Mario Szichman
Para Erna Pfeiffer
¿Es la escritura
de malas novelas un arte o un oficio? Me inclino por el oficio. Pues si se
trata de un arte, debe ser producto de la inspiración. Pero ¿qué sentido tiene
inspirarse para escribir una mala novela? En cambio, si es una manera de
ganarse la vida, es posible que algunas instituciones académicas enseñen a
escribir malas novelas y cuenten con
planes de estudio, profesores, y asignaciones de tareas, aunque no se
anuncien específicamente como academias. Pero, de que existen, existen. Pues
los resultados están a la vista. Basta observar los estantes de cualquier
librería, o las hileras de novelas en cualquier biblioteca de mediano tamaño
para advertir la proliferación de textos ominosos. Y en ese mundo paralelo
poblado por recusados émulos de un Cervantes o de un Proust estoy seguro que
figura el Don Quijote de las ficciones repudiables, y el retrato en negativo de
A la búsqueda del tiempo perdido. Es solamente cuestión de indagar.
Por supuesto,
nadie busca inspirarse para escribir malas novelas o invierte parte de sus
ahorros para que lo adiestren en el ejercicio de lo deplorable. Estoy
convencido que esos prosistas empezaron transitando por la buena senda y en el
camino comenzaron a frecuentar malas compañías, hasta que concluyeron redactando
malas novelas. Pues nadie es el mal puro. Antes de sus campañas de exterminio,
Hitler fue un buen hijo. Amaba a su madre con una devoción que se acercaba al
incesto.
¿Es posible saber
cuándo una novela es mala?
Y eso nos conduce
al núcleo del dilema. ¿Qué es específicamente una mala novela? ¿En qué se
distingue una mala novela de una novela buena? ¿Existe una categoría llamada
“novela buena” y otra clasificada como “novela mala”? Diariamente, a nivel
mundial, se publican decenas de novelas. Y la gran mayoría, de acuerdo a los
expertos de la industria, suelen ser novelas malas. Malísimas novelas se
convierten en formidables best-sellers, como El código Da Vinci, en tanto
maravillosas novelas pasan de inmediato a dormir el sueño de los justos.
Stendhal vendió exactamente 57 ejemplares de Rojo y Negro. Por supuesto, luego
las ventas empezaron a subir, pero varias décadas después de su fallecimiento.
Eso indicaría que
un buen rasero para evaluar si una novela es mala consiste en aguardar el paso
del tiempo. Paul Collins dice en su libro Banvard´s Folly (Editorial Picador,
Nueva York, 2001) que más del noventa por ciento de la producción intelectual y
artística de un ciclo histórico termina en el tacho de la basura. Poemas,
novelas, cuadros, que eran considerados en una época obras de genios, han
desaparecido completamente del inventario de la humanidad.
Si no fuese por
Collins, nadie hubiera rescatado del olvido a personas injustamente célebres
durante su vida, y cuyos méritos eran tan absurdos como sus aparentes logros.
Ahí está el caso de Martin Tupper, que a mediados del siglo XIX compartía el
Parnaso con Nataniel Hawthorne, Alfred Tennyson y Harry Longfellow. No sólo
eso: Tupper fue uno de los duendes inspiradores de Walt Whitman. El gran poeta
norteamericano dijo en una ocasión que de no ser por Proverbial Philosophy, el
libro más famoso de Tupper, jamás habría escrito Hojas de Hierba. Trate el
lector de encontrar un ejemplar Proverbial Philosophy de Tupper, y le resultará
difícil. Y sin embargo, a mediados del siglo diecinueve, Tupper logró vender de
Proverbial Philosophy unos 250 mil ejemplares en el Reino Unido, y 1,5 millones
en Estados Unidos. Por esos mismos años, Edgar Allan Poe necesitaba escribir un
cuento por semana para las revistas y diarios de Baltimore a fin de mantener
cosido el cuerpo a su alma.
Collins es otro
que cree en la piadosa labor del tiempo para librarnos de la mala literatura,
de la mala pintura, de la mala escultura. Pero entre tanto ¿cómo hacemos para
extirpar la mala hierba?
La labor de la
princesa Miagkaya
Es allí donde
ingresa el buen crítico literario. El buen crítico literario me recuerda a la
princesa Miagkaya, la inmortal creación de Tolstoi. Si alguien desea conocer el
genio de un escritor no debe buscarlo en los grandes personajes sino en
aquellos seres que transitan apenas algunas páginas de un texto, y en ese corto
tramo se hacen inolvidables. La princesa Miagkaya necesita apenas tres páginas
de Ana Karenina para hacer imborrable su figura. En una escena, la princesa
Myagkaya dice que Ana Karenina es "una mujer espléndida. No me gusta su
esposo, pero ella me gusta mucho".
Cuando alguien le
pregunta por qué no le gusta Alexei Karenin, el marido de Ana, considerado “uno
de los escasos estadistas que existen en Europa”, la princesa responde: “Sí, mi
esposo me dice lo mismo. Pero yo no lo creo. Si nuestros esposos no hablaran
con nosotras, veríamos las cosas tal como son. Yo creo que Alexei Karenin es
simplemente un idiota. Cuando me pedían que lo juzgara una persona inteligente
me la pasaba todo el día buscando su talento, y me creía una idiota por no
descubrirlo. Pero en el mismo instante en que pensé que Alexei era un idiota,
todo se aclaró. Una de dos, o él es un idiota, o la idiota soy yo. Y como nadie
puede decir de sí mismo que es un idiota…”
Tengo gran
confianza en los críticos que además admiro como autores. Ellos siempre
conducen por la buena senda. Algunos de los ensayos de Borges, como su Arte de
injuriar, o El escritor argentino y la tradición, además de tener una afable
ironía, ayudan a extirpar la mala hierba.
Me causa mucha
gracia este comentario que hizo Borges tras leer que un poeta uruguayo había
escrito el siguiente verso: “El poncho fue el primer techo que tuvo el gaucho”.
Borges dijo que le provocaba curiosidad ese “curioso techo con un agujero en el
medio”.
Heinrich Heine
era otro formidable crítico. Y perdura fuera de Alemania más como crítico que
como poeta, simplemente porque carece de buenas traducciones, pues su poesía es
excepcional. Pero ensayos como La escuela romántica o Religión y filosofía en
Alemania, son incomparables. Heine es un maestro cuando se trata de bajarles
los humos a las nulidades engreídas. Dijo del poeta francés Alfred de Musset
que su vanidad “era uno de sus cuatro talones de Aquiles”. Y en sus ensayos
literarios no temió ni siquiera arremeter contra Goethe, (“Goethe es un gran
hombre que luce el chaleco de seda de un cortesano” dijo en cierta ocasión).
Pero en ese caso específico, Heine tuvo también la generosidad de proclamar la
gloria del gran hombre de letras.
Quien más se
acercó a la definición de una buena novela es Mark Twain, tras mostrar lo que
era para él una mala novela: The Deerslayer, de James Fenimore Cooper.
En su trabajo,
James Fenimore Cooper Literary Offenses, Mark Twain se preguntaba si The
Deerslayer era una obra de arte, y respondía de inmediato que no. La novela,
decía el autor de Huckleberry Finn “Carece de inspiración. No tiene orden,
sistema, secuencia o resultado. Le falta vida, fogosidad, emoción, realidad.
Sus personajes han sido diseñados de manera confusa. Sus actos y sus palabras
demuestran que no son la clase de personas que el autor asegura que son. El
humor es patético. El patetismo es risible. Las conversaciones son… ¡oh,
indescriptibles! Sus escenas de amor resultan odiosas. El inglés que se usa es
un crimen contra el lenguaje. Aunque, si todo eso se descarta, lo que resta es
arte. Eso hay que reconocerlo”.
La tarea del albañil
es la tarea del escritor
Exigimos a un
albañil lo que nunca nos atrevemos a pedirle a un escritor. Si un albañil, como
los sabios de la Academia de Lagado, empieza a construir una vivienda por el
techo, si sus paredes quedan torcidas, o los baños se inundan por un mal
drenaje, o se levantan los pisos, de inmediato le entablamos juicio por
incumplimiento de contrato. Pero no sancionamos al sucedáneo del albañil, ese
escritor cuyas tramas son absurdas, cuyo sarcasmo es pobre, su humor incómodo,
sus dramas cursis, sus escenas de amor pornográficas y despreciables, sus
personajes marionetas, y que usan diálogos confusos para enunciar tonterías
estrictamente afines a las ideas sustentadas por el autor.
Obviamente, el
albañil es un profesional, que necesita acatar normas y procedimientos. Y el
mal narrador de prestigio es un amateur que ha descubierto la gran herramienta
para salvarse de las críticas y hacer pasar gato por liebre: la mezcla de
géneros.
La novela bifronte
Uno de los
híbridos más exitosos, al menos a nivel de la academia, es la cruza entre el
ensayo y la novela, pues puede funcionar al mismo tiempo como drama y como
parodia. Alfred Hitchcock le decía a Francois Truffaut que en la época del cine
mudo era posible alterar totalmente el guión de un filme a través del uso de
subtítulos narrativos y hablados. Como el actor sólo pretendía hablar y el
diálogo aparecía de inmediato en la pantalla, se le podían poner en la boca
cualquier cosa que al director se le antojara. Así se salvaron de la hoguera
muchas malas películas. “Por ejemplo, si el drama había sido pobremente filmado
y resultaba totalmente ridículo”, le dijo Hitchcock a Truffaut, “se le
insertaban títulos cómicos y así la película se convertía en una sátira y
lograba un gran éxito”.
En los últimos
años he tenido ocasión de leer varias novelas bifrontes donde es imposible
separar la ficción de la crítica literaria. Y el enlace es generalmente la
sátira de textos. El ensayista se disfraza de narrador, y el narrador se
envuelve en la trama del ensayo. En una de esas novelas el narrador, que es
además un narrador, nos informa que ha escrito una novela de la cual no parece
muy convencido de su calidad. Ya con el solo hecho de que el escritor se
arriesgue a incluir la narración en su narración, y la desprecie, está amparado
de la crítica. Con ese gesto, le advierte al crítico que, gracias a su ironía
–la del autor– se ha distanciado del texto y puede juzgarlo con la misma
eficacia que un crítico.
Al trabajar el
híbrido, el autor redime a su novela de lo que realmente parece ser, y de lo
que realmente es. La novela en sí está pobremente escrita y es bastante
ridícula –además de resultar terriblemente aburrida, pues es una especie de
guía turística donde invita a viajar por las mentes de los popes del
postmodernismo. Pero al insertar la noción de parodia, el autor consigue que el
híbrido funcione no como un fracaso, sino como una parodia del fracaso. El
elemento clave es el injerto de la palabra parodia. Así el autor se adelanta al
juicio del crítico, que podría considerar la novela un fracaso ausente de toda
parodia.
Como esa mujer
cuyas piernas delgadas revelan que no tendría por qué haber engordado, excepto
si se tiene en cuenta que era la única manera de ampararse de su sexualidad, el
mal novelista se recubre de las capas de grasa de diferentes textos y de la
noción de parodia a fin de bloquear la penetración del crítico o del lector.
Por supuesto,
apostar a la parodia cuando se trata de un mal texto, conlleva otros peligros.
Pues, como decía el profesor Kendall en Savage Night de Jim Thompson, la
parodia “no puede existir fuera de la enrarecida atmósfera de la excelencia. La
parodia es excelente o no es nada”. En el caso particular de la novela a la que
aludo, la parodia no es excelente.
Pero inclusive
las malas parodias se salvan, pues siguen perteneciendo al reino de la parodia.
Y en ese sentido, son como un refugio a prueba de bombardeos. Y otorgan al
autor una puerta de escape adicional: minimizar el aporte que requiere hacer de
su texto. El resto existe gracias a la veneración de sus discípulos (uno deja
de ser maestro cuando se rodea de discípulos) y a las caritativas almas de la
academia.
Afortunadamente,
hay varias herramientas para desbrozar la mala novela de la buena. Una, la más
segura, es acudir a los clásicos y comparar sus novelas con aquellas que leemos
en la actualidad. Después de leer Crimen y castigo de Dostoievski; Ilusiones
perdidas de Balzac; Bouvard y Pecuchet, de Flaubert; Rojo y Negro de Stendhal;
La guerra y la paz, de Tolstoi; Huckleberry Finn, de Mark Twain, los relatos de
Kafka, El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, El astillero, de Onetti,
cualquier relato de Flannery O´Connor, Luz de agosto, de Faulkner, y todo,
absolutamente todo Jim Thompson, nos podemos dar una idea de la buena
literatura. (Don Quijote, El sonido y la furia y A la búsqueda del tiempo
perdido son incomparables, pero es bueno aprovisionarse antes con textos que
nos ayuden a transitar sus páginas. Por ahora, mantendremos el suspenso).
Hemingway poseía
un artefacto para descubrir malas novelas: se trataba de “Un buen detector de
mierda, y a prueba de golpes”.
Faulkner usaba un
método indirecto para ayudar al lector a encontrar buenas novelas. En una
entrevista publicada en The Partisan Review explicaba que “El propósito de cada
artista es atajar el movimiento, que es la vida, por medios artificiales y
retenerlo en su inmovilidad, para que cien años después, cuando un extraño lo
observe, vuelva a moverse, puesto que es vida. Ya que el hombre es mortal, la
única inmortalidad que resulta posible para él es dejar detrás algo que es
inmortal pues siempre se mueve”.
Basta leer
cualquier novela buena, de las antes mencionadas, para verificar la aserción de
Faulkner. En todas ellas, los personajes reviven y se mueven, son agobiados por
pasiones que los zarandean como muñecos, a veces fracasan, en otras ocasiones
triunfan tras sobrellevar increíbles peripecias. Suelen comenzar generalmente
como perdedores, y terminan triunfando, o al menos, triunfando sobre sus
propias debilidades y carencias. Tras cerrar las páginas de cualquiera de esas
novelas, algo ha cambiado en nosotros, algo que nos purifica de muchas
dolencias, reales o imaginarias (Balzac, en su lecho de muerte, no pedía la
visita de su médico de cabecera, sino del médico que aparecía en una de sus
novelas) y nos brinda optimismo y esperanzas, como toda gran tragedia.
La última
instancia a la que puede acudir el lector ante un texto que le disgusta y que,
sin embargo, la mayoría aprueba de manera incondicional, es el coraje de sus
convicciones, y la defensa de su desencanto. Siempre puede apelar al saludable
escepticismo de la princesa Miagkaya. En vez de creerse un idiota por no
descubrir el genio del autor que otros alaban, debe pensar que el idiota es el
autor. Una de dos, como hubiera dicho la
terrible princesa, “O él es un idiota, o la idiota soy yo. Y como nadie puede
decir de sí mismo que es un idiota...”
MUY BUENOS DÌAS SEÑOR ZICHMAN, ES DE PARTE DE RCR(RADIO CARACAS RADIO) LO INVITAMOS A REALIZARLE UNA ENTREVISTA POR VÌA TELEFÒNICA A LAS 8:18 AM PARA EL PROGRAMA GOLPE A GOLPE CON EL SEÑOR ROBERTO GIUSTI( ANCLA DEL PROGRAMA GRADO 33 DE GLOBOVISIÒN) Y FAUSTO MASSÒ QUE ES DESDE LAS 8:00 AM A 9:00 AM. SI NOS LAS CONCEDE POR FAVOR DEJAR SU NÙMERO Y CÒMO DESEA SER PRESENTADO AL ESTUDIO AL CORREO:noresky.manzano@gmail.com...LO ESTAREMOS ESPERANDO
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