Mario Szichman
“En estas grandes
épocas, que yo conocí cuando eran así de pequeñas; que volverán a ser pequeñas
siempre que exista tiempo para ello … En estas épocas en que ocurren cosas que
no pueden ser imaginadas, y en que aquello imposible de ser imaginado volverá a
ocurrir …. En estas épocas circunspectas que se han muerto de risa con sólo
pensar que un día podrían llegar a ser circunspectas… No esperen de mí una sola
palabra que me pertenezca… sólo aquellas que parcamente impiden al silencio ser
mal interpretado”.
Karl Kraus
.
La mayoría de los escritores que
admiro fueron también periodistas: Balzac, Dickens, Dostoievski, Hemingway,
Vassily Grossman, Jim Thompson, Norman Mailer. Cuando empecé a escribir, a
mediados de la década del sesenta, estaba en pleno auge la novela de non
fiction, cuyo ejemplo más perdurable es In Cold Blood, de Truman Capote. Y la
discusión estaba ladeada hacia el lado del periodismo. Muchos intelectuales
habían decidido que la novela estaba muerta. (Cada veinte o veinticinco años,
algún intelectual, en un momento de ocio, decide que la novela ha muerto).
Por cierto, hay efectos que sólo
el periodismo logra de manera óptima. Balzac decía en La piel de zapa, “Entre
todos los libros que sobrenadan en el océano de las literaturas, es imposible
encontrar uno solo que pueda competir con estas dos líneas:
Ayer, a las cuatro de la tarde,
una joven se precipitó al Sena desde el puente de las Artes”.
El problema con el periodismo es
de otra índole: cada aseveración exige ser respaldada por hechos, obligando a
colocar en la trastienda actos y
sentimientos arduos de expresar, inclusive por razones de pudor. Tal vez sería
bueno que los autores de non fiction suministren una vuelta de tuerca y vuelvan
a recuperar la mirada del narrador.
EL ROL DEL BUFÓN
Juan Domingo Perón solía decir
que en épocas de inflación los salarios subían por la escalera, y los precios
por el ascensor. Lo mismo podría aplicarse a la política y a los nuevos
personajes que han surgido en las últimas décadas. El periodismo ha tratado de
seguir las peripecias de los autócratas por la escalera, cuando éstos han
preferido el ascensor. Y el desfasaje se nota. El periodismo usa escasos héroes
de la literatura para describir a un político. A veces, se limita a marcar un
gesto.
Se suele decir que un político
tiene ambiciones napoleónicas, o que sufre del síndrome de Sísifo. Un político
es adusto, y el otro es cordial. Pero ¿Cuántos periodistas han usado la palabra
“bufón”, o “militar fanfarrón” para describir a un gobernante? Y, al eliminar
categorías que no pertenecen al arte de gobernar sino a la literatura, muchos
elementos capaces de definir a un político resultan inescrutables. Inclusive
sus destellos de locura. Sólo la ficción puede ampliar nuestra comprensión de
un personaje.
Un ejemplo: siempre me han
aterrado los payasos. Y no debo ser el único. Una de las mejores novelas de
Stephen King, It, es la historia de un afable payaso que asesina niños. Pues
bien, el histrión político es un derivado del payaso. Y estoy convencido que un
niño puede detectar mejor que un adulto lo temible que puede ser un político
con rasgos de bufón.
Pero, como los adultos olvidan
rápido, ahí están los personajes del teatro griego y romano recordando el molde
en que se siguen vaciando los seres humanos. El miles gloriosus, el militar
fanfarrón, se puede contemplar en las magníficas comedias de Plauto, del mismo
modo que en las obras de Aristófanes perdura el gracioso de turno, cuya única
misión en la vida parece ser la de ordenar a algún niño “Mantén erecto el
falo”. (El falo era un elemento indispensable en las procesiones religiosas. Se
trataba generalmente de un artilugio de madera dotado de partes movibles que lo
hacían alzarse y bajarse, revelando su fecunda labor).
El histrión político más famoso
del teatro universal es Cleón, un demagogo ateniense jefe del partido
belicista. Aristófanes lo ridiculizó en su obra Los caballeros. Se trataba de
un personaje bastante peligroso y vengativo. La leyenda dice que ningún actor
se atrevió a personificarlo, y fue el propio Aristófanes quien debió asumir la
tarea.
Durante el siglo veinte, el
histrionismo político, o la bufonería, parecía el patrimonio de la derecha
populista. Basta ver documentales de Adolfo Hitler o de Benito Mussolini para
verificarlo. La desagradable gesticulación, los ojos en blanco, los ademanes de
desdén, la ampulosidad, el pasearse por el estrado con los puños recostados en
las caderas, son el inevitable séquito de sus temibles payasadas.
Es difícil asociar la bufonería
política con la izquierda, o con lo que se proclama izquierda. Los personajes
de izquierda más famosos del siglo veinte eran generalmente adustos,
terriblemente aburridos. Y el periodismo podía seguirlos tranquilamente por las
escaleras… Hasta que en el año 1998, Hugo Chávez Frías comenzó a usar el
ascensor.
EL ANTES Y EL DESPUÉS
La escena más erótica de Ana
Karenina transcurre entre bastidores. Es
la reconciliación entre Stiva Oblonsky, el hermano de Ana Karenina, y su
esposa, Dolly.
Stiva ha engañado a su esposa, y
Ana le pide a la mujer que perdone a su hermano. En las novelas modernas, la
reconciliación entre Stiva y Dolly se llevaría varias páginas de tórridas
escenas de amor. Pero Tolstoi era más sabio. He aquí cómo la describe:
“Luego de la cena, cuando Dolly
se dirigió a su cuarto, Ana se alzó rápidamente de su asiento y se dirigió a su
hermano, que estaba encendiendo un cigarro.
“–Stiva– le dijo Ana –Ve y que
Dios te ayude.
“Él arrojó el cigarro,
entendiendo lo que quería decir Ana, y se alejó a través de la puerta del
pasillo”.
Eso es todo. Tolstoi permitía al
lector imaginar lo que ocurriría luego. El escritor no creía que los lectores
eran como los osos Panda, que necesitan ser arrastrados a todas partes,
inclusive cuando se trata de consumar el acto sexual, porque son demasiado
flojos para sospecharlo por su cuenta.
Y si el lector desea otro ejemplo
del antes y el después vinculado al erotismo, puede revisar Vértigo, de Alfred
Hitchcock. Al comienzo de la película, James Stewart, en el papel de un
detective, debe seguirle los pasos a Kim Novak, una mujer con presuntas
tendencias suicidas. En determinado momento la mujer se lanza al agua, en la
bahía de San Francisco, y el detective la rescata. La siguiente escena muestra
a Kim Novak yaciendo aparentemente desvestida en la cama del detective. Un
moderno cineasta hubiera dedicado medio hora a mostrar cómo el detective
desnudaba a Kim Novak. Hitchcock se limitó a mostrar el después: las húmedas
ropas de la frustrada suicida secándose en la cocina.
SADISMO Y SUSPENSO
Hay otra clase de antes y después que se
vincula no con el erotismo sino con el sadismo. Y un buen ejemplo son los “Aló,
Presidente” que Chávez propinaba a sus compatriotas. Un periodista, obviamente,
debía limitarse a reseñar el evento, un monólogo interminable donde el jefe de
estado cantaba, decía chistes –lo que él suponía que eran chistes, generalmente
para burlarse de alguien– filosofaba, hacía análisis históricos, y opinaba
sobre todo, absolutamente sobre todo, porque nada humano o inhumano le era
ajeno.
(Por cierto, las reflexiones de
Chávez perdurarán. El 19 de abril de 2013,
el nuevo presidente de Venezuela Nicolás Maduro anunció durante la
asunción del mando la creación del Instituto de Altos Estudios del Pensamiento
de Hugo Chávez).
Cada vez que algunos de mis
amigos mencionaba los “Aló, presidente” yo recordaba La fiesta inolvidable, un
filme protagonizado por Peter Sellers. En una escena, el protagonista intenta
ir al baño, pero para hacerlo debe atravesar un salón repleto de personas que
frenan su ingreso formulándole toda clase de preguntas. Y luego, quienes
impiden que se alivie son los miembros de una orquesta, que lo incitan a
bailar.
La fiesta inolvidable permitía
recordar que el ser humano, además de corazón, tiene esfínteres. Chávez, con su
“Aló, presidente”, parecía ignorarlo. Pero ¿realmente lo ignoraba? ¿O gozaba en
el simulacro de la ignorancia? Lo cierto es que cada uno de sus monólogos
creaba un suspenso intolerable. Y obligaba a los periodistas a pensar preguntas
incómodas que no osaban formular en voz alta. Un narrador podría crear una
excelente novela simplemente usando como tema, y como escenario, los “Aló,
presidente” de Hugo Chávez. ¿Cuál era el antes y el después de esos ciudadanos
que asistían al evento? ¿Qué ocurría si alguno de ellos padecía de la
enfermedad que aquejaba a uno de los reos en la cuerda de presos liderada por
el Ginesillo de Pasamonte? ¿Existía algún tipo de logística para enfrentar las
seis, siete, o diez horas de monólogo? Sólo un narrador era capaz de imaginar
la compleja situación, o estar en
condiciones de diagnosticar la personalidad psicopática del personaje principal
de esa comedia de equivocaciones.
ASCENSORES Y DECADENCIA
Uno de los periodistas que han
tratado de recuperar la visión del narrador es Rory Carroll, quien acaba de
publicar Comandante: Hugo Chávez’s Venezuela (Penguin Press, 2013). La revista
británica The Economist dijo que se trataba de la “estimulante biografía de un
gran empresario teatral y de un mal presidente”. Yo diría que Carroll,
corresponsal en Caracas del periódico londinense The Guardian entre el 2006 y
el 2012, ha hecho algo más: ha cruzado el umbral del periodismo para internarse
en el territorio de la literatura. Su reseña de los años de Chávez en el poder
es, en sus mejores páginas, una mezcla de El otoño del patriarca y de El
general en su laberinto.
En vez de llenar su libro de
datos, Carroll enfoca su mirada en la decadencia que presidió Chávez durante la
época más próspera de la historia de Venezuela. (No olvidemos que la
decadencia, tan importante en la narrativa, es casi superflua en el
periodismo). La decadencia, además de marcar el transcurso del tiempo, lo tiñe
de tragedia. El paradigma es el cuento de Poe The Fall of
the House of Usher. Las marcas de la decadencia en la mansión de los
Usher se reflejan en sus cuarteadas paredes, en sus ventanas que recuerdan
ojos. La mansión parece existir exclusivamente para hundirse en la agonía.
La literatura gótica del Deep
South de Estados Unidos se resume completa en esa narración. Sin la mansión de
los Usher es difícil concebir la narrativa de Faulkner, especialmente la
familia Compson, o el cuento A Rose for Emily.
Hay algo perverso en la
decadencia. No hay decadencia sin incesto, con su secuela de lacras morales, y
de abandono físico. Los muros no son reparados, los jardines cesan de ser
cuidados. Y una decadencia similar asoló los últimos años de Hugo Chávez Frías
en esta tierra.
Como el general en su laberinto,
como el patriarca en su otoño, Chávez se atrincheró en la decadencia. Bajo su
gobierno, los funcionarios adquirieron las destrezas que cuadraban a caudillos
empobrecidos del siglo diecinueve, aunque se forraran los bolsillos como
magnates del siglo veintiuno. Eso no lo podían revelar los periodistas de ronda
en el palacio de Miraflores. Sólo pudo hacerlo alguien como Carroll, más
nutrido en la tarea de narrar que en la de informar.
El contraste entre la Venezuela
petrolera y el caudillo que presidió su derrumbe da una buena idea de por qué
asigno tanta importancia a la mirada del narrador. Decir que durante la pasada
década Venezuela nadaba en la abundancia es hablar con discreción. Decir que la
abundancia de dinero lejos de resolver los problemas económicos los agravó, es
minimizar el problema. Esa nave llamada Venezuela está filtrando agua desde la
proa hasta la popa.
¿Cómo es que se llegó a esa
situación? El libro de Carroll da una respuesta: el estilo de gobierno de
Chávez fue el desgobierno. Su método de administrar consistía en querer
resolver problemas echando ministros o creando nuevos ministerios. En el curso
de una década, 180 ministros pasaron por Miraflores. Chávez estaba en todas
partes, y no estaba en ninguna. Un productor del programa de televisión Aló
Presidente, dijo al autor del libro que el fallecido presidente venezolano
hasta elegía los lugares donde había que grabar, los ángulos de la cámara, los
temas y los invitados.
Y como nadie se animaba a
contradecirlo, era imposible mantener el orden en el programa, o grabarlo en el
horario estipulado. Y así actuaba Chávez en todas partes. Él impedía a los
profesionales dedicarse a sus tareas, pues sabía de todo, opinaba sobre
todo, y controlaba todo, hasta las
humildes necesidades de los invitados al programa.
“Aló, Presidente era más bien una
especie de lotería”, dijo el productor del programa. “Cada uno llamaba para
obtener un empleo, una casa, algo. Así no se gobierna un país”. Bueno, era
posible hacerlo, pues Chávez contaba con la ventaja de que las arcas del estado
eran de su exclusivo control, aunque era un pésimo administrador.
Y de esa manera, ese
“autoritarismo caótico” que presidió la gestión de Chávez concluyó en lo que es
hoy Venezuela. Un país con puentes que se caen a pedazos, refinerías que
estallan, una inflación incontrolable, un desabastecimiento que sólo existe en
naciones sin poder central, y tasas de asesinatos que recuerdan a guerras
civiles de baja intensidad. Pero el pormenor que señala Carroll me parece más
significativo que el desplome de la infraestructura de Venezuela. Es un detalle
difícil de evaluar por un periodista, y que sólo puede provenir de un narrador:
Al final, dice Carroll, inclusive el palacio de Miraflores empezó a caerse a
pedazos. Había filtraciones de agua en el ascensor privado del jefe de Estado.
El patriarca en su otoño, el comandante en su laberinto, empezó a ser rodeado
por la decadencia en su mar de la felicidad.
Un periodista puede trazar un
panorama, es cierto, pero se trata de un fresco bidimensional. Para que el
cuadro adquiera no sólo extensión, sino además profundidad, resonancia y
complejidad, el periodista necesita adquirir la mirada del narrador.
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