miércoles, 17 de febrero de 2016

¡Esa voz! ¡Esas voces! Mariel, de José Prats


Mario Szichman
“--¿Para qué existes?--”
“–Para armar una réplica–”
Samuel Beckett
Esperando a Godot



Una persona avanza por el pasillo de un edificio, abre la puerta de su apartamento, y presiente que lo aguarda una voz. No una presencia física, solo una voz. Y antes de que encienda la luz, la voz empieza a explicar sus atributos.  A poco de hilvanar algunas sentencias, el inquilino o dueño del apartamento prefiere no encender la luz. Se dirige a tientas hacia una silla, o un sillón, y se limita a escuchar, pues todo está condensado en ese tono de voz. No solo eso, la voz va construyendo el escenario,  delinea personajes, anima la vida de una ciudad. Nada más que la voz. Exclusivamente la voz. 
Eso es lo que ocurre en la primera parte de la novela Mariel, de José Prats Sariol (Editorial Verbum de Madrid, 2014).

Recuerdo que hace algunos años entrevisté al novelista Robert B. Parker, un eximio narrador de historias policiales. Parker me dijo que los escritores se dividían en dos categorías, aquellos que tecleaban con ambas manos, y quienes lo hacían con una sola, pues la otra estaba enfundada en esos guantes que concluyen en una cabeza de felpa, y suelen ser usados por los ventrílocuos. El novelista aseguraba que la segunda categoría de autores eran fuera de serie. Podían desdoblarse y dialogar, en lugar de monologar.
Todos los protagonistas de Mariel –que además, de manera uniforme, se llaman José, o sus variantes– usan el monólogo para crear un coro de voces. Y pueden armar desde pequeños ámbitos hasta urbes completas.
En el monólogo de la primera parte, Joselín, afincado en el puerto de Mariel, entabla un diálogo con José, un abogado habanero. En realidad, recuerda a esos aplausos que se ofrecen con una sola mano. El único que habla es Joselín, un gran maestro de ceremonias.
Un narrador tradicional explicaría de esta manera las tareas de Joselín como anfitrión: “Chistó al mozo del bar Dos Hermanos y le hizo señas para que trajera ron blanco, uno para él, otro para su invitado”. Pero no José Prats, no su protagonista, quien le dice al abogado habanero: “Ahora verá cómo el silbido le hace mirarme”, aludiendo al barman. Y luego “Este dos con el índice y el anular es tan claro como la luz verde del semáforo”. La señal para exigir las bebidas. 
Primero la voz, luego el gesto. El ron “en strike” no solo sirve para beber, también  explica el clima: “La llovizna del frente frío merece el ron en strike”. Esa llovizna, a su vez, pronostica otro cambio de tiempo anticipado por “el correr de las nubes grises”. Es un alivio. ¿Le gusta al Pepe habanero el cambio de tiempo? “¿Lo prefiere?” pregunta Joselín a su invisible interlocutor. “Yo también, unos grados menos y un poco de sombra nunca le viene mal a esta isla enceguecedora”.   
Las reacciones del escucha solo son reseñadas por el dueño de la voz. “Usted tiene una buena risa” dice el protagonista, halagado por el invisible, mudo oyente. “¿Verdad que ser espontáneo abre puertas?”
Hay países del Caribe que parecen construidos por Walt Disney, y otros simulan ser dirigidos por Howard Hawks, con guión de Ernest Hemingway. A poco de andar, el lector de Mariel se deja transportar por la voz de Prats a un mundo que evoca una película de Humphrey Bogart, digamos To Have or to Have Not.
El drama de Cuba, la tragedia de Cuba, la apariencia de Cuba, tiene como ingrediente esencial su revolución. Pero Cuba no es China, no es Vietnam, no es Rusia. Su tradición no es milenaria. Ningún país de América lo es. Y en aquellas naciones donde sí existió una cultura indígena, como en México, en Guatemala, o en Perú, sus habitantes rechazan a muerte la idea de ser precolombinos. Sin embargo, hay un antiguo, soterrado, pasado en Cuba que le ha brindado peculiaridades poco exploradas en otros países. La inmigración china a Cuba representó un factor importante, y sus secuelas están tan presentes hoy, como hace más de un siglo.  
La segunda parte de Mariel, esta vez en tercera persona, trabaja justamente las consecuencias de esa incómoda amalgama de culturas a través del periodista José Chuang Yemáyez, hijo de chino y de mulata.  Es el momento en que la novela, en vez de hablar, comienza a ser hablada. Estamos en plena revolución, inmersos en el fervor de un mundo tan flamante como el primer día de la creación. Es necesario acabar con los viejos hábitos, las antiguas astucias, y dedicarse a construir el Hombre Nuevo. Pero el hombre viejo se resiste. Inclusive las virtudes de quienes más se empeñan en forjar a Prometeo, son apenas de la lengua para afuera. La franqueza es reemplazada por la simulación. En todas partes, el Hermano Grande vigila. No como en 1984 de Orwell, sino en estilo caribeño. Pero la vigilancia existe, y quien no acata la senda decidida por los burócratas, pronto pierde prebendas, vacaciones al exterior, o la obtención de un vehículo. Y suele acabar marginado.
Por el cuerpo de José Chuang Yemáyez, protagonista del segundo capítulo, pasan muchos de los dilemas de la Cuba en dos tiempos. No es un contrarrevolucionario, pero sí un hombre crítico. Trata de acomodarse a esa incómoda modernidad,  inclusive logra progresar en el periodismo porque sabe callar a tiempo y no pone en entredicho las decisiones de sus jefes. Sin embargo, hay algo que no lo convence del todo. Son demasiados años de simulación, un tiempo excesivo de lidiar con mediocres como para que el cuerpo aguante.
El quiebre de Chuang no es a través de una explosión sino de una sumatoria de pequeñas decepciones. Su cuerpo comienza a escindirse, y explora, como alternativas, un retorno a sus raíces chinas, o una indagación de la fe cristiana.
Como lo señala Prats, “Cuba era un país sin grandes recursos, asediado por la nación más poderosa del mundo”. Esa maldición es eterna. El asedio nunca cesará; tampoco la paranoia. Por lo tanto, mejor acomodarse al lecho de Procusto tendido por un régimen que administra sus favores a cuentagotas para la mayoría de la población, y en cierta medida mayor, a sus elegidos.
No solo las experiencias revolucionarias, o tumultuosos períodos históricos buscan alterar lo que podríamos considerar “la naturaleza” humana. Freud decía que somos, esencialmente, animales provistos de prótesis. No existimos como seres auténticos, pues no vivimos en la tundra o en el bosque: habitamos una sociedad. La sociedad nos moldea, nos hace exitosos o mediocres, nos brinda un lugar, o lo escamotea debajo de nuestros pies. Algunas sociedades se preocupan menos que otras por nuestro bienestar o nuestro acatamiento. Pero todas ellas nos quieren a su imagen y semejanza.  
La Cuba descripta por Prats recuerda esos experimentos reseñados en Seeing Like a State, de James C. Scott. Desde las alturas del poder es factible observar la realidad de una manera esquemática, ignorando al ser humano, excepto para vigilarlo y tomar control de su vida. Tal vez el subtítulo del libro de Scott ofrezca una idea mejor: “Cómo ciertos esquemas para mejorar la condición humana han fracasado”.  
La idea central del ensayo es que la llamada “ingeniería social” suele planificar exclusivamente para el desastre. Ya se trate de una ciudad –Brasilia es el modelo perfecto de una pesadilla urbanística– o de la naturaleza. La colectivización de las tierras en Ucrania durante la época de Stalin no sólo privó a cientos de miles de propietarios de sus tierras, sino que condenó a millones de personas a espantosas hambrunas.
            El modelo de devastación impuesto en Ucrania fue luego copiado, con matices, por la dirigencia china durante “El gran salto adelante”, que entre 1958 y 1962 causó la muerte de entre 15 y 42 millones de personas.
Planificar “desde arriba” no es monopolio de los autócratas, sino de una mentalidad que precede a la Revolución Francesa. Scott menciona lo que ocurrió en Prusia durante el siglo dieciocho, cuando ingenieros forestales intentaron crear madera para usos exclusivamente comerciales.
“El anhelo era implantar bosques perfectamente legibles”, dice Scott. “Se plantaron árboles de la misma edad y de la misma especie. Los árboles crecían en líneas rectas, en espacios llanos, rectangulares, libres de toda clase de arbustos y de cazadores furtivos”. Pero, el plan contravenía a la naturaleza, que ama la mezcla de especies, y a la sociedad, que tiene usos destinados a los arbustos y a las hierbas que prosperan a su alrededor. En el lapso de un siglo, la naturaleza se vengó. Esos bosques tan higiénicos, tan libres de toda contaminación, se infectaron de muerte y fueron flagelados por toda clase de plagas.
El tercer capítulo de Mariel es un gran panorama de la Cuba pre y post revolucionaria esbozado a través de otro José, en este caso un oportunista fracasado, cuyo único objetivo en la vida parece haber sido ingresar al partido Comunista. José termina emulando al personaje de Ante la ley, de Kafka. Cuando llega su agonía debe resignarse a aceptar, como le señalaba el guardián al campesino, que la única entrada tan anhelosamente avizorada, le estaba destinada, “y ahora voy a cerrarla”.  
En el cuarto capítulo de Mariel se reitera la pareja de José, el habanero, y de Joselín, quien llevaba la voz cantante en el primer capítulo, tramaba sombras, y fraguaba tres dimensiones y personajes de carne y hueso, en base a su voz, en ocasiones mediante chistes. El monólogo es reemplazado por una carta donde el habanero repite la hazaña de violinista manco del habitante de Mariel.  
Es la primera vez que escuchamos al habanero Pepín, “hablar”, o al menos manifestarse por medio de la escritura, a través de su “Carta Habanera”.   
El coloquio en dos tiempos, el del primer y cuarto capítulo, es bastante siniestro, pues no existe la menor comunicación entre ambos personajes. Cada uno habla, pero a destiempo. ¿Qué es esa aceptación total del Otro sino la forma más prístina del diálogo de sordos? ¿En qué mundo residen donde existe la palabra, pero ninguna clase de intimidad? Es como si dos robots divulgaran sus experiencias sin buscar respuestas. ¿Alienación contemporánea? ¿O un régimen político que perdura más que el otoño del patriarca?
Lo  bueno del caso es que Mariel no es una novela política. O cargada de consignas. O, mejor dicho, la política pasa por el cuerpo de cada personaje, por sus ambiciones y por sus deseos. Es una comedia humana sin grandes gestos, sin frases altisonantes. Pero está cargada de seres de carne y hueso, y de mucho humor. No olvidemos que Cuba se ha convertido en uno de los últimos anacronismos del socialismo proletario. Ni China, ni Rusia, ni Vietnam son ya dictaduras del proletariado. China y Rusia son poderosas plutocracias. Cualquiera de sus dirigentes podría ubicarse sin rubores y con gran destreza en la junta directiva de una corporación. En cuanto a Vietnam, parece seguir el mismo camino. Como rémoras del pasado quedan Corea del Norte y Cuba. Pero tampoco en la Cuba actual, aún con otro de los hermanos Castro en el poder, parecen existir muchos deseos de abrillantar las credenciales revolucionarias.  
El capítulo final de la novela, Coda, es una muy especial vuelta de tuerca: pone a los personajes en presencia de José Prats, su autor. Así comienza: “BIENVENIDO A SU FAMILIA. Presentía que cuando Mariel se publicara usted vendría a compartir con nuestro Alcatraz inefable, bebería espejo con ron, salitre y marginalidad con ron en la roca, en la porosa roca de hielo dentro del vaso turbio. Ah, querido progenitor, esta noche en el Dos Hermanos será como si la Caída y la Creación fueran un único y simultáneo suceso”.  
Cuando el autor quiere dialogar con sus creaciones, uno de los presentes le dice: “Ni José el periodista con Ceremonia del té, ni Pepín el historiador con Cualquiera, ni Pepe el abogado con Carta habanera, ni muchísimo menos yo con mi Dos Hermanos, podemos ser entrevistos”.
En todos los José que lidian en Mariel hay una pugna entre la verdad y las máscaras que adoptamos para sobrevivir. La máscara parece triunfar siempre, especialmente en épocas de tribulación.


De José Prats Sariol (La Habana, 1946) dijo José Lezama Lima: “Armado de un sentido crítico que colma en la balanza la trenza de la lechuza y el arcoíris del sunsún”, para caracterizar su internacionalmente reconocida obra. A sus novelas Mariel, Lila y Guanabo gay, se suman varios libros de cuentos, y entre sus libros de crítica literaria: Por la poesía cubana, Criticar al crítico. Este año también aparecerá Sangre en Níjar (cuentos) y en 2017 Pobre corazón (novela).    







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