miércoles, 6 de enero de 2016

El amor del censor: cómo eludir a los inquisidores


Mario Szichman


En una de las biografías de Jim Thompson su autor, Robert Polito, ofrecía un dato bastante curioso: las novelas menos interesantes del autor de The Killer Inside Me correspondían a los años finales de su vida (Thompson falleció en 1977), no por una declinación de sus poderes creativos, sino por la declinación de la censura en Estados Unidos.
Mientras Thompson tuvo que lidiar con el sexo durante los años del Macartismo, su prosa se cargó de sensualidad a través de métodos indirectos que permitieron al lector aguzar su imaginación. Pero cuando en las décadas del sesenta y del setenta se abrieron las compuertas del erotismo, lo explícito degradó la prosa y lo titillating o excitante, causó aburrimiento más que provocación.
En la mayoría de las ocasiones, decir todo en un texto de ficción suele decir muy poco. El territorio de la literatura suele ser el de la ambigüedad. El ser humano se guía por veladuras. El lenguaje oculta más que revela, especialmente, el lenguaje de la seducción. Y resulta curioso que dos de los países que han producido más genios literarios: España y Rusia, hayan sido también dos de los más agobiados por la censura, sobre todo de índole sexual.
Si bien en el caso de Rusia los autores estaban en el receiving end de la censura, en España, especialmente durante el siglo de oro, los narradores, dramaturgos y poetas, podían vestir un día el sambenito de su profesión, y al día siguiente, el sayo del censor.
En el segundo volumen de su History of civilization in England, (Londres, 1861) Henry Thomas Buckle nos dice que los genios de la literatura española fueron inquisidores o militares, o ambas cosas a la vez. Para el año 1590, cuando se unieron los reinos de Castilla y de Aragón, España se convirtió en una formidable potencia que, con la cruz y la espada, conquistó inmensos territorios, “y sus adquisiciones en el exterior se hicieron con tanta rapidez”, señala Buckle, “que pusieron en peligro la independencia de Europa”. Tras emerger de guerras civiles, y de sus batallas con los musulmanes, España fue capaz, “en tres generaciones”, de anexar a su territorio “todo Portugal, Navarra, y el Rousillon”, señala el historiador. Y las conquistas siguieron de modo irrefrenable.
Ninguna otra nación de esa era mostró semejante espíritu a nivel militar o religioso. Y los intelectos más preclaros de la época fueron militares, o eclesiásticos, o ambas cosas a la vez.
“Desde la época de la Grecia antigua”, dice Buckle, “ningún otro país ha producido tantos eminentes literatos que también fueron soldados. Calderón, Cervantes, y Lope de Vega arriesgaron sus vidas luchando por su patria”. Y no fueron los únicos militares. A ellos hay que añadir Argote de Molina, Acuña, Bernal Díaz del Castillo, Boscán, Ercilla,  Garcilaso de la Vega, Guillén de Castro, Hurtado de Mendoza, Mármol Carvajal, y Pérez de Guzmán. La lista no es exhaustiva.
Pero tras las arrolladoras conquistas, vino la decadencia. Los grandes monarcas de España como Fernando e Isabel, Carlos Quinto y Felipe Segundo, fueron reemplazados por incapaces o idiotas –no lo decimos de forma peyorativa sino usando términos clínicos. Felipe Segundo falleció en 1598. Entre ese año y el 1700, el trono fue ocupado por Felipe Tercero, Felipe Cuarto y Carlos Segundo.
“Felipe Tercero y Felipe Cuarto eran ociosos, ignorantes, carentes de todo propósito, y pasaban sus vidas disfrutando de los más bajos y sórdidos placeres”, dice Buckle. Carlos Segundo, el último de la dinastía de los Austria, “poseía casi todo defecto que puede convertir a un hombre en un ser ridículo y despreciable”. A los 35 años de edad estaba completamente calvo, había perdido las cejas, era paralítico y epiléptico “y notoriamente impotente”. Su apariencia general “era absolutamente repugnante”. Se trataba de un “idiota que solo decía tonterías”.
Además, era profundamente religioso. Creía que el diablo tenía como único propósito tentarlo para que cometiera inenarrables pecados. Nunca iba a dormir sino acompañado de su confesor y de dos frailes, que estaban obligados a dormir a su lado durante toda la noche.
Junto con la rápida ruina de España se registró un enorme incremento del poder de la iglesia. Esa tóxica combinación de príncipes idiotas y clérigos fanáticos también afectó a los grandes prosistas y poetas de la época. En el resto de Europa, el siglo diecisiete, indica el historiador, se distinguió por el surgimiento de una literatura secular “en la cual, las teorías eclesiásticas fueron ignoradas”. Los escritores más influyentes, como Bacon o Descartes, eran hostiles a la iglesia y a sus enseñanzas.
En cambio en España, tal vez por la presión de la opinión pública, “los autores se sentían orgullosos de ser miembros de la profesión eclesiástica, y defendían sus intereses con un fervor propio de la prehistoria”.
Tres años antes de su muerte, Cervantes, un militar que luchó en la famosa batalla de Lepanto, se convirtió en monje franciscano. En cuanto a Lope de Vega, no solo era sacerdote, sino funcionario de la Inquisición. “Y en 1623 asistió a un auto de fe, en el cual en medio de una inmensa concurrencia, un hereje fue quemado cerca de la puerta de Alcalá, en Madrid”. Moreto, uno de los tres dramaturgos más grandes que produjo España, asumió el hábito monástico durante los últimos doce años de su vida. Otro célebre dramaturgo, Montalván,  era sacerdote, e inquisidor. Tárraga, Mira de Amezcua, y Tirso de Molina, también dramaturgos de excepción, eran sacerdotes.  Baltasar Gracián era jesuita. Zamora fue monje, Argensola, fue canon de Zaragoza, Góngora era sacerdote, Rioja obtuvo un alto puesto en la Inquisición, Calderón fue capellán de Felipe Cuarto. Y sus sentimientos, dice Buckle, “eran tan fanáticos, que fue rebautizado el poeta de la Inquisición”. Ninguno de ellos fue un contestatario, sino un humilde, y a veces servil miembro de la iglesia.
Tal vez la idea de que los grandes escritores deben enfrentarse a la sociedad para producir obras maestras no armoniza con la realidad. Si los autores españoles tenían que someter sus textos a la Santa Inquisición –basta ver los prólogos a sus obras para verificar que necesitaban la aprobación de la iglesia antes de divulgarlas al público – es obvio que los expurgaban previamente de todo aquello que le cayera mal a la iglesia. ¿Qué criterios usaron las autoridades eclesiásticas españolas para aprobar Don Quijote o La vida del Buscón, de Quevedo? Después de todo, abundan las escenas eróticas, no solo entre seres humanos, sino también entre animales, como cuando el pacífico Rocinante quiere refocilarse con algunas yeguas, y proliferan los discursos "mock heroics,” donde se defiende hasta la alcahuetería, como honesta forma de ganarse la vida[i]. Y la novela de Quevedo tiene aún más desparpajo en su descripción de vicios y de hábitos contra natura.
Posiblemente las costumbres de la época en que fueron escritas esas obras no eran tan timoratas como en el siglo diecinueve, y las actividades carnales formaban parte del discurso social. Sin embargo, las prácticas de la Inquisición nunca fueron liberales en materia de ritos amatorios. Ya Casanova señaló en sus memorias que en las posadas, las puertas de los cuartos no podían cerrarse desde adentro, pues los inquisidores tenían el derecho de irrumpir en ellos a cualquier hora del día o de la noche, a fin de verificar si los huéspedes no estaban cometiendo actividades inmorales. Y entre los delitos bajo la jurisdicción de la iglesia figuraban: rapto, bigamia, sodomía, pecado nefando, incesto, amancebamiento, rapto de la novia, trabajar como rufián, y consentir la prostitución de la esposa.
Sería interesante averiguar los criterios que utilizaba un magistrado para censurar textos. La Inquisición contaba con un inmenso catálogo de impropiedades que exigía fuesen eliminadas de los libros. En su trabajo Napoleon and the Birth of Modern Spain, Gabriel H. Lovett dice que un ensayo de Chantreau sobre geografía astronómica fue vetado por el Santo Oficio porque había frases “escandalosas, audaces, impías, heréticas, insultantes para la Iglesia Católica y para la Inquisición”.  Si la censura eclesiástica podía extraer tantos epítetos para un libro sobre geografía astronómica, es posible que una novela, interpretada por cuerpos deseantes, contara con elementos todavía más pecaminosos.
Y algo similar puede decirse de la censura en Rusia, por la época en que Gogol, Dostoievski, Turgueniev, Tolstoi, Lermontov, Saltykov Schedrin o Goncharov, estaban en su momento de esplendor. Es interesante destacar la cuota de misticismo o la profesión militar de varios de esos genios. En tanto el misticismo llevó a Gogol a quemar varios de sus manuscritos, Tolstoi, Lermontov y Dostoievski pasaron parte de sus carreras en el ejército, una de las instituciones donde más se practica la censura y la coerción sobre sus miembros, además de la eclesiástica. Hay más testimonios sobre la condición en que se ejerció la censura en la Rusia zarista –luego reiterada en la Rusia estalinista– que en la España inquisitorial. De todas maneras,  nunca declinó el amor del censor por eliminar de los textos todo aquello pecaminoso o capaz de cuestionar la autoridad.
¿Son las sociedades más permisivas aquellas que menos permiten el florecimiento del talento? Después de todo, Gogol pudo jugar al erotismo con un apéndice corporal como era la nariz. Dostoievski tiene a una prostituta como protagonista de su novela más famosa. Y la prostitución ocupa en Crimen y Castigo un rol central.
En cuanto a Ana Karenina no es solo la historia de una adúltera, sino una forma glamorosa de caracterizar el adulterio. Si Ana se suicida al final de la novela arrojándose bajo un tren, lo hace por razones de estrategia narrativa, pues las leyes de la novela no aceptaban para la adúltera un final feliz, al menos en el siglo diecinueve.
No cuento con una teoría para dilucidar los puntos ciegos de la censura en la España del Siglo de Oro, o en la Rusia del siglo diecinueve, pero en ambos casos, la censura fue gobernada por implacables funcionarios que podían encontrar  frases “escandalosas, audaces, impías” en un tratado de geografía astronómica,  y un ataque al zar de todas las Rusias en el simple relato del capitán Kopeikin narrado por Gogol[ii]. Y sin embargo, los narradores lograron salirse con la suya. En la retina de los censores, había un punto ciego que les impedía ver lo evidente. Tal vez era la sutileza de la crítica, quizás las ambigüedades de la descripción o de los diálogos, aunque es evidente que en materia de ficción, siempre menos es más.
Tal vez la mejor respuesta haya sido la de Jim Thompson. “Existe una sola trama” en todas las novelas, dijo en cierta ocasión: “las cosas no son lo que parecen ser”. Si el autor logra conducir al lector por los vericuetos de aquello que no parece ser y de aquello que no se puede decir, puede cautivarlo, y al mismo tiempo orientar al censor hacia otros amoríos, y conseguir que deje a su prosa en paz.



[i] Don Quijote defiende a un condenado señalando que “el alcahuete limpio no merecía el ir a bogar a galeras, sino a mandarlas y a ser general de ellas, porque no es así como quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos, y necesarísimo en la república bien ordenada”.
[ii] Ver Gogol's Captain Kopeikin and Cervantes' Captive Captain: A Case of Metaparody,  de Bruce T. Holl
The Russian Review. Vol. 55, No. 4 (Oct., 1996), pp. 681-691.

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