Mario Szichman
Segunda parte
Concluí la primera parte de este trabajo
aludiendo a las imágenes que dieron origen a mi novela Los años de la guerra a
muerte. También señalé que en la segunda
parte hablaría de la violencia engendrada por la palabra y de la reelaboración
del pasado por parte de ensayistas que intentan adaptar la historia a las
necesidades políticas de los autócratas de turno. Pero hay todavía una imagen a
la que desearía retornar pues se vincula con la composición de la novela, y con
el oficio de escritor.
Es mi experiencia que los relatos
se escriben de adelante hacia atrás. O, como decía Karl Kraus, “la meta es el
origen”. El escritor intenta trazar un camino hacia el futuro, y es
indispensable, si no desea confundirse o confundir al lector, que conozca por
anticipado su destino. En su avance puede internarse en caminos secundarios,
pero debe saber dónde concluirá la peripecia de cada uno de sus protagonistas,
si serán desdichados o felices, si perdurarán o perecerán. Inclusive a veces el
escritor hace trampas al lector. En The Naked and the Dead, Norman Mailer
construyó un protagonista que por sus atributos debía llegar al final de la
novela, e inesperadamente, lo mató antes de llegar a la página cien. Fue toda
una hazaña para Mailer crear otro protagonista que condujera la novela hasta su
conclusión.
En Esperando a Godot, uno de los
protagonistas de la obra de Samuel Beckett le pregunta a su compañero: “¿Y tú,
para que sirves?” y el compañero le responde: “Para armar una réplica”.
Cuando Los años de la guerra a
muerte era todavía A work in progress, mi obsesión principal se relacionaba con
esas dos cabezas que el Diablo Briceño ordenó cercenar de los troncos de dos
ancianos españoles. La decapitación de los ancianos había sido precedida por la
violencia de la palabra. Primero, con la proclama de la guerra a muerte
propagada por Briceño el 16 de enero de 1813, donde divulgó el plan que había
aprobado su oficialidad para “destruir en Venezuela la raza maldita de los
españoles europeos”, y luego con el inciso noveno de su plan, que enunciaba:
“Se considera mérito suficiente para ser premiado y obtener grados en el
ejército presentar un número de cabezas de españoles–europeos, incluso los
isleños. Y así, el soldado que presentare veinte será ascendido a Alférez vivo
y efectivo; el que presentare treinta, a Teniente, el que, cincuenta, a
Capitán; etc.”
Desde el punto de vista del
historiador es mucho más truculento el inciso noveno del plan de Briceño que su
decisión final de cortarles las cabezas a dos españoles. Pero desde el punto de
vista del novelista, dos cabezas ofrecen más posibilidades narrativas que
veinte, treinta o cincuenta. Stalin decía que una muerte es una tragedia, y un
millón de muertos son una estadística. La novela, como el teatro, sigue siendo
un arte minimalista. Creo que el Diablo Briceño –que por cierto adquirió su
sobrenombre en la infancia, cuando interpretaba una obra de teatro– tenía una
veta dramática. Y optó por enviar una cabeza a Simón Bolívar, la otra al
coronel Manuel del Castillo y Rada, segundo jefe de las fuerzas de la Unión
Granadina, porque sabía que de esa manera podría señalar mejor su irreparable
gesto. Al menos el coronel granadino reaccionó pegando el grito en el cielo. “Me ha estremecido el acto violento que Usted
ha ejecutado hoy en San Cristóbal”, le escribió a Briceño, “pero me ha
horrorizado más el que deponiendo todo sentimiento de humanidad, haya Usted
comenzado a escribir su carta con la misma sangre que injudicialmente –así
figura la palabra– ha derramado, y que me haya remitido la cabeza de una de las
víctimas”.
Casi un mes después, el 5 de mayo
de 1813, Simón Bolívar recibió otra de las dos cabezas de españoles y exigió a
Briceño que entregara su mando y sus armas. Pero Briceño lo desobedeció y
decidió presentar pelea a los españoles. El corolario fue que luego de una
escaramuza, algunos españoles apresaron a Briceño, y poco después, tras un
sumario consejo de guerra, fue fusilado.
Lo primero que me impresionó de ese
episodio fue algo banal: ¿Por qué si el Diablo Briceño despachó ambas cabezas
de españoles el mismo día, le llegaron a Bolívar un mes más tarde que a
Castillo? Y eso me hizo pensar en algo más inquietante. ¿Cómo empacó El Diablo
Briceño esas cabezas para que llegaran intactas a Castillo primero, a Bolívar
casi un mes después? Seguramente debía existir un proceso para la conservación
en tránsito de mercancía perecedera.
Pido disculpas por esta
involuntaria ironía. A veces, el narrador se ve obligado a analizar hechos
tétricos con cierto desapego cercano a la crueldad. Y es por eso que mi
siguiente acción, tras pensar en ese crucial episodio en la vida de Antonio
Nicolás Briceño, fue estudiar, en libros de tecnología y de ciencia, los
métodos utilizados en el siglo dieciocho para preservar productos en
tránsito.
Y así tropecé con El
Hombre de Hielo.
Obviamente, El Hombre de Hielo,
que tiene un papel protagónico en Los años de la guerra a muerte, es un ser
ficticio. Pero está basado en un personaje real, que descubrí por casualidad en
un libro bastante alejado de mis pesquisas literarias, y cuyo tema central era
el desarrollo de la industria frigorífica en los Estados Unidos.
Debo señalar que existió un
ambicioso empresario de Boston que cosechaba hielo en las orillas del lago
Kennebec, en Maine, y luego lo vendía en regiones tropicales, como el Caribe o
la India. El empresario se llamaba Tudor, y decidí incorporarlo a la novela
cambiándole el nombre por el de A. J. Stuart. No hay muchos rasgos que subsistan
de Tudor en Los años de la guerra a muerte. La investigación histórica indica
que visitó Cuba por los años en que en la Capitanía General de Venezuela se
libraba la guerra a muerte. Yo lo hice viajar a Venezuela. Se trata de una
licencia narrativa, pues necesitaba que Tudor, alias A. J. Stuart, fuese
incorporado a la novela. Él contaba con la destreza necesaria para embalar esas
cabezas cercenadas a fin de que llegasen a sus destinatarios bien preservadas.
Al principio, pensé en utilizar a
ese americano de Boston simplemente para que empacara las cabezas de los
españoles. Pero ese personaje era tan atrayente que fue creciendo en el proceso
de escritura. Lo que lo hacía tan interesante era su inhumana lógica para
resolver problemas de tecnología. En nuestra literatura latinoamericana no
abundan los personajes que trabajan, que luchan y doblegan la materia. Y
mostrar la faena de los seres humanos es siempre apasionante, tanto para el
escritor como para el lector.
Si Robinson Crusoe nos sigue
deslumbrando, es porque Daniel Defoe mostró las tareas del náufrago (Jim
Thompson era otro maestro describiendo labores manuales). He leído varias
veces, cada vez con más interés, los capítulos en que Robinson Crusoe
desarrolla un método para elaborar y cocer el pan, o describe sus fracasos al
intentar fabricar un barril. Creo que la descripción del fracaso es aún más
interesante, pues plantea un desafío.
A.J. Stuart surgió casi
mágicamente de una necesidad. Y prosperó como personaje gracias a ella. En una
novela hay siempre varias casillas vacías. Y llega un momento en que el
narrador necesita llenar algunas de ellas para que avance la narración. Es un
poco lo que ocurre con la pintura. Dicen que Goya tenía bocetos de figuras que
solía repetir en diferentes contextos. A veces era un caballo encabritado, a
veces un rostro semi oculto, como el que aparece en su retrato de la familia de
Carlos IV.
Por cierto, otro personaje que al
principio no estaba programado para aparecer en mi última novela, Eros y la
doncella, finalmente adquirió un papel protagónico tras consultar a la
profesora Carmen Virginia Carrillo, la editora del texto. Se trata del general
Francisco de Miranda. Y si hago mención a ello es para cuestionar la idea de
que la narrativa es un oficio solitario. En todas mis novelas varias personas
han participado brindándome consejos. Y la mayoría eran excelentes. También
intervinieron editores, un oficio que en Estados Unidos y en Europa corre a
cargo de profesionales. Estoy seguro que tanto Dostoievski como Stendhal se
hubieran ahorrado dolores de cabeza si un buen editor los hubiera asesorado
durante sus angustiosas jornadas en que estaban aquejados de writer´s block.
Las palabras y los
hechos
Hubo también elementos
lingüísticos e históricos que me ayudaron a trabajar el texto de Los años de la
guerra a muerte. Uno de ellos es el verbo de la violencia, el otro, la
transformación del pasado.
Sabemos que si bien las palabras
nunca son inocentes, en ocasiones pueden traer consecuencias devastadoras, tal
como lo indicó J. L. Austin en su libro How To Do Things With Words. Si alguien grita fuego en un teatro repleto
de espectadores, las consecuencias pueden ser letales. Y el decreto de guerra a
muerte es otra demostración de que las palabras no se las lleva el viento. Como
los españoles creían en la palabra de honor de Antonio Nicolás Briceño y de
Simón Bolívar, se armaron para resistir el decreto, e inclusive para cometer
enormes tropelías, como las realizadas por los jefes realistas Eusebio
Antoñanzas y Antonio Zuazola.
Por supuesto, también existe la
contrapartida a la palabra de honor, y es la palabra devaluada. Y esa palabra
puede causar estragos tan grandes como las palabras de honor. América Latina
tiene una larga historia de corridas bancarias causadas en ocasiones por la
palabra devaluada de alguno de sus funcionarios. Basta que un ministro de
Economía asegure a los ahorristas que el mercado financiero está más sólido que
nunca y que el gobierno protege hasta el último céntimo de los depósitos
bancarios, para que todo el mundo corra al banco a sacar sus depósitos y vaciar
sus cajas de seguridad.
Pero tanto las palabras del
Diablo Briceño como las de Simón Bolívar estaban muy bien cotizadas, pues ambos
jefes patriotas eran hombres dignos. Los españoles no se llamaron a engaño. Curiosamente,
quien hasta último momento creyó que el decreto de guerra a muerte enunciaba
frases devaluadas fue El Diablo Briceño. En el interrogatorio a que fue
sometido en Barinas por el fiscal José Martí, Briceño dijo que su proclama
contra los españoles “era un ardid militar”, que tenía como propósito inducir a
los españoles “a que abandonasen el país sin gran efusión de sangre”.
La propuesta de acabar con los
españoles, añadió Briceño en su declaración, eran “menos con ánimo de
cumplirlas que con el de concluir la guerra a poca costa”. Inclusive, dijo,
había dado órdenes a sus hombres “para no matar sino a los que se resistiesen
en la acción de guerra”.
La reinvención del
pasado
Preston King, en su libro Thinking Past a
Problem, señala que los historiadores pueden “apropiarse de tramos del pasado”
a fin de narrar un episodio escasamente relacionado con la realidad.
Uno de los problemas más
difíciles para el historiador es determinar cuándo comienza y concluye una
época. Obviamente, la Revolución Francesa no concluyó cuando Napoleón se
apropió de sus banderas para traicionarla y coronarse emperador. Ni puede
decirse que la Revolución Bolchevique haya concluido con las purgas de Stalin.
Pues el legado de ambas revoluciones, en materia de política, de economía,
inclusive de teoría del poder, trasciende a quienes pretendieron alterar su
curso.
Tampoco el mito napoleónico
concluyó con la derrota de Bonaparte en Waterloo. Si Luis Napoleón Bonaparte
logró encaramarse en el gobierno de Francia en 1848, treinta y tres años
después de la derrota de su tío, es porque el mito napoleónico seguía teniendo
vigencia, al punto que un nombre que contaba con los emblemas de la época más
gloriosa de Francia justificó primero un presidente y luego un emperador.
Pero en el caso de la guerra a
muerte, es más arduo apropiarse del tramo del pasado para hacerle decir a la
historia lo que no fue. Tanto la proclama de la guerra a muerte por parte de
Briceño como de Bolívar, data de 1813. La de Briceño, de enero de 1813, la de
Bolívar, de aproximadamente junio de ese mismo año, aunque el Libertador divulgó
más de una proclama. Tres años más tarde, fue el Libertador quien anunció el
fin de la guerra a muerte. Suponemos que si el Diablo Briceño hubiera estado
vivo, se hubiera sumado a la iniciativa de Bolívar, pues era un político, no un
carnicero.
El 6 de julio de 1816, Simón
Bolívar dijo en su proclama de Ocumare: “La guerra a muerte que nos han hecho
nuestros enemigos, cesará por nuestra parte: perdonaremos a los que se rindan,
aunque sean españoles... ningún español sufrirá la muerte fuera del campo de
batalla”. Y en los años siguientes, según dijo José Gil Fortoul en su Historia
constitucional de Venezuela, Bolívar no perdió oportunidad de “reparar las
consecuencias de su error”. Gil Fortoul mencionó en su libro una carta que
Bolívar escribió a uno de sus oficiales el 17 de febrero de 1818. Decía
Bolívar: “la política, de acuerdo con la humanidad, me ha movido a suspender la
ejecución de la guerra a muerte; y la experiencia ha empezado a manifestarnos
las ventajas de esta medida: más de 200 españoles se han pasado a nuestro
ejército después que se les ha hecho saber la clemencia con que se les
recibe...”
Bolívar y Briceño: El
jano bifronte
El decreto de guerra a muerte ha
generado, básicamente, dos controversias. La primera ha intentado oponer la figura
de Briceño a la de Bolívar. La segunda tuvo como propósito torcer el brazo a
varios historiadores para justificarla plenamente, pues había sido refrendada
por Bolívar.
Con respecto al primer punto, es
afortunado que Venezuela se haya engalanado con brillantes intelectuales que
portan el apellido Briceño, y varios de los cuales intentaron limpiar la
vapuleada imagen del más famoso de ellos.
En 1884, uno de los familiares de
Briceño, el doctor José de Briceño, publicó los “Apuntes Biográficos de Antonio
Nicolás Briceño”, intentando enmendar la plana. Y luego, José Briceño le
escribió a su primo, el presbítero Manuel Antonio Briceño, diciéndole que “el
famoso Antonio Nicolás Briceño, primer mártir de nuestra independencia, el
fogoso constituyente de 1811, en el Primer Congreso de la República, derrama
sangre en patíbulo y los historiadores patrios le apellidan asesino porque
declaró la guerra a muerte. A Bolívar le llaman Salvador de la Patria porque en
el mismo año declaró la guerra sin cuartel y en el mismo día que fusilaban a
Briceño en la ciudad de Barinas”.
La objeción planteada por el
doctor José de Briceño es muy plausible. O se condena simultáneamente a Briceño
y a Bolívar por el decreto de guerra a muerte, o se indulta a ambos. Pero
muchos historiadores oficiales se han inclinado por absolver a Bolívar y
condenar a Briceño, creando un dilema que en ocasiones se ha intentado resolver
desde el poder.
De ahí la mención que hago al
jano bifronte en el decreto de guerra a muerte. Una cabeza pensante es la de El
Diablo Briceño. Pero la otra es la de Simón Bolívar quien, aunque rechazó el
envío que le hizo Briceño de la cabeza de un anciano español, no repudió el
decreto de guerra a muerte.
Bolívar era un genio de la
propaganda política. Y su decreto de guerra a muerte debe mucho a la proclama
de Antonio Nicolás Briceño. Bolívar se limitó a pulir las aristas del documento
de Briceño, haciéndolo más atractivo. Es una lástima que Bolívar no viva en
este siglo, pues podría aportarnos sus correcciones de estilo, que
embellecerían muchos textos anodinos.
No hay nada que resuene más en
las mentes de los venezolanos que algunas frases del decreto de guerra a
muerte. Es cierto, el Diablo Briceño lo dijo primero, pero no lo dijo con el
apocalíptico énfasis de Bolívar. El Libertador eliminó algunos párrafos de la
proclama de Briceño, y elevó los decibeles de su retórica, hasta crear un texto
difícil de olvidar, especialmente la parte en que señala: “Españoles y
canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis
activamente en obsequio de la libertad de Venezuela. Americanos, contad con la
vida, aun cuando seáis culpables”.
Cuestionar desde el
presente
En ese sentido, es atractivo
observar cómo la reelaboración del pasado da lugar a controversias. Un ejemplo
es el debate en torno al decreto de guerra a muerte generado por algunos
ensayistas venezolanos durante las últimas décadas del siglo XIX.
El régimen presidido por el
ilustre americano, regenerador y pacificador de Venezuela, general Antonio Guzmán
Blanco, como se autoproclamaba, controló el país, con intermitencias, entre
1870 y 1887. En esa época Guzmán Blanco no sólo glorificó su figura, sembrando
monumentos que llevaban su rostro, sino que contribuyó a la consolidación del
culto bolivariano.
Guzmán Blanco era un ardoroso
defensor del decreto de guerra a muerte. Por lo tanto, cuestionar ese decreto
equivalía a atacar a Guzmán Blanco. Y algunos intelectuales, críticos de su
gestión, pusieron en tela de juicio el decreto, en parte para enfrentarse al
régimen del ilustre americano.
En cierto modo, es lo que ocurre
en esta década con el anti-bolivarianismo. Por qué no soy bolivariano, un libro
del excelente ensayista Manuel Caballero, es un claro ejemplo. Por supuesto,
Caballero no era anti-bolivariano. Reconocía los méritos de Bolívar. Pero su
anti-bolivarianismo era una manera de criticar al presidente Hugo Chávez. Es
bueno señalar ese punto, pues explica que la historia es maleable, y el
presente suele alterar la visión del pasado.
Si seguimos discutiendo las
ventajas o desventajas del decreto de guerra a muerte es porque continúa siendo
historia viva, que alinea procesos e ideologías políticas. Lo analizamos desde
el presente, intentando acomodar un pasado todavía vigente, como lo demuestran
esos funcionarios públicos que, arropados en uniformes bicentenarios quieren
hacernos creer que lo negro es blanco. Y ese decreto de guerra a muerte tiene
defensores y censores. Cada uno parcela la historia en tramos diferentes. Unos,
para asegurar que el decreto estimuló la causa de la independencia, otros, para
demostrar que la retrasó.
Es bueno subrayar que la polémica
sobre el decreto de guerra a muerte registrada en la época de Guzmán Blanco
tuvo un interesante derivado. Los ensayistas más destacados de esa época, entre
ellos Juan Vicente González, Felipe Tejera y Eduardo Blanco, cuestionaron el
decreto. Tal vez el más belicoso fue Juan Vicente González, quien señaló en su
biografía de José Félix Ribas: “La guerra a muerte, o llámese el terror de los
años de 1813 y 1814, lejos de ser un medio de victoria fue un obstáculo
insuperable para conseguirla: ella creó a la República millares de enemigos en
lo interior, le arrebató las simpatías exteriores; hizo bajar al sepulcro en
dos años a 60.000 venezolanos, formó a Boves, y fue causa de los desastres de
la Puerta y Úrica”.
El más moderado de los críticos
de ese decreto, y el más empecinado, fue Felipe Tejera. Santiago Key Ayala
contó que Guzmán Blanco trató de comprar la conciencia del historiador. Sólo
pedía a cambio que Tejera en su Compendio de Historia de Venezuela, “borrase la
opinión condenatoria de la guerra a muerte y prolongase la historia hasta los
días contemporáneos” para que incluyera a Guzmán Blanco en esa historia. Según
Key Ayala, Guzmán Blanco le prometió a Tejera que si acataba sus imperiosas
sugerencias, “el libro sería declarado texto de obligatoria enseñanza en los
planteles oficiales”. Tejera se negó a satisfacer las condiciones. Aunque
Guzmán “no le guardó por ello rencor personal, abrió campaña contra el libro,
so capa de defender a Bolívar”. Y si bien en la época de Guzmán Blanco no había
cadenas nacionales por radio y televisión, ni “Aló presidente”, ser cuestionado
por el líder máximo debió ser difícil de sobrellevar.
El narrador se queda
con la última palabra
No querría concluir este trabajo
sin aludir a una pregunta que a veces me formulan, y no siempre con amabilidad:
¿Por qué mis novelas históricas se centran en Venezuela y no en Argentina, mi
país de origen?
Para decirlo con franqueza: uno
necesita admirar a los héroes. Y la mayoría de los héroes que me hicieron
conocer los manuales de historia argentina o me causaban una gran somnolencia,
o parecían sepulcros encalados. Es una suerte que Venezuela, además de contar
con próceres, abundase en héroes de carne y hueso.
No ignoro que existe una
adoración por Bolívar que lejos de agrandarlo sirve para empequeñecerlo. Por
suerte, hasta un prócer del calibre de Bolívar es capaz de tolerar ese
fastidioso culto, que lo obliga a sobrellevar una incómoda inmortalidad.
Bolívar fue un hombre cuya vida estuvo plagada de
contradicciones, de tremendos errores. Pero lo salvó su humanidad, impidiendo
que se convierta en un héroe de estampas religiosas.
Nunca me han gustado los héroes
que reaccionan como doncellas a las que han alzado el vestido cuando alguien
pone en duda su honra o su honor. Prefiero héroes de carne y hueso que supieron
superar sus propios defectos, y que nunca aceptaron la derrota. Me gusta un
héroe que me diga, como Bolívar: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra
ella y haremos que nos obedezca”. Quiero héroes cuyo propósito sea tomar el
cielo por asalto, no rentistas que tras renunciar históricamente pasan una
tranquila vejez aguardando de perfil a que los llamen para resolver los
problemas de su país. Y además, me gusta escribir sobre Venezuela: una patria
que, para repetir otra frase de Bolívar, siempre fue caribe, y nunca boba.
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