Mario Szichman
Hay filmes que definen
toda una época. No pretenden ser excepcionales, pero necesitan abordar algún
tema que está en el aire, brindarle consistencia y un conflicto que lo
catapulte a un final tragicómico. Como es, en definitiva, la vida.
Office Space, con guion y
dirección de Mike Judge, es uno de esos filmes. Narra la historia de un grupo
de empleados atrapados sin salida en las oficinas de una moderna corporación.
Hasta que un día, el management
decide brindarles una salida: echar a varios de ellos para reducir gastos y
aumentar las ganancias de la empresa.
Algunos de esos
empleados, aterrados ante la reducción de personal, convencidos de que pronto
les llegará el turno, urden una maniobra para convertirse en millonarios. Uno
de ellos, experto en computadoras, diseña un programa para retener fracciones
de centavo de cada transacción comercial que realiza la empresa. Como se trata
de centenares de canjes diarios, los empleados empiezan a acumular decenas de
miles de dólares en escasos días. El esquema falla cuando se enteran de las
penas de cárcel que deberán pagar por la infracción. Arrepentidos, deciden
entregarse a la justicia. En realidad, el quiebre ocurre cuando descubren que
no podrán recibir en la cárcel visitas conyugales. (Afortunadamente, Office Space tiene un final feliz. Siempre antes de ir a ver una
película, averiguo dos cosas: si tiene un final feliz, y si algún perro es
maltratado o muere. Elimino de mi lista todo filme que cumple con uno de esos
dos requisitos).
En general, las
corporaciones norteamericanas se distinguen porque hay cada vez menos soldados
y cada vez más generales. Trabajé en dos de ellas como periodista, durante casi
tres décadas. Recuerdo especialmente a un supervisor. No era un autómata, o uno
de esos stuffed shirt que encubren su
incompetencia con arrogancia y una buena dosis de estupidez. El supervisor que
causó mi admiración lideraba a un grupo de periodistas encargado de realizar
investigaciones de corporate malfeasance, chanchullos en las grandes corporaciones. Y
los viernes, antes de comenzar su tarea, invitaba a todos los empleados del
grupo a desayunar, a cambiar ideas, a congeniar. Los empleados le tenían gran
afecto porque siempre asumía su responsabilidad cuando se registraba algún
problema, nunca tenía la excusa chavista de que la culpa, infaliblemente, la
tiene el otro.
El supervisor era tan
bueno, que lo echaron a patadas escaleras arriba, luego de que el management buscó alguna implausible
excusa. En realidad, a los ejecutivos les disgustaba su buen ejemplo, pues
podía cundir de manera peligrosa. Ignoro qué nuevas tareas le asignaron. Tal
vez no le estipularon tarea alguna. Quizás confiaban en que su sentido del
honor lo obligaría a renunciar, o a pedir el retiro. Sabía tres idiomas, además
del inglés, y era lo que se llama “un hombre de mundo”.
Mientras permanecí en la
empresa siempre lo veía solo, muy amable, muy sonriente, dispuesto a responder
a cualquier pregunta de sus exsubordinados. Se la pasaba tomando infinidad de
apuntes, o consultando libros, o frente a su computadora. Estoy seguro de que
le subieron el sueldo, además, de reducirle la responsabilidad a cero. En muy
escasas ocasiones alguien desea ser un burócrata. Seguramente, el exsupevisor
se moría de aburrimiento. O quizás, bajo su máscara de sanidad anidaba un
bombardero loco.
Me hacía recordar un poco
al Milton de Office Space, un
empleado que, sin saberlo, ha sido despedido de la empresa, aunque sigue
recibiendo el salario por un error de la oficina de contabilidad. Milton cumple
todos los días su horario en la compañía, aunque sus jefes no le asignan tarea
alguna. La manera sutil de ponerlo de patitas en la calle es obligarlo cada
semana a cambiar de cubículo en la oficina, hasta que finalmente un día se
encuentra en una especie de prisión. Al menos el último cubículo es un cuarto
sin ventanas, y el espectador duda que exista alguna salida. Pero Milton
encuentra la salida, descubre además una crecida cantidad de cheques de viajero
de su odiado jefe, quema la empresa y se va a disfrutar de su retiro en un
balneario mexicano. Y está dispuesto a que si las Margaritas no satisfacen su
paladar, también incendiará el sitio vacacional.
Pensaba en Office Space porque hay toda una
temática en el cine y en la narrativa norteamericana ligada con esas bruscas
transformaciones de Doctor Jekyll en Míster Hyde. La comedia que para mí sigue
siendo ejemplar es El mundo está loco,
loco, loco, loco, dirigida por Stanley Kramer y protagonizada por Spencer Tracy,
Milton Berle, Sid Caesar, Buddy Hackett,
Ethel Merman y Mickey Rooney. Es la historia de un grupo de personas, de
diferente estrato social, que intenta encontrar un tesoro enterrado por un
mafioso. El tesoro transforma a seres amables, civilizados, en monstruos de
codicia, ansiosos por obtener el tesoro y eliminar a sus rivales durante la
frenética búsqueda.
INVESTIGACIÓN DE UN CIUDADANO
POR ENCIMA DE TODA SOSPECHA
Cuando estaba escribiendo
El imperio insaciable (Editorial
PuntoCero, Caracas, 2010), un libro sobre la crisis económica de 2009 en
Estados Unidos, empecé a recopilar historias de personas que habían cambiado de
profesión para enfrentar los nuevos tiempos de apuros. Había miembros
de sectas religiosas que se convertían en vendedores a domicilio tras ofrecer
Biblias de puerta a puerta, hijos que se disfrazaban de sus madres muertas para
seguir cobrando sus pensiones, y abogados que se convertían en juez y en parte,
y contrataban asesinos para triunfar en juicios criminales. Algunos temas son
más dramáticos que otros, y el del abogado Paul Bergrin me parecía excelente
para una novela.
Tras recibirse de abogado, Bergrin comenzó a trabajar en la fiscalía del
estado de Nueva Jersey, donde procesó a asesinos y a narcotraficantes. Luego,
vino su primer reciclaje: de fiscal se convirtió en abogado defensor. (Del
mismo modo en que los secretarios de gabinete se reciclan tras abandonar el
cargo y pasan a trabajar como gerentes de corporaciones, generalmente las
mismas corporaciones a las que beneficiaron durante su paso por el gobierno).
En su rol de abogado defensor, Bergrin representó como clientes a algunos
acusados por las torturas y vejámenes a que fueron sometidos prisioneros
Iraquíes en la prisión de Abu Ghraib. También defendió a los astros del rap
Lil' Kim y Queen Latifah, y a miembros de pandillas callejeras de Newark, en
Nueva Jersey.
Muchos se preguntan si Bergrin quedó contaminado por trabajar durante
bastante tiempo con seres al margen de la ley. No es frecuente, pero suele
ocurrir en ocasiones. Lo cierto es que el 20 de mayo de 2009, Bergrin fue
acusado en la corte de distrito de Newark de haberse convertido en juez y en
parte. Al parecer, su exitosa defensa de criminales “se basaba en un brutal
cálculo” resumido “en un lema: Sin testigos, no hay caso”. (The New York Times, 21 de mayo de 2009).
La necesidad de obtener dinero, mucho dinero, parece haber sido el móvil
principal de Bergrin, quien era “un hombre extravagante, propietario de un
Mercedes y de un Bentley, amigo de estrellas de cine y quien gustaba alardear
de sus casas playeras en Nueva Jersey en el Caribe”, dijo el diario.
El abogado fue acusado de orquestar el homicidio de un testigo clave al
filtrar su nombre a narcotraficantes que lo mataron a plena luz del día en una
calle de Newark; de viajar a Chicago para contratar a un hitman (asesino profesional) a fin de que eliminara a otro testigo
en un caso diferente, y de entrenar a algunos testigos para que mintieran al
prestar testimonio.
Tal vez donde Bergrin mostró mayor
audacia fue en el caso de Norberto Vélez, acusado de asesinar a su esposa de 27
puñaladas, delante de su hija de ocho años. “La niña cambió su historia entre
el momento del asesinato de su madre y el día que prestó testimonio en el
juicio a su padre”, dijo el diario. Luego, la niña “admitió ante el tribunal
que Bergrin la había adiestrado para que mintiera al presentar testimonio”. El
único consuelo fue que, en ese caso, el testigo principal no fue asesinado.
No corrieron la misma suerte otros
testigos. En cierta ocasión, Bergrin defendió a William Baskerville, un
poderoso narcotraficante de Newark. Según documentos del tribunal, un testigo
confidencial, Deshawn McCray, conocido como Kemo, iba a prestar testimonio
contra Baskerville. Entonces, el abogado se reunió con un primo del acusado, y
le dijo “Sin Kemo, no hay caso”.
Tres meses después, McCray fue
acribillado a balazos en una emboscada. La fiscalía debió retirar los cargos
contra Baskerville.
Cuando las autoridades hicieron un
conteo de los testigos que solían caer muertos en los casos que defendía
Bergrin, entraron en sospechas. En el 2008, la fiscalía acusó a Vicente Esteves
de dirigir una banda de narcotraficantes en el condado de Monmouth, en Nueva
Jersey, y ordenó grabar las conversaciones entre Bergrin y uno de sus
cómplices. Así se enteró de que Bergrin planeaba asesinar a un testigo conocido
como Junior el Panameño, antes de que declarara ante el tribunal donde debía
ser juzgado Esteves.
En una de las conversaciones,
Bergrin aconsejó al hitman encargado
de librarse de Junior el Panameño saquear el apartamento del testigo, para
hacer creer que el homicidio había formado parte de un robo.
“Tiene que parecer un robo; esto no
puede lucir como un asesinato”, dijo Bergrin al asesino, según documentos de la
corte.
Para la fiscalía, indicó el
periódico, el caso de Bergrin refleja también los problemas que causa la crisis
económica en el sistema judicial. Es difícil proteger a testigos “en una época
en que cuenta con escasos recursos para custodiarlos”, dijeron los fiscales.
El tema de la codicia ha sido tratado en el cine estadounidense hasta la saciedad. Todo un
género, el gangster film, se basa en
ella. Aunque la cinematografía europea cuenta con excelentes ejemplos, como lo
demuestran los filmes protagonizados por Jean Gabin o Lino Ventura en las
décadas de los cincuenta y los sesenta, el muestrario es exiguo. En cambio Hollywood
produjo entre 1930 y 1950 más de un centenar de películas con ese tema, lanzando
al estrellato a figuras como James Cagney, Paul Muni, Humphrey Bogart, Dana
Andrews, Edward G. Robinson o John Garfield. Varios de esos filmes son clásicos
del cine. Sus diálogos se repiten como mantras. Y, en todos los casos, aquello
que más interesó a los guionistas y directores fue descubrir al Míster Hyde en
todo Doctor Jekyll. Es increíble cómo la necesidad de obtener dinero por medios
ilícitos puede convertir a un ciudadano respetuoso de la ley en un patrocinante
de asesinatos. O en funcionario público de regímenes autoritarios.
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