Mario Szichman
La novela corta es quizás el género más difícil cuando se trata de narrar.
William Faulkner instauró una escala decreciente de problemas a la hora de
producir textos de ficción. En una entrevista dijo que intentó primero la
poesía, y falló, luego el cuento, y no le fue muy bien, y finalmente optó por
la novela. Solía decir que no era un novelista exitoso, sino un poeta y un
cuentista fracasado. No voy a cuestionar sus afirmaciones en el territorio de
la poesía, aunque algunos de sus poemas son muy buenos, pero sí el veredicto
sobre sus cuentos, todos ellos de primera. En cuanto al recinto de la novela, Faulkner
se lleva por los cachos a la mayoría de los grandes escritores, ya se trate de
Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, o Norman Mailer.
Curiosamente, Faulkner no aludió en la entrevista a la novela corta, un
híbrido que impide margen de error alguno. Y ocurre que Faulkner produjo en ese
ámbito A Rose for Emily, y The Bear, obras maestras de la
literatura universal, que se continuará leyendo como él deseaba se leyera el Ulises de Joyce: con fe, “Del mismo modo
en que el predicador baptista semi analfabeto enfrenta la lectura del Antiguo
Testamento”.
Sin retorno, de
Raquel Moraleja San José (Editorial Verbum de Madrid, 2016), es una de esas
novelas cortas que acata los cánones de Faulkner, una fábula escapista de quien
carece de toda posibilidad de escape. Usa como marco referencial, utópico, un
posible viaje a Marte en el cual se inscribe un tal “Federico Ruiz Arias. Fecha
de nacimiento: 22 de abril de 1988. Lugar de nacimiento: España”. Y aunque
Federico es el narrador, la protagonista que se roba la novela se llama Celeste,
una gran creación literaria. Celeste es una piedra imán, atenta a todo lo que
ocurre en el exterior, aunque una enfermedad la mantiene confinada en su apartamento.
“Su cuerpo no tenía defensas” y “pillaba todas las enfermedades del mundo”. Y agrega el protagonista: “No sé cómo siempre
se puede enterar de todo sin salir de sus siete metros cuadrados de mundo”.
La declarada admiración de la escritora por Ray Bradbury, el epígrafe de
sus Crónicas Marcianas (“Los hombres
de la Tierra llegaron a Marte. Llegaron porque tenían miedo o porque no lo
tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los
Peregrinos, o porque no sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía
una razón diferente. Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades
odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para
desenterrar algo, enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos,
con sueños nobles o sin sueños…”) es en realidad un comentario irónico. Raquel
Moraleja no escribe sobre Marte sino sobre España, una España que nunca aparece
en los folletos distribuidos por las agencias de turismo, la España que hace
algunas décadas reveló Luis García Berlanga en Bienvenido Míster Marshall, o radiografió con cruel mano maestra
Luis Buñuel en Viridiana. Es la
España del feísmo cotidiano, sin una aséptica mano de cal, aunque con
abundantes afeites.
La novelista nos muestra básicamente la relación entre Fernando y Celeste
(“¡Fede es el novio de la niña fantasma” es el rumor que hacen correr sus
allegados). Se trata de un amor adolescente, cuyo único escape es la muerte
–para Celeste– y la huida – ¿a Marte?—para Fernando. Pero es, además, un gran
collage, una colcha de empatados retazos de lo que es hoy la España libre de la
peseta y con el respaldo, o la carga, de su afiliación a la Unión Europea. Un
país que cuenta, además, con una clase política más cercana a Marte que los
protagonistas de Sin retorno.
Raquel Moraleja no necesita de extensas explicaciones sociológicas para
describir el paisaje urbano que padece el protagonista. Trabaja, como Walter
Benjamin, aquello que se hace imagen, “pues sabemos que pronto no estará entre
nosotros”. En una parte de la novela
dice Fernando: “Dejamos atrás las calles del barrio. Vi pasar los videoclubs y
ciberclubs que pronto cerrarían, las papelerías donde compraba mi material
escolar y que ya han cerrado, la casa de comidas donde trabajaba y aún trabaja
mi madre, los primeros locutorios que se abrieron en la ciudad, las fruterías
que eran de nuestros vecinos y luego pasaron a ser de latinoamericanos y ahora
están regentadas por asiáticos”. Es el inmovilismo de la fragmentación, el
avance en el deterioro o la clausura, el cambio de paisaje donde se alternan
los propietarios, y en que los muertos siguen arrojando su pesada carga sobre
las memorias de los vivos.
“La vida en las entrevías siempre ha sido complicada”, nos dice Federico. “Aquí
hubo una batalla. Me contaba mi padre que cuando él era joven y fue lateral
izquierdo en el club del barrio, de una buena patada, además de hierbajos
secos, del páramo brotaban tibias y falanges. Incluso una vez, me dijo, un
delantero había chutado un cráneo que estalló contra la portería en mil
pedazos. Todo polvo y recuerdos de abuelos y bisabuelos que murieron ya nadie
recuerda bien por qué”.
Cada tema que aborda Raquel Moraleja, ya se trate de la familia, de los
adolescentes –especialmente feroces adolescentes– del ámbito de estudio o de
trabajo, parece marcado con un hierro candente.
Federico, o Fede reflexiona: “Sé que no me merezco ir a Marte. Ni siquiera
estoy seguro de querer ir. Todo esto lo hago porque Celeste me lo ha pedido”.
Pero es necesario escapar. Huir de una familia que se desmigaja lentamente, de
una vecindad donde ocurren escasas cosas, siempre lamentables. En un futuro cargado
de falsas esperanzas, siempre acecha el espectro del despido.
Pero el motor de la narración es Celeste, “la niña fantasma”, tan
restringida en su sexualidad como en las cuatro paredes de su apartamento, y
con unas enormes ganas de vivir, pues ya le han diagnosticado que su enfermedad
terminal no prolongará su vida más allá de la veintena. Celeste es la ficha que
nunca termina de encajar en el casillero vacío, no obedece a ninguna de las
reglas del verosímil. Es el personaje más vivo en un mundo donde, más allá de
ciertos rutinarios gestos de resistencia, el mañana se parece excesivamente al
ayer.
“Celeste siempre habla con tono de alarma, como si cada mañana fuese un
nuevo último día”, dice la narradora. “Esta chica cetrina casi transparente”,
con “pelo pajizo”, “los labios amoratados y la estatura de una niña de diez u
once años” tiene la “actitud de profeta apocalíptico y conspiranoico”. Celeste
reside en “un pequeño cosmos encerrado en esa habitación que permanece siempre
con las persianas bajadas, oculta de los efectos nocivos de los rayos del sol y
de las brisas de aire contaminado y de los insectos voladores, tenuemente
iluminada con esas antiguas lámparas de lava verde y roja, y con una maqueta
del sistema solar colgando del techo con hilo de pescar”.
La constante cercanía de la muerte no ha doblegado a Celeste. Enclaustrada en
su habitación, no anhela nada del mundo exterior o, al menos, de su tétrica
periferia. Como un sabio loco, rodeada de recortes, de libros, de pósters,
quiere trascender un recinto terrestre que le ha brindado escasos incentivos.
Ella es el mascarón de proa que traza el camino de Fede. No es un camino sin
hollar. Ya Bradbury lo anticipa en el epígrafe. Quienes arriben a Marte deberán
afrontar el miedo o la ausencia de él, arrostrar la felicidad o la desdicha, y
solo les queda la esperanza de librarse de “mujeres odiosas, trabajos odiosos o
ciudades odiosas”.
La esperanza adquiere confines cada vez más lejanos. Federico no confía
mucho en el nuevo mundo; afortunadamente, Celeste sí cree. Aunque “Está
preocupada por la política interplanetaria que esta expedición pudiera violar”,
se muestra “emocionadísima, como si fuera a ser ella la colonizadora. Celeste
dice que éste es un viaje para malditos. Que los ingenieros, físicos, biólogos,
médicos y todas esas personas importantes se forman durante años para entrar en
exclusivos procesos de selección que quizá con el tiempo los lleven al espacio
exterior. Y luego estamos los que no merecemos ir”. El único deseo es “Abandonar la Tierra para
siempre y empezar una Historia nueva en otro planeta”.
Dicen que tras leer Almas Muertas
de Nikolai Gogol, y de reír hasta las lágrimas con las desventuras de
Chichikov, el pérfido negociante de almas,
Alexander Pushkin exclamó: “¡Dios mío, qué triste es Rusia”! Después de leer Sin retorno, de Raquel Moraleja en una
sola sesión, de trasegar la historia de Fernando y de su asexuada amante
Celeste, de disfrutar de sus peripecias, de engancharse con sus personajes, el
lector puede emitir una opinión similar sobre la España de la actualidad.
Y sin embargo, y sin embargo, “Quizá Marte sea un hogar. Puedo imaginarme
allí arriba. El frío y la oscuridad serán infinitos. Algunos dicen que es rojo
y otros que fue erigido con ciudades ajedrezadas y canales purpúreos. No
importa cómo sea. Tan solo importa que el viaje dure eternamente”.
Le deseamos buen viaje a Federico. Ojalá que Celeste encuentre su nueva
vida en una estrella lejana. Nadie puede privarnos de la vida mientras
existimos, nadie puede negarnos la ilusión, entorpecer nuestra dicha, o
impedirnos emerger del desencanto. Siempre es posible abrir una ventana y
descubrir, como en Sin retorno, que
los astros pueden ser el último refugio de nuestra dicha, o, como En el tiempo del desprecio, de André
Malraux, que afuera no acecha el enemigo sino la noche, los mansos animales de
la noche, el perfume de la noche. Después de todo, como señalaba el libro de
Job, “La vida es una tentación prolija”.
(Sin retorno obtuvo el I Premio
Internacional de Narrativa “Novelas Ejemplares, Facultad de Letras de la Universidad
de Castilla-La Mancha”, tras ser seleccionada entre 496 novelas recibidas de
todo el ámbito iberoamericano).
No hay comentarios:
Publicar un comentario