miércoles, 24 de febrero de 2016

Sin retorno de Raquel Moraleja, Crónicas Marcianas de una España en crisis


Mario Szichman


La novela corta es quizás el género más difícil cuando se trata de narrar. William Faulkner instauró una escala decreciente de problemas a la hora de producir textos de ficción. En una entrevista dijo que intentó primero la poesía, y falló, luego el cuento, y no le fue muy bien, y finalmente optó por la novela. Solía decir que no era un novelista exitoso, sino un poeta y un cuentista fracasado. No voy a cuestionar sus afirmaciones en el territorio de la poesía, aunque algunos de sus poemas son muy buenos, pero sí el veredicto sobre sus cuentos, todos ellos de primera. En cuanto al recinto de la novela, Faulkner se lleva por los cachos a la mayoría de los grandes escritores, ya se trate de Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, o Norman Mailer.
Curiosamente, Faulkner no aludió en la entrevista a la novela corta, un híbrido que impide margen de error alguno. Y ocurre que Faulkner produjo en ese ámbito A Rose for Emily, y The Bear, obras maestras de la literatura universal, que se continuará leyendo como él deseaba se leyera el Ulises de Joyce: con fe, “Del mismo modo en que el predicador baptista semi analfabeto enfrenta la lectura del Antiguo Testamento”.  

Sin retorno, de Raquel Moraleja San José (Editorial Verbum de Madrid, 2016), es una de esas novelas cortas que acata los cánones de Faulkner, una fábula escapista de quien carece de toda posibilidad de escape. Usa como marco referencial, utópico, un posible viaje a Marte en el cual se inscribe un tal “Federico Ruiz Arias. Fecha de nacimiento: 22 de abril de 1988. Lugar de nacimiento: España”. Y aunque Federico es el narrador, la protagonista que se roba la novela se llama Celeste, una gran creación literaria. Celeste es una piedra imán, atenta a todo lo que ocurre en el exterior, aunque una enfermedad la mantiene confinada en su apartamento. “Su cuerpo no tenía defensas” y “pillaba todas las enfermedades del mundo”.  Y agrega el protagonista: “No sé cómo siempre se puede enterar de todo sin salir de sus siete metros cuadrados de mundo”.  
La declarada admiración de la escritora por Ray Bradbury, el epígrafe de sus Crónicas Marcianas (“Los hombres de la Tierra llegaron a Marte. Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los Peregrinos, o porque no sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía una razón diferente. Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños…”) es en realidad un comentario irónico. Raquel Moraleja no escribe sobre Marte sino sobre España, una España que nunca aparece en los folletos distribuidos por las agencias de turismo, la España que hace algunas décadas reveló Luis García Berlanga en Bienvenido Míster Marshall, o radiografió con cruel mano maestra Luis Buñuel en Viridiana. Es la España del feísmo cotidiano, sin una aséptica mano de cal, aunque con abundantes afeites.
La novelista nos muestra básicamente la relación entre Fernando y Celeste (“¡Fede es el novio de la niña fantasma” es el rumor que hacen correr sus allegados). Se trata de un amor adolescente, cuyo único escape es la muerte –para Celeste– y la huida – ¿a Marte?—para Fernando. Pero es, además, un gran collage, una colcha de empatados retazos de lo que es hoy la España libre de la peseta y con el respaldo, o la carga, de su afiliación a la Unión Europea. Un país que cuenta, además, con una clase política más cercana a Marte que los protagonistas de Sin retorno.
Raquel Moraleja no necesita de extensas explicaciones sociológicas para describir el paisaje urbano que padece el protagonista. Trabaja, como Walter Benjamin, aquello que se hace imagen, “pues sabemos que pronto no estará entre nosotros”.  En una parte de la novela dice Fernando: “Dejamos atrás las calles del barrio. Vi pasar los videoclubs y ciberclubs que pronto cerrarían, las papelerías donde compraba mi material escolar y que ya han cerrado, la casa de comidas donde trabajaba y aún trabaja mi madre, los primeros locutorios que se abrieron en la ciudad, las fruterías que eran de nuestros vecinos y luego pasaron a ser de latinoamericanos y ahora están regentadas por asiáticos”. Es el inmovilismo de la fragmentación, el avance en el deterioro o la clausura, el cambio de paisaje donde se alternan los propietarios, y en que los muertos siguen arrojando su pesada carga sobre las memorias de los vivos.
“La vida en las entrevías siempre ha sido complicada”, nos dice Federico. “Aquí hubo una batalla. Me contaba mi padre que cuando él era joven y fue lateral izquierdo en el club del barrio, de una buena patada, además de hierbajos secos, del páramo brotaban tibias y falanges. Incluso una vez, me dijo, un delantero había chutado un cráneo que estalló contra la portería en mil pedazos. Todo polvo y recuerdos de abuelos y bisabuelos que murieron ya nadie recuerda bien por qué”.
Cada tema que aborda Raquel Moraleja, ya se trate de la familia, de los adolescentes –especialmente feroces adolescentes– del ámbito de estudio o de trabajo, parece marcado con un hierro candente.  
Federico, o Fede reflexiona: “Sé que no me merezco ir a Marte. Ni siquiera estoy seguro de querer ir. Todo esto lo hago porque Celeste me lo ha pedido”. Pero es necesario escapar. Huir de una familia que se desmigaja lentamente, de una vecindad donde ocurren escasas cosas, siempre lamentables. En un futuro cargado de falsas esperanzas, siempre acecha el espectro del despido.
Pero el motor de la narración es Celeste, “la niña fantasma”, tan restringida en su sexualidad como en las cuatro paredes de su apartamento, y con unas enormes ganas de vivir, pues ya le han diagnosticado que su enfermedad terminal no prolongará su vida más allá de la veintena. Celeste es la ficha que nunca termina de encajar en el casillero vacío, no obedece a ninguna de las reglas del verosímil. Es el personaje más vivo en un mundo donde, más allá de ciertos rutinarios gestos de resistencia, el mañana se parece excesivamente al ayer.
“Celeste siempre habla con tono de alarma, como si cada mañana fuese un nuevo último día”, dice la narradora. “Esta chica cetrina casi transparente”, con “pelo pajizo”, “los labios amoratados y la estatura de una niña de diez u once años” tiene la “actitud de profeta apocalíptico y conspiranoico”. Celeste reside en “un pequeño cosmos encerrado en esa habitación que permanece siempre con las persianas bajadas, oculta de los efectos nocivos de los rayos del sol y de las brisas de aire contaminado y de los insectos voladores, tenuemente iluminada con esas antiguas lámparas de lava verde y roja, y con una maqueta del sistema solar colgando del techo con hilo de pescar”.  
La constante cercanía de la muerte no ha doblegado a Celeste. Enclaustrada en su habitación, no anhela nada del mundo exterior o, al menos, de su tétrica periferia. Como un sabio loco, rodeada de recortes, de libros, de pósters, quiere trascender un recinto terrestre que le ha brindado escasos incentivos. Ella es el mascarón de proa que traza el camino de Fede. No es un camino sin hollar. Ya Bradbury lo anticipa en el epígrafe. Quienes arriben a Marte deberán afrontar el miedo o la ausencia de él, arrostrar la felicidad o la desdicha, y solo les queda la esperanza de librarse de “mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas”.
La esperanza adquiere confines cada vez más lejanos. Federico no confía mucho en el nuevo mundo; afortunadamente, Celeste sí cree. Aunque “Está preocupada por la política interplanetaria que esta expedición pudiera violar”, se muestra “emocionadísima, como si fuera a ser ella la colonizadora. Celeste dice que éste es un viaje para malditos. Que los ingenieros, físicos, biólogos, médicos y todas esas personas importantes se forman durante años para entrar en exclusivos procesos de selección que quizá con el tiempo los lleven al espacio exterior. Y luego estamos los que no merecemos ir”.  El único deseo es “Abandonar la Tierra para siempre y empezar una Historia nueva en otro planeta”.
Dicen que tras leer Almas Muertas de Nikolai Gogol, y de reír hasta las lágrimas con las desventuras de Chichikov, el pérfido negociante de almas, Alexander Pushkin exclamó: “¡Dios mío, qué triste es Rusia”! Después de leer Sin retorno, de Raquel Moraleja en una sola sesión, de trasegar la historia de Fernando y de su asexuada amante Celeste, de disfrutar de sus peripecias, de engancharse con sus personajes, el lector puede emitir una opinión similar sobre la España de la actualidad.  
Y sin embargo, y sin embargo, “Quizá Marte sea un hogar. Puedo imaginarme allí arriba. El frío y la oscuridad serán infinitos. Algunos dicen que es rojo y otros que fue erigido con ciudades ajedrezadas y canales purpúreos. No importa cómo sea. Tan solo importa que el viaje dure eternamente”.  
Le deseamos buen viaje a Federico. Ojalá que Celeste encuentre su nueva vida en una estrella lejana. Nadie puede privarnos de la vida mientras existimos, nadie puede negarnos la ilusión, entorpecer nuestra dicha, o impedirnos emerger del desencanto. Siempre es posible abrir una ventana y descubrir, como en Sin retorno, que los astros pueden ser el último refugio de nuestra dicha, o, como En el tiempo del desprecio, de André Malraux, que afuera no acecha el enemigo sino la noche, los mansos animales de la noche, el perfume de la noche. Después de todo, como señalaba el libro de Job, “La vida es una tentación prolija”.

(Sin retorno obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa “Novelas Ejemplares, Facultad de Letras de la Universidad de Castilla-La Mancha”, tras ser seleccionada entre 496 novelas recibidas de todo el ámbito iberoamericano).



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