miércoles, 30 de marzo de 2016

…Y se divorciaron y fueron felices


Mario Szichman


De acuerdo a The National Center for State Courts, un millón doscientas mil personas presentaron en Estados Unidos demandas de divorcio en el 2009, último año del cual se hallan disponibles las cifras.
La “industria del divorcio” es uno de los pocos negocios que progresan en el país, sin importar si existe prosperidad o crisis económica. Se estima que la mitad de los matrimonios celebrados en Estados Unidos terminan en divorcio.
Entre abogados, tasadores, detectives, terapeutas y propietarios de bienes raíces vinculados a la industria del divorcio, los ingresos anuales ascienden a entre 50 y 175 mil millones de dólares, dependiendo de los costos que se incluyan.
Los divorcios no solo son costosos a nivel económico, sino emocional. Personas que han soportado cualquier tipo de abusos por parte de sus familiares, y que pese a ello los siguen viendo, aunque sea a la hora de festejar las Navidades o condolerse en un funeral, muestran un peculiar rencor con aquellos que han compartido su cama. Extraños un día, enamorados al día siguiente como si fuesen conocidos de toda la vida, furiosamente desenamorados cinco o diez años después, los integrantes de una pareja en vías de separación sueñan mutuamente con toda clase de destinos trágicos para los causantes de su desdicha.

¿Por qué no abreviar ese sombrío período entre la presentación de los papeles de separación y el hallazgo de otro ser perfecto con el cual piensan compartir su felicidad hasta que otro divorcio los separe? Y esa es la tarea de Jim Halfens, quien creó el concepto del Hotel del Divorcio en Holanda, y ha extendido sus actividades a otros países, entre ellos Estados Unidos.  
El concepto de Halfens es el siguiente: la pareja a punto de divorciarse ingresa en un hotel un viernes, y emerge del hotel el domingo, felizmente divorciada, gracias a la gestión de abogados y mediadores.  
Halfens ha tenido éxito con sus Hoteles del Divorcio en Holanda. En una ocasión, diecisiete parejas aceptaron su plan. Dieciséis emergieron del Hotel del Divorcio listas para emprender nuevas desventuras conyugales.
El empresario holandés ha comenzado a tender sus redes en varias ciudades norteamericanas como Nueva York o Los Ángeles. Pero no se ha molestado en incursionar en Las Vegas, la capital mundial del divorcio. ¿A quién se le ocurre esperar un fin de semana completo en un hotel para recuperar la libertad, cuando en ese lapso se puede volver a casar, comer una tajada de la torta de bodas y divorciarse en al menos dos ocasiones?
Los hoteles creados por Halfens cobran en Holanda una tarifa fija que oscila entre los 3.500 y los 10.000 dólares. En Estados Unidos, el costo asciende a entre 5.000 y 20.000 dólares. Obviamente, cuando se trata de disputar al ex cónyuge la tenencia de los hijos o las propiedades, el cielo es el límite.  
Cuando se analizan los complejos arreglos financieros de las parejas pudientes en Estados Unidos, uno descubre la finalidad principal del matrimonio: quedarse con la mayor parte de los bienes gananciales. Solo los pobres pueden casarse delante o detrás de la iglesia y vivir felices. Las personas con ciertos recursos necesitan firmar decenas o centenares de papeles para protegerse de la codicia de su media naranja. Eso comienza con los prenuptial agreements, los acuerdos firmados antes de dar el sí en el registro civil, y continúa con cada pertenencia que se obtiene tras la boda.  
Randall M. Kessler, directivo de la American Bar Association, que agrupa a los abogados de Estados Unidos, dijo a The New York Times que los divorcios más costosos involucran la lucha por la custodia de los hijos o complejos acuerdos financieros. En esos casos, cada miembro de la pareja debe pagar a los abogados honorarios que superan los 100.000 dólares.
Un holandés, que es asesor de firmas de computadoras, dijo al diario que se sentía muy feliz con el Hotel del Divorcio. El hombre, en la cuarentena, ingresó con su esposa en uno de los hoteles administrados por Halfens. Ambos ya habían estado previamente divorciados, y habían padecido truculentas experiencias. El hombre había tenido que pagar por su primer divorcio unos 30.000 dólares. El proceso de separación demoró un año.  
Para su segundo divorcio, el hombre actuó de manera diferente. Su deseo era separarse en términos amigables. Los resultados fueron como una segunda luna de miel. Durante el fin de semana en el Hotel del Divorcio, los integrantes de la pareja salieron a pasear, cenaron en un restaurant y disfrutaron como si nunca hubiesen estado casados.
Halfens señaló que en otra ocasión, una pareja decidió compartir su última noche marital en la habitación destinada a los recién casados. Fue una agradable forma de despedida, muy superior a sus años de convivencia como marido y mujer. Al día siguiente, ambos firmaron los papeles de divorcio.  
Halfens se siente muy alegre de resolver los problemas causados por la desdicha ajena. En cuanto a él, tras observar lo ocurrido con tantas parejas, se ha convertido en un soltero empedernido.  


domingo, 27 de marzo de 2016

Los profesores del deseo


Mario Szichman




Cada día, una nueva ciencia se expande en Estados Unidos como el fuego en una pradera. Y, en la mayoría de los casos, se extingue a la misma velocidad. En esta ocasión, le ha tocado el turno a la wantology. La palabra want registra, entre otras acepciones, las de desear y querer, y los profesores de la wantology tiene como objetivo satisfacer las ambiciones de sus clientes. El inventor de esa práctica social se llama Kevin Kreitman, quien trabaja como ingeniero industrial.
Según The New York Times, el propósito inicial de Kreitman era ayudar a gerentes de empresas a elaborar medidas para escoger productos. Pero luego amplió su pericia y ha hecho una fortuna organizando seminarios donde adiestra en sus métodos a life coaches. (Podría decirse que un life coach es un asesor o entrenador de vidas, una especie de terapeuta que ayuda a las personas a adoptar decisiones).
Katherine Ziegler, graduada de psicóloga en la universidad de Illinois, decidió, tras 20 años de práctica, convertirse en una wantologista. Ziegler tiene su consultorio en San José, California, y en una reciente entrevista explicó que el primer paso consiste en preguntar a sus pacientes si están “flotando hacia un objetivo o navegando en una dirección que permita alcanzarlo”. La diferencia es grande. Quienes flotan en busca de un objetivo van a la deriva, sin rumbo fijo. En cambio, quien navega, desea alcanzar sus metas.
La segunda pregunta que suele formular Ziegler al paciente es ésta: “¿Cómo desea verse a sí mismo una vez concrete el proyecto?”
En una ocasión, Ziegler recibió la visita de una mujer que vivía en una casa de mediano tamaño con un pequeño jardín. El anhelo de la mujer era poseer una casa mucho más grande, y un jardín inmenso. La mujer se negaba a informar al resto de su familia de su deseo. En primer lugar, su marido había hecho una serie de renovaciones en la casa donde vivía en ese momento. En cuanto al hijo, temía que la criticara por ser tan materialista.
La psicóloga sometió a su paciente a una batería de preguntas, que recibieron breves respuestas:
– ¿Qué es lo que quiere?
–Una casa más grande.
– ¿Cómo se sentirá en una casa más grande?
–En paz.
– ¿Qué otras cosas la hacen sentir en paz?
–Caminar al lado del océano (La casa donde vivía la paciente estaba a una hora de distancia del océano).
– ¿Suele caminar en lugares cercanos a su casa que le recuerdan el océano?
Sí, había lugares cercanos donde la paciente escuchaba el sonido del agua y se sentía rodeada de verdor.
A través de ese método socrático de indagación, la paciente fue entendiendo su propio deseo. En realidad, no quería vivir junto al océano; solo estar rodeada de verdor y escuchar el sonido del agua, sentirse en paz consigo misma.
Finalmente, la paciente alteró sus propósitos. Aceptó usar una pequeña habitación de su casa para recrear un ambiente de tranquilidad. En vez de estar a orillas de un océano, diseñó un pequeño enclave y lo colmó de helechos. En un rincón emplazó una fuente de agua. En vez de gastar cientos de miles de dólares, la mujer invirtió una pequeña suma de dinero para ser feliz.
¿Logró la wantóloga Ziegler apaciguar los deseos de su paciente? Los psicólogos suelen decir que el ser humano es un ser deseante. La conformidad no entra en sus patrones de conducta. En ocasiones, la ciencia de la wantología parece la ciencia de la resignación. Tras la crisis económica de fines de la década pasada, el norteamericano promedio vive en la era de las diminished expectations, las expectativas menguadas. Vaya a explicarle un wantólogo a un ejecutivo de JP Morgan, una institución que perdió hace algunos años dos mil millones de dólares en dinero propiedad de sus clientes –sin consultarles sobre la conveniencia de sus apuestas– si está dispuesto a canjear una mansión a orillas del océano por una modesta vivienda donde puede suplir sus deseos originales con un cuartito repleto de helechos y una fuente en miniatura.
Para el autor de la nota, la única conclusión que extrae de la wantología es que los norteamericanos necesitan un terapeuta para todo, inclusive para desear. “¿Es que somos incapaces hasta de identificar nuestros más ordinarios deseos sin conseguir previamente la guía de un profesional?”, se pregunta el periodista.
En muchas ocasiones el arte, no la vida, suelen ofrecer mejores respuestas. Uno de los mejores filmes del cineasta japonés Akira Kurosawa es Vivir (1952). Un día, el burócrata Kanji Watanabe es informado por su médico que sufre de cáncer terminal. Ante el oficinista, se abren una serie de posibilidades. Puede disfrutar los últimos días de vida en clubes nocturnos, emborrachándose con prostitutas, o reconciliarse con su familia. Pero sus intentos terminan en fracasos. Un día, Watanabe encuentra a una joven empleada, que es la alegría de vivir. Al principio la muchacha desconfía de las intenciones de Watanabe. Finalmente, el burócrata informa de su agonía, y pide a la joven que revele el secreto de su felicidad. Ella confiesa que se siente dichosa fabricando juguetes para niños. Ha descubierto que si vida tiene un propósito.
El oficinista adivina que aún no es demasiado tarde. También él puede encontrar un propósito en su vida, antes de morir. Y en una lucha titánica contra la burocracia nipona, logra que un pozo séptico infestado de mosquitos sea transformado en un parque para niños.
Quienes han visto el filme nunca podrán olvidar la escena que precede a la muerte del burócrata. Watanabe está sentado en una hamaca del parque que ayudó a construir. La nieve cae, Watanabe observa el lugar con placidez. Ha encontrado la paz. Comienza a cantar.
Quizás la wantología se concentra demasiado en los deseos individuales, y olvida la deuda que tenemos con nuestros prójimos. Cuando el deseo incluye abrirse al mundo, cambia su naturaleza, hace crecer al ser humano. La alternativa contraria es siempre insatisfactoria, alienta el egoísmo.

Si uno revisa las publicaciones, o el internet, podrá descubrir que en Estados Unidos, la única obsesión perdurable es la obtención de dinero. Se pueden rentar madres, padres, abuelas y amigos por un día, hay personas que donan (en realidad venden) su esperma o alquilan su útero, hay compañías que se especializan en unir parejas como si se tratara de robots. Pero tal vez el oficio que refleja mejor el American Way of Life, y que muy difícilmente se arraigue en otra nación de la tierra es el de visitantes de tumbas. Por una módica suma, se puede contratar a plañideras para que visiten puntualmente el sepulcro de algún familiar cercano, en caso de que algún miembro de la familia no se halle en condiciones de hacerlo. Tal vez porque está muy ocupado visitando una wantologista y explicando su deseo más íntimo: no ver nunca más a miembro alguno de su familia, ya sea vivo o muerto. 

miércoles, 23 de marzo de 2016

Los lectores empiezan a decidir qué autores merecen ser divulgados


Mario Szichman




Una gran revolución está afectando a la industria editorial, una de las últimas rémoras de la sociedad precapitalista.  En esta ocasión, algunas empresas han comenzado a consultar a los lectores sobre sus preferencias, y eso tendrá innegable influencia en la promoción de un libro, y en ocasiones, a prescindir de títulos.
En algunos rubros, la industria editorial sigue funcionando como los gremios de artesanos previos a la Revolución Francesa. Aunque el autor ha ido perdiendo privilegios, todavía cuenta con prerrogativas que no armonizan con su status. Pocos están dispuestos a aceptar que son proletarios u oficinistas del libro, apenas un engranaje en la cadena de producción de textos, no su factor principal.   
En el peor de los casos, la industria editorial puede prescindir del autor. Lo contrario, resulta impensable. Cuatro mil o cinco mil años de producciones literarias permiten a la industria tener cuerda para rato. Pero ¿qué hace el autor si no tiene acceso a la industria, o a intermediarios tales como el agente literario, el editor, o al personaje más importante de todos: el lector?
Muchos velos se han tendido intentando erigir al autor en una especie de ungido por los dioses. Eso es un invento relativamente reciente. No sucedía en otras épocas. Puede observarse lo ocurrido en el siglo diecinueve, cuando surgieron monstruos de la escritura como Dickens, Balzac, Alejandro Dumas, Tolstoi, Dostoievsky, Mark Twain, Guy de Maupassant,  Flaubert, Eugenio Sue, Emile Gaboriau, Pérez Galdós, o Poe. Con raras excepciones, el status de todos ellos recién empezó a ser reconocido tras sus muertes, y en buena parte, gracias a la academia.
En realidad, el productor literario funciona como actor de reparto. En los periódicos que divulgaban folletines, el escritor ocupaba el sitio del entertainer, jamás el del protagonista. Servía de señuelo para que los lectores compraran hojas impresas y adquirieran las mercancías divulgadas en las publicaciones.  
Según Borges, el diario se basa en la dudosa premisa que cada veinticuatro horas ocurren cosas interesantes en el mundo. (En la actualidad, el internet nos quiere hacer creer que las cosas interesantes suceden a cada minuto).  
En el siglo diecinueve había que rellenar muchas hojas, buena parte de las cuales  ofrecían productos. Una posibilidad eran las grageas de información. Pero el folletín, con sus truculentas historias donde se barajaban muertes, pasiones y guerras, constituía un gran atractivo.   
Hasta mediados del siglo veinte, especialmente en Estados Unidos, las secuelas del folletín fueron excerpts de memorias o narraciones. Fragmentos de lo que serían luego famosas novelas aparecieron primero en The Saturday Evening Post. Es muy difícil que la firma de un importante escritor estadounidense haya sido soslayada por esa revista.
Con el transcurso de los años, los narradores han ido perdiendo esas formidables muletas que son los diarios y las revistas. Cada vez hay menos periodistas, o menos olfato periodístico, entre los escritores. Leí en fecha reciente que un narrador venezolano había decidido abandonar la redacción de sus crónicas. Al parecer, su intención es dedicarse tiempo completo a sus obras de ficción. Yo le aconsejaría que revise su decisión. El periodismo, el contacto con el periodismo, es una saludable manera de no residir en la torre de marfil, o en el limbo, o rodeado de fantasmas que rápidamente pierden todo contacto con la realidad. (Hemingway y Jim Thompson siguieron haciendo periodismo casi hasta el final de sus vidas. Y con buenas razones).  
Una de las secuelas de esa dedicación exclusiva a la escritura es la decadencia en materia narrativa. Chejov decía que la medicina era su esposa legítima y la narrativa su amante. Sabía que era imperiosa una cotidiana inmersión en la realidad para renovar sus sensaciones, y persistir en la tarea creadora.
Muchos productores de libros muestran temprano su agotamiento. (“Los escritores norteamericanos”, decía Scott Fitzgerald, “no tenemos segundo acto”).  Algunos conservan su fama gracias a fieles seguidores que nunca los leen. El problema es que la industria editorial empieza a impacientarse con esos escritores, y busca maneras de acrecentar sus ganancias. En ese sentido, un reciente desarrollo puede obligar a muchos literatos a salir del marasmo. Nadie está a salvo de la nueva embestida. Inclusive en los más famosos, el status de inamovible puede transmutarse en precario. Quien desee vivir de la literatura –algo que todavía suena como mercantilista y por debajo del aura del creador– requiere aggionarse y aceptar que las cosas han cambiado. Un personaje esencial, muchas veces desdeñado, puede pasar a primer plano: el lector.

¿Cuánto se lee?
¿Cómo se lee?

“Moneyball for Book Publishers: A Detailed Look at How We Read,” un artículo publicado hace algunos días en The New York Times, es muy ilustrativo.
Andrew Rhomberg, fundador de Jellybooks, una empresa con sede en Londres que se dedica a analizar hábitos de lectura, declaró al periódico que “no sabemos casi nada” de las rutinas usadas por los seres humanos para enfrentar un libro. 
Esto es, básicamente, lo que intentan conocer los ejecutivos de Jellybooks:
– ¿Cuantos lectores devoran un libro de una sola vez?
– ¿Cuántos de ellos abandonan una novela o un ensayo en el segundo capítulo?
– ¿Quiénes son más proclives a concluir un libro, mujeres de más de cincuenta años, o adolescentes?
– ¿Qué capítulos disfrutan más los lectores, qué capítulos pasan de largo, qué frases subrayan?
Según el matutino, la empresa fundada por Rhomberg “ofrece a las editoriales la tentadora posibilidad de espiar a los lectores por encima de sus hombros”. 
El proceso alentado por Jellybooks consiste en entregar de manera gratuita libros electrónicos a algunas docenas de lectores, antes de su publicación. Cuando los lectores  han concluido su tarea, hacen clic en un enlace insertado en el libro electrónico, y bajan la información acumulada en el artefacto. Así pueden enterarse de las horas dedicadas al libro, su velocidad de lectura, y a qué página han llegado.
Hasta ahora, Jellybooks ha examinado las respuestas de lectores a casi 200 libros publicados por siete editoriales, una de Estados Unidos, tres de Gran Bretaña, y tres de Alemania. “La mayoría de los editores no desean ser identificados”, dijo el diario, “pues temen alarmar a los autores”. Por lo general, cada libro es sometido al escrutinio de grupos de entre 200 y 600 lectores.  
Los efectos de esas pruebas han causado bastante preocupación. Como promedio, dijo The New York Times, menos de la mitad de los ejemplares analizados, fueron leídos hasta el final. La mayoría de los lectores abandonaron el escrutinio  en los primeros capítulos. Las mujeres demostraron más paciencia que los hombres a la hora de lidiar con bodrios. La mayoría, llegaron a las 50 páginas. Las más audaces, se rindieron finalmente en la página 100. Los hombres prefirieron dedicarse a otras tareas luego de escrutar 30 o 50 páginas. Apenas un cinco por ciento de los libros ofrecidos por Jellybooks fueron leídos en su totalidad por más de un 75 por ciento de los lectores.  
Como resultado de esos experimentos, una editorial europea redujo drásticamente su presupuesto de mercadeo para un manuscrito por el cual había pagado mucho dinero. Los ejecutivos descubrieron que su codicia por el libro era insensata. El 90 por ciento de los lectores que recibieron una copia anticipada se hartaron del texto antes de llegar al quinto capítulo.
En cambio, una editorial alemana optó por aumentar la publicidad y el mercadeo de una novela de misterio, tras verificar que casi un 70 por ciento de los lectores había llegado hasta la palabra fin.
En otro caso, una novela escrita para un público adolescente, recibió un excelente veredicto de lectores adultos. Eso obligó a cambiar totalmente las operaciones de lanzamiento.
Es obvio que no hay dos lectores iguales. Quizás Jellybooks no se dirige al lector promedio. O la base de datos es reducida. La historia de la literatura está plagada de novelas que al principio no llamaron la atención, y luego se convirtieron en fenomenales bestsellers, como Catch–22 de Joseph Heller. Pero también la historia de la literatura abunda en obras que fueron recibidas por un coro unánime de elogios, y desaparecieron de la memoria popular con enorme rapidez.
Hay sin embargo algo que Jellybooks  busca, y que sus competidores desean encontrar: libros que sean devorados por los lectores, junto con autores capaces de proveer el interés y el entusiasmo necesario para mover las prensas.







domingo, 20 de marzo de 2016

La poesía de Edmundo Bracho: Cómo escapar hacia espejismos alternos


Mario Szichman



Recorrer la poesía de Edmundo Bracho es como visitar las ruinas de una antigua ciudad perdida. Cada escombro, cada inscripción, carece de entorno, de contexto, y brilla en solitario,  pétreo e inexplicable. No obstante, si el lector tiene la paciencia de anudar los datos y extraerles su secreta coherencia, el desmigajado paisaje comienza a tomar sentido.
En Noche sobre noche[i],  su penúltimo libro (siempre escribimos nuestro penúltimo libro), los epígrafes son poemas, y los poemas mantienen un equilibrio inestable: están sobrecargados de sentido, medidos en su afecto.  
El poeta ha descubierto, hace ya bastante tiempo, que sólo en lo efímero encontramos lo trascendente. Prescinde de la elocuencia, desdeña el corolario. Si la magia tradicional se basa en el asombro seguido de la decepción, Bracho nos descubre otra magia, que consiste en dotar nuestro entorno con ojos de flamante insistencia. Y si vivir es una pesada carga, para un buen poeta es una mezcla de gabinete de las maravillas y caja de sorpresas. Cada uno de los poemas y epígrafes de Noche sobre noche es una experiencia insoslayable, única.
 La intención del poeta parece ser siempre la de “escapar... hacia espejismos alternos” (El otro reino), acompañado de otras voces de las cuales va surgiendo el anagrama de las simpatías secretas.  
Más bricolage que narrativa, sus libros Hospitalario (1997) y Orilla Revuelta (2003) son como esas muñecas rusas que se van insertando sucesivamente en sus estuches y se niegan a ser descifradas más allá de sus propias redondeces. Un constante pudor oscurece el sentido. Ese hombre que reposa en una sala de hospital, o al que se le ha muerto la hermana, ese hombre que agoniza, que sabemos que solo estará muerto con su última expresión, conjura palabras con algo más que la destreza de un encantador. Después de todo, un mago fragua flores, las deja caer para que se conviertan en un pañuelo, nos invita a una trabajosa búsqueda de espejismos, y en ese itinerario descubrimos que no valía la pena aguzar los cinco sentidos.  
Por unos instantes, nos hacemos la ilusión de que la magia es un hecho concreto, y luego, viene el “letdown”, la ocurrencia de que es solamente un truco, y el intento de abolir la sospecha. Pero las frases que va hilvanando Bracho tienen la densidad del dolor, el peso específico del deseo. Alguien, desde alguna parte, murmura, “Carne sin fábula tras la experiencia. /Carne ya harta”. Otro parece responderle, “El dolor ha de ser seco. /De otro modo será ruido, y pérdida la mirada. /Los ojos han de vivir bajos. / Bajos han de mirar como perro fiel”. Un tercer doliente (¿o es el primero?) Enuncia, “Sin remedio la noche me falta/ y me falla, / y donde amanezco a todos les falto de corazón”. Cualquiera menciona “esa herida atroz/ que se vuelve traición bajo mi aliento”.
            Barajando destinos posibles Bracho va enunciando una solapada narración, reconstruyendo mundos alternos. Y después existe otra magia: la del voice over. Entre los poemas Bracho intercala el coro de las películas “noir” de las décadas del treinta y del cuarenta, creando sus propios diálogos, incorporándolos a ídolos que sólo morirán cuando perezca el cine.
Cada lector cuenta con predilecciones secretas. Este lector hubiera querido escribir La vida agria, de Luciano Bianciardi, o The Red Right Hand, de Joel Townsley Rogers o The Nothing Man, de Jim Thompson. Ahora, envidia no haber tenido la imaginación para insertar en sus textos esas inventadas voice over.
Repito como un mantra:
“–Sí, detective Spade, éstos son zapatos de tacón rojo. Pero de talla muy pequeña como para no merecer inocencia”. 
            (Voz de Edward G. Robinson);

“– ¿Y acaso tú, Sam, ya paseaste en barca a Beatriz sobre tal invento?”
             (Voces de Ricardo Cortez y Joan Crawford);
 “–La muerte es una flor que florece una vez sola.
 –Quizá sea así, señor Celan, pero siempre la he visto florecer entre colillas de cigarrillos y en tarros de latón barato dispuestos con la mejor flojera en el jardín”.
 (Voces de Isabel Corey y René Dary);
“–Ahí va enrumbado a la escena de muerte. Como todo investigador: soñando ser una inmaculada construcción de sí mismo. Y sin pista de nada”.
             (Voz de Orson Welles).

Pienso en Lauren Bacall y en Humphrey Bogart; en Gloria Grahame, y en Robert Mitchum, y en Edward G. Robinson, y en esa pléyade de gun molls, de incómodos héroes, y heroicos villanos, y los imagino sonrientes, seductores, envueltos en el humo del tabaco, mostrando apenas sus perfiles, tanteando y aceptando el peligro en un suntuoso banquete. Y los veo de repente alzar sus copas de champán, descubro que están en el paraíso (¿en qué otro sitio podrían estar?), sonriendo, sonriendo a Edmundo, su fiel, talentoso y discreto amanuense, que tantas palabras ha inventado para sus bocas, y estoy convencido de que lo bendicen al unísono, por conferirles frases tan bellas.

Corolario:

En uno de sus escritos, “Noir (fotomatones)” Bracho cierra su colección de poemas enunciando: “En caso de que sus amigos disfruten de esta película, por favor, no revelen el final”.  Dejamos ese final abierto como tarea del lector.





[i] Kalathos Editorial, Caracas, 2015.

miércoles, 16 de marzo de 2016

¿Quién es realmente Jeremy Wilson? Ni él mismo parece saberlo


Mario Szichman





      Podría llamarse Jeremy Wilson. O Jeremiah Asimov-Beckingham,  o Jeremy Clark-Erskine, o Jeremy Keenan. O Angus Jocko Ferguson. O Duncan C. MacDonald. Hay más nombres en su lista de apodos.
     Es posible que haya nacido en Indianapolis, en julio de 1973, aunque no es totalmente seguro, dijo The New York Times.
      El hombre que se hizo pasar por Jeremiah Asimov-Beckingham ingresó a una jefatura policial en Chelsea, un distrito de Manhattan, el 4 de enero pasado. Dijo que era un veterano de la guerra de Afganistán. Había sido herido en combate, y trabajaba como ejecutivo de una aerolínea. Venía a recoger su vehículo.  
    Su flamante automóvil BMW había sido incautado por las autoridades municipales, como evidencia en un crimen. En realidad, se trataba de una trampa que le tendió la policía para capturarlo. El hombre había estado librando cheques falsos en Cambridge, Massachusetts, y se apropió de 70.000 dólares y del BMW. El automóvil fue localizado en un garaje de Manhattan. Un oficial de la policía leyó al señor Asimov-Beckingham sus derechos, especialmente el derecho a no autoincriminarse, y lo acusó de robo.  
     Tras algunos interrogatorios y pesquisas, se verificó que el nombre del ladrón no era Asimov-Beckingham. Nunca había sido herido en combate. En realidad, nunca había participado en escaramuza alguna. Jamás había pasado por un cuartel o por una academia militar.
    El documento más viejo del ladrón, su certificado de nacimiento, lo identificaba como Jeremy Wilson. Se ignora si es realmente su certificado de nacimiento, o una falsificación más.
       Las autoridades dicen que el presunto Jeremy Wilson ha pasado un cuarto de siglo robando documentos del Seguro Social, e inventando nombres, apellidos y profesiones.
       Lo que hace tan interesante su caso es que no se trata de un gran estafador. En realidad, pertenece a la categoría del perdedor nato. Carece del glamour de Frank William Abagnale, que entre los 15 y los 21 años de edad se hizo pasar por piloto de aerolíneas, docente auxiliar, médico, agente de la Oficina Federal de Prisiones, y abogado. Tras ser capturado y pasar algunos años en prisión, Abagnale fue asesor del FBI. Luego creó una empresa de seguridad, y se encargó de capturar a estafadores menos exitosos que él. (Su figura fue inmortalizada por Leonardo di Caprio en el filme Catch me If you can.)
      Seis semanas antes de ser apresado por la policía de Manhattan, Jeremy Wilson había salido de una prisión federal de New Hampshire, tras cumplir seis años de condena por robo de documentos de identidad. En esa ocasión, era conocido como Jeremy Clark-Erskine. Pero el diario dijo que cuenta con más de 27 identidades diferentes agenciadas en cinco estados norteamericanos. Su partida de nacimiento ha sido alterada en varias ocasiones. Ni siquiera se sabe en qué país nació. Ha sido deportado en más de una ocasión como inmigrante ilegal.
       Wilson asevera que su verdadero nombre es Jeremy Keenan y que es un hijo del amor. Su presunto padre sería Brian Keenan, un miembro del Ejército Republicano Irlandés que lideró una campaña de atentados en Gran Bretaña en la década del setenta del siglo pasado, y luego desempeñó un papel en el proceso de paz de Irlanda del Norte. Keenan falleció en el 2008.
       Wilson dijo que está en condiciones de confirmar su aseveración. Su madre tuvo un breve affair con el guerrillero irlandés a comienzos de la década del setenta, y él es producto de esa relación. También señala que realizó tareas clandestinas para el ERI en la década del noventa, aunque se niega a ofrecer fechas. La mayor parte de la década del noventa Wilson visitó diferentes prisiones federales en Estados Unidos, en ocasiones, por plazos prolongados. Se ignora cómo hizo para estar simultáneamente en dos países a la vez.
       Entre sus impersonations figuran la de un disc jockey nacido en Escocia, un actor teatral entrenado en Cambridge, un oficial de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos, y un profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts. También se ha presentado en distintos lugares como ejecutivo de las firmas Microsoft, British Airways y Apple. Cuando estuvo preso en una cárcel de Indiana su acento irlandés era tan perfecto, que su compañero de celda quedó convencido que era un gánster procedente de Irlanda.
      Louis B. Schlesinger, profesor de psicología forense, dijo a The New York Times  que personas como Wilson se caracterizan por sus egos inflados: “Cuando algo no es grandioso, es al menos extraordinario”, Además, les resulta imposible sentir empatía por sus víctimas. “Todo es de ellos”, señaló Schlesinger. “Ven un reloj de marca y piensan que les pertenece. El problema es que el reloj adorna la muñeca de otra persona”.  
        Lo interesante del caso es que ese tipo de psicópatas nunca inspiran plena confianza. Tienen talento para engañar a sus semejantes, pero nunca para convencerlos totalmente del engaño. Hasta la víctima más inocente sabe que existe algo raro en sus manejos. El problema es que el embaucador miente con excesivo detalle, y suele cargar con numerosos documentos que necesita mostrar al potencial defraudado. En ocasiones, sin exigencia alguna.  
       Pero, esa fluctuante personalidad ¿es un defecto o una virtud? Quizás se trata de una virtud. El con man, el estafador, prospera en base al exceso de testimonios que suele ser acompañado por múltiples silencios. Es como la versión oral de un narrador. Las amplias lagunas en sus disquisiciones obligan a la víctima a reclamar más antecedentes, una manera de explicar que no es un incauto. Y no hay peor incauto que quien anhela desenmascarar a un tramposo.
El reportaje de The New York Times da un buen ejemplo al mencionar la manera en que Wilson enredó en sus manejos a la señora Miryam Weisberg. La mujer fue pareja de Wilson durante algunos meses, a comienzos de 2006.
       Cuando la mujer puso en entredicho sus credenciales, Wilson la convenció de que era un exsoldado y había hecho tours of duty en Afganistán. Sus historias tenían el sabor de la verdad. Un mitómano nunca se aferra a lo convencional o a lo trillado. Es capaz de explicar la herida causada por una cuchillada con la sencillez y pormenores de un patólogo forense.
        “Gracias a él”, dijo la señora Weisberg, “conocí más detalles sobre la rutina militar” que en cualquier otra parte. Y eso, de labios de un hombre que nunca sirvió bajo bandera.
        El idilio entre la señora Weisberg y Wilson concluyó bruscamente cuando el galán le robó el carro y sus tarjetas de crédito, y huyó hacia Canadá.

LA DOBLE VIDA DE UN ESTAFADOR

         Si se analiza la vida de Frank Abagnale, el héroe de Catch me If you can, podrá verificarse que los estafadores inician su doble vida a edad temprana. Toda la vida de crimen de Abagnale transcurrió entre los 15 y los 21 años de edad. Ahora es un respetable pilar de la comunidad. En el caso de Wilson, comenzó a timar al prójimo en Indianápolis, cuando era estudiante de un colegio secundario administrado por jesuitas. Llegaba a clases en una silla de ruedas, alegando haber sufrido un accidente, para conquistar la simpatía de sus compañeros. Fue expulsado poco después, tras robar dinero a otros estudiantes.  Abandonó el colegio caminando por su cuenta, sin dificultad alguna.
         Su hogar estuvo poblado de dificultades financieras, y de cambiantes figuras parentales. Eso podría explicar algo de su conducta posterior, pero no la justifica. La niñez y adolescencia de Stephen King no fue precisamente un lecho de rosas, y sin embargo, en lugar de usar la imaginación para delinquir, creó novelas excepcionales.
          El abuelo de Wilson intentó actuar como figura paterna, y se lo llevó a vivir con él tras su primera infracción, que incluyó el robo de un automóvil. En pago por la protección del abuelo, Wilson le robó el vehículo y sus tarjetas de crédito. A partir de ese momento, el abuelo decidió que la justicia, no la familia, debía encargarse del ingrato.
        En su larga carrera criminal, Wilson desempeñó variados oficios. Reid Reimers, un profesor de arte dramático, lo conoció en Missoula, Montana. En esa época tenía el nombre de Angus Jocko Ferguson y exhibía vastos conocimientos en materia teatral. Al menos Reimers quedó fascinado con su sabiduría. El impostor aseguró que había estudiado en Cambridge, Inglaterra. Conocía a Shakespeare al dedillo. Podía recitar de memoria largos monólogos del bardo sin cometer error alguno.
       “Dada la cantidad de veces que el señor Wilson ha sido arrestado”, dijo el periódico, “es difícil considerar su carrera un gran éxito”. A mediados de la década del noventa, pasó bastante tiempo en prisiones de Ohio y de Pensilvania. También fue arrestado varios meses en 1999 y en el 2000 por las autoridades de inmigración, luego de intentar ingresar al estado de Washington desde la Columbia Británica usando dos pasaportes falsos, uno canadiense y otro de la República de Irlanda.
       En el 2001 fue condenado en Indiana a ocho años de cárcel tras usar tarjetas de crédito que no le pertenecían y gastar 7.400 dólares en strip clubs y en hoteles. En esa época se hacía llamar Duncan C. MacDonald, y decía ser ejecutivo de Microsoft.
      Conmovió a varias de sus víctimas con sus odiseas familiares, y fue protegido hasta que les robó el automóvil, o las tarjetas de crédito, o ambas cosas a la vez. Una de sus historias favoritas era su hijo, un niño adorable que se estaba muriendo de cáncer. El sueño del hijo era conocer la Gran Muralla de China antes de morir. Todos pueden dar cuenta de la existencia de la Gran Muralla de China. Nadie puede dar cuenta del hijo de Wilson, porque no existe.
      En una entrevista que le hizo The New York Times a comienzos de año, Wilson dijo que era fácil engañar a sus víctimas. “Los seres humanos no solo tienen tendencia a creer en otros”, dijo. “También sienten la necesidad de creer en otros”.
      Aseguró que no siente remordimiento alguno por estafar a bancos y empresas que emiten tarjetas de crédito, pero sí angustia por haber engañado a personas que le brindaron su amistad.
      ¿Admite sus delitos? Solo aquellos por los cuales sirvió penas de prisión. “En general, lo que se dice de mí es cierto en su mayor parte”, reconoce. Pero no comenta acerca de las nuevas acusaciones, pues podrían obligarlo a pasar varios años más en la cárcel.
      ¿Quién es realmente Jeremy Wilson? “Nadie puede decirlo”, señala el sospechoso. En realidad, nadie puede confirmar con absoluta certeza su existencia.




domingo, 13 de marzo de 2016

Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda, y el abogado de la noche está enterado de todas.


Mario Szichman





En una película de Woody Allen el protagonista explicaba que su trabajo consistía en vestir y desvestir coristas. Cuando un amigo le preguntaba cuál era el pago por esa tarea, el protagonista respondía: “Cuarenta dólares la hora. Es lo máximo que puedo pagar”.
Sal (Salvatore) Strazzullo, un abogado en la cuarentena, no sólo tropieza todas las noches con beldades en sus recorridas por Nueva York. A diferencia del personaje interpretado por Woody Allen, esas beldades le pagan crecidas sumas para lidiar con toda clase de matones, incluidos deportistas, actores o simples millonarios.  
Cuando los neoyorquinos se van a dormir, la fauna que busca los servicios del abogado Strazzullo recién abandona la cama, lista para la farra, la pelea, y los encuentros amorosos. Por ejemplo, en una ocasión, el abogado fue despertado en la madrugada por Adam Hock, ex propietario de una cadena de clubes nocturnos cuyas meseras se desplazan en diminutos bikinis. Hock había tenido una discusión con el príncipe Pierre Casiraghi de Mónaco, pues al parecer ambos estaban interesados en el afecto de una (o varias) modelo(s). La discusión subió de tono, hasta que Hock decidió cancelarla propinándole una formidable trompada al príncipe. ¿Qué debía hacer?, le preguntó Hock al abogado. Pues lo obvio, le respondió Strazzullo: decir que había agredido al príncipe en defensa propia. Pero el abogado prefiere defender a damiselas en apuros –excepto cuando las acosa.
En una oportunidad, Strazzullo recibió una llamada, también en la madrugada, de Ingrid Gutiérrez, una bella modelo de 21 años de edad. Gutiérrez había ido a “W.I.P”, un club nocturno en el área de Soho, junto con media docena de sus amigos. En cierto momento, el cantante Chris Brown invitó a la modelo a tomar champagne. Mientras Gutiérrez conversaba con uno de los guardaespaldas de Brown, el rapero Drake le envió a Brown un mensaje, informándole que él se estaba acostando con su ex novia, la cantante Rihanna. Brown, que al parecer es un personaje bastante posesivo, se encabritó con el rapero, y la trifulca se diseminó a los respectivos entourages. Primero se intercambiaron insultos, y luego garrafas de licor. La modelo Gutiérrez recibió un botellazo en la cabeza. De inmediato llamó al abogado desde un hospital, porque quería entablar una demanda. Strazzullo le respondió que primero se curara la herida. Después, él se encargaría de iniciar un litigio por una jugosa suma de dinero.

       BAILARINAS EXÓTICAS

Aunque el abogado atiende a toda clase de clientes, con tal de que estén magullados o magulladas, en estado de ebriedad, pesen más de cuarenta kilos y respiren, su área mayor de expertise son las damas. No sólo las modelos, sino las bailarinas exóticas, una variedad que suele combinar las piruetas de la danza con la profesión más antigua del mundo. En ese sector de la vida nocturna neoyorquina proliferan los dólares.
Ahí está el caso de Sophia Kandelaki, una bailarina exótica, quien demandó a un millonario en 10 millones de dólares, tras acusarlo de haberle inferido una lastimadura golpeándola con su reloj Rolex. O el de Alexia Moore, experta en lap dancing , quien además de subir y bajar por una pértiga mientras se va desnudando, suele hacer movimientos lascivos sentada en las rodillas de clientes. Moore fue acusada de prostitución. Strazzullo logró que fuera absuelta de esa absurda acusación.
Como Vic Damone, Los tres chiflados y Salvatore Gravano, ­uno de los más famosos gángsters de la familia Gambino­, Strazzullo proviene del área de Bensonhurst. Se trata de uno de los barrios más pendencieros de Nueva York, donde hasta las bisabuelas lucen tatuajes.  Desde pequeño frecuentó el ambiente en el cual ahora recauda sus ganancias. Trabajó varios años en negocios y clubes nocturnos de Brooklyn. Hasta que un día llegó a la conclusión de que con su talento estaba perdiendo el tiempo trabajando de disc jockey, sirviendo a clientes, o echándolos a patadas actuando como bouncer, esos atléticos matones que tras ejercitarse algunas horas en un gimnasio, tratan de apaciguar a parroquianos pasados de copas. Por lo tanto, decidió inscribirse en un curso nocturno de la Escuela de Leyes de Nueva York, mientras seguía trabajando en bares y cultivando la amistad de bellas mujeres y de sus recios acompañantes.
Strazzulo estuvo casado con una ex Miss Massachusetts, que ahora es simplemente su ex. Su fama de mujeriego, y también de fastidioso perseguidor, lo sigue a todas partes. Ya le han presentado al menos una demanda por acoso sexual, tras algunos actos íntimos realmente desagradables.
Sin embargo, en lugar de taparse el rostro con un diario cuando recibe acusaciones, el abogado considera que la mejor defensa es un buen ataque. Cuando una de sus ex empleadas lo acusó de intentar propasarse con ella en una sala de conferencias Strazzullo, no precisamente un dechado de caballerosidad, dijo que la mujer “había provocado el encuentro pues se sentía profundamente insatisfecha con las dotes sexuales de su marido”.  
Hay otras ciudades que viven de su fama, París es una de ellas, y también Roma, pero inclusive en esas capitales se requieren visitas guiadas para conocer los lugares más interesantes. En cambio en The Big Apple –aunque proliferan las visitas guiadas—todos los días ocurren cosas que no requieren de guía alguno. ¿En qué ciudad del mundo un gánster famoso se baja de una limusina blanca de media cuadra de largo luciendo un tapado de chinchilla y acompañado de una señora gorda, muy hogareña, que podría ser su madre, y es en realidad su esposa? ¿En qué sitio, excepto en Manhattan, uno puede tropezar con camellos y elefantes en medio de una intense nevada? (Se trata de los camellos y elefantes del Ringling and Barnum Circus que son sacados a pasear por sus cuidadoras antes de participar en el espectáculo de fin de año en el Radio City Music Hall).   
Recuerdo una película italiana muy divertida donde un empresario periodístico inventaba una entrevista con Greta Garbo. (Vittorio Gassman era el encargado de la impersonation). La fama de solitaria y escurridiza que tenía la actriz sueca era legendaria. Pero, al parecer, eso no se extendía a Nueva York. No recuerdo si en 1987 o 1988, una vez que caminaba por la Quinta Avenida, cerca de la Catedral de San Patricio, me crucé con Greta Garbo, que iba del brazo de otro monstruo del cine, Bette Davis. Pocas personas las reconocieron, pero a esas pocas, las actrices respondieron con amables saludos. Greta Garbo vivía en la vecindad, y los paparazzi nunca la acosaban.
Aunque Strazzullo reconoce que podría ganar más dinero trabajando con seres normales –hay todavía seres normales en Manhattan–­ la noche neoyorquina lo sigue atrayendo por su extravagancia, sus continuas sorpresas y la abundancia de dinero que circula en los clip joints, (bares muy caros).
Uno de los logros mayores de Strazzullo, aquel que lo catapultó al estrellato, ocurrió en el 2008, cuando representó a la desnudista rusa Milana Dravnel. La mujer entabló una demanda contra el boxeador Oscar De La Hoya por causarle “angustia emocional”. De La Hoya, un hombre casado, negó toda relación con la desnudista, quien respondió exhibiendo fotos donde aparecía haciendo el amor con De La Hoya en el hotel Ritz Carlton de Filadelfia. En una de las fotos De La Hoya aparecía disfrazado de danzarina de ballet, y luciendo en las piernas medias de malla. Eso puede causarle una angustia emocional a cualquiera. El boxeador abandonó toda pretensión, y zanjó la demanda pagándole a la desnudista más de 20 millones de dólares.
La respuesta filosófica de Strazzullo, quien además de sus deslices sexuales se considera un hombre de familia, fue que De La Hoya se lo tenía bien merecido.
“Como solían decirme mi mamá y mi papá”, declaró el abogado a The New York Times: “Ninguna cosa buena ocurre en la noche”. Y gracias a eso, Strazzullo obtiene jugosos dividendos.     
      
      
      
      
       



miércoles, 9 de marzo de 2016

El simple arte de matar: Para William Roughead, no había nada como un buen homicidio


Mario Szichman





En su libro Del asesinato como una de las bellas artes, Thomas de Quincey decía que “Si uno comienza por cometer un asesinato, a poco de andar no le prestará la menor atención a robar, y del robo pasará a la ingestión de bebidas espirituosas, y dejará de respetar El día del Señor, y súbitamente perderá el respeto por la buena educación”. Y finalmente, el mayor crimen de todos: tras iniciarse en el homicidio, el transgresor de la ley terminará dejando “todas las cosas para el día siguiente”.  Esa inversión – del máximo delito, la privación de la vida humana, a la procrastination, la postergación de una tarea– es el método de sátira empleado por de Quincey. Por cierto, su vitriólico ensayo es uno de los más famosos de la lengua inglesa.
Del mismo modo en que Daniel Defoe creó dos géneros con su Robinson Crusoe: la novela de aventuras, y la de piratas, William Roughead. cristalizó muchos de los temas del policial británico, especialmente en los casos de Wilkie Collins o de Arthur Conan Doyle. Al  mismo tiempo, propulsó un subgénero que cobró nuevo impulso hacia mediados del siglo veinte en los relatos del británico Roald Dahl, y del estadounidense Stanley Ellin, y en parte de la filmografía de Alfred Hitchcock. Se trata de un devastador humor negro que se nutre del distanciamiento y de la incongruencia. El caso más famoso es La especialidad de la casa, de Ellin, donde la peculiaridad de un famoso restaurant es servir como plato principal –aunque en muy selectas instancias– los restos de algún predilecto comensal. Algo similar, por lo siniestro, por lo irónico y por lo incómodo, es Lamb to the Slaughter. En ese relato de Dahl vastamente antologizado, una esposa engañada mata a su marido, un policía, destruyendo su cabeza con una pata de cordero congelada, luego la pone en el horno y la sirve a los investigadores que intentan desentrañar el crimen. De esa inadvertida manera, los detectives devoran la evidencia principal.  

Entre finales del siglo diecinueve y las primeras décadas del siglo veinte, el escritor que más nutrió a los novelistas policiales ingleses con ideas para sus macabros relatos fue William Roughead. Su dogma era bastante simple. “Dicen que uno se harta hasta de las cosas buenas”, solía explicar. “Sin embargo, lo dudo. Es cierto que cosas tan buenas como un baño de sol, la cerveza y el tabaco pueden afectar la salud de sus devotos, si se las usa con exceso. Pero, en mi opinión, nunca podremos hartarnos de un buen asesinato”.  
Aunque las investigaciones de Roughead han sido recopiladas en libros far and in between, siempre vuelven a brotar en bellas ediciones. La última, del 2000, es Classic Crimes, fue publicada por New York Review Books, y tiene introducción de Luc Sante, un muy buen ensayista, y autor de un libro esencial para conocer los bajos fondos de Nueva York: Low Life, Lures and Snares of Old New York.
La antología muestra la cantidad de tiempo transcurrido entre los escritos de Roughead y nuestra época, que se distingue por una búsqueda enfermiza de la perfecta salud.
Inclusive personas que consumen marihuana y cocaína con propósitos medicinales, muestran desprecio hacia fumadores y bebedores de cerveza. Y en cuanto a los saludables baños de sol, han desaparecido. Al parecer, la única tarea del sol es causar cáncer. Pero en relación a la última sentencia de Roughead, el escritor estaba en lo cierto: nunca podremos hartarnos de un buen asesinato. Y Roughead ofreció muchos casos para demostrarlo, aunque con una curiosa vuelta de tuerca. Varios de ellos nunca fueron resueltos. En otros, el culpable no fue castigado. Pero aun así, sus relatos siguen fascinando a los lectores gracias a la perfección de su prosa, a su suave ironía, y a su inusual conocimiento de la mente del criminal.
Roughead estaba más interesado en los motivos que conducen a un asesinato, que en el propio agresor, más atraído por los personajes que convocaba un proceso judicial, que en la investigación de un crimen. Y esas facultades lo convirtieron, como señala Luc Sante,  en “El Henry James del crimen”.
Nacido en Escocia, en 1870, y fallecido en 1952, abogado de profesión, Roughead tuvo dos pasiones en su vida: asistir a procesos judiciales donde se decidía la vida de un acusado, y recolectar recortes periodísticos de casos criminales. Posteriormente fue el editor de varios volúmenes de la serie Notables British Trials, que es como la comedia humana del crimen.
A diferencia de muchos cultores del género, Roughead nunca creyó en el crimen perfecto. Por cierto, la mayoría de los asesinatos analizados en esta antología fueron cometidos de una manera chapucera. Sus perpetradores dejaron en el camino muchas pistas. Están los casos de Katharine Nairn, que envenenó a su marido; el del doctor Edward Pritchard, que envenenó a su esposa y a su suegra, y, el más famoso de ellos, el de William Burke y William Hare, que abastecían de especímenes a un médico, tras acortarles bruscamente la vida. El caso fue inmortalizado por Robert Louis Stevenson en su cuento The Body Snatchers.
El método usado por Roughead para explicar el aspecto de cada homicidio es bastante convencional: como Sherlock Holmes, revisaba de manera minuciosa revistas y periódicos, e insertaba sus propios comentarios.
Tal vez el gran público nunca estuvo enterado de los trabajos de Roughhead, aunque todo aficionado a la novela policial puede percibir sus ecos en grandes creadores como la incomparable Dorothy Sayers, quien dijo en cierta ocasión: "Es el mejor empresario de espectáculos macabros que se ha ubicado frente a la puerta de la cámara de horrores”.
Quizás muchas librerías ignoran su nombre, pero ocupa un sitio muy especial en otras. Por ejemplo, en la Casa Blanca, en Washington, en una sección especial de la biblioteca que adorna el estudio del jefe de estado, figura el llamado The President´s Shelf, el estante presidencial. Y ahí hay varios libros que contienen la firma de Roughead.
Tal vez la atracción principal de los ensayos de Roughead –aparte de la indudable atracción que siempre despierta el crimen– es su estilo. Sante dice que el género de lo que se conoce en inglés como true crime, o crimen de verdad, nunca había tenido mucho prestigio. Esto es, hasta la llegada de Roughead a la escena del crimen.  
Los tabloides de la actualidad se especializan en el crimen de verdad, como lo hacían en el siglo XIX los penny–dreadful.  (Se trataba de folletines semanales que se vendían a un penique –de los viejos– el ejemplar, y solían lidiar con prolongadas sagas protagonizadas por delincuentes amados por sus lectores). Pero, pregunta Sante: ¿Dónde está el Homero del crimen de verdad, el Cervantes, el Dostoievski?
A tal punto Roughead legitimó el género, dice Sante, que al menos, “se lo puede calificar de El Henry James del crimen”.  
Nadie ha seguido en las huellas trazadas por Roughead, pues para eso se necesita su enorme erudición, y un placer en desenterrar –sin importar si están vivos o están muertos– personajes increíbles, con motivos tan retorcidos que hasta el rey Ricardo Tercero, el más famoso de los villanos ingleses, parece un ingenuo estudiante de leyes, y la corte de los Borgia, una academia de corte y confección. Por cierto, el papel que desempeñó el veneno en varios de los crímenes reseñados por Roughead muestra que, cuando más envejece una sociedad, más métodos plausibles inventan sus miembros para librarse de los obstáculos que entorpecen su felicidad.  Pero Roughead tenía otra cualidad: desdeñaba el crimen perfecto, el impecable setting, las cuasi matemáticas fórmulas para matar a un ser humano. Él estaba convencido de lo contrario. Hasta el más minucioso de los villanos cometía increíbles torpezas. En ocasiones, y eso abre el camino a la ironía, el éxito de un homicidio no consistía en su esmero, sino en su chapucería. No solo la ineptitud facilitaba el asesinato; permitía además al criminal defender su inocencia.
Dicen que Roughead utilizó en sus escritos prácticamente todas las palabras del idioma inglés. Una de sus grandes virtudes fue recrear la teatralidad del proceso penal, obviando la parte más tediosa: las escenas en el tribunal. Sabía, como los buenos directores, en qué momento cortar la discusión entre el fiscal y el abogado defensor, e incursionar en otros territorios  del crimen.

Aparte de sus irrupciones en el crimen vicario, Roughead fue también un historiador, curiosamente fascinado por las desdichas del rey James VI de Escocia. Pero sus fanáticos, como aquellos de Arthur Conan Doyle, nunca se sintieron muy satisfechos por esos devaneos que lo alejaban de un buen asesinato. En cierta ocasión Henry James, desencantado tras leer un volumen de Roughead dedicado a la historia de Escocia, le escribió una carta implorándole retornar “a esos queridos, antiguos, humanos y afables crímenes, adulterios y falsificaciones que nos hacen sentir tan cómodos en casa”. Afortunadamente, Roughead acató la orden. Hoy nadie recuerda sus volúmenes de historia. Pero sus relatos de crímenes, aunque de manera esporádica, nunca salen de circulación.