miércoles, 27 de enero de 2016

La buena literatura nunca miente


Mario Szichman



Conocí al escritor argentino Manuel Puig a comienzos de la década del ochenta, en Nueva York. Ya era el autor de La traición de Rita Hayworth, de Boquitas Pintadas, y de The Buenos Aires Affair.  Me conmovió mucho una de sus anécdotas. Rita Hayworth le envió una carta con estas palabras: “Espero, Manuel, no haberte traicionado”. Para Manuel era más o menos como haber ganado el Premio Nóbel. (Ya no era la Rita Hayworth de Gilda. Pero sí para Manuel, como lo sigue siendo para mí). 
Fue difícil conseguir la amistad de Manuel. Y por excelentes razones, pues escribí una reseña bastante injusta de The Buenos Aires Affair. (Después me reivindiqué expresando en el diario El Universal de Caracas mi admiración por La traición de Rita Hayworth, y por Boquitas Pintadas). Pero mi esposa, Laura Corbalán, se había hecho amiga del escritor en Buenos Aires. Puig era muy infantil en sus relaciones sentimentales. Sus affairs amorosos solían ser desdichados. Laura era una excelente psicoanalista y fue en ocasiones para Manuel, un buen paño de lágrimas. Ella posibilitó el encuentro.
Manuel había alquilado un diminuto apartamento en el Village de Nueva York. Escribía sus novelas en una mesa ubicada en la cocina. Usaba una máquina Olivetti Lettera 22o, y me pareció uno de los narradores que más gozaban escribiendo. El otro era David Viñas, el autor de Los dueños de la tierra, y uno de mis mentores intelectuales.
Menciono este hecho porque un escritor que disfruta cuando escribe es una bendición para sus amantes y para sus amigos. En una ocasión, Viñas me habló de un escritor porteño que se la pasaba sufriendo mientras redactaba sus mediocres novelas, y me formuló este comentario (Pardon my French!) “Equis me recuerda a esos tipos que se aprietan con furia los sacos seminales mientras están haciendo el amor con Sofía Loren”. (Bueno, no usó exactamente esas palabras).  
En Buenos Aires, entre las décadas del cincuenta y el setenta del siglo pasado, floreció la escuela de la aflicción. Ernesto Sábato era su paladín, un adalid del sufrimiento. Se la pasaba quejándose del bloqueo de su inspiración. Todos tenían que estar pendientes de don Ernesto. ¿Cuándo volvería a supurar su vena creativa? “¡Es tan genial”! era el comentario de muchos admiradores. “¡Le cuesta muchísimo escribir!” Me hacía recordar el comentario de Voltaire en Micromegas: “¡Es una persona tan inteligente: nada le gusta!”

Un profesor de la universidad de la ciudad de Nueva York, también un argentino, me dijo que había incluido en el curriculum de su cátedra la novela de Ernesto Sábato El Túnel. Según me explicó, “No es porque sea buena, en realidad, todas las novelas de Sábato son deplorables, sino porque es corta”.
Como comentario al margen, Sábato era también un devoto de los ciegos. En su novela Sobre héroes y tumbas aparece su “Informe sobre ciegos”, que para algunos es una obra genial, y para mí, un bodrio interminable. Pero en materia de gustos, no hay nada escrito.  
Fernando Vidal, uno de los protagonistas de la novela, cree que los ciegos pertenecen a una secta sagrada que opera en las sombras. Obviamente, si son ciegos, deben operar en las sombras. Al comienzo señala: “Recuerdo perfectamente…los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario”. Los sueños de los protagonistas de Sábato nunca se limitaban a una jornada; siempre tenían que ser milenarios. Si no me equivoco, ya en El Túnel había algo relacionado con los ciegos.  
Lo curioso del caso es que la moda de los ciegos se trasladó al cine argentino. A fines de la década del cincuenta se estrenó la película En la ardiente oscuridad, con dirección de Daniel Tinayre y guión de Eduardo Borrás. Tenía un buen elenco: Mirtha Legrand, Lautaro Murúa, Duilio Marzio y Luisa Vehil. Mirtha Legrand era esposa de Daniel Tinayre, quien también intentó revolucionar el cine argentino con la historia de una profesora que era violada por algunos estudiantes. El filme se titulaba La Patota, y la semiología de la violación, para Tinayre, consistía en mostrar a la actriz todo el tiempo con enormes lentes negros, hasta cuando se acostaba para ir a dormir.
Tinayre era el genio del humor involuntario. Y creo que En la ardiente oscuridad llegó a la cumbre de su carrera. Según la sinopsis del guion, “Un recién llegado al Instituto para ciegos se resiste a la comprensión que los demás le brindan”.  
Las críticas no fueron piadosas. El periódico Correo de la Tarde señaló en una reseña que entre las limitaciones de la película figuraban “varias caídas melodramáticas del libro… la falsa solución de varias escenas y la arbitraria definición de otras”. Ojalá que eso hubiera sido todo. Poner a ciegos a alternar con videntes es una cosa. Pero ¿qué ocurre cuando todos los personajes son ciegos? ¿Qué interacción puede establecerse entre ellos? Y además, la película fomentaba un sádico voyeurismo. Los espectadores, todos videntes, iban al cine a observar una congregación de ciegos que no podían contemplarse entre sí. Y a eso se sumaba el melodrama, los almibarados diálogos, y la exasperante bondad de los penitentes.
Si alguien desea ver una obra maestra del cine italiano, con un ciego como protagonista, Perfume de mujer es el filme indicado. Es una de las grandes performances de Vittorio Gasmann, porque además, no interpreta a un ciego bondadoso, sino a un individuo profundamente perverso, que usufructúa su ceguera, un poco como el tutor de El lazarillo de Tormes. Pero también se trata de un ser humano que se alza por encima de sus desdichas. (Los cineastas italianos son inigualables  a la hora de mostrarnos la humanidad hasta en el personaje más mezquino).  
Cada época de la narrativa ha tenido su buena cuota de sectas. A mí me encanta la secta de los thugs –que realmente existió en la India. Emilio Salgari hizo figurar a la secta en varias de la novelas que tienen protagonistas al pirata Sandokán. Su sigilosa manera de asesinar usando lazos de seda es un gran acierto narrativo.  
En una película relativamente reciente, Zoolander, muy cómica, muy deliciosa, se descubre otra secta: la de los sastres. Según el guion, desde la más remota humanidad los sastres habrían conspirado para asesinar jefes de estado. Al parecer, John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln, además de ser un actor muy conocido, pertenecía a esa secta de los sastres asesinos. La conspiración para matar al presidente no estaba relacionada con la guerra de secesión o con su emancipación de los afroamericanos, sino con su desaliñada manera de lucir el frac.
Si empecé hablando de Manuel Puig y terminé hablando de Ernesto Sábato es porque me parece que representan polos opuestos en la literatura argentina. No solo la dicotomía está entre el placer de escribir y el sufrimiento creador, sino en el exceso de humanidad en Puig, en la falta total de empatía que mostraba Sábato por sus personajes.  
Sábato parecía obsesionado con lo que podría considerarse la literatura maldita, cargada de grandes gestos, y de terribles anatemas. La vida era abominable, y el ser humano era execrable; cuando no se flagelaba era sometido a alguna ordalía. Si una persona se encontraba con un amante en una habitación de hotel, era imposible una caricia, un gesto de ternura. Siempre en esas habitaciones quedaban rastros de sangre tras una buena sesión de sadomasoquismo.
Recuerdo parte de la conversación con Manuel Puig. En el ambiente porteño era considerado un semianalfabeto. Decían que no leía mucho, que en todo caso le interesaban las telenovelas, o las películas de Hollwyood. Apenas se mencionaba al pasar que conocía cuatro idiomas, o que había estudiado guion cinematográfico en Italia.  
A mí me deslumbró porque me parecía un sabio. Podía hablar banalidades, pero no era un ser banal. Era cierto, cuando hablaba de sus amantes parecía un niño. Pero, al mismo tiempo, la mayoría de sus novelas habían pasado por su cuerpo. Contaba con una gran perspicacia acompañada de una vasta ingenuidad. Poseía la astucia de saber cómo lo miraban los demás. Aludió, como al pasar, que de niño era visitado por algunos primos, quienes solían comentar entre ellos, creyendo que Manuel no los escucharía: “Bueno, llegó la hora de jugar con el marica”.  
Al mismo tiempo, creía que su madre ignoraba su homosexualidad. En una ocasión, publicaron en una revista importante de Buenos Aires una larga reseña de Boquitas Pintadas. Y en una parte del comentario se hacía alusión a un personaje muy parecido al autor, que era obviamente gay. La madre de Manuel solía recibir la revista en su hogar. Por lo tanto, el autor quitó de la revista las páginas que le dedicaban a su novela.
Laura le preguntó: “Manuel ¿tu madre no advirtió que le faltaban páginas a esa revista?” Y la respuesta de Manuel fue más o menos la siguiente: “No, es que mamá a veces es muy distraída”.
Y fue durante esa reunión que Manuel enunció una frase que es una de mis favoritas. “El ser humano se la pasa mintiendo”, dijo. “Pero la escritura es la verdad”. Tal vez afinaría un poco la frase. Pienso que sólo en los grandes creadores la escritura es la verdad. Proust decía la verdad. Y Tolstoi. Y Dostoievsky, y Kafka, y Faulkner, y Celine. Y Manuel Puig. No escribía para la galería, aunque en ocasiones, como en El beso de la mujer araña, no una de sus mejores novelas, se quiso convertir en propagandista de la homosexualidad y le salió mal. Todas sus explicaciones, científicas o seudocientíficas, resultan absurdas en el contexto de una narración bastante aceptable.  
Bueno, nadie le pide a un escritor que convierta a todas sus novelas en A la búsqueda del tiempo perdido. Proust solo pudo conseguirlo una sola vez. Pero, con caídas y vaivenes, Puig demostró en su valiosa producción que la escritura es la verdad. Nuestra vida está plagada de cotidianas mentiras. Y la literatura suele ser para muchos seres un gran refugio. (Me encanta la literatura escapista). El lector exige al escritor que lo trate con honestidad y le diga la verdad. “Con la verdad, no temo ni ofendo”, decía Martí. Y además, que lo entretenga, le permita conocer otros mundos, otros países, otras vidas, otros hombres y mujeres que enfrenten tanto el amor como la adversidad, que en momentos de conflicto, saquen fuerzas de flaqueza, y muestren su capacidad de heroísmo. Y finalmente, si es posible,  que también le brinden al lector algo de esperanza.



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