Mario Szichman
“La patria no se lleva en la suela de los zapatos”.
Georges Jacques Danton
El escritor judío Stefan Zweig, quien nació en 1881 en Austria, y se
suicidó junto con su esposa en 1942 en
Petrópolis, Brasil, convencido de que el nazismo conquistaría el mundo, señalaba que el mundo
de sus padres era un mundo inmóvil. Los seres humanos solían nacer y morir en
el mismo lugar. El camposanto nunca estaba muy alejado del terreno de los
juegos infantiles, de la escuela, del hogar, de la sinagoga o la iglesia. Las
gigantescas migraciones solían ser resultado de guerras mundiales, o de
cataclismos políticos, y entre la derrota de Napoleón Bonaparte en Waterloo, en
1815, y fines del siglo diecinueve, había reinado en Europa una relativa
paz.
Pero Zweig experimentó en carne propia lo que significaba ser un judío
errante. El avance del fascismo en Italia, y del nazismo en Alemania, no le
ofrecía muchas opciones de escape. Brasil pareció un buen refugio, hasta que él
y su esposa se abandonaron a la desesperación.
La escritora venezolana Magdalena
López también ha experimentado la emigración y el trasplante. Afortunadamente,
su vivencia de ser una extraña en tierra extraña –trabaja como investigadora en
el Centro de Estudios Comparatistas de la universidad de Lisboa– ha contribuido
a la creación de un libro “Desde el fracaso: narrativas del Caribe insular
hispano en el siglo XXI” (Editorial
Verbum de Madrid, 2015), que le ha permitido percibir alternativas improbables
de avizorar desde la inmovilidad.
Me encanta su premisa inicial. López utiliza palabras como “derrota”,
“fracaso” “desarraigo” para “explorar los naufragios históricos y
existenciales”, y “lidiar con el pasado y su memoria”. Curiosamente, algunos de
esos términos provienen de vocablos náuticos bastante ambiguos.
Fíjese el lector este término que merecería figurar como título de una
novela: “carta de marear”. ¿Qué es una carta de marear? Más allá de las
ilusiones que uno se hace con esa frase capaz de convocar múltiples delirios, una
carta de marear, según el Diccionario de la Real Academia Española, es un “mapa
en que se describe el mar, o una porción de él, con sus costas o los lugares
donde hay escollos o bajíos”. Revise el lector la palabra “derrota”. Antes de
imaginarla como la encarnación de la desesperanza, derrota es también el “rumbo
o dirección que llevan en su navegación las embarcaciones”. Y solo en sus
últimas acepciones derrota significa la capitulación a la que estamos
acostumbrados. Es un término militar que detalla “el vencimiento por completo
de tropas enemigas, seguido por lo común de fuga desordenada”.
¿Y qué decir de esa singular habitación denominada “cuarto de derrota”? Lejos de ser el sitio
donde el galán de un tango lamenta la pérdida de su amada, es el “local del
buque donde se guardan y consultan las cartas marinas, derroteros, cuadernos de
faros, etc., así como el instrumental náutico para hallar la situación en la
mar”. La derrota no consiste en perder el rumbo sino en lo contrario, en su
búsqueda.
La riqueza del trabajo de Magdalena López consiste en analizar, en una
serie de novelas publicadas en Cuba, la República Dominicana y Puerto Rico a
partir del año 2000, esas poderosas, imprecisas manchas temáticas de la derrota y el fracaso. El
material narrativo analizado tiene como telón de fondo experiencias políticas
de trascendencia: la Revolución Cubana, la Revolución Constitucionalista del
coronel Francisco Caamaño Deño en la República Dominicana en 1965 para devolver
el poder al legítimo presidente Juan Bosch, seguida por los años de ostracismo
del líder, y su desembarco en Playa Caracoles con un pequeño grupo de guerrilleros
en 1973, así como la lucha de sectores independentistas en el Estado Libre
Asociado de Puerto Rico.
Las naciones caribeñas o centroamericanas han tenido durante el siglo XX un
desmesurado papel protagónico. Recuerdan un poco a la Polonia de los siglos XVIII
y XIX.
Cuando estaba trabajando la novela Los
papeles de Miranda, me sorprendió el interés que había mostrado El
Precursor en esa mancomunidad de Europa oriental que siempre parecía atraer la
indignación de sus vecinos. Decía Miranda que durante su gira por la América
del Norte, Polonia se había puesto de moda, “a raíz de la forma en que Rusia
por un lado, y Prusia por el otro, le están devorando el territorio a
dentelladas. Los políticos angloamericanos nunca se cansan de amar a un pequeño
y desprotegido país que sirve de estado tapón entre dos potencias y por el cual
más gente ha muerto y más faltriqueras se han vaciado que por un gran imperio. Ellos
imaginan a los polacos como seres inocentes, idealistas, y sobre todo
liliputienses”.
Recién en 1794, el zar de todas las Rusias acabó con el estorbo y Polonia
dejó de ser un estado independiente, situación que perduró 123 años. Luego vino
la invasión de la Alemania nazi, y tras la derrota de Adolfo Hitler, que
permitió a José Stalin recuperar el territorio, hubo otras décadas de pacífica
y desagradable ocupación.
Ahora que la guerra fría ha terminado, existen escasos recuerdos de lo que
ocurrió a comienzos de la década del sesenta con la llamada “Crisis de los
misiles” en Cuba. Pero existió la concreta posibilidad de una tercera y final
guerra mundial entre Estados Unidos y la Unión Soviética a raíz de la
instalación de misiles soviéticos en la isla. Un excelente documental, The Fog of War, tenía como protagonista
al ex secretario de Defensa de Estados Unidos Robert McNamara. En una de sus
partes, McNamara mencionaba una conferencia a la que había asistido en La
Habana. Allí Fidel Castro aseguró que habría aceptado hasta la inmolación
nuclear de su pueblo si Estados Unidos hubiese persistido en sus posiciones.
El ex funcionario norteamericano dijo que cuando Castro enunció esas
palabras se levantó de su asiento demudado, casi a punto de sufrir un accidente
cardiovascular, y pidió que suspendieran por unas horas la conferencia, pues
deseaba dialogar con el líder cubano. Solo quería que Fidel le ratificara las
palabras. Por lo que se desprende del documental, nunca, hasta ese momento,
McNamara sospechó que su país había estado al borde de una catástrofe total.
Dos de las naciones más poderosas del mundo, cada una de ellas con más de 250
millones de habitantes, podrían haber quedado aniquiladas, junto con buena
parte del mundo, por la tenacidad del gobernante de una isla donde habitaban
alrededor de 10 millones de personas.
Si menciono ese detalle es porque uno de los grandes logros del libro de
Magdalena López es analizar la reciente literatura de esas naciones o seudonaciones
del Caribe en un territorio que se acerca a la desmesura. Sus personajes
parecen actuar como en una obra de Alfred Jarry. Pueden hacer gestos nimios,
padecer vidas terriblemente aburridas, aferrarse a toda clase de anacrónicos
pasados, pero el hecho de transitar por ese mar proceloso presta zancos a sus
piernas, y desmesura a sus torsos, y un elevado nivel de locura ausente de
América del Sur. (Excluyo a Venezuela, que gracias a Hugo Chávez Frías y a sus
infantiles sueños de grandeza, logró aportar el desvarío y la tragicomedia
necesarios para compensar por los años de sobriedad y resignación tras varios
fiascos revolucionarios en la región).
Esa idea de “El inmovilismo de la fragmentación” enunciada por Louis Hartz
en su compilación The Founding of New
Societies, se recrea en el libro “Desde el fracaso: narrativas del Caribe
insular hispano en el siglo XXI”, revelando a través de varias novelas, la
mutación causada por un importante evento social, el posterior retorno a las
raíces, y en ocasiones, pese al simulacro de novedades, un ritual que marca el
congelamiento de su devenir. En ese sentido, es bueno analizar aquello que
transcurrió en los márgenes. Por ejemplo, la manera en que las secuelas de la
Revolución Cubana se reflejaron en la frustrada Revolución Dominicana. En el
capítulo donde López examina el testimonio Caamaño,
La última esperanza armada, de Manuel Matos Moquete, resulta claro el juego
de las reminiscencias y de algunos siniestros déjà vu. Caamaño necesita recorrer los pasos que dieron Fidel
Castro y sus compañeros cuando llegaron a la costa cubana a bordo del Granma y luego se internaron en las
montañas del Escambray. De ahí el desembarco del líder dominicano en Playa
Caracoles junto con escasos guerrilleros, y su marcha hacia la Cordillera
Central. La idea era iniciar una revolución campesina para derrocar al presidente
de la República Dominicana Joaquín Balaguer.
También Ernesto Ché Guevara quiso iniciar una revolución campesina en
Bolivia en 1967, desdeñando la historia, pues en 1952, el Movimiento
Nacionalista Revolucionario liderado por Hernán Siles Zuazo, el dirigente
sindical Juan Lechín Oquendo y posteriormente por Víctor Paz Estenssoro, hizo
una reforma agraria que benefició a los campesinos. El Ché no pudo hacer pie en
Bolivia, fue capturado y asesinado. Caamaño tampoco pudo hacer pie en su
patria, los campesinos lo ignoraron, fue capturado por militares dominicanos, y
asesinado. Pero el inmovilismo de la fragmentación funcionó. Se repitieron
estrategias de manera mecánica, y predominó un absoluto autoritarismo.
El autor del libro dice que su vida en Cuba estuvo controlada de manera
absoluta por los funcionarios cubanos. Caamaño era un líder indiscutible que no
aceptaba contradicciones. Un método estalinista que, curiosamente, ni el mismo
José Stalin utilizó toda su vida. Pero Stalin no se hallaba en la periferia,
sino en el centro. Forjar una utopía autoriza una intolerancia que la realidad
siempre derrota. Sí, es cierto, Stalin mandó a fusilar a sus mejores generales
en las purgas de 1937 y 1938, pero cuando se registró la invasión de la Unión
Soviética por Hitler, debió aceptar que tal vez no era el dueño de la verdad
absoluta, y consintió que florecieran maestros del arte de la guerra como el
mariscal Zhukov.
La visión que en América Latina se tuvo de la guerra de Vietnam fue
bastante distinta a la realidad. No, la guerra de Vietnam no fue una lucha
guerrillera. En realidad, escasean las guerras ganadas por una guerrilla. En
1995, el gobierno vietnamita divulgó su cifra de muertos: alrededor de 1,1
millón de soldados y guerrilleros vietnamitas, además de dos millones de
civiles.
Pero el foquismo es más romántico que una lucha librada por un ejército, y funciona como estrategia narrativa. Queremos tres mosqueteros (cuatro con
D´Artagnan), necesitamos 12 apóstoles o 12 guerrilleros ascendiendo al
Escambray. El número conspira contra el ideal guerrillero porque deviene
estadística.
El peligro es aferrarse a mitos, inclusive cuando dejan de funcionar. En el
compartimiento cerrado generado por los grupos –y no estamos hablando
exclusivamente de grupos políticos– se crea el ideal de las verdades perentorias
y de las afirmaciones imposibles de refutar.
Entre las variadas destrezas que muestra Magdalena López de los narradores
analizados, está también la de exhibir ideales que resultan anacrónicos. Sería
el caso del digno líder independentista puertorriqueño Pedro Albizu Campos,
quien para enfrentar a Estados Unidos, apeló a la herencia española. Pero el
paradigma del prócer puertorriqueño creó una serie de malos entendidos, al
congelar sus creencias en una España mítica que nunca existió.
La grandeza de cada país consiste en su evolución. Sin embargo, inclusive su involución marca el progreso, en
el sentido que es parte de su historia viva, no de su pasado muerto.
Magdalena López ha logrado rescatar, recrear la riqueza cultural de países
que otros quieren mantener en el anonimato, a través de su narrativa. Tal vez
no todo lo que se rescata es válido, pero la cultura nunca es totalidad, apenas
fragmentación. Como la autora tiene además una buena mirada de novelista, es
muy sabia para explorar rincones, para reevaluar experiencias. Como cuando
dice: “El silencio, la privación de libertad y el aislamiento son tópicos
recurrentes” en el testimonio de Matos Moquete. O cuando en la novela Simone, de Eduardo Lalo, tras observar
el texto desde una mirada épica, señala la “excepcionalidad del carácter
derrotado del intelectual”, sin dejarse embaucar por la pose, y remata con una
propuesta de “lectura alternativa” en la cual es posible “concebir un deambular
que en realidad nunca va más allá de sí mismo”.
El ensayo deja también abiertas las puertas a fracasos que en muchos casos
son transitorios, y en otros, indeterminados. Me fascina, por ejemplo, la
historia serbia, que parte de una derrota. Su nacionalidad se forjó en la
batalla de Kosovo, en 1389, cuando los serbios fueron vencidos por los
otomanos. Un pueblo cuya identidad se concibe en la derrota, es invencible.
Tal vez los habitantes del Nuevo Mundo carecemos de paciencia. Los españoles
tardaron cuatro siglos en perder su formidable imperio. Los británicos algo
más, y con su Mancomunidad de Naciones no les ha ido tan mal. Estados Unidos es
una potencia imperial desde hace apenas un siglo. Nuestra historia, al menos la
que deseamos reconocer, a partir de la conquista española, es casi efímera si
se la compara con la de Europa, con la de Asia. Además, los pueblos no suelen
sucumbir, se reinventan. ¿Qué tiene que ver un judío actual, con otro de la
época de los fenicios?
Quizás a la sensación de derrota, de fracaso, habría que sumar en nuestras
comunidades el sobresalto de la impaciencia. Queremos vivir nuestras vidas como
si en ellas se iniciara y se agotara la existencia, y eso no es siempre así.
Nada es definitivo. Cualquier autor que quiera escribir un epitafio de un
período histórico, solo está escribiendo su propio epitafio. Mientras los seres
humanos no se inmovilicen en la nostalgia, no intenten cerrar un período con
broche de oro, y sigan rechazando las verdades absolutas, existirán
posibilidades de progreso, la emergencia de lo inédito.
Desde el fracaso: narrativas del
Caribe insular hispano en el siglo XXI abre muchas puertas a la pesquisa y a la imaginación, y nuevos
campos de experiencia. Es, en ese sentido, una obra abierta. Magdalena López
cuestiona, pero no es dogmática. Ofrece un territorio de evaluación y de
tentativas que resulta muy creador. Tal vez habla de derrotas y fracasos, pero
el optimismo supera siempre la contemplación. Es difícil encontrar en la
actualidad muchos ensayos que cumplan, como en su trabajo, la premisa de
Antonio Gramsci. La autora nos ofrece un gran margen de maniobra para ser
pesimistas con la inteligencia, y optimistas con la voluntad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario