Mario Szichman
Para
Margot Carrillo Pimentel
Alexis Rojas
Luis Javier Hernández
Libertad León
Lucía Parra
Gustavo Reyes
Juan Joel Linares
Y Carmen Virginia Carrillo
Estoy trabajando en una novela que tiene como héroe a un viajero del
tiempo. Disfruto de sus peripecias mucho más que el mismo viajero. Una de las
preguntas inevitables que se formula el protagonista es la misma que enunciamos
la mayoría de los seres humanos ¿qué vida me hubiera gustado tener, en lugar de
ésta que estoy disfrutando o padeciendo?
Durante muchos años pensé que no cambiaría mi vida por nada. Me encanta
leer y escribir, y como le decía Balzac a George Sand, “La vida de escritor es
maravillosa: hace lo que le gusta, y además le pagan”.
Pero entre los años 1981 y 2000, pensé muchas veces que mi vida como
escritor hubiera sido más gratificante y rentable de haber contado con una
imprenta, o con una editorial propia. Recuerdo a Bernardo Kordon, un novelista
que no ha recibido todavía el sitial merecido en la literatura argentina, me
contó que empezó a escribir porque su padre tenía una imprenta donde fabricaba
almanaques. Obviamente, había un período en que la imprenta del padre estaba
ociosa. Por lo tanto, Kordon decidió usarla para publicar sus obras de ficción,
primero cuentos, después novelas. Así inició su carrera de escritor.
Balzac fue dueño de una imprenta durante algún tiempo. Fracasó como
empresario, pero triunfó como novelista. Pudo conocer al dedillo todo el
proceso de la confección y publicación de un libro, y eso se refleja en su
mejor novela: Ilusiones Perdidas.
Mark Twain también quiso probar fortuna como editor de libros, y la aventura
derivó en otro estrepitoso fiasco. Pero, como siempre ocurre con los artistas
talentosos, la experiencia redituó beneficios. Al menos benefició a los
lectores. Desesperado por la falta de dinero, Mark Twain produjo textos
admirables, algunos, de un terrible pesimismo, como The Mysterious Stranger, describiendo varias visitas del diablo a
la tierra. (Por uno de esos caprichos del destino, la novela fue publicada seis
años después de la muerte del autor).
Cuando Howard Fast, el autor de Mis
gloriosos hermanos y Citizen Payne,
fue puesto en la lista negra del senador Eugene McCarthy por su afiliación al
partido Comunista norteamericano, todas las editoriales neoyorquinas le
cerraron sus puertas. Fast optó por imprimir sus propios libros. Se compró una
camioneta para distribuirlos, y publicó varios best-sellers que le permitieron vivir de manera holgada.
Como señalé antes, entre 1981 y 2000, hubiera anhelado contar con una
imprenta o una editorial propia. En 1981 publiqué la novela A las 20:25 la señora entró en la
inmortalidad, que obtuvo el Premio de Ediciones del Norte. (Recomiendo la
versión corregida y mejorada por la profesora Carmen Virginia Carrillo que
circula en ebook. El título está levemente cambiado. Ahora se denomina A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad).
Bueno, entre 1981 y el 2000, no publiqué nada. ¿Acaso había cesado de escribir?
No, simplemente había cesado de ser aceptado por las editoriales. Es posible
que mi insistencia en la temática de los Pechof, una familia judía
marginalmente atrapada en las peripecias del peronismo, haya sido la razón
principal.
Afortunadamente, en esa ocasión, me ayudó mi experiencia venezolana, y el apremio de Nelson Luis Martínez, director del periódico Últimas Noticias de Caracas, para que
escribiera una novela sobre Francisco de Miranda, el trágico precursor de la
independencia de la Gran Colombia. Ignoro cuantos años demoré en escribirla.
Inicié el proyecto aproximadamente en 1985. Pero la redacté por temporadas,
usando la tercera persona. Recién diez años después, cuando transferí la novela
a la primera persona, empezó a prosperar.
En el año 2000, Los Papeles de
Miranda fue publicada por el editor venezolano José Agustín Catalá en Ediciones Centauro. Le siguieron en el
2004, con el mismo sello, Las dos muertes
del general Simón Bolívar, y en el 2007, Los años de la guerra a muerte. Con respecto a ésta última novela,
quiero hacer un pequeño aparte. Fue reeditada en el 2012, como versión digital.
Es, con respecto a la primera versión, otra novela. Decenas de páginas fueron
eliminadas, y unas 150 incorporadas. Una vez más, Carmen Virginia Carrillo
contribuyó de manera decisiva a transformar la novela. El patito feo de la
trilogía adquirió las galas de Blancanieves, y superó en ventas a Los papeles de Miranda.
Despues de todo, las novelas no se esculpen en la piedra, se escriben con lápiz y papel, y si es posible mejorarlas, pues hay que
hacerlo. Se podrían escribir varios tomos sobre las metamorfosis que sufrió The Sound and the Fury, de William
Faulkner, desde su primera edición, en 1929. Faulkner reconoció que era
la novela que más amaba, “pues me causó más pena y angustia, del mismo modo en
que una madre quiere más al hijo que termina convertido en un ladrón o en un
asesino, que aquel que deviene sacerdote”. Según Faulkner, hay cinco versiones
distintas de la novela.
He aprendido otras cosas trabajando la idea del viajero del tiempo. Una de
ellas es que el ser humano requiere al menos de dos vidas. En la primera, está
autorizado a cometer todos los errores habidos y por haber, y en la segunda, transitar
los mismos senderos, pero buscando atajos, a fin de eludir las calles ciegas y
los puntos muertos. También sería bueno que cada persona tuviera su botón de reset. De esa manera recomenzaría la
vida a partir de cero.
No hay nada como los prejuicios para entorpecer la tarea intelectual. ¿Por
qué pasé veinte años tratando de recontar la historia de los Pechof? Tal vez
por alguna especie de lealtad. Pero ¿lealtad hacia quién? ¿Hacia mi pasado
judío? ¿Acaso un escritor judío traicionaba su estirpe escribiendo sobre
próceres latinoamericanos? Y ahora que lo pienso, algo de eso existía.
Inclusive urdí la trama de convertir a Francisco de Miranda en una especie de
criptojudío. De esa manera, suponía que no estaba traicionando decisivamente mi
herencia. Miranda no pertenecía a la familia Pechof, pero podía ser un familiar
lejano.
Eso trajo una divertida secuela. Un historiador venezolano retomó mi
invención, y redactó un ensayo sugiriendo varias hipótesis que confirmarían mi
sospecha sobre el origen judío de Miranda. No dudo que en algunos años más,
alguien descubrirá un documento refrendando la circuncisión del prócer.
Pero el otro prejuicio que demoró mi relanzamiento estaba ligado con el
tiempo. Existe la tradición, en muchos círculos intelectuales, de que cuanto
más demora un autor en finalizar su obra, mejor es el resultado. Generalmente, ocurre
lo contrario. Un narrador escribe mejor in white heat, inmerso en una frenética
actividad, que tomándose las cosas con calma. La primera versión de The Sound and the Furry se escribió en
seis semanas, así como The Killer Inside
Me de Jim Thompson. Doctor Jekyll and
Mr. Hyde fue escrita por Robert Louis Stevenson en tres días. Alejandro
Dumas escribió en el 1845 El conde de
Montecristo y Los tres mosqueteros.
Cada una de ellas supera las 800 páginas.
Charles Dickens era otro monstruo a la hora de hacer gemir continuamente
las prensas de las editoriales. Por lo tanto, si alguien demora demasiado
tiempo con una obra, lo mejor que puede hacer es ponerla a descansar en un
cajón de su escritorio, y emprender una nueva.
Cada aventura intelectual genera reacciones diferentes. Algunas resultan
más fructíferas que otras. Y, en ese sentido, “La trilogía de la Patria Boba”
ha representado para mí un enorme cambio con respecto a mi narrativa anterior.
Por supuesto, no reniego de La trilogía del Mar Dulce. Sigo disfrutando de las
peripecias de los Pechof, especialmente en A
las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad. Y después que Carmen Virginia
editó Los judíos del Mar Dulce, me
siento muy reconfortado con los resultados. La primera versión era la de un
escritor novato que deseaba contar demasiadas cosas en menos de 250 páginas. La
segunda versión es la de un profesional editado por una profesional. Y es más entretenida
que la primera. (Falta la reedición de La
verdadera crónica falsa. Ya vendrá en algún momento, Carmen Virginia. Ya
vendrá).
Pero “La trilogía del Mar Dulce” es una obra solipsista. Como si yo y mi
alma hubieran narrado las malandanzas de los Pechof. Y frente a mí estaba la
real familia de la cual extraje algunos episodios de sus vidas. En realidad,
esas novelas marcaron el ostracismo parental. Algunos miembros de la estirpe me
reprocharon que los hubiera tomado en broma, o recreado algunos de sus tics o
sus formas de expresión. A partir de ese momento, dejé de ser una persona muy
popular en el seno de los Szichman y de los Szylder.
En cambio, “La trilogía de la Patria Boba” es una obra con muchas voces. Y
eso hace toda la diferencia.
Pude verificarlo cuando el núcleo Rafael Rangel de la universidad de Los
Andes, en Venezuela, me invitó a participar en El Seminario sobre Novela Histórica. Eso fue a comienzos de mayo de
2012. No he tenido un aprendizaje tan creador en toda mi vida. Y dudo que en
otras universidades de América Latina exista ese entusiasmo acompañado de una amable
beligerancia a la hora de canjear ideas con el escritor.
Los narradores suelen lanzar una botella al mar, y con suerte, obtener, en
el curso de muchos años, la respuesta de uno o dos lectores. Pero ¿qué ocurre
cuando son treinta, cuarenta, cincuenta, los lectores que han leído sus novelas
de cabo a rabo y lo acosan con preguntas?
Todo ese proceso concluyó en un libro. (Mallarmé, según Borges, decía que
“La vida ha sido hecha para culminar en un libro”). El volumen se titula
“Trilogía de la patria boba de Mario Szichman”, y el subtítulo es “Una
propuesta de novela histórica del Siglo XXI”). Me gusta mucho el subtítulo
porque expresa con claridad la intención de esa trilogía. (Que espero se
ampliará. Hay al menos una novela finalizada que, en caso de publicarse,
permitirá transfigurar la trilogía en tetralogía).
Le tengo gran desconfianza a lo que se considera “novela histórica”. Si
dejamos de lado La guerra y la paz, de
León Tolstoi, la novela histórica carga con cierto acartonamiento que la
convierte en territorio exclusivo de los próceres. Uno no va a leer una novela
protagonizada por Napoleón Bonaparte, George Washington, o Abraham Lincoln,
aguardando excesivas sorpresas acerca del actor principal. Y menos en América
Latina, donde José de San Martín ha sido rebautizado como “El santo de la
espada”, y en la cual el culto a Bolívar ha forjado esa fantasía de opereta
tragicómica que es la República Bolivariana creada y destruida por Hugo Chávez
Frías y por Nicolás Maduro.
Leer los trabajos que analizan la Trilogía de la Patria Boba me hace sentir
muy orgulloso, claro está. Pero hay algo más importante: me brinda entusiasmo,
pues hay crítica, hay comentario, hay sugerencias y señalamientos, y eso
demuestra que me falta mucho por hacer, por revisar, por replantear.
En los profesores y graduados de la universidad de Los Andes, Núcleo Rafael
Rangel de Trujillo, encontré una fuente inagotable de propuestas y la
certificación de que toda obra es A work
in progress. Gracias a la imaginación dialógica su irradiación puede ser
infinita.
El análisis de la nueva novela histórica por parte de Margot Carrillo
Pimentel, de la trilogía completa por parte de Carmen Virginia Carrillo Torea,
la “representación de “un héroe más humano en Los papeles de Miranda” de Alexis del Carmen Rojas Paredes, la
“deriva entre cotidianeidad y referente
histórico en la novela” por parte de Luis Javier Hernández Carmona, o los escritos de Juan Joel Linares y de Lucía Parra (créeme, Lucía, realmente te luces), son muy buenos aportes a la comprensión de un período histórico sin precedentes. Y apenas forman parte de la historia.
Querría hacer otro aparte con dos textos de la profesora Libertad León González. Uno trabaja el “Discurso en tres tiempos” en Las dos muertes del general Simón Bolívar; el otro formula un acercamiento semiótico a Los años de la guerra a muerte.
Querría hacer otro aparte con dos textos de la profesora Libertad León González. Uno trabaja el “Discurso en tres tiempos” en Las dos muertes del general Simón Bolívar; el otro formula un acercamiento semiótico a Los años de la guerra a muerte.
En
su primer ensayo, Libertad León propone una dinámica de la escritura que me
hubiera gustado incorporar a la novela. Dice la ensayista que “los
desplazamientos” en esa narración “también se producen en los escenarios de la
historia que se cuenta haciendo uso de diversos géneros literarios”. Amo el
cine y amo el teatro, y en ocasiones me gustaría colocar a mis personajes no
entre las dos portadas de un libro, sino en un escenario. Pero, al mismo tiempo,
ni el cine ni el teatro facilitan usar distintos géneros literarios, solo la
novela. Afortunadamente, la ensayista muestra un camino creador para esa
conjunción entre los diferentes niveles. E insisto en el término creador porque
hay, en mi opinión, dos clases de críticos, quienes estimulan la invención, y
quienes se limitan a recrear lo que dice el autor. Con la pauta ofrecida por
Libertad León podría escribir una novela de índole histórica muy distinta a las
anteriores, instalando una modernidad inesperada.
En
relación al acercamiento semiótico en Los años de la guerra a muerte,
Libertad León me ha gratificado extrayendo de entre bastidores a un personaje
entrañable: el pintor Eusebio.
Creo
que los narradores tienen sus protagonistas, y también sus hijos del amor.
Eusebio es uno de ellos, al igual que El Hombre de Hielo, otro
personaje de Los años de la guerra a muerte. Se trata de esos seres
que surgen cuando el autor menos se lo espera. De nuevo, como en su
trabajo sobre la dinámica de la narración, Libertad León consigue dar tres
dimensiones al texto. Soy un pintor fracasado, y me fascina la creación
pictórica. Eusebio encarna lo que hubiera deseado ser, de no haberme
encarrilado por el territorio de la novela. Estudiar las páginas que dedicó
Libertad León al personaje han servido, y mucho para otro proyecto en ciernes.
(Espero, Libertad, que veas en mi próxima novela indicios de tu trabajo,
especialmente, en el amor con que intento trazar la figura de Goya).
Un
texto suele ser, en la mayoría de las circunstancias, la diseminación de otros
textos. Y los autores que han participado en el libro han proliferado en sus
tareas críticas, e integran un elenco del cual deseo formar parte. Están
empecinados en descubrir y redescubrir una de las literaturas más ricas, menos
conocidas de América Latina.
Admiro a Margot Margot Carrillo Pimentel por su bello libro sobre Enrique
Bernando Nuñez y su novela Cubagua,
uno de los grandes secretos de nuestra narrativa. Hubiera querido conocer antes
el trabajo de Luis Javier Hernández Carmona sobre Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri, pues trastorna todo lo
que se había escrito previamente sobre esa novela seminal. Por cierto, Luis Javier
ha escrito una excelente novela, El
inquilino de la intemperie. No hay en la producción actual venezolana
muchos textos que lleguen a su nivel. Y créanme, leo mucha narrativa
venezolana.
Sin De la belleza y el furor, de
Carmen Virginia Carrillo, mi conocimiento de la poesía venezolana de las
décadas del sesenta y del setenta del siglo pasado, sería paupérrimo. Ese libro
es toda una revelación. Un páramo se ha convertido en un vergel, reseñando uno
de los períodos más ricos de la moderna poesía venezolana.
Libertad León González ha escrito una gema de ensayo sobre Octavio Paz en
su libro La paradoja del amor. Alexis
del Carmen Rojas Paredes me ha redescubierto no solo al Miranda de Los Papeles,
sino al que reaparece en Eros y la
doncella. Su trabajo es un fuego de artificio de ideas. Gracias a su
escritura, redescubrí la teatralidad de la Gran Revolución. Y last but not least Lucía Parra y Juan Joel
Linares Simancas. Ambos van a dar mucho que hablar, tanto en la poesía como el
ensayo. Pertenecen a una nueva generación que ni olvida a sus mayores, ni come
cuentos. Además, ambos escriben con gran talento.
Mi amor por Venezuela se refleja en La
trilogía de la patria boba. Y mi renovada pasión por Venezuela, y mis
deseos de incorporar otras novelas a ese ciclo se deben, en buena parte, a los
ensayistas que participaron en el libro.
Si en otras ocasiones pensé que mi vida como escritor hubiera sido más
gratificante y rentable de haber contado con una imprenta, o con una editorial
propia, creo que ahora es más plena, porque he conocido a autores muy vitales,
muy creadores, que amplían, de manera constante, el campo intelectual. Y que
además, son generosos amigos, proclives a propiciar la creación.
Al escribir las novelas históricas sobre Venezuela quemé algunas naves, pero no me arrepiento. Dudo que muchos de mis lectores compartan mis opiniones sobre los héroes de la independencia. En otras latitudes un extranjero, un musiú que
se anime a escribir sobre los próceres es observado con ojos sospechosos, sin
importar la perspectiva que adopta. Ni siquiera aquel que prodiga elogios sobre
los padres de la patria está a salvo del anatema o del escarnio. En ese sentido,
creo que en Venezuela, la tierra que he elegido para querer, tanto como quiero
a su gente, la cosa es distinta, simplemente porque sin importar sus avatares,
o sus tiranuelos, o sus enfermos mentales con delirios de grandeza, esa patria, como afirmaba El Libertador, sigue siendo Caribe y no boba.
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