de la prisión al lugar
del suplicio. Marchaba con paso firme, como si no le esperase la muerte. Cayó a
la primera descarga: su cabeza fue colocada fuera de la ciudad en dirección a
la villa de San Cristóbal; su mano derecha se guardó 'para exponerla a su
tiempo en el pueblo de la Victoria en el paraje donde por su orden fueron
ajusticiados dos sacerdotes'. Su cadáver mutilado y los cadáveres de sus
compañeros fueron conducidos al cementerio de la iglesia parroquial donde
quedaron sepultados”.
Aquí
concluyen las imágenes que engendraron una novela. En la segunda parte aludiré
a la violencia engendrada por la palabra y a la reelaboración del pasado, una
mala costumbre de los ensayistas que desde el poder intentan acomodar la
historia a las necesidades políticas de los autócratas de turno.
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