Mario Szichman
Se hace imagen todo
aquello
que pronto cesará de
estar
presente ante nosotros
Walter Benjamin
Cuando llegué a Nueva
York, en 1980, la idea que tenían los norteamericanos del café era la de un brebaje
turbio, de un color casi tan obscuro como el té, y con sabor a achicoria. Sólo
tras el arribo de Starbucks, una
década después, y del café colombiano a McDonalds
y a Burger King, los habitantes de
este país descubrieron que desde hacía décadas les vendían, bajo el nombre de
café, un subproducto del jugo de paraguas.
¿Qué ocurrió para que esa
afrenta fuera tolerada durante tanto tiempo? Lo que ocurrió, básicamente, fue
la primera guerra mundial. Al concluir la contienda, los importadores de café
descubrieron que el grano se había ido a las nubes. Por lo tanto, para mantener
el brebaje barato, aconsejaron a los dueños de cafetería que lo bautizaran con
agua, gran cantidad de agua. Por cierto, el precio del café sufrió en las
décadas siguientes numerosas fluctuaciones. Pero eso no alteró la rutina de
restaurantes y cafeterías, pues cuando el café se abarataba, esos comercios podían
ganar más dinero.
Cada profesión cataliza
miradas. Cuando Sherlock Holmes contempla un objeto, es capaz de descubrir la
vida de su poseedor. El bastón que porta uno de los protagonistas de The Hound of the Baskervilles permite inferir al detective “un joven que no
ha cumplido aún la treintena, afable, poco ambicioso, distraído, y dueño de un
perro por el que siente gran afecto, algo más grande que un terrier pero más pequeño
que un mastín”.
En el caso de los
narradores, la mirada se agudiza en las crisis, simplemente porque se
multiplican los eventos discordantes. Entonces es factible acopiar imágenes “de
aquello que pronto cesará de estar ante nosotros”, como señala Benjamin con
fulgor, y tanta poesía.
La rutina embota nuestros
sentidos. Surgen más vivencias en una vacación de fin de semana, que durante
los años que pasamos en un trabajo. Vemos una película de dos horas de
duración, y años después seguimos recordando sus episodios principales, aunque
no la secuencia cronológica, pues en el recuerdo se entromete el deseo.
Necesitamos acelerar los incidentes que afectan al héroe o a la heroína, y por
lo tanto, traspapelamos el guion.
Pensaba en la avaricia
porque la crisis económica que afectó a Estados Unidos y buena parte de Europa
entre los años 2008 y 2010, tal vez una de las peores desde la Gran Depresión,
posibilitó una agudización de la mirada para quienes deseaban reseñarla, o
acumular episodios destinados a una futura novela o filme.
La avaricia, y
especialmente la figura del avaro, forman parte del repertorio clásico tanto en
el territorio de la novela como en el teatro. Recuerdo una película argentina
de la década del cuarenta, El viejo Hucha
donde el avaro, creo que interpretado por Enrique Muiño, un gran actor, enseñaba
a caminar a sus hijos a fin de disminuir el desgaste de las suelas. Había que
apoyar “primero el taco, luego el talón, y al final la puntera”. Al final, el
lema de “taco, talón y puntera”, fue empleado para burlarse de cualquier tacaño.
El Avaro, de Moliere, Eugenia Grandet,
de Honorato de Balzac, son dos obras maestras donde la cicatería es elevada a
la categoría de gran tragedia. Al parecer, el avaro necesita exteriorizar su
mezquindad con cierta grandilocuencia o histrionismo. Cuando Harpagón, el avaro de Moliere, sufre
un minúsculo robo, exige que sean arrestados todos los pobladores de la ciudad
y de los suburbios. También sugiere que detengan a los espectadores de la obra.
Y el viejo Grandet, el avaro de Balzac, tartamudea de manera horrenda cada vez
que está por concretar un negocio. Como explica Balzac, los comerciantes que
participan en la transacción tratan de ayudar a Grandet en su penoso intento
por hacerse entender, y de esa manera se olvidan de sus intereses en juego.
Lo que más recuerdo de la
crisis económica en Estados Unidos, primero en New York, luego en Miami, era la
trasmutación de algunos objetos. Por ejemplo, en las oficinas de corporaciones,
las servilletas de papel suaves y esponjosas fueron reemplazadas por otras tan
ásperas que podrían lijar madera. Las máquinas que servían café gratis en las oficinas
fueron sustituidas por otras que cobraban
la taza de un abominable café entre 75 centavos y un dólar. Si un edificio contaba
con cuatro ascensores, habitualmente en dos de ellos aparecían de manera
constante cartelitos de Out of service.
Los ascensores no tenían desperfecto alguno, pero su puesta en desuso permitía
ahorrar electricidad. Lo mismo ocurría con los aparatos de aire acondicionado
en el verano, o con la calefacción en el invierno.
Algunas de las medidas de
conservación eran irritantes, otras causaban perplejidad. Todas tenían el mismo
objetivo: recortar gastos, inclusive los esenciales, y en ocasiones, mostrar
una vena sádica.
COMPETENCIAS SIN ENCUENTROS
El periodista Tamar Lewin
dijo en The New York Times del 19 de
junio de 2009 que si la crisis no amainaba, la vida universitaria en Estados
Unidos podría alterarse de manera decisiva. Eso incluía “Estudiantes examinando el exterior del campus
a través de ventanas sucias, oficinas del decano con tachos repletos de basura
y sin teléfonos, y eventos deportivos en los cuales los rivales nunca podrán
enfrentarse”.
Además de despedir empleados, y de sobrecargar a los sobrevivientes de los
recortes con más horas de trabajo, los decanos de universidades pensaron en
formas novedosas de ahorrar dinero. He aquí algunas de ellas:
—La Universidad Oberlin, de Ohio, ahorró 22.300 dólares reduciendo la
frecuencia del lavado de ventanas[i].
—La Universidad Carleton, en Northfield, Minnesota, inició un programa para
recoger la basura de las oficinas una vez por semana, en lugar de una vez al
día. De esa manera, pudo despedir a tres empleados de mantenimiento. También
acrecentó las horas de trabajo de los profesores, aunque no se encargaban de
tareas de limpieza. Por supuesto, no hubo aumento de sueldo a pesar de las
horas extras.
—La Universidad Withman, en Walla Walla, estado de
Washington, impuso una cuota máxima a la impresión gratuita en bibliotecas y en
laboratorios. Los estudiantes que excedían la cuota debían pagar por el
servicio como en cualquier comercio.
—Directivos
de cientos de instituciones académicas ordenaron ahorrar en calefacción bajando
la temperatura regulada por termostatos. Vale la pena recordar que vastas zonas de Estados
Unidos no disfrutan de temperaturas templadas. En el centro y el noreste del
país, la temperatura puede bajar durante el invierno a más de 20 grados bajo
cero.
—La Universidad Whittier
inició en el primer otoño de la crisis el programa Trayless Tuesdays (martes sin bandejas) con la finalidad de ahorrar
dinero en las cafeterías. Esas bandejas de plástico son realmente cómodas. En
un solo viaje pueden transportarse platos con comida, bebidas, utensilios y
servilletas. Pero las autoridades de la universidad descubrieron que al
eliminar las bandejas podía ahorrarse agua caliente y detergente. Luego,
avanzaron un paso más en su avaricia. Las bandejas desaparecieron totalmente de
Whittier. No se conseguían los martes o cualquier otro día del resto de la
semana. La universidad logró ahorrar casi 30.000 dólares en un semestre, y los
estudiantes se convirtieron en malabaristas tratando de llevar la comida a la
mesa sin romperse la crisma.
La perla de la corona
fue la invención de competencias sin competidores. En la universidad Dickinson,
en Carlisle, Pensilvania, el equipo de nadadoras realizó un “encuentro de
natación virtual” con el famoso instituto Bryn Mawr College, en Pensilvania,
situado a unos 200 kilómetros de distancia. Cada equipo nadó en la piscina de
su universidad, y luego comparó tiempos para determinar las ganadoras.
“Ahorramos cerca de 900 dólares al suprimir los viajes en autobús”,
proclamó orgulloso William G. Durden, presidente de Dickinson. (Un gracioso
propuso que la práctica se extendiera a las relaciones amorosas, pero,
afortunadamente, la idea no prosperó).
LA TORTURA DE
LOS MIL CORTES
También los estados norteamericanos decidieron ahorrar, y sus autoridades
descubrieron ingeniosas maneras de aumentar el peligro en las calles, arruinarles
a los jubilados sus paseos dominicales y a las parejas la posibilidad de traer
nuevos habitantes al mundo. Todo aquello que pudiera afectar la calidad de la
vida fue sometido a un riguroso, a veces implacable escrutinio.
En California, un estado que
enfrentó en el año fiscal del 2010 un déficit de 24.000 millones de dólares, el
entonces gobernador Arnold Schwarzenegger propuso dejar en libertad a millares
de presos antes del cumplimiento de sus condenas, y cerrar más de 200 parques
estatales.
En Hawai, los empleados estatales debieron aceptar licencias sin goce de
sueldo de tres días por mes durante un lapso de dos años, equivalentes a una disminución
de un 14 por ciento en el salario. En Idaho, la legislatura redujo la ayuda a
las escuelas públicas por primera vez en décadas, y aprovechó para cercenar el
sueldo de los maestros.
Oklahoma acortó las horas de atención de museos y de sitios históricos, el
estado de Washington echó a miles de maestros, y el de New Hampshire puso a la
venta sus 27 parques estatales.
Y en un ejemplo “de los incontables pero dolorosos cortes” de presupuesto
que se llevaron a cabo, dijo The New York
Times, “Illinois anunció que cesaría de manera temporal la entrega de unos
15 millones de dólares al año para financiar unos 10.000 funerales de
indigentes”. De esa manera, los pobres de Illinois no tenían, literalmente,
donde caerse muertos.
La crisis afectó a millones de familias. Pese a su demoledora intensidad,
no se prolongó más de dos años, a diferencia de la Gran Depresión, que duró 11
años. Tal vez debido a eso, no produjo demasiadas novelas, o al menos, nada que
se pueda comparar con Viñas de Ira,
de John Steinbeck, o con El camino del
tabaco, de Erskine Caldwell. Pero ambas son novelas costumbristas, muy
tradicionales. Quizás la crisis de comienzos del siglo veintiuno necesita otro
enfoque, más cercano al horror o a la ciencia ficción. Recuerdo que pasé parte
de la crisis con mi esposa, Laura, en Miami. Vivíamos al principio en Sunny Isles, cerca del complejo edilicio Trump Towers, tres majestuosas torres, ubicadas muy cerca del mar.
Según el folleto impreso en papel satinado, cada una de las Trump Towers contaba con 45 pisos y unos
300 apartamentos. Los precios de oferta inicial iban desde 650.000 dólares a
cuatro millones de dólares. No había muchos interesados en gastar semejantes
sumas. Al menos en esa época.
Durante varios meses, los residentes del área pudieron observar en la torre
número uno alrededor de 15 apartamentos iluminados. En la torre número dos,
apenas unos ocho. Pero la torre número tres parecía ser la sede del fantasma de
la Ópera: no había un solo apartamento iluminado. ¿Qué hacía en la torre tres
ese ejército de empleados, desde el conserje hasta el personal de limpieza,
cuya misión era atender a los inexistentes huéspedes? ¿Cómo se sentían en esas
lujosas cárceles los valets de
estacionamiento que debían estar a la orden 24 horas por día con la exclusiva
intención de no aparcar vehículo alguno?
¿Cuántas novelas pueden escribirse usando esos tres edificios como setting.? La modernidad de la
construcción invita a un narrador especializado en ciencia ficción, y la
ominosa majestad de los edificios, a una novela de horror. Dean Koontz, un excelente narrador de suspense, demostró en 77 Shadow Street las sorpresas que le
depara una antigua mansión a un escritor con buena imaginación. En 77 Shadow Street se suceden los
episodios de locura, de suicidio, y de asesinatos en masa.
¿Qué secretos albergaban las Trump
Towers de Sunny Isles? Esos
condominios tenían servicios de seguridad que no protegían a nadie,
entrenadores en gimnasios absolutamente vacíos, ascensoristas que nunca
recibían pasajeros, y encargados de acicalar ventanas inmensas que iban del
piso al techo y de pared a pared. Y eso sin descuidar los salvavidas que
montados en sus altas torres vigilaban con binoculares para evitar que algún
nadador, quizás originario de edificios vecinos, se ahogase en su playa.
Esos edificios continuaron atendidos de manera inmaculada durante meses,
quizás años, por un ejército de empleados cuyo único plan era evitar el menor
deterioro mientras aguardaban el momento en que fuesen habitados por seres
humanos, no por fantasmas. Pero entre tanto, ¡qué oportunidad para un buen
narrador de poblar esas estructuras de fantasmas!
[i] Un buen
consejo para economizar en ese rubro fue ofrecido hace algunos años por The Fortean Times. La publicación
británica informó que Lita Nahas, una lavadora de ventanas, ofrecía en El Cairo
un servicio económico y eficaz, aprovechando la lengua de los camellos. “Yo
mezclo azúcar con el jabón”, explicó Nahas a un periódico de la capital
egipcia. “Pongo esa mezcla en las ventanas, y hago que los camellos pasen la
lengua por el compuesto. Podemos asear todo un piso en cuestión de minutos”.
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