Mario Szichman
Conocí al escritor argentino Manuel Puig a comienzos de la década del
ochenta, en Nueva York. Ya era el autor de La
traición de Rita Hayworth, de Boquitas
Pintadas, y de The Buenos Aires
Affair. Me conmovió mucho una de sus
anécdotas. Rita Hayworth le envió una carta con estas palabras: “Espero,
Manuel, no haberte traicionado”. Para Manuel era más o menos como haber ganado
el Premio Nóbel. (Ya no era la Rita Hayworth de Gilda. Pero sí para Manuel, como lo sigue siendo para mí).
Fue difícil conseguir la amistad de Manuel. Y por excelentes razones, pues
escribí una reseña bastante injusta de The
Buenos Aires Affair. (Después me reivindiqué expresando en el diario El Universal de Caracas mi admiración por
La traición de Rita Hayworth, y por Boquitas Pintadas). Pero mi esposa,
Laura Corbalán, se había hecho amiga del escritor en Buenos Aires. Puig era muy
infantil en sus relaciones sentimentales. Sus affairs amorosos solían ser desdichados. Laura era una excelente
psicoanalista y fue en ocasiones para Manuel, un buen paño de lágrimas. Ella
posibilitó el encuentro.
Manuel había alquilado un diminuto apartamento en el Village de Nueva York. Escribía sus novelas en una mesa ubicada en
la cocina. Usaba una máquina Olivetti Lettera 22o, y me pareció uno de los
narradores que más gozaban escribiendo. El otro era David Viñas, el autor de Los dueños de la tierra, y uno de mis
mentores intelectuales.
Menciono este hecho porque un escritor que disfruta cuando escribe es una
bendición para sus amantes y para sus amigos. En una ocasión, Viñas me habló de
un escritor porteño que se la pasaba sufriendo mientras redactaba sus mediocres
novelas, y me formuló este comentario (Pardon
my French!) “Equis me recuerda a esos tipos que se aprietan con furia los
sacos seminales mientras están haciendo el amor con Sofía Loren”. (Bueno, no
usó exactamente esas palabras).
En Buenos Aires, entre las décadas del cincuenta y el setenta del siglo
pasado, floreció la escuela de la aflicción. Ernesto Sábato era su paladín, un
adalid del sufrimiento. Se la pasaba quejándose del bloqueo de su inspiración.
Todos tenían que estar pendientes de don Ernesto. ¿Cuándo volvería a supurar su
vena creativa? “¡Es tan genial”! era el comentario de muchos admiradores. “¡Le
cuesta muchísimo escribir!” Me hacía recordar el comentario de Voltaire en Micromegas: “¡Es una persona tan
inteligente: nada le gusta!”
Un profesor de la universidad de la ciudad de Nueva York, también un
argentino, me dijo que había incluido en el curriculum de su cátedra la novela
de Ernesto Sábato El Túnel. Según me
explicó, “No es porque sea buena, en realidad, todas las novelas de Sábato son
deplorables, sino porque es corta”.
Como comentario al margen, Sábato era también un devoto de los ciegos. En
su novela Sobre héroes y tumbas
aparece su “Informe sobre ciegos”, que para algunos es una obra genial, y para
mí, un bodrio interminable. Pero en materia de gustos, no hay nada escrito.
Fernando Vidal, uno de los protagonistas de la novela, cree que los ciegos
pertenecen a una secta sagrada que opera en las sombras. Obviamente, si son
ciegos, deben operar en las sombras. Al comienzo señala: “Recuerdo perfectamente…los
comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la
más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar
frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la
Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una
campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario”. Los
sueños de los protagonistas de Sábato nunca se limitaban a una jornada; siempre
tenían que ser milenarios. Si no me equivoco, ya en El Túnel había algo relacionado con los ciegos.
Lo curioso del caso es que la moda de los ciegos se trasladó al cine
argentino. A fines de la década del cincuenta se estrenó la película En la ardiente oscuridad, con dirección
de Daniel Tinayre y guión de Eduardo Borrás. Tenía un buen elenco: Mirtha
Legrand, Lautaro Murúa, Duilio Marzio y Luisa Vehil. Mirtha Legrand era esposa
de Daniel Tinayre, quien también intentó revolucionar el cine argentino con la
historia de una profesora que era violada por algunos estudiantes. El filme se
titulaba La Patota, y la semiología
de la violación, para Tinayre, consistía en mostrar a la actriz todo el tiempo
con enormes lentes negros, hasta cuando se acostaba para ir a dormir.
Tinayre era el genio del humor involuntario. Y creo que En la ardiente oscuridad llegó a la
cumbre de su carrera. Según la sinopsis del guion, “Un recién llegado al
Instituto para ciegos se resiste a la comprensión que los demás le brindan”.
Las críticas no fueron piadosas. El periódico Correo de la Tarde señaló en una reseña que entre las limitaciones
de la película figuraban “varias caídas melodramáticas del libro… la falsa
solución de varias escenas y la arbitraria definición de otras”. Ojalá que eso
hubiera sido todo. Poner a ciegos a alternar con videntes es una cosa. Pero
¿qué ocurre cuando todos los personajes son ciegos? ¿Qué interacción puede
establecerse entre ellos? Y además, la película fomentaba un sádico voyeurismo. Los espectadores, todos videntes,
iban al cine a observar una congregación de ciegos que no podían contemplarse
entre sí. Y a eso se sumaba el melodrama, los almibarados diálogos, y la
exasperante bondad de los penitentes.
Si alguien desea ver una obra maestra del cine italiano, con un ciego como
protagonista, Perfume de mujer es el
filme indicado. Es una de las grandes performances de Vittorio Gasmann, porque
además, no interpreta a un ciego bondadoso, sino a un individuo profundamente
perverso, que usufructúa su ceguera, un poco como el tutor de El lazarillo de Tormes. Pero también se
trata de un ser humano que se alza por encima de sus desdichas. (Los cineastas
italianos son inigualables a la hora de
mostrarnos la humanidad hasta en el personaje más mezquino).
Cada época de la narrativa ha tenido su buena cuota de sectas. A mí me
encanta la secta de los thugs –que
realmente existió en la India. Emilio Salgari hizo figurar a la secta en varias
de la novelas que tienen protagonistas al pirata Sandokán. Su sigilosa manera
de asesinar usando lazos de seda es un gran acierto narrativo.
En una película relativamente reciente, Zoolander,
muy cómica, muy deliciosa, se descubre otra secta: la de los sastres. Según el
guion, desde la más remota humanidad los sastres habrían conspirado para
asesinar jefes de estado. Al parecer, John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln,
además de ser un actor muy conocido, pertenecía a esa secta de los sastres
asesinos. La conspiración para matar al presidente no estaba relacionada con la
guerra de secesión o con su emancipación de los afroamericanos, sino con su
desaliñada manera de lucir el frac.
Si empecé hablando de Manuel Puig y terminé hablando de Ernesto Sábato es
porque me parece que representan polos opuestos en la literatura argentina. No
solo la dicotomía está entre el placer de escribir y el sufrimiento creador,
sino en el exceso de humanidad en Puig, en la falta total de empatía que
mostraba Sábato por sus personajes.
Sábato parecía obsesionado con lo que podría considerarse la literatura
maldita, cargada de grandes gestos, y de terribles anatemas. La vida era
abominable, y el ser humano era execrable; cuando no se flagelaba era sometido
a alguna ordalía. Si una persona se encontraba con un amante en una habitación
de hotel, era imposible una caricia, un gesto de ternura. Siempre en esas
habitaciones quedaban rastros de sangre tras una buena sesión de
sadomasoquismo.
Recuerdo parte de la conversación con Manuel Puig. En el ambiente porteño
era considerado un semianalfabeto. Decían que no leía mucho, que en todo caso
le interesaban las telenovelas, o las películas de Hollwyood. Apenas se mencionaba
al pasar que conocía cuatro idiomas, o que había estudiado guion
cinematográfico en Italia.
A mí me deslumbró porque me parecía un sabio. Podía hablar banalidades,
pero no era un ser banal. Era cierto, cuando hablaba de sus amantes parecía un
niño. Pero, al mismo tiempo, la mayoría de sus novelas habían pasado por su
cuerpo. Contaba con una gran perspicacia acompañada de una vasta ingenuidad.
Poseía la astucia de saber cómo lo miraban los demás. Aludió, como al pasar,
que de niño era visitado por algunos primos, quienes solían comentar entre
ellos, creyendo que Manuel no los escucharía: “Bueno, llegó la hora de jugar
con el marica”.
Al mismo tiempo, creía que su madre ignoraba su homosexualidad. En una
ocasión, publicaron en una revista importante de Buenos Aires una larga reseña
de Boquitas Pintadas. Y en una parte
del comentario se hacía alusión a un personaje muy parecido al autor, que era
obviamente gay. La madre de Manuel
solía recibir la revista en su hogar. Por lo tanto, el autor quitó de la
revista las páginas que le dedicaban a su novela.
Laura le preguntó: “Manuel ¿tu madre no advirtió que le faltaban páginas a
esa revista?” Y la respuesta de Manuel fue más o menos la siguiente: “No, es
que mamá a veces es muy distraída”.
Y fue durante esa reunión que Manuel enunció una frase que es una de mis
favoritas. “El ser humano se la pasa mintiendo”, dijo. “Pero la escritura es la
verdad”. Tal vez afinaría un poco la frase. Pienso que sólo en los grandes
creadores la escritura es la verdad. Proust decía la verdad. Y Tolstoi. Y
Dostoievsky, y Kafka, y Faulkner, y Celine. Y Manuel Puig. No escribía para la
galería, aunque en ocasiones, como en El
beso de la mujer araña, no una de sus mejores novelas, se quiso convertir
en propagandista de la homosexualidad y le salió mal. Todas sus explicaciones,
científicas o seudocientíficas, resultan absurdas en el contexto de una
narración bastante aceptable.
Bueno, nadie le pide a un escritor que convierta a todas sus novelas en A la búsqueda del tiempo perdido. Proust
solo pudo conseguirlo una sola vez. Pero, con caídas y vaivenes, Puig demostró
en su valiosa producción que la escritura es la verdad. Nuestra vida está
plagada de cotidianas mentiras. Y la literatura suele ser para muchos seres un
gran refugio. (Me encanta la literatura escapista). El lector exige al escritor
que lo trate con honestidad y le diga la verdad. “Con la verdad, no temo ni
ofendo”, decía Martí. Y además, que lo entretenga, le permita conocer otros
mundos, otros países, otras vidas, otros hombres y mujeres que enfrenten tanto
el amor como la adversidad, que en momentos de conflicto, saquen fuerzas de
flaqueza, y muestren su capacidad de heroísmo. Y finalmente, si es posible, que también le brinden al lector algo de
esperanza.
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