Mario
Szichman
El destino del Gran Balcrós lo decidió el actor argentino Alfredo
Barbieri al hacer la fonomímica del aria de “El barbero de Sevilla” en el Maipo,
un teatro de revistas de Buenos Aires.
El descubrimiento de Barbieri cambió la vida de Balcrós. Hasta ese
momento, cuando imitaba a algún cantante famoso, el público mostraba escaso
entusiasmo. Pero Barbieri un genio de la comicidad, le reveló sus secretos. Balcrós quedó
prendado de la manera en que su ídolo había esbozado ademanes para secundar el
famoso estribillo Fígaro lá, Fígaro cuá,
punto culminante de “El barbero de Sevilla”. Barbieri abría la boca de manera
muy exagerada para sostener una nota, o lidiaba con los complicados gorjeos del
cantante parodiado plegando el labio inferior hacia abajo, o apretando los dedos
contra la palma de su mano para contemplar sus uñas. Luego revoleaba los ojos,
bizqueaba, o movía las manos en chanfle, como para dar golpes de karate.
El Gran Balcrós se dedicó durante meses a calcar el repertorio de gestos
que usaba Barbieri, y gracias a su impecable rendición de Fígaro lá, Fígaro cuá, su carrera alzó vuelo.
Al principio, el sueño de Balcrós era convertirse en el suplente de Barbieri.
Pensaba que algún día el cómico sufriría una ligera indisposición, y el
empresario del teatro lo llamaría en su reemplazo. La lealtad de Balcrós al
repertorio y a los ademanes de Barbieri garantizaba una performance exitosa. Pero
luego debió reconocer que se trataba de un camino sin salida. No podía pasarse
toda la vida imitando a otro. Además, Balcrós era más apuesto que Barbieri. Si conseguía un buen ayudante podría
subsanar su carencia —la misma que si
bien le permitía imitar con precisión el repertorio del cómico, le impedía
alterarlo— y usar las canciones de alguna otra celebridad para alcanzar
nombradía. Era inevitable que otra voz continuase emergiendo de los discos de
bakelita, pero Balcrós no tendría necesidad de seguir usurpando gestos.
Balcrós dio otro salto importante en su carrera al quedar prendado de
Pedro Vargas. Su idea era revelar, en un corto sketch, su transición del cómico
argentino al ídolo mexicano. Primero mostraría sus aptitudes imitando a
Barbieri en El barbero de Sevilla,
súbitamente se escucharía un sonido que remedaría el raspar de la púa de un
disco, y luego emergería la voz de Pedro Vargas modulando la letra de El Rey.
Cuando Balcrós llegó a Puerto Carper, en junio de 1949, la crisálida
estaba a punto de convertirse en mariposa. Además de contratar a un ayudante
sordomudo parecido al jorobado que robaba sesos para el doctor Frankenstein, había
incorporado a su rutina tres números copiados de un sketch de Barbieri y tres canciones
de Pedro Vargas.
Conquistó en seguida a las mujeres de Puerto Carper. Su sonrisa y su
bigote finito hacían recordar la boca de Robert Donat. Pero lo que hizo caer a
sus pies a Nené Bancalari, la hija del gerente del Banco Hipotecario, fue el
contrato que el comediante firmó con Jaske, el dueño de la sala de espectáculos
donde presentaría su repertorio. El contrato le prohibía al galán todo
intercambio verbal con los habitantes de Puerto Carper.
Nené Bancalari le hizo una apuesta a Cristina de Luca, la hija del presidente
del Consejo Municipal. “Te apuesto cien pesos a que Balcrós habla conmigo”,
dijo la adolescente. “Aunque para conseguirlo tenga que encamarme con él”.
El día anterior al debut, Balcrós y su ayudante sordomudo salieron a
recorrer las calles de Puerto Carper y a revisar las paredes para verificar si
habían pegado los carteles donde se anunciaba el debut de “El Alfredo Barbieri
uruguayo”. Balcrós era argentino y antes de cambiar su nacionalidad había pensado
en otro tipo de paralelo, pero cualquier comparación que tuviera como dimensión
geográfica menos de un país, carecía de aliciente para los espectadores.
Cuando Balcrós estaba contemplando su esbozado perfil en un cartel que
brillaba con frescas pinceladas de engrudo, se le acercó Nené Bancalari y después
de tocarle el hombro para que la mirara, sacó la lengua y puso los ojos bizcos.
Balcrós se asustó como si se hubiera tratado de una aparición y tomando de la
mano a su ayudante corrió hacia el hotel. Nené Bancalari se le apareó y tras
pedirle disculpas le introdujo una carta en uno de los bolsillos de su saco.
Minutos después, acostado en la cama de su cuarto, Balcrós leyó la carta,
y después se la pasó a Dingo, su ayudante. Nené Bancalari le pedía disculpas “por
mi atrevimiento, pero necesito hablar con usted. Es urgente. ¿Podría verlo a
las once menos cinco en el hotel Escorial? Por favor, no me falle”. La palabra necesito estaba remarcada con un lápiz
azul y los huecos de la e y la o habían sido pintados con un creyón
rojo.
Balcrós se vistió con un traje azul, y se puso encima un sobretodo gris
oscuro. Una bufanda blanca cubría su cuello. Saludó a Nené Bancalari en el vestíbulo del hotel dándole un apretón
de manos, mientras era observado con malevolencia por el conserje, un joven con
una densa cabellera blanca. Balcrós estaba seguro de que se trataba del
extorsionador de turno.
Balcrós le tendió a Nené Bancalari una hoja con membrete del hotel donde
había escrito: “Punto a) no puedo ronper
el contracto, punto b) porque no somos amigos, punto c) cuando able mireme a
los ojos. Me enloquesen aora caminemos. Puede benir a mi piesa del otel a las
12 en punto y así tomamos yampan. No me diga que no”.
Ambos salieron a la calle y trataron de matar el tiempo caminando por la
deprimente playa, que quedaba a dos cuadras del hotel, repleta de botellas
rotas. Nené Bancalari estaba muerta de frío. Balcrós se quitó el sobretodo y se
lo revoleó sobre los hombros, como un torero tendiendo su capa.
“No, por favor” dijo la muchacha sujetando las mangas del sobretodo
sobre su pecho. “No quiero arruinarle la voz”. Balcrós sonrió, alzó los hombros
para hacer el gesto de “¿Y a mí qué me importa?” Luego pasó el brazo derecho
por el cuello de la joven, que se recostó en su pecho y torció el cuello hacia
arriba intentando mirarlo a los ojos.
Al enfrentarse con los ojos invertidos de Nené Bancalari, Balcrós sintió
las encías sensibles y la boca empalagosa, como cuando sentía náuseas. Quedó
desconcertado ante esa cara alterada. Los ojos de la joven se movían hacia
arriba y hacia abajo en el sitio donde uno necesita ver la boca, y la boca
aparecía en el lugar de las arrugas que se marcan en la frente.
Sin cambiar de posición, Nené Bancalari le hizo una caída de ojos y sus párpados
se alzaron hacia arriba mostrando dos franjas de pestañas cortas y escasas
pegoteadas con rímel. Balcrós endureció el pecho y torció el hombro para
incomodarla; Nené Bancalari se separó y aceptó ir al hotel.
Balcrós pasó delante del conserje llevando a una mujer cubierta con su
sobretodo. La cara estaba oculta tras una revista que la dama sujetaba contra
sus orejas. Lo inevitable ocurrió. El conserje le informó que estaba prohibido
a los huéspedes recibir visitas “del sexo opuesto”. Solo transó cuando Balcrós
le tendió un billete de veinte pesos. Eran frecuentes esos incidentes en los
hoteles donde solía residir en el curso de sus giras. Todos los conserjes lo
extorsionaban antes de permitirle pasar a la habitación con sus conquistas.
Curiosamente, varios alegaban que se habían vuelto canosos de manera prematura.
Balcrós abrió la puerta de la habitación, invitó a pasar a Nené y
encendió una lámpara de pie que proyectaba una tenue luz roja. Luego puso a
funcionar un grabador, un enorme Peirce 55-B, más grande que una maleta de
viaje.
–Creí que solo existían en el cine– comentó Nené admirada ante el
armatoste. –Vi uno de esos en una película de guerra. Con ese actor tan simpático…
usted sabe, el inglés. Ah, ya sé, Rex Harrison.
Balcrós ignoró su comentario y puso a funcionar el grabador. Una voz muy
engolada dijo: “Póngase cómoda mientras preparo un trago. En el baño hay un
piyama”. Nené Bancalari movió su mano derecha hacia arriba y hacia abajo como
en gesto de amenaza, y se dirigió al baño tras guiñarle un ojo al galán. Cuando
retornó, Balcrós tenía puesto un saco fumuar
y hacía la fonomímica de Ansiedad. Nené Bancalari debió gritar
para sobreimprimir su voz a la de Pedro Vargas.
Cuando Balcrós apagó el grabador, la frase de Nené Bancalari: “No puedo,
mi amor, es esa época del mes”, resonó en la habitación. El imitador debió
renunciar a entenderse por medio del grabador, pues todas las frases, que
figuraban en la cinta solo servían para progresar en la seducción. En un
anotador con el membrete del hotel que había en la mesa de luz, escribió: Te das cuenta el papelon i aora que le digo
a Dingo. Por fabor que no valla abernos asi. Acostate en la cama comigo cuando
benga Dingo te enpesas a mover como una loca y me gritas hay mordeme hay que
lindo ques esto. Siento que boy a volverme loca hay por dios.
—Pero si Dingo no oye nada, ¿para qué tanto teatro? —preguntó Nené
Bancalari. La muchacha tuvo que
repetir tres veces la frase, mientras Balcrós observaba sus labios.
lose por esperiencia propia, escribió
Balcrós en el anotador. Siquieres que te
entienda los jestos tenes que gritar.
Cuando apareció Dingo, Balcrós y Nené Bancalari estaban abrazados y
jadeando en la revuelta cama. Dingo los observó con el rostro impasible y
después se dirigió a un pequeño cuarto adosado al de Balcrós.
Cuatro días después, un hombre que se identificó como Balcrós llamó por
teléfono a Nené. —Es un crimen lo que hiciste conmigo —le reprochó. –Realmente
me quedé muy mal. Tendrías que haberme avisado del percance.
– ¿Y cómo te parece que quedé yo? –preguntó Nené. Luego añadió: – ¿Sabés
que estás rompiendo el contrato? ¿No era que no podías hablar en público?
—Sí, es cierto. Pero el contrato nada dice del teléfono.
–En vez de usar la voz de otros, tendrías que actuar con tu propia voz–
le dijo Nené Bancalari. – ¡Es tan parecida a la de Oscar Casco!
–Nunca pude soportar esa voz engolada– dijo el hombre que se había
identificado como Balcrós. Sentía desprecio y cierta envidia por ese galán de
radionovelas que volvía locas a las mujeres. –Siempre se la pasa diciéndole a
sus amantes “¡Mamarrachito mío!”
Nené Bancalari soltó la carcajada.
–Quiero que esta vez me lo digas a mí. A ver, decime, “¡Mamarrachito
mío!”
–Pero solo una vez–estipuló la voz. Luego Nené oyó la risa prolongada de
un villano seguida de la frase “¡Mamarrachito mío!”
– ¿Seguro que tenés que respetar el contrato?
–Ya te expliqué: solo en público. Soy un hombre de honor. ¿Cuándo nos
podemos ver?
–En media hora me corro al hotel.
Nené Bancalari fue al hotel vestida de colegiala y peinada con dos trenzas.
Balcrós estaba sentado en un sillón del vestíbulo, leyendo la gacetilla que habían
publicado en el diario El Sol sobre
su próximo debut. Esta vez, en la conserjería había un hombre gordo y bajito,
de unos sesenta años.
Cuando la chica le tocó el hombro, Balcrós plegó el diario y la miró sin
reconocerla.
–Soy yo, Nené– le dijo al galán mirándolo a los ojos. Balcrós, muy enojado,
sacó su anotador con membrete del hotel y escribió: Nada de sorpresas acaso, yo le ago lo mismo yo nunca la traisiono no
estoy siempre vestido y peinado como salgo en los afiches bengase sienpre igual
nunca le paso ver cualquier cantida de veses a un mozo de restaurante o ver al
de la fideleria y no saber quienes son cuando van por la calle. La cara no es
lo inportante lo inportante es el uniforme.
–Antes me tuteabas—dijo Nené Bancalari con los labios fruncidos.
Balcrós le quitó la hoja y modificó algunas palabras para reanudar el
tuteo.
— ¿Amigos de nuevo?—le preguntó la muchacha tomando las manos de Balcrós. Si pero aora estoi muy apurado tengo
el ensayo, asique voy aberte mas tarde, le escribió
en una hoja del anotador.
Balcrós estuvo tres semanas en Puerto Carper, el tiempo suficiente para
darle otras dos palizas al conserje de cabello blanco, hasta convencerlo de que
era mejor abandonar Puerto Carper, y para dejar embarazada a Nené Bancalari. Al
marcharse dejó su dirección en Buenos Aires. También depositó una carta en la
recepción del hotel informándole a su amante: si quedaste en estado de espera me conportare con onor soi un cabaliero.
Muchos viajeros habían hecho y prometido lo mismo antes que Balcrós para
después esfumarse sin dejar rastros. Había un chiste que hacía circular Jaime Nogaró,
una especie de árbitro electoral que ayudaba a arreglar los comicios
municipales para que oficialistas y opositores tuvieron parejas oportunidad de
compartir el erario público. Según Nogaró, Puerto Carper solía mantener siempre
el mismo número de habitantes. “Cada vez que nace un crío”, decía Nogaró, “en
ese mismo instante un señor de pelo en pecho huye del pueblo”.
Pero Balcrós tenía un motivo muy poderoso para actuar como un caballero:
Nené Bancalari era la hija del gerente del Banco Hipotecario. Y si quería superar
a Alfredo Barbieri en el terreno artístico, el fuerte respaldo económico de un
suegro podría acelerar sus objetivos.
La segunda gira triunfal de Balcrós por tierras carpelandesas fue
programada para agosto de 1949, cuando los vestidos de Nené Bancalari empezaron
a estrecharse en las caderas. Esta vez Napoleón Bancalari se asoció con Jaske,
el dueño de la sala donde Balcrós había presentado previamente su repertorio.
El banquero le dijo a Jaske que no escatimara en gastos. Quería que su futuro
yerno presentase un repertorio “totalmente renovado”. Tras concluir sus
palabras sacó su chequera, anotó en un cheque la cifra de dos mil pesos, lo
firmó con ampulosa letra, y se lo entregó.
Fue la época más ajetreada para la imprenta de Bermúdez, donde editaban
el diario El Sol. Además del
periódico, Bermúdez se encargó de hacer los afiches anunciando el retorno
triunfal del gran fonomímico, así como las participaciones donde se informaba
que Napoleón Bancalari y Elsa Lagorio,
viuda de Campuzano, invitan al casamiento de sus hijos Nené y Javier.
Gracias a esas esquelas fue posible descubrir que el gran Balcrós se llamaba en
realidad Javier Campuzano.
Medio pueblo estuvo rondando la estación de tren para observar el
retorno del gran Balcrós. Como no era de buen gusto salir en manifestación, hubo
distribución de roles para acechar el recibimiento en el andén, a lo largo del
camino que iba de la estación al hotel, y alrededor del chalet que Napoleón Bancalari
había construido a dos cuadras de la municipalidad.
Balcrós llegó del brazo de su madre, una guapa morena de unos cincuenta
años, con cabello a lo garzón y ojos chispeantes. Detrás venía Dingo, su ayudante
sordomudo, cargando dos baúles. En ese momento, un automóvil Packard de color
negro, con enormes y lustrosos guardabarros, frenó frente a la estación. Napoleón
Bancalari y Nené bajaron del Packard. El padre de la seducida había calculado
el tiempo al minuto para demostrar que no estaba ansioso por la llegada de su
futuro yerno.
Balcrós besó la mano de Nené, dio un apretón de manos a Napoleón Bancalari
y presentó a su madre con una serie de gestos, sin abrir la boca.
Las mujeres se besaron, Napoleón Bancalari se inclinó para apretar la
pequeña y bien torneada mano de Elisa Lagorio de Campuzano –ya en ese momento
había decidido que estaba perdidamente enamorado de la viuda– y los cuatro
subieron al Packard y se dirigieron al chalet de los Bancalari. Dingo, el
ayudante, observó furioso la partida del automóvil. Luego chistó a un cochero,
subió al mateo, y se hizo conducir al hotel. Los cascos del enorme caballo se
dirigieron por una calle de tierra levantando una gran polvareda. Dingo estaba
convencido de que había sido una ocurrencia del gran Balcrós para humillarlo.
Cuando le informó al conserje del hotel que necesitaba una habitación, el
hombre observó con desprecio su pantalón y pechera cubierta de polvo, giró la
cabeza hacia la pared donde estaban colgadas las llaves de las habitaciones, y
le tendió una.
–Seguramente es la peor habitación– le dijo Dingo rechazando la llave. –
¿Cuándo se tiñó el cabello?
–No sé de qué me está hablando– dijo el conserje con insolencia.
–En el otro hotel usted tenía el pelo teñido de blanco.
– Deje de fastidiar. Nunca lo vi en mi vida.
– ¿Por qué se tiñó el pelo de negro? Todos los rufianes que trabajan en
hoteles tienen el pelo blanco.
–Señor, no me obligue a llamar a la policía.
–Ahora quiero que me entregue la llave de la mejor habitación– dijo
Dingo. –Y para evitar más discusiones, porque me aburren, le informo que lo
estoy apuntando con una Derringer directamente a la parte más delicada de su
anatomía.
Cuando Dingo salió de su habitación y cruzó el vestíbulo, el conserje
estaba en la puerta del hotel, con dos maletas, todo despeinado, haciendo señas
a un taxi para que se acercara.
–No se me acerque– le rogó el conserje a Dingo.
–Tenemos que hacer un paseo– respondió Dingo.
Balcrós demostró ser un auténtico profesional. Dos horas después de
llegar y apenas terminado el postre y los brindis en casa de los Bancalari, ya
estaba en el Club Granaderos ensayando su nuevo acto. Una hora más tarde,
lloraba acongojado sobre el vestido de Nené y le pedía disculpas en el anotador
por “el enganio”. A su lado, estaba tendido Bingo. La sangre brotaba de su boca
y delineaba groseramente su cabeza.
Balcrós se negó a declarar. Entregó al comisario Colomer la pistola Derringer
que había arrebatado a Dingo, y tendió sus muñecas para que lo esposaran. Su
madre lloró un día entero en el dormitorio que le habían preparado los Bancalari
y al día siguiente tomó el tren para Buenos Aires. Napoleón Bancalari intentó
contactarla, inclusive escribió una carta a un amigo, un comisario jubilado,
para que lo ayudara a buscarla, pero nunca más supo de ella.
Nené Bancalari viajó a Córdoba, a casa de una tía y retornó quince años
más tarde, casada, con cuatro hijos. Había enfilado hacia las formas gruesas y lucía
un ajuar piadoso de tonos oscuros.
Lo primero que hizo fue visitar a Cristina de Luca, la hija del
presidente del Consejo Municipal, y pagarle los cien pesos de la apuesta.
–Vos ganaste– le informó Nené a su amiga. Como si la apuesta hubiera sido
acordada el día anterior.
– ¿Ganar? ¿Y qué gané?
–Me encamé con Balcrós, pero de nada sirvió. Nunca abrió la boca.
– ¿Y eso me lo venís a decir ahora– le reprochó su amiga, y le devolvió
el dinero.
— ¿Lo viste cuando se lo llevaron?—preguntó Nené Bancalari.
–El comisario Colomer lo molió a palos para que hablara. Pero él no dijo
ni una palabra. Se comportó como un caballero. Te salvó.
– ¿Y vos qué sabés?
–Todos creen que fuiste vos quien mató a ese asqueroso de Dingo. Balcrós
quedó como un héroe. Protegió tu honor.
– ¿Sí? No me digas.
—Se cuenta cada historia– dijo Cristina de Luca. –Dicen que tu papá le
pagó una coima al comisario para que tapara el escándalo.
–Y vos estás segura que eso fue así.
—Solamente te estoy diciendo lo que dicen.
— ¿Así, que le pegaron mucho?
– ¿A Balcrós? El comisario le pegó en la cabeza con una cadena. Tendrías
que haberlo visto. Ya ni se sabía dónde tenía los ojos. Tus participaciones no
se usaron, pero los afiches del Gran Balcrós se venden como pósters. Bermúdez
se ganó una buena suma. El pobre Balcrós tiene más admiradoras que Cary Grant.
–Y yo debo ser más o menos como Lucrecia Borgia.
—Cusí, cusí.
—La gente, con tal de hablar…
–Tendrían que haber seguido el ejemplo de Balcrós ¿no es cierto?
– ¿Por qué no? A él no le costaba nada. Todo lo descubrí quince minutos
antes de que asesinara a su ayudante.
–Sí, claro. Porque él lo mató.
–Sí, fue él. Y tenía motivos. ¿Te
acordás el día que volvió con la madre? Bueno, almorzamos lo más bien y él después
pidió disculpas y escribió en el anotador que debía ir al club a ensayar. Como una
media hora más tarde, alguien llamó imitando la voz de Oscar Casco.
–Era Balcrós.
– Supuse que era Balcrós. Dijo que me extrañaba y que fuera a verlo al
club. Cuando llegué, estaba cantando sobre el escenario. En realidad, estaba
haciendo la fonomímica de Pedro Vargas.
Le hice un gesto con la mano, pero no me vio. Había encendido un foco
que le daba directamente en los ojos. De repente, escuché que alguien decía:
“Mamarrachito mío”. No sabés el susto que me pegué, porque Balcrós seguía en el
escenario, cantando como si tal cosa. Por un momento creí que además de fonomímico,
Balcrós era ventrílocuo. Pero después me puse los anteojos para ver de lejos y
vi que Dingo me hacía señas. El asqueroso ese apagó el grabador y me dijo “Mamarrachito
mío”. Balcrós siguió lo más tranquilo en el escenario. Y ahí caí en la cuenta.
El sordomudo era Balcrós, no el ayudante. Dingo estaba con la sangre en el ojo
porque Balcrós se había aprovechado de él. Le había usado la voz en sus
conquistas por teléfono, y en el grabador. Además, le había preparado el nuevo
repertorio. Dingo se quemó las pestañas tratando de ayudar a Balcrós, que era
un completo analfabeto. Tendrías que haber visto algunas de sus cartas. ¿Y qué ganó a cambio de eso? Humillaciones,
nada más. Eso es todo. Y la gota que colmó el vaso fue cuando Balcrós llegó con
la madre a la estación. ¿Qué le costaba haber llevado a Dingo a mi casa y
agasajarlo? En cambio lo mandó con las valijas al hotel. ¿Sabías lo que pasó
con el conserje del hotel?
–Apareció muerto en la playa. Parece que se suicidó.
–Sí, de un balazo en la espalda. Con la Derringer de Balcrós … Pobre
Balcrós, tendrías que haberlo visto en el escenario, jugando al oficio mudo.
Era patético. Y entre tanto, yo tenía que aguantarme al perverso del enano al
lado mío, diciéndome todo el tiempo “¡Mamarrachito mío!” “¡Mamarracito mío!”
Como un disco rayado. Hasta que en una de esas Balcrós descubrió que el
grabador había dejado de funcionar. Encendió dos o tres luces, y me vio a mí
llorando y a Dingo aplaudiéndolo. Después, vino una escena interminable donde
Dingo, por señas, le fue explicando a Balcrós cómo se había librado del
conserje del hotel. ¿Todavía tenía la Derringer consigo? Le preguntó Balcrós
con gestos. Dingo sacó la pistola de un bolsillo de su pantalón, la limpió con
un pañuelo para borrar sus huellas, y se la entregó a Balcrós. Hubo más gestos.
Balcrós le preguntó si la pistola estaba cargada. Dingo movió la cabeza para
arriba y para abajo. A la segunda movida de cabeza, Balcrós le puso la pistola
dentro de la boca y disparó… ¿Así que lo golpearon mucho?—le preguntó la Nena
Bancalari a Cristina de Luca.
–Una barbaridad– dijo Cristina de Luca suspirando.
–Pobre Balcrós. Lo que habrá sufrido… Si tenés unos minutos de tiempo te
voy a mostrar las fotos de mis hijos. Te vas a caer de espaldas.
–––––––––––––––
(Hace
tres décadas que escribí este cuento. Lo descubrí por casualidad. En esa época
estaba muy aferrado al idioma de los argentinos, y planeaba escribir una saga
sobre un pueblo inexistente, Puerto Carper, situado en la provincia de Buenos
Aires. Me guiaba la admiración por Juan Carlos Onetti y por William Faulkner. Santa María, Yoknapatawpha County, ¿por qué no
Puerto Carper, pensé? Hay más cuentos y una novela corta sobre ese pueblo.
Tendría que revisarlos. No sé qué puedo encontrar. Pero al menos de algo estoy
seguro: un escritor vive varias vidas, y en cada una de ellas sus experiencias
son distintas, porque quien narra es un ser diferente. Si queremos avanzar en
la vida es mejor no reconocernos en textos pasados pues es la única manera de
seguir aprendiendo. M.S.).
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