domingo, 14 de febrero de 2016

La avaricia en los tiempos del cólera

Mario Szichman

Se hace imagen todo aquello
que pronto cesará de estar
 presente ante nosotros
Walter Benjamin



Cuando llegué a Nueva York, en 1980, la idea que tenían los norteamericanos del café era la de un brebaje turbio, de un color casi tan obscuro como el té, y con sabor a achicoria. Sólo tras el arribo de Starbucks, una década después, y del café colombiano a McDonalds y a Burger King, los habitantes de este país descubrieron que desde hacía décadas les vendían, bajo el nombre de café, un subproducto del jugo de paraguas.  
¿Qué ocurrió para que esa afrenta fuera tolerada durante tanto tiempo? Lo que ocurrió, básicamente, fue la primera guerra mundial. Al concluir la contienda, los importadores de café descubrieron que el grano se había ido a las nubes. Por lo tanto, para mantener el brebaje barato, aconsejaron a los dueños de cafetería que lo bautizaran con agua, gran cantidad de agua. Por cierto, el precio del café sufrió en las décadas siguientes numerosas fluctuaciones. Pero eso no alteró la rutina de restaurantes y cafeterías, pues cuando el café se abarataba, esos comercios podían ganar más dinero.
Cada profesión cataliza miradas. Cuando Sherlock Holmes contempla un objeto, es capaz de descubrir la vida de su poseedor. El bastón que porta uno de los protagonistas de The Hound of the Baskervilles  permite inferir al detective “un joven que no ha cumplido aún la treintena, afable, poco ambicioso, distraído, y dueño de un perro por el que siente gran afecto, algo más grande que un terrier pero más pequeño que un mastín”.
En el caso de los narradores, la mirada se agudiza en las crisis, simplemente porque se multiplican los eventos discordantes. Entonces es factible acopiar imágenes “de aquello que pronto cesará de estar ante nosotros”, como señala Benjamin con fulgor, y tanta poesía.
La rutina embota nuestros sentidos. Surgen más vivencias en una vacación de fin de semana, que durante los años que pasamos en un trabajo. Vemos una película de dos horas de duración, y años después seguimos recordando sus episodios principales, aunque no la secuencia cronológica, pues en el recuerdo se entromete el deseo. Necesitamos acelerar los incidentes que afectan al héroe o a la heroína, y por lo tanto, traspapelamos el guion.
Pensaba en la avaricia porque la crisis económica que afectó a Estados Unidos y buena parte de Europa entre los años 2008 y 2010, tal vez una de las peores desde la Gran Depresión, posibilitó una agudización de la mirada para quienes deseaban reseñarla, o acumular episodios destinados a una futura novela o filme.
La avaricia, y especialmente la figura del avaro, forman parte del repertorio clásico tanto en el territorio de la novela como en el teatro. Recuerdo una película argentina de la década del cuarenta, El viejo Hucha donde el avaro, creo que interpretado por Enrique Muiño, un gran actor, enseñaba a caminar a sus hijos a fin de disminuir el desgaste de las suelas. Había que apoyar “primero el taco, luego el talón, y al final la puntera”. Al final, el lema de “taco, talón y puntera”, fue empleado para burlarse de cualquier tacaño.
El Avaro, de Moliere, Eugenia Grandet, de Honorato de Balzac, son dos obras maestras donde la cicatería es elevada a la categoría de gran tragedia. Al parecer, el avaro necesita exteriorizar su mezquindad con cierta grandilocuencia o histrionismo.  Cuando Harpagón, el avaro de Moliere, sufre un minúsculo robo, exige que sean arrestados todos los pobladores de la ciudad y de los suburbios. También sugiere que detengan a los espectadores de la obra. Y el viejo Grandet, el avaro de Balzac, tartamudea de manera horrenda cada vez que está por concretar un negocio. Como explica Balzac, los comerciantes que participan en la transacción tratan de ayudar a Grandet en su penoso intento por hacerse entender, y de esa manera se olvidan de sus intereses en juego.  
Lo que más recuerdo de la crisis económica en Estados Unidos, primero en New York, luego en Miami, era la trasmutación de algunos objetos. Por ejemplo, en las oficinas de corporaciones, las servilletas de papel suaves y esponjosas fueron reemplazadas por otras tan ásperas que podrían lijar madera. Las máquinas que servían café gratis en las oficinas fueron sustituidas por  otras que cobraban la taza de un abominable café entre 75 centavos y un dólar. Si un edificio contaba con cuatro ascensores, habitualmente en dos de ellos aparecían de manera constante cartelitos de Out of service. Los ascensores no tenían desperfecto alguno, pero su puesta en desuso permitía ahorrar electricidad. Lo mismo ocurría con los aparatos de aire acondicionado en el verano, o con la calefacción en el invierno.  
Algunas de las medidas de conservación eran irritantes, otras causaban perplejidad. Todas tenían el mismo objetivo: recortar gastos, inclusive los esenciales, y en ocasiones, mostrar una vena sádica.

COMPETENCIAS SIN ENCUENTROS

El periodista Tamar Lewin dijo en The New York Times del 19 de junio de 2009 que si la crisis no amainaba, la vida universitaria en Estados Unidos podría alterarse de manera decisiva. Eso incluía  “Estudiantes examinando el exterior del campus a través de ventanas sucias, oficinas del decano con tachos repletos de basura y sin teléfonos, y eventos deportivos en los cuales los rivales nunca podrán enfrentarse”.
Además de despedir empleados, y de sobrecargar a los sobrevivientes de los recortes con más horas de trabajo, los decanos de universidades pensaron en formas novedosas de ahorrar dinero. He aquí algunas de ellas:
—La Universidad Oberlin, de Ohio, ahorró 22.300 dólares reduciendo la frecuencia del lavado de ventanas[i].
—La Universidad Carleton, en Northfield, Minnesota, inició un programa para recoger la basura de las oficinas una vez por semana, en lugar de una vez al día. De esa manera, pudo despedir a tres empleados de mantenimiento. También acrecentó las horas de trabajo de los profesores, aunque no se encargaban de tareas de limpieza. Por supuesto, no hubo aumento de sueldo a pesar de las horas extras.
         —La Universidad Withman, en Walla Walla, estado de Washington, impuso una cuota máxima a la impresión gratuita en bibliotecas y en laboratorios. Los estudiantes que excedían la cuota debían pagar por el servicio como en cualquier comercio.
          —Directivos de cientos de instituciones académicas ordenaron ahorrar en calefacción bajando la temperatura regulada por termostatos.  Vale la pena recordar que vastas zonas de Estados Unidos no disfrutan de temperaturas templadas. En el centro y el noreste del país, la temperatura puede bajar durante el invierno a más de 20 grados bajo cero.
—La Universidad Whittier inició en el primer otoño de la crisis el programa Trayless Tuesdays (martes sin bandejas) con la finalidad de ahorrar dinero en las cafeterías. Esas bandejas de plástico son realmente cómodas. En un solo viaje pueden transportarse platos con comida, bebidas, utensilios y servilletas. Pero las autoridades de la universidad descubrieron que al eliminar las bandejas podía ahorrarse agua caliente y detergente. Luego, avanzaron un paso más en su avaricia. Las bandejas desaparecieron totalmente de Whittier. No se conseguían los martes o cualquier otro día del resto de la semana. La universidad logró ahorrar casi 30.000 dólares en un semestre, y los estudiantes se convirtieron en malabaristas tratando de llevar la comida a la mesa sin romperse la crisma.
La perla de la corona fue la invención de competencias sin competidores. En la universidad Dickinson, en Carlisle, Pensilvania, el equipo de nadadoras realizó un “encuentro de natación virtual” con el famoso instituto Bryn Mawr College, en Pensilvania, situado a unos 200 kilómetros de distancia. Cada equipo nadó en la piscina de su universidad, y luego comparó tiempos para determinar las ganadoras.
“Ahorramos cerca de 900 dólares al suprimir los viajes en autobús”, proclamó orgulloso William G. Durden, presidente de Dickinson. (Un gracioso propuso que la práctica se extendiera a las relaciones amorosas, pero, afortunadamente, la idea no prosperó).

LA TORTURA DE LOS MIL CORTES

También los estados norteamericanos decidieron ahorrar, y sus autoridades descubrieron ingeniosas maneras de aumentar el peligro en las calles, arruinarles a los jubilados sus paseos dominicales y a las parejas la posibilidad de traer nuevos habitantes al mundo. Todo aquello que pudiera afectar la calidad de la vida fue sometido a un riguroso, a veces implacable escrutinio.
            En California, un estado que enfrentó en el año fiscal del 2010 un déficit de 24.000 millones de dólares, el entonces gobernador Arnold Schwarzenegger propuso dejar en libertad a millares de presos antes del cumplimiento de sus condenas, y cerrar más de 200 parques estatales.
En Hawai, los empleados estatales debieron aceptar licencias sin goce de sueldo de tres días por mes durante un lapso de dos años, equivalentes a una disminución de un 14 por ciento en el salario. En Idaho, la legislatura redujo la ayuda a las escuelas públicas por primera vez en décadas, y aprovechó para cercenar el sueldo de los maestros.  
Oklahoma acortó las horas de atención de museos y de sitios históricos, el estado de Washington echó a miles de maestros, y el de New Hampshire puso a la venta sus 27 parques estatales.  
Y en un ejemplo “de los incontables pero dolorosos cortes” de presupuesto que se llevaron a cabo, dijo The New York Times, “Illinois anunció que cesaría de manera temporal la entrega de unos 15 millones de dólares al año para financiar unos 10.000 funerales de indigentes”. De esa manera, los pobres de Illinois no tenían, literalmente, donde caerse muertos.  
La crisis afectó a millones de familias. Pese a su demoledora intensidad, no se prolongó más de dos años, a diferencia de la Gran Depresión, que duró 11 años. Tal vez debido a eso, no produjo demasiadas novelas, o al menos, nada que se pueda comparar con Viñas de Ira, de John Steinbeck, o con El camino del tabaco, de Erskine Caldwell. Pero ambas son novelas costumbristas, muy tradicionales. Quizás la crisis de comienzos del siglo veintiuno necesita otro enfoque, más cercano al horror o a la ciencia ficción. Recuerdo que pasé parte de la crisis con mi esposa, Laura, en Miami. Vivíamos al principio en Sunny Isles, cerca del  complejo edilicio Trump Towers, tres majestuosas torres, ubicadas muy cerca del mar. Según el folleto impreso en papel satinado, cada una de las Trump Towers contaba con 45 pisos y unos 300 apartamentos. Los precios de oferta inicial iban desde 650.000 dólares a cuatro millones de dólares. No había muchos interesados en gastar semejantes sumas. Al menos en esa época.
Durante varios meses, los residentes del área pudieron observar en la torre número uno alrededor de 15 apartamentos iluminados. En la torre número dos, apenas unos ocho. Pero la torre número tres parecía ser la sede del fantasma de la Ópera: no había un solo apartamento iluminado. ¿Qué hacía en la torre tres ese ejército de empleados, desde el conserje hasta el personal de limpieza, cuya misión era atender a los inexistentes huéspedes? ¿Cómo se sentían en esas lujosas cárceles los valets de estacionamiento que debían estar a la orden 24 horas por día con la exclusiva intención de no aparcar vehículo alguno?   
¿Cuántas novelas pueden escribirse usando esos tres edificios como setting.? La modernidad de la construcción invita a un narrador especializado en ciencia ficción, y la ominosa majestad de los edificios, a una novela de horror.  Dean Koontz, un excelente narrador de suspense, demostró en 77 Shadow Street las sorpresas que le depara una antigua mansión a un escritor con buena imaginación. En 77 Shadow Street se suceden los episodios de locura, de suicidio, y de asesinatos en masa.  
¿Qué secretos albergaban las Trump Towers de Sunny Isles? Esos condominios tenían servicios de seguridad que no protegían a nadie, entrenadores en gimnasios absolutamente vacíos, ascensoristas que nunca recibían pasajeros, y encargados de acicalar ventanas inmensas que iban del piso al techo y de pared a pared. Y eso sin descuidar los salvavidas que montados en sus altas torres vigilaban con binoculares para evitar que algún nadador, quizás originario de edificios vecinos, se ahogase en su playa.
Esos edificios continuaron atendidos de manera inmaculada durante meses, quizás años, por un ejército de empleados cuyo único plan era evitar el menor deterioro mientras aguardaban el momento en que fuesen habitados por seres humanos, no por fantasmas. Pero entre tanto, ¡qué oportunidad para un buen narrador de poblar esas estructuras de fantasmas!








[i] Un buen consejo para economizar en ese rubro fue ofrecido hace algunos años por The Fortean Times. La publicación británica informó que Lita Nahas, una lavadora de ventanas, ofrecía en El Cairo un servicio económico y eficaz, aprovechando la lengua de los camellos. “Yo mezclo azúcar con el jabón”, explicó Nahas a un periódico de la capital egipcia. “Pongo esa mezcla en las ventanas, y hago que los camellos pasen la lengua por el compuesto. Podemos asear todo un piso en cuestión de minutos”.
               

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