domingo, 10 de enero de 2016

De fracasos, derrotas y cartas de marear: Las narrativas del Caribe insular hispano en el siglo XXI

Mario Szichman

“La patria no se lleva en la suela de los zapatos”.
Georges Jacques Danton





El escritor judío Stefan Zweig, quien nació en 1881 en Austria, y se suicidó junto con su esposa en 1942 en  Petrópolis, Brasil, convencido de que el nazismo  conquistaría el mundo, señalaba que el mundo de sus padres era un mundo inmóvil. Los seres humanos solían nacer y morir en el mismo lugar. El camposanto nunca estaba muy alejado del terreno de los juegos infantiles, de la escuela, del hogar, de la sinagoga o la iglesia. Las gigantescas migraciones solían ser resultado de guerras mundiales, o de cataclismos políticos, y entre la derrota de Napoleón Bonaparte en Waterloo, en 1815, y fines del siglo diecinueve, había reinado en Europa una relativa paz. 
Pero Zweig experimentó en carne propia lo que significaba ser un judío errante. El avance del fascismo en Italia, y del nazismo en Alemania, no le ofrecía muchas opciones de escape. Brasil pareció un buen refugio, hasta que él y su esposa se abandonaron a la desesperación.

 La escritora venezolana Magdalena López también ha experimentado la emigración y el trasplante. Afortunadamente, su vivencia de ser una extraña en tierra extraña –trabaja como investigadora en el Centro de Estudios Comparatistas de la universidad de Lisboa– ha contribuido a la creación de un libro “Desde el fracaso: narrativas del Caribe insular hispano en el siglo XXI” (Editorial Verbum de Madrid, 2015), que le ha permitido percibir alternativas improbables de avizorar desde la inmovilidad.
Me encanta su premisa inicial. López utiliza palabras como “derrota”, “fracaso” “desarraigo” para “explorar los naufragios históricos y existenciales”, y “lidiar con el pasado y su memoria”. Curiosamente, algunos de esos términos provienen de vocablos náuticos bastante ambiguos.
Fíjese el lector este término que merecería figurar como título de una novela: “carta de marear”. ¿Qué es una carta de marear? Más allá de las ilusiones que uno se hace con esa frase capaz de convocar múltiples delirios, una carta de marear, según el Diccionario de la Real Academia Española, es un “mapa en que se describe el mar, o una porción de él, con sus costas o los lugares donde hay escollos o bajíos”. Revise el lector la palabra “derrota”. Antes de imaginarla como la encarnación de la desesperanza, derrota es también el “rumbo o dirección que llevan en su navegación las embarcaciones”. Y solo en sus últimas acepciones derrota significa la capitulación a la que estamos acostumbrados. Es un término militar que detalla “el vencimiento por completo de tropas enemigas, seguido por lo común de fuga desordenada”.
¿Y qué decir de esa singular habitación denominada  “cuarto de derrota”? Lejos de ser el sitio donde el galán de un tango lamenta la pérdida de su amada, es el “local del buque donde se guardan y consultan las cartas marinas, derroteros, cuadernos de faros, etc., así como el instrumental náutico para hallar la situación en la mar”. La derrota no consiste en perder el rumbo sino en lo contrario, en su búsqueda.
La riqueza del trabajo de Magdalena López consiste en analizar, en una serie de novelas publicadas en Cuba, la República Dominicana y Puerto Rico a partir del año 2000, esas poderosas, imprecisas manchas  temáticas de la derrota y el fracaso. El material narrativo analizado tiene como telón de fondo experiencias políticas de trascendencia: la Revolución Cubana, la Revolución Constitucionalista del coronel Francisco Caamaño Deño en la República Dominicana en 1965 para devolver el poder al legítimo presidente Juan Bosch, seguida por los años de ostracismo del líder, y su desembarco en Playa Caracoles con un pequeño grupo de guerrilleros en 1973, así como la lucha de sectores independentistas en el Estado Libre Asociado de Puerto Rico.
Las naciones caribeñas o centroamericanas han tenido durante el siglo XX un desmesurado papel protagónico. Recuerdan un poco a la Polonia de los siglos XVIII y XIX.
Cuando estaba trabajando la novela Los papeles de Miranda, me sorprendió el interés que había mostrado El Precursor en esa mancomunidad de Europa oriental que siempre parecía atraer la indignación de sus vecinos. Decía Miranda que durante su gira por la América del Norte, Polonia se había puesto de moda, “a raíz de la forma en que Rusia por un lado, y Prusia por el otro, le están devorando el territorio a dentelladas. Los políticos angloamericanos nunca se cansan de amar a un pequeño y desprotegido país que sirve de estado tapón entre dos potencias y por el cual más gente ha muerto y más faltriqueras se han vaciado que por un gran imperio. Ellos imaginan a los polacos como seres inocentes, idealistas, y sobre todo liliputienses”.
Recién en 1794, el zar de todas las Rusias acabó con el estorbo y Polonia dejó de ser un estado independiente, situación que perduró 123 años. Luego vino la invasión de la Alemania nazi, y tras la derrota de Adolfo Hitler, que permitió a José Stalin recuperar el territorio, hubo otras décadas de pacífica y desagradable ocupación.
Ahora que la guerra fría ha terminado, existen escasos recuerdos de lo que ocurrió a comienzos de la década del sesenta con la llamada “Crisis de los misiles” en Cuba. Pero existió la concreta posibilidad de una tercera y final guerra mundial entre Estados Unidos y la Unión Soviética a raíz de la instalación de misiles soviéticos en la isla. Un excelente documental, The Fog of War, tenía como protagonista al ex secretario de Defensa de Estados Unidos Robert McNamara. En una de sus partes, McNamara mencionaba una conferencia a la que había asistido en La Habana. Allí Fidel Castro aseguró que habría aceptado hasta la inmolación nuclear de su pueblo si Estados Unidos hubiese persistido en sus posiciones.
El ex funcionario norteamericano dijo que cuando Castro enunció esas palabras se levantó de su asiento demudado, casi a punto de sufrir un accidente cardiovascular, y pidió que suspendieran por unas horas la conferencia, pues deseaba dialogar con el líder cubano. Solo quería que Fidel le ratificara las palabras. Por lo que se desprende del documental, nunca, hasta ese momento, McNamara sospechó que su país había estado al borde de una catástrofe total. Dos de las naciones más poderosas del mundo, cada una de ellas con más de 250 millones de habitantes, podrían haber quedado aniquiladas, junto con buena parte del mundo, por la tenacidad del gobernante de una isla donde habitaban alrededor de 10 millones de personas.
Si menciono ese detalle es porque uno de los grandes logros del libro de Magdalena López es analizar la reciente literatura de esas naciones o seudonaciones del Caribe en un territorio que se acerca a la desmesura. Sus personajes parecen actuar como en una obra de Alfred Jarry. Pueden hacer gestos nimios, padecer vidas terriblemente aburridas, aferrarse a toda clase de anacrónicos pasados, pero el hecho de transitar por ese mar proceloso presta zancos a sus piernas, y desmesura a sus torsos, y un elevado nivel de locura ausente de América del Sur. (Excluyo a Venezuela, que gracias a Hugo Chávez Frías y a sus infantiles sueños de grandeza, logró aportar el desvarío y la tragicomedia necesarios para compensar por los años de sobriedad y resignación tras varios fiascos revolucionarios en la región).
Esa idea de “El inmovilismo de la fragmentación” enunciada por Louis Hartz en su compilación The Founding of New Societies, se recrea en el libro “Desde el fracaso: narrativas del Caribe insular hispano en el siglo XXI”, revelando a través de varias novelas, la mutación causada por un importante evento social, el posterior retorno a las raíces, y en ocasiones, pese al simulacro de novedades, un ritual que marca el congelamiento de su devenir. En ese sentido, es bueno analizar aquello que transcurrió en los márgenes. Por ejemplo, la manera en que las secuelas de la Revolución Cubana se reflejaron en la frustrada Revolución Dominicana. En el capítulo donde López examina el testimonio Caamaño, La última esperanza armada, de Manuel Matos Moquete, resulta claro el juego de las reminiscencias y de algunos siniestros déjà vu. Caamaño necesita recorrer los pasos que dieron Fidel Castro y sus compañeros cuando llegaron a la costa cubana a bordo del Granma y luego se internaron en las montañas del Escambray. De ahí el desembarco del líder dominicano en Playa Caracoles junto con escasos guerrilleros, y su marcha hacia la Cordillera Central. La idea era iniciar una revolución campesina para derrocar al presidente de la República Dominicana Joaquín Balaguer.
También Ernesto Ché Guevara quiso iniciar una revolución campesina en Bolivia en 1967, desdeñando la historia, pues en 1952, el Movimiento Nacionalista Revolucionario liderado por Hernán Siles Zuazo, el dirigente sindical Juan Lechín Oquendo y posteriormente por Víctor Paz Estenssoro, hizo una reforma agraria que benefició a los campesinos. El Ché no pudo hacer pie en Bolivia, fue capturado y asesinado. Caamaño tampoco pudo hacer pie en su patria, los campesinos lo ignoraron, fue capturado por militares dominicanos, y asesinado. Pero el inmovilismo de la fragmentación funcionó. Se repitieron estrategias de manera mecánica, y predominó un absoluto autoritarismo.
El autor del libro dice que su vida en Cuba estuvo controlada de manera absoluta por los funcionarios cubanos. Caamaño era un líder indiscutible que no aceptaba contradicciones. Un método estalinista que, curiosamente, ni el mismo José Stalin utilizó toda su vida. Pero Stalin no se hallaba en la periferia, sino en el centro. Forjar una utopía autoriza una intolerancia que la realidad siempre derrota. Sí, es cierto, Stalin mandó a fusilar a sus mejores generales en las purgas de 1937 y 1938, pero cuando se registró la invasión de la Unión Soviética por Hitler, debió aceptar que tal vez no era el dueño de la verdad absoluta, y consintió que florecieran maestros del arte de la guerra como el mariscal Zhukov.
La visión que en América Latina se tuvo de la guerra de Vietnam fue bastante distinta a la realidad. No, la guerra de Vietnam no fue una lucha guerrillera. En realidad, escasean las guerras ganadas por una guerrilla. En 1995, el gobierno vietnamita divulgó su cifra de muertos: alrededor de 1,1 millón de soldados y guerrilleros vietnamitas, además de dos millones de civiles.  
Pero el foquismo es más romántico que una lucha librada por un ejército, y funciona como estrategia narrativa. Queremos tres mosqueteros (cuatro con D´Artagnan), necesitamos 12 apóstoles o 12 guerrilleros ascendiendo al Escambray. El número conspira contra el ideal guerrillero porque deviene estadística.
El peligro es aferrarse a mitos, inclusive cuando dejan de funcionar. En el compartimiento cerrado generado por los grupos –y no estamos hablando exclusivamente de grupos políticos– se crea el ideal de las verdades perentorias y de las afirmaciones imposibles de refutar.
Entre las variadas destrezas que muestra Magdalena López de los narradores analizados, está también la de exhibir ideales que resultan anacrónicos. Sería el caso del digno líder independentista puertorriqueño Pedro Albizu Campos, quien para enfrentar a Estados Unidos, apeló a la herencia española. Pero el paradigma del prócer puertorriqueño creó una serie de malos entendidos, al congelar sus creencias en una España mítica que nunca existió.  
La grandeza de cada país consiste en su evolución. Sin embargo,  inclusive su involución marca el progreso, en el sentido que es parte de su historia viva, no de su pasado muerto.
Magdalena López ha logrado rescatar, recrear la riqueza cultural de países que otros quieren mantener en el anonimato, a través de su narrativa. Tal vez no todo lo que se rescata es válido, pero la cultura nunca es totalidad, apenas fragmentación. Como la autora tiene además una buena mirada de novelista, es muy sabia para explorar rincones, para reevaluar experiencias. Como cuando dice: “El silencio, la privación de libertad y el aislamiento son tópicos recurrentes” en el testimonio de Matos Moquete. O cuando en la novela Simone, de Eduardo Lalo, tras observar el texto desde una mirada épica, señala la “excepcionalidad del carácter derrotado del intelectual”, sin dejarse embaucar por la pose, y remata con una propuesta de “lectura alternativa” en la cual es posible “concebir un deambular que en realidad nunca va más allá de sí mismo”.
El ensayo deja también abiertas las puertas a fracasos que en muchos casos son transitorios, y en otros, indeterminados. Me fascina, por ejemplo, la historia serbia, que parte de una derrota. Su nacionalidad se forjó en la batalla de Kosovo, en 1389, cuando los serbios fueron vencidos por los otomanos. Un pueblo cuya identidad se concibe en la derrota, es invencible.
Tal vez los habitantes del Nuevo Mundo carecemos de paciencia. Los españoles tardaron cuatro siglos en perder su formidable imperio. Los británicos algo más, y con su Mancomunidad de Naciones no les ha ido tan mal. Estados Unidos es una potencia imperial desde hace apenas un siglo. Nuestra historia, al menos la que deseamos reconocer, a partir de la conquista española, es casi efímera si se la compara con la de Europa, con la de Asia. Además, los pueblos no suelen sucumbir, se reinventan. ¿Qué tiene que ver un judío actual, con otro de la época de los fenicios?
Quizás a la sensación de derrota, de fracaso, habría que sumar en nuestras comunidades el sobresalto de la impaciencia. Queremos vivir nuestras vidas como si en ellas se iniciara y se agotara la existencia, y eso no es siempre así. Nada es definitivo. Cualquier autor que quiera escribir un epitafio de un período histórico, solo está escribiendo su propio epitafio. Mientras los seres humanos no se inmovilicen en la nostalgia, no intenten cerrar un período con broche de oro, y sigan rechazando las verdades absolutas, existirán posibilidades de progreso, la emergencia de lo inédito.
Desde el fracaso: narrativas del Caribe insular hispano en el siglo XXI abre muchas puertas a la pesquisa y a la imaginación, y nuevos campos de experiencia. Es, en ese sentido, una obra abierta. Magdalena López cuestiona, pero no es dogmática. Ofrece un territorio de evaluación y de tentativas que resulta muy creador. Tal vez habla de derrotas y fracasos, pero el optimismo supera siempre la contemplación. Es difícil encontrar en la actualidad muchos ensayos que cumplan, como en su trabajo, la premisa de Antonio Gramsci. La autora nos ofrece un gran margen de maniobra para ser pesimistas con la inteligencia, y optimistas con la voluntad. 

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