Mario Szichman
El presidente de Venezuela Nicolás Maduro pronunció hace algunos días un
discurso de más de tres horas en la Asamblea Nacional explicando por qué su
país se encuentra en terapia intensiva. Maduro perdió tres horas de su valioso
tiempo y el de sus compatriotas para revelar que la culpa la tiene el otro. Bueno,
no creo que muchos de sus compatriotas hayan prestado atención alguna a su
discurso. Inclusive sus devotos admiradores –al menos le deben quedar una media
docena– tienen cosas más importantes que hacer. Por ejemplo, esperar durante
varias horas en una cola a que le vendan productos básicos, o eludir a los
malandros que han convertido a Venezuela en el país más letal de América
Latina.
Por cierto, según Maduro, las colas son una fantasía mediática. Grupos infiltrados “de gente corrompida”
ponen a la gente a hacer cola frente a los supermercados y cadenas de
farmacias, mientras en el interior de
los negocios, todo está vacío de personas, y repleto de productos.
Según el jefe de estado, una guerra económica librada por el Imperio está
privando al pueblo de alimentos y de medicinas, y transformado al Internet en
la farmacia virtual de los venezolanos.
No todos los chavistas están de acuerdo con esa apreciación. Varios ex
ministros y funcionarios del gobierno presidido previamente por Hugo Chávez
Frías alegan que la escasez es resultado puro y simple del mayor saqueo
registrado en la historia de Venezuela.
Víctor Álvarez, un economista de izquierda y exministro durante la
presidencia de Chávez, dijo a The New
York Times que Venezuela ha sido desvalijada “como en la época de la
conquista” española, “cuando el oro y la plata eran robados por toneladas”.
Algunos calculan de manera morigerada, en 300.000 millones de dólares el escamoteo
del erario público durante los 17 años que ha pasado el chavismo atornillado al
poder. Otros elevan la cifra a 800.000 millones de dólares. O a un billón de
dólares (un millón de millones de dólares).
El gobierno chavista oscila entre la perpetua crueldad, y la sempiterna
victimización. Se trata de una letal combinación que nunca concluye con el
triunfo del presunto agraviado. Maduro recuerda a esas personas que van a ver
películas únicamente para sufrir. “¡Qué buena película!” dicen los masoquistas
del cine. “¡No saben todo lo que me hizo llorar!”
Russ Dallen, quien lidera el banco de inversiones Latinvest, señaló que el sucesor de Chávez, “Debe ser uno de los
escasos líderes en el mundo que resulta derrotado en una guerra económica que
él mismo inventó”. Sospecho que el presidente de Venezuela tiene todas las de
perder. Se admira siempre a David, cuya honda acabó en el gigante Goliat. No
recuerdo una sola historia en que Goliat haya sido venerado o aplaudido.
El tedioso discurso de Maduro (digo tedioso porque no hay genio de la
política que pueda entretener a una audiencia durante tres horas, y Maduro no
es un genio), fue acompañado en la Asamblea Nacional por otro de media hora
donde el presidente de la legislatura, el opositor Henry Ramos Allup, se
encargó de cuestionar a su gobierno. Es cierto, fue más sucinto y muy superior
al de Maduro, pero muy largo. ¿A quién le interesa escuchar a un orador
hablando media hora o tres horas? ¿Por qué aguantar a un parlanchín siete
horas, como ocurría con Fidel Castro? El promedio de los monólogos de Chávez en su programa de televisión “Aló
Presidente” oscilaba en las ocho horas. ¿Tenían algún resultado? Mientras fue
la época de las vacas gordas, la mayoría de los venezolanos votó por Chávez. No
necesitaban el incentivo de sus monólogos.
Los gobernantes con preferencia por la cháchara siempre se engañan cuando
se montan en la tarima: creen que el pueblo escucha arrobado sus frases. Ignoran
lo que pasa realmente por el cerebro de los asistentes.
En realidad, esos dicharacheros se dirigen a una sola persona: ellos
mismos. Cada discurso es un clavo más en el andamio para erigir su auto
glorificación.
Los discursos de los grandes tribunos de la Revolución Francesa como
Robespierre, Danton, Saint Just, Mirabeau (especialmente Mirabeau), no solían
durar más de quince o veinte minutos. Y hoy siguen manteniendo su vigencia y
conservando la elegancia de su estilo.
Lean el discurso de Angostura de Simón Bolívar. Es cierto, se lleva casi una
hora. Pero allí se sintetiza una visión política, y se anticipa un futuro
plagado de dificultades. En todos los años que Bolívar ejerció el mando, no
llegan a media docena los discursos importantes que pronunció. Ni uno solo de
ellos es deleznable, o banal, como los monólogos en cadena de Maduro.
Bolívar desdeñaba en su discurso a quienes lo consideraban un salvador o el
timonel del destino de la Gran Colombia: “En medio de este piélago de angustias”,
decía a los legisladores en Angostura, “no he sido más que un vil juguete del
huracán revolucionario que me arrebataba como una débil paja. Yo no he podido
hacer ni bien ni mal; fuerzas irresistibles han dirigido la marcha de nuestros
sucesos; atribuírmelos no sería justo y sería darme una importancia que no
merezco”. Si alguien quiere “conocer los autores de los acontecimientos pasados
y del orden actual”, propuso el Libertador, era mejor consultar “los anales de
España, de América, de Venezuela”, examinar “las Leyes de Indias, el régimen de
los antiguos mandatarios, la influencia de la religión y del dominio extranjero…
la ferocidad de nuestros enemigos y el carácter nacional”.
Tal vez el mejor discurso de un presidente norteamericano lo pronunció
Abraham Lincoln en Gettysburgh. Lincoln tuvo tiempo para expresar en uno de los
campos de batalla más ensangrentados por la guerra civil que los padres
fundadores de Estados Unidos habían concebido una nación en libertad, siendo la
propuesta básica que todos los hombres habían sido creados iguales. Por lo
tanto, resultaba esencial que “el gobierno del pueblo, por el pueblo, y para el
pueblo”, no fuera eliminado de esta tierra. Ese plan político fue esbozado en
272 palabras, y explicado en menos de tres minutos.
No sé cómo hacían los cubanos en la buena época de Fidel o los venezolanos
en el estudio de televisión donde Chávez desplegaba aquello que los aduladores
consideraban una “genial oratoria”. Pero intuyo que la única hazaña de la
audiencia era controlar sus esfínteres. Desde el podio, más que ejercitar su elocuencia,
los salvadores de la patria se limitaban a practicar su sadismo. ¿Quién se
anima a alzar la mano frente al líder máximo y, remedando a un niño de la
escuela primaria, preguntarle si le da permiso para ir al baño?
¡TWITTER ES
NUESTRA SALVACIÓN!
Creo que la llegada de Twitter con su máximo de 140 caracteres por
comentario rinde un gran servicio al público y al intelecto. En ese sentido,
los titulares son un análogo de esos one–liners
usados por cómicos y comentaristas anglosajones para transgredir convenciones o
formular sagaces y deprimentes comentarios sobre la naturaleza humana.
Woody Allen requirió 89 caracteres para explicar que su anhelo no era “lograr
la inmortalidad a través de mi trabajo: mi único propósito es abstenerme de
morir”.
Hector Berlioz, el gran compositor, dijo en 77 caracteres: “El tiempo es un
gran maestro. Lamentablemente, mata a todos sus discípulos”.
Groucho Marx usó 94 caracteres para preguntar: “¿Por qué tengo que hacer
algo por la posteridad? ¿Acaso la posteridad ha hecho algo por mí?”
Y Will Rogers, un gran humorista y comentarista político, dijo: “No
se requiere aptitud alguna para ser humorista cuando todo el gobierno trabaja
en nuestro favor”. (97 caracteres).
Espero que alguien escriba pronto una sociología de Twitter. Hasta podrían
armarse perfiles de distintos tuiteros. Los más eficaces son aquellos que no requieren
siquiera 140 caracteres para expresar sus ideas. Los incluiría en el rubro de
los one-liners.
Los
más confusos utilizan abreviaturas para eludir el corsé de hierro de los 140
caracteres. En esa categoría proliferan los políticos y aspirantes a políticos.
Delatan su pereza mental, pues abundan en el Internet los diccionarios de
sinónimos, parónimos y antónimos y los manuales de gramática.
Existe un gran desafío en los 140 caracteres de Twitter, así como grandes
recompensas. Uno difícilmente recuerde una larga explicación o un lamento. Pero
cuando Woody Allen dice: “La última vez que estuve dentro de una mujer fue
cuando visité la Estatua de la Libertad” (88 caracteres) su frase tiene
infinitas reverberaciones.
Groucho Marx siempre se burlaba de sus méritos. Y eso lo hacía doblemente
grato para sus admiradores. Su frase “No puedo pertenecer a un club que me
acepta como socio” (54 caracteres) ha sido repetida hasta el infinito durante
más de 70 años.
Y después están los cavernícolas del Twitter, los insultadores.
Generalmente, cuentan con escasos seguidores. Todavía el ser humano prefiere un
buen argumento a un insulto, que además, sólo degrada a quien lo profiere.
Hay prepotentes del Twitter, así como hay seres muy amables y convincentes,
capaces de reseñar en menos de 140 caracteres sus ideas sobre el mundo.
Vivimos bombardeados diariamente por los mensajes. La única intención de
los emisores es llegar a la mayor cantidad de receptores. Y Twitter, con su
inmenso alcance y sus 140 caracteres, es un excelente mensajero. Pero es el
territorio de Gracián. “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. En ese sentido,
me quedo con este one–liner de
Ambrose Bierce, que resume a las mil maravillas los dilemas de la
incomunicación humana: “Solo: mal acompañado”, dijo en su Diccionario del Diablo. Para eso requirió apenas de 22 caracteres.
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