lunes, 15 de abril de 2013

EL JANO BIFRONTE DE LA GUERRA A MUERTE: LAS DOS CABEZAS DEL DIABLO BRICEÑO




Mario Szichman

Segunda parte

 Concluí la primera parte de este trabajo aludiendo a las imágenes que dieron origen a mi novela Los años de la guerra a muerte.  También señalé que en la segunda parte hablaría de la violencia engendrada por la palabra y de la reelaboración del pasado por parte de ensayistas que intentan adaptar la historia a las necesidades políticas de los autócratas de turno. Pero hay todavía una imagen a la que desearía retornar pues se vincula con la composición de la novela, y con el oficio de escritor.
Es mi experiencia que los relatos se escriben de adelante hacia atrás. O, como decía Karl Kraus, “la meta es el origen”. El escritor intenta trazar un camino hacia el futuro, y es indispensable, si no desea confundirse o confundir al lector, que conozca por anticipado su destino. En su avance puede internarse en caminos secundarios, pero debe saber dónde concluirá la peripecia de cada uno de sus protagonistas, si serán desdichados o felices, si perdurarán o perecerán. Inclusive a veces el escritor hace trampas al lector. En The Naked and the Dead, Norman Mailer construyó un protagonista que por sus atributos debía llegar al final de la novela, e inesperadamente, lo mató antes de llegar a la página cien. Fue toda una hazaña para Mailer crear otro protagonista que condujera la novela hasta su conclusión.
En Esperando a Godot, uno de los protagonistas de la obra de Samuel Beckett le pregunta a su compañero: “¿Y tú, para que sirves?” y el compañero le responde: “Para armar una réplica”.
Cuando Los años de la guerra a muerte era todavía A work in progress, mi obsesión principal se relacionaba con esas dos cabezas que el Diablo Briceño ordenó cercenar de los troncos de dos ancianos españoles. La decapitación de los ancianos había sido precedida por la violencia de la palabra. Primero, con la proclama de la guerra a muerte propagada por Briceño el 16 de enero de 1813, donde divulgó el plan que había aprobado su oficialidad para “destruir en Venezuela la raza maldita de los españoles europeos”, y luego con el inciso noveno de su plan, que enunciaba: “Se considera mérito suficiente para ser premiado y obtener grados en el ejército presentar un número de cabezas de españoles–europeos, incluso los isleños. Y así, el soldado que presentare veinte será ascendido a Alférez vivo y efectivo; el que presentare treinta, a Teniente, el que, cincuenta, a Capitán; etc.”
Desde el punto de vista del historiador es mucho más truculento el inciso noveno del plan de Briceño que su decisión final de cortarles las cabezas a dos españoles. Pero desde el punto de vista del novelista, dos cabezas ofrecen más posibilidades narrativas que veinte, treinta o cincuenta. Stalin decía que una muerte es una tragedia, y un millón de muertos son una estadística. La novela, como el teatro, sigue siendo un arte minimalista. Creo que el Diablo Briceño –que por cierto adquirió su sobrenombre en la infancia, cuando interpretaba una obra de teatro– tenía una veta dramática. Y optó por enviar una cabeza a Simón Bolívar, la otra al coronel Manuel del Castillo y Rada, segundo jefe de las fuerzas de la Unión Granadina, porque sabía que de esa manera podría señalar mejor su irreparable gesto. Al menos el coronel granadino reaccionó pegando el grito en el cielo.  “Me ha estremecido el acto violento que Usted ha ejecutado hoy en San Cristóbal”, le escribió a Briceño, “pero me ha horrorizado más el que deponiendo todo sentimiento de humanidad, haya Usted comenzado a escribir su carta con la misma sangre que injudicialmente –así figura la palabra– ha derramado, y que me haya remitido la cabeza de una de las víctimas”.
Casi un mes después, el 5 de mayo de 1813, Simón Bolívar recibió otra de las dos cabezas de españoles y exigió a Briceño que entregara su mando y sus armas. Pero Briceño lo desobedeció y decidió presentar pelea a los españoles. El corolario fue que luego de una escaramuza, algunos españoles apresaron a Briceño, y poco después, tras un sumario consejo de guerra, fue fusilado.
Lo primero que me impresionó de ese episodio fue algo banal: ¿Por qué si el Diablo Briceño despachó ambas cabezas de españoles el mismo día, le llegaron a Bolívar un mes más tarde que a Castillo? Y eso me hizo pensar en algo más inquietante. ¿Cómo empacó El Diablo Briceño esas cabezas para que llegaran intactas a Castillo primero, a Bolívar casi un mes después? Seguramente debía existir un proceso para la conservación en tránsito de mercancía perecedera.
Pido disculpas por esta involuntaria ironía. A veces, el narrador se ve obligado a analizar hechos tétricos con cierto desapego cercano a la crueldad. Y es por eso que mi siguiente acción, tras pensar en ese crucial episodio en la vida de Antonio Nicolás Briceño, fue estudiar, en libros de tecnología y de ciencia, los métodos utilizados en el siglo dieciocho para preservar productos en tránsito. 
Y así tropecé con El Hombre de Hielo.
Obviamente, El Hombre de Hielo, que tiene un papel protagónico en Los años de la guerra a muerte, es un ser ficticio. Pero está basado en un personaje real, que descubrí por casualidad en un libro bastante alejado de mis pesquisas literarias, y cuyo tema central era el desarrollo de la industria frigorífica en los Estados Unidos.
Debo señalar que existió un ambicioso empresario de Boston que cosechaba hielo en las orillas del lago Kennebec, en Maine, y luego lo vendía en regiones tropicales, como el Caribe o la India. El empresario se llamaba Tudor, y decidí incorporarlo a la novela cambiándole el nombre por el de A. J. Stuart. No hay muchos rasgos que subsistan de Tudor en Los años de la guerra a muerte. La investigación histórica indica que visitó Cuba por los años en que en la Capitanía General de Venezuela se libraba la guerra a muerte. Yo lo hice viajar a Venezuela. Se trata de una licencia narrativa, pues necesitaba que Tudor, alias A. J. Stuart, fuese incorporado a la novela. Él contaba con la destreza necesaria para embalar esas cabezas cercenadas a fin de que llegasen a sus destinatarios bien preservadas.
Al principio, pensé en utilizar a ese americano de Boston simplemente para que empacara las cabezas de los españoles. Pero ese personaje era tan atrayente que fue creciendo en el proceso de escritura. Lo que lo hacía tan interesante era su inhumana lógica para resolver problemas de tecnología. En nuestra literatura latinoamericana no abundan los personajes que trabajan, que luchan y doblegan la materia. Y mostrar la faena de los seres humanos es siempre apasionante, tanto para el escritor como para el lector.
Si Robinson Crusoe nos sigue deslumbrando, es porque Daniel Defoe mostró las tareas del náufrago (Jim Thompson era otro maestro describiendo labores manuales). He leído varias veces, cada vez con más interés, los capítulos en que Robinson Crusoe desarrolla un método para elaborar y cocer el pan, o describe sus fracasos al intentar fabricar un barril. Creo que la descripción del fracaso es aún más interesante, pues plantea un desafío.
A.J. Stuart surgió casi mágicamente de una necesidad. Y prosperó como personaje gracias a ella. En una novela hay siempre varias casillas vacías. Y llega un momento en que el narrador necesita llenar algunas de ellas para que avance la narración. Es un poco lo que ocurre con la pintura. Dicen que Goya tenía bocetos de figuras que solía repetir en diferentes contextos. A veces era un caballo encabritado, a veces un rostro semi oculto, como el que aparece en su retrato de la familia de Carlos IV.
Por cierto, otro personaje que al principio no estaba programado para aparecer en mi última novela, Eros y la doncella, finalmente adquirió un papel protagónico tras consultar a la profesora Carmen Virginia Carrillo, la editora del texto. Se trata del general Francisco de Miranda. Y si hago mención a ello es para cuestionar la idea de que la narrativa es un oficio solitario. En todas mis novelas varias personas han participado brindándome consejos. Y la mayoría eran excelentes. También intervinieron editores, un oficio que en Estados Unidos y en Europa corre a cargo de profesionales. Estoy seguro que tanto Dostoievski como Stendhal se hubieran ahorrado dolores de cabeza si un buen editor los hubiera asesorado durante sus angustiosas jornadas en que estaban aquejados de writer´s block.
Las palabras y los hechos
Hubo también elementos lingüísticos e históricos que me ayudaron a trabajar el texto de Los años de la guerra a muerte. Uno de ellos es el verbo de la violencia, el otro, la transformación del pasado.
Sabemos que si bien las palabras nunca son inocentes, en ocasiones pueden traer consecuencias devastadoras, tal como lo indicó J. L. Austin en su libro How To Do Things With Words.    Si alguien grita fuego en un teatro repleto de espectadores, las consecuencias pueden ser letales. Y el decreto de guerra a muerte es otra demostración de que las palabras no se las lleva el viento. Como los españoles creían en la palabra de honor de Antonio Nicolás Briceño y de Simón Bolívar, se armaron para resistir el decreto, e inclusive para cometer enormes tropelías, como las realizadas por los jefes realistas Eusebio Antoñanzas y Antonio Zuazola.
Por supuesto, también existe la contrapartida a la palabra de honor, y es la palabra devaluada. Y esa palabra puede causar estragos tan grandes como las palabras de honor. América Latina tiene una larga historia de corridas bancarias causadas en ocasiones por la palabra devaluada de alguno de sus funcionarios. Basta que un ministro de Economía asegure a los ahorristas que el mercado financiero está más sólido que nunca y que el gobierno protege hasta el último céntimo de los depósitos bancarios, para que todo el mundo corra al banco a sacar sus depósitos y vaciar sus cajas de seguridad.
Pero tanto las palabras del Diablo Briceño como las de Simón Bolívar estaban muy bien cotizadas, pues ambos jefes patriotas eran hombres dignos. Los españoles no se llamaron a engaño. Curiosamente, quien hasta último momento creyó que el decreto de guerra a muerte enunciaba frases devaluadas fue El Diablo Briceño. En el interrogatorio a que fue sometido en Barinas por el fiscal José Martí, Briceño dijo que su proclama contra los españoles “era un ardid militar”, que tenía como propósito inducir a los españoles “a que abandonasen el país sin gran efusión de sangre”.
La propuesta de acabar con los españoles, añadió Briceño en su declaración, eran “menos con ánimo de cumplirlas que con el de concluir la guerra a poca costa”. Inclusive, dijo, había dado órdenes a sus hombres “para no matar sino a los que se resistiesen en la acción de guerra”.
La reinvención del pasado
 Preston King, en su libro Thinking Past a Problem, señala que los historiadores pueden “apropiarse de tramos del pasado” a fin de narrar un episodio escasamente relacionado con la realidad.
Uno de los problemas más difíciles para el historiador es determinar cuándo comienza y concluye una época. Obviamente, la Revolución Francesa no concluyó cuando Napoleón se apropió de sus banderas para traicionarla y coronarse emperador. Ni puede decirse que la Revolución Bolchevique haya concluido con las purgas de Stalin. Pues el legado de ambas revoluciones, en materia de política, de economía, inclusive de teoría del poder, trasciende a quienes pretendieron alterar su curso.
Tampoco el mito napoleónico concluyó con la derrota de Bonaparte en Waterloo. Si Luis Napoleón Bonaparte logró encaramarse en el gobierno de Francia en 1848, treinta y tres años después de la derrota de su tío, es porque el mito napoleónico seguía teniendo vigencia, al punto que un nombre que contaba con los emblemas de la época más gloriosa de Francia justificó primero un presidente y luego un emperador.
Pero en el caso de la guerra a muerte, es más arduo apropiarse del tramo del pasado para hacerle decir a la historia lo que no fue. Tanto la proclama de la guerra a muerte por parte de Briceño como de Bolívar, data de 1813. La de Briceño, de enero de 1813, la de Bolívar, de aproximadamente junio de ese mismo año, aunque el Libertador divulgó más de una proclama. Tres años más tarde, fue el Libertador quien anunció el fin de la guerra a muerte. Suponemos que si el Diablo Briceño hubiera estado vivo, se hubiera sumado a la iniciativa de Bolívar, pues era un político, no un carnicero.
El 6 de julio de 1816, Simón Bolívar dijo en su proclama de Ocumare: “La guerra a muerte que nos han hecho nuestros enemigos, cesará por nuestra parte: perdonaremos a los que se rindan, aunque sean españoles... ningún español sufrirá la muerte fuera del campo de batalla”. Y en los años siguientes, según dijo José Gil Fortoul en su Historia constitucional de Venezuela, Bolívar no perdió oportunidad de “reparar las consecuencias de su error”. Gil Fortoul mencionó en su libro una carta que Bolívar escribió a uno de sus oficiales el 17 de febrero de 1818. Decía Bolívar: “la política, de acuerdo con la humanidad, me ha movido a suspender la ejecución de la guerra a muerte; y la experiencia ha empezado a manifestarnos las ventajas de esta medida: más de 200 españoles se han pasado a nuestro ejército después que se les ha hecho saber la clemencia con que se les recibe...”
Bolívar y Briceño: El jano bifronte
El decreto de guerra a muerte ha generado, básicamente, dos controversias. La primera ha intentado oponer la figura de Briceño a la de Bolívar. La segunda tuvo como propósito torcer el brazo a varios historiadores para justificarla plenamente, pues había sido refrendada por Bolívar.
Con respecto al primer punto, es afortunado que Venezuela se haya engalanado con brillantes intelectuales que portan el apellido Briceño, y varios de los cuales intentaron limpiar la vapuleada imagen del más famoso de ellos.
En 1884, uno de los familiares de Briceño, el doctor José de Briceño, publicó los “Apuntes Biográficos de Antonio Nicolás Briceño”, intentando enmendar la plana. Y luego, José Briceño le escribió a su primo, el presbítero Manuel Antonio Briceño, diciéndole que “el famoso Antonio Nicolás Briceño, primer mártir de nuestra independencia, el fogoso constituyente de 1811, en el Primer Congreso de la República, derrama sangre en patíbulo y los historiadores patrios le apellidan asesino porque declaró la guerra a muerte. A Bolívar le llaman Salvador de la Patria porque en el mismo año declaró la guerra sin cuartel y en el mismo día que fusilaban a Briceño en la ciudad de Barinas”.
La objeción planteada por el doctor José de Briceño es muy plausible. O se condena simultáneamente a Briceño y a Bolívar por el decreto de guerra a muerte, o se indulta a ambos. Pero muchos historiadores oficiales se han inclinado por absolver a Bolívar y condenar a Briceño, creando un dilema que en ocasiones se ha intentado resolver desde el poder.
De ahí la mención que hago al jano bifronte en el decreto de guerra a muerte. Una cabeza pensante es la de El Diablo Briceño. Pero la otra es la de Simón Bolívar quien, aunque rechazó el envío que le hizo Briceño de la cabeza de un anciano español, no repudió el decreto de guerra a muerte.
Bolívar era un genio de la propaganda política. Y su decreto de guerra a muerte debe mucho a la proclama de Antonio Nicolás Briceño. Bolívar se limitó a pulir las aristas del documento de Briceño, haciéndolo más atractivo. Es una lástima que Bolívar no viva en este siglo, pues podría aportarnos sus correcciones de estilo, que embellecerían muchos textos anodinos.
No hay nada que resuene más en las mentes de los venezolanos que algunas frases del decreto de guerra a muerte. Es cierto, el Diablo Briceño lo dijo primero, pero no lo dijo con el apocalíptico énfasis de Bolívar. El Libertador eliminó algunos párrafos de la proclama de Briceño, y elevó los decibeles de su retórica, hasta crear un texto difícil de olvidar, especialmente la parte en que señala: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de Venezuela. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”.
Cuestionar desde el presente
En ese sentido, es atractivo observar cómo la reelaboración del pasado da lugar a controversias. Un ejemplo es el debate en torno al decreto de guerra a muerte generado por algunos ensayistas venezolanos durante las últimas décadas del siglo XIX.
El régimen presidido por el ilustre americano, regenerador y pacificador de Venezuela, general Antonio Guzmán Blanco, como se autoproclamaba, controló el país, con intermitencias, entre 1870 y 1887. En esa época Guzmán Blanco no sólo glorificó su figura, sembrando monumentos que llevaban su rostro, sino que contribuyó a la consolidación del culto bolivariano.
Guzmán Blanco era un ardoroso defensor del decreto de guerra a muerte. Por lo tanto, cuestionar ese decreto equivalía a atacar a Guzmán Blanco. Y algunos intelectuales, críticos de su gestión, pusieron en tela de juicio el decreto, en parte para enfrentarse al régimen del ilustre americano.
En cierto modo, es lo que ocurre en esta década con el anti-bolivarianismo. Por qué no soy bolivariano, un libro del excelente ensayista Manuel Caballero, es un claro ejemplo. Por supuesto, Caballero no era anti-bolivariano. Reconocía los méritos de Bolívar. Pero su anti-bolivarianismo era una manera de criticar al presidente Hugo Chávez. Es bueno señalar ese punto, pues explica que la historia es maleable, y el presente suele alterar la visión del pasado.
Si seguimos discutiendo las ventajas o desventajas del decreto de guerra a muerte es porque continúa siendo historia viva, que alinea procesos e ideologías políticas. Lo analizamos desde el presente, intentando acomodar un pasado todavía vigente, como lo demuestran esos funcionarios públicos que, arropados en uniformes bicentenarios quieren hacernos creer que lo negro es blanco. Y ese decreto de guerra a muerte tiene defensores y censores. Cada uno parcela la historia en tramos diferentes. Unos, para asegurar que el decreto estimuló la causa de la independencia, otros, para demostrar que la retrasó.
Es bueno subrayar que la polémica sobre el decreto de guerra a muerte registrada en la época de Guzmán Blanco tuvo un interesante derivado. Los ensayistas más destacados de esa época, entre ellos Juan Vicente González, Felipe Tejera y Eduardo Blanco, cuestionaron el decreto. Tal vez el más belicoso fue Juan Vicente González, quien señaló en su biografía de José Félix Ribas: “La guerra a muerte, o llámese el terror de los años de 1813 y 1814, lejos de ser un medio de victoria fue un obstáculo insuperable para conseguirla: ella creó a la República millares de enemigos en lo interior, le arrebató las simpatías exteriores; hizo bajar al sepulcro en dos años a 60.000 venezolanos, formó a Boves, y fue causa de los desastres de la Puerta y Úrica”.
El más moderado de los críticos de ese decreto, y el más empecinado, fue Felipe Tejera. Santiago Key Ayala contó que Guzmán Blanco trató de comprar la conciencia del historiador. Sólo pedía a cambio que Tejera en su Compendio de Historia de Venezuela, “borrase la opinión condenatoria de la guerra a muerte y prolongase la historia hasta los días contemporáneos” para que incluyera a Guzmán Blanco en esa historia. Según Key Ayala, Guzmán Blanco le prometió a Tejera que si acataba sus imperiosas sugerencias, “el libro sería declarado texto de obligatoria enseñanza en los planteles oficiales”. Tejera se negó a satisfacer las condiciones. Aunque Guzmán “no le guardó por ello rencor personal, abrió campaña contra el libro, so capa de defender a Bolívar”. Y si bien en la época de Guzmán Blanco no había cadenas nacionales por radio y televisión, ni “Aló presidente”, ser cuestionado por el líder máximo debió ser difícil de sobrellevar.
El narrador se queda con la última palabra
No querría concluir este trabajo sin aludir a una pregunta que a veces me formulan, y no siempre con amabilidad: ¿Por qué mis novelas históricas se centran en Venezuela y no en Argentina, mi país de origen?
Para decirlo con franqueza: uno necesita admirar a los héroes. Y la mayoría de los héroes que me hicieron conocer los manuales de historia argentina o me causaban una gran somnolencia, o parecían sepulcros encalados. Es una suerte que Venezuela, además de contar con próceres, abundase en héroes de carne y hueso.
No ignoro que existe una adoración por Bolívar que lejos de agrandarlo sirve para empequeñecerlo. Por suerte, hasta un prócer del calibre de Bolívar es capaz de tolerar ese fastidioso culto, que lo obliga a sobrellevar una incómoda inmortalidad.
Bolívar fue un hombre cuya vida estuvo plagada de contradicciones, de tremendos errores. Pero lo salvó su humanidad, impidiendo que se convierta en un héroe de estampas religiosas.
Nunca me han gustado los héroes que reaccionan como doncellas a las que han alzado el vestido cuando alguien pone en duda su honra o su honor. Prefiero héroes de carne y hueso que supieron superar sus propios defectos, y que nunca aceptaron la derrota. Me gusta un héroe que me diga, como Bolívar: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”. Quiero héroes cuyo propósito sea tomar el cielo por asalto, no rentistas que tras renunciar históricamente pasan una tranquila vejez aguardando de perfil a que los llamen para resolver los problemas de su país. Y además, me gusta escribir sobre Venezuela: una patria que, para repetir otra frase de Bolívar, siempre fue caribe, y nunca boba.

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