Mario Szichman
La ilusión de que la vida al aire libre es más saludable que la de las
ciudades ha impregnado buena parte de la literatura anglosajona. Tal vez una de
las advertencias más sabias sobre esa quimérica ilusión proviene de Arthur
Conan Doyle. En el relato The Adventure
of the Copper Beeches, una de las más famosas aventuras de Sherlock Holmes,
el protagonista ofrece a su ayudante, el doctor Watson, una aterradora visión
de un área rural. “Tú observas esas casas diseminadas”, dice el detective, “y
quedas impresionado por su belleza. Yo las observo, y el único pensamiento que
me viene a la mente es la sensación de aislamiento. Existe una gran impunidad para
cometer un crimen en esas zonas”. Según Sherlock Holmes, “Los callejones más
bajos y más viles de Londres no presentan un registro tan espantoso de pecados
como las alegres y bellas zonas campestres”.
Cada vez que leo ese relato, me inquieta. La suspensión de la incredulidad
es reemplazada por la intrusión. Quien está hablando no es ya Sherlock Holmes
sino su creador. La personalidad de Sherlock Holmes lo exhibe como un amante de
la vida rural. El detective es un arquetipo victoriano, y la vida rural era muy
elogiada por los victorianos. ¿Qué obligó a Conan Doyle a desplazar a su
personaje de un empujón y a formular un juicio no compartido por su héroe?
Aunque en muchas culturas existe la pasión por las vacaciones y por elegir
un sitio diferente al que habitamos la mayor parte del año, hay todo un género
de la literatura anglosajona, especialmente la británica, que ha hecho un culto
del habitar como un extraño en tierra extraña. Y esa mala costumbre predominó
en la literatura inglesa durante el siglo diecinueve. Si se exceptúa a Charles
Dickens y a William Thackeray, la mayor parte de los narradores y las narradoras
de su época se alojaban en áreas rurales, y obligaban a sus protagonistas a coexistir
con ellos en la misma zona. Tal vez es mi prejuicio, pero nunca me
entusiasmaron las novelas de Jane Austen, de Thomas Hardy, de las hermanas
Bronte por su falta de espíritu citadino. En realidad, para hablar con toda
parcialidad y abundantes prejuicios, no
me interesan en absoluto. Basta comparar su producción con la de autores como Henry Fielding (Tom Jones, Jonathan Wild), Lawrence
Sterne (Tristram Shandy), o Tobias
Smollet (Roderick Random, The Adventures
of Ferdinand Count Fathom). Esa narrativa vertiginosa, repleta de
aventuras registradas en ciudades, fue reemplazada por una imagen bucólica y
siniestra. Los autores de la época victoriana parecían disfrutar de una
agresiva pasividad. Dickens es incomparable, como lo es Thackeray, pero dos
autores, por sí solos, no pueden cargar sobre sus hombros toda una era.
Mis sospechas sobre la merma de creatividad en muchos autores británicos
del siglo diecinueve –en comparación con los gigantes de la narrativa del siglo
anterior– se vieron corroboradas por dos novelas, una que leí por primera vez
cuando era un adolescente, Tres hombres
en un bote, de
Jerome K. Jerome (1889), uno de los clásicos del humorismo
inglés, y otra que acabo de localizar: Cold
Comfort Farm, de Stella Gibbons (1932). Ambos relatos resplandecen al poner
en entredicho –y en el caso de Gibbons demoler completamente– los postulados de
la narrativa rural, o al aire libre.
Los tres hombres en un bote (y su perro, Montmorency), surgieron en
circunstancias escasamente auspiciosas, casi por accidente. “Mi intención no
era precisamente escribir un libro divertido”, dijo su autor en cierta ocasión.
Cuando comenzó a escribir el texto, Jerome era un periodista independiente
y con escasos ahorros. Acababa de casarse, y necesitaba ofrecer un buen pasar a
su cónyuge y a su familia. Fue su esposa, Georgina, quien lo alentó a escribir
una guía de viaje por el río Támesis, entre las localidades de Kingston y
Oxford. Ese tipo de guías eran muy populares en la Inglaterra de fines del
siglo diecinueve. Al parecer, todos los ingleses querían pasear en bote. Robert
McCrum dijo en el periódico The Guardian
que durante la temporada de verano, unas 800 embarcaciones atravesaban
diariamente la zona de Boulter's Lock (la esclusa de Boulter), cerca de Londres.
Era obvio que existía público para una nueva guía de navegación del Támesis.
Jerome comenzó a escribir su guía de viajes en un tono muy serio y
didáctico. Quedan apuntes de su descripción de algunas áreas muy conocidas,
“como Hampton Court, Marlow y Medmenham”, dijo McCrum.
Pero antes de convertirse en libro, cada capítulo fue publicado en una
revista. Y ahí todo cambió. El público reaccionó con entusiasmo ante el primer
capítulo. Menudearon las cartas del lector, los comentarios, y de repente, como
por arte de magia, Jerome descubrió su vena cómica simplemente al imaginar las
peripecias que podrían ocurrirle a tres londinenses cuando los sacaban del
confort de la civilización, y los ponían en contacto con la naturaleza. El plan
original fue desechado, y el autor estableció una sabia complicidad con su
público.
Basta leer el primer capítulo para advertir el potencial humorístico de
Jerome. Allí anticipa las dificultades que sufrirán tanto el protagonista, como
George, Harris y el perro, una vez se alejen de la gran urbe.
El golpe de genio del autor fue la selección de los personajes. Inclusive
muchos críticos desdeñaron el texto justamente porque en lugar de emplazar a aristócratas
o a seres con abundantes recursos al comando de las aventuras, Jerome eligió a city dwellers habitantes de la ciudad,
con modestos recursos, indolentes, y con escasa destreza manual. Para completar
el cuadro, todos ellos son hipocondríacos, y se sienten acosados por cualquier enfermedad
que ha plagado la historia de la humanidad. El narrador revisa un manual de
anatomía, desde la A hasta la Zeta, y verifica que padece prácticamente todas
las dolencias mencionadas en el tratado. Su único disgusto surge al descubrir
que está libre de un solo mal: “la indisposición de las nodrizas”.
Probablemente, el encanto de Tres
hombres en un bote proviene de la constante pugna entre la realidad y la
ilusión, y de la manera que tenía Jerome de narrar. Para dar algunos ejemplos:
¿Cuántas personas se mueren por viajar en un transatlántico? Muchísimas. Pero
cuando el autor describe la vida cotidiana a bordo, el lector se siente feliz
de poder estar en tierra. ¿Quién tiene ganas de devorar manjares en una
gigantesca bañera que se mece furiosamente a merced de las olas? Lo mismo
ocurre cuando los turistas visitan una gruta, se pierden en su interior, junto
con otros viajeros, y después de múltiples intentos, reaparecen en el mismo
sitio donde se perdieron. (Quien se haya perdido en un gigantesco
estacionamiento de Miami y debió pasar horas intentando encontrar su vehículo,
seguramente percibirá la sensación de impotencia y el pánico de los personajes
de Jerome).
El solo hecho de armar una carpa es una odisea. Pero ¿qué ocurre cuando hay
que armar una carpa en medio de la lluvia, uno carece de destreza manual, el farol de querosén se apaga y algunas fieras
merodean cerca?
Revise el lector cualquier folleto de una agencia de turismo, y se sentirá
tentado de emprender una travesía de inmediato. Revise el lector Tres hombres en un bote, y bendecirá al
Altísimo porque su única tarea en los próximos años será ir de casa al trabajo
y del trabajo a casa.
Pero el ingrediente que sazona todos los episodios es la impavidez del
narrador, para quien lo más importante es conservar los buenos modales. Basta recordar la serenidad y desprecio con
que el tutor de Jim, el protagonista de
La isla del tesoro, trata al pirata que busca refugio en la posada Admiral
Benbow, para darse una idea de la comicidad subyacente. Y si una cosa es
responder a un insulto con un insulto mayor,
otra muy diferente es devastar al contrincante con un sereno comentario
como éste que figura en el Arte de
injuriar, de Jorge Luis Borges: “Señor, su esposa, con la excusa que se
dedica a la prostitución, vende géneros de contrabando”.
Es ese aplomo ante las calamidades narradas por el protagonista de Tres hombres en un bote que transmuta al
texto en algo tan desopilante.
LA ANTORCHA DE
LA CIVILIZACIÓN
En 1932, Stella Gibbons publicó Cold
Comfort Farm, precedida de un prefacio tan insolente como el resto de la
novela. (Y que parecería escrito por Flora, su protagonista). En el preámbulo, que Gibbons dedica a un inexistente
escritor, explica que la manera de pasar por literato y obtener buenas reseñas,
es redactar frases “como si no estuviera muy segura de lo que significan”, pues
lo más importante es “decir algo en sentencias tan largas como sea posible”.
El único inconveniente que vislumbraba la autora era que su libro parecía
divertido. Y la narrativa inglesa de su época tenía como propósito “no ser
divertida”.
Gibbons estaba harta de esa subespecie de la narrativa inglesa que
transcurría en granjas. Muchos escritores norteamericanos, entre mediados del
siglo diecinueve y las tres primeras décadas del siglo veinte usaron granjas o
ranchos, como settings. Pero como
parte de esas novelas tenían también la adición del cowboy y del “desesperado”, y otras, como las de Erskine Caldwell,
combinaban la aflicción de las familias pobres del Deep South con una
sexualidad a lo Rabelais, el público se las devoraba, e iba por más.
¿Qué ofrecían en cambio las novelas rurales inglesas de esa estirpe? Tal
vez el inconsciente modelo era el clásico de Edgar Allan Poe: The Fall of the House of Usher, repleto
de aristócratas decadentes. Pero no había entre esos escritores un genio como
William Faulkner, capaces de transformar los ingredientes del melodrama, como
la ruina económica, el incesto, y algún tipo de maldición bíblica, en una obra
de arte. Posiblemente, la falla central estaba en la creación de personajes.
¿Dónde estaban los Compson, o seres depredadores como los Snopes, que se
deglutían la fortuna de un pueblo de un solo bocado?
Gibbons descubrió que no era posible rescatar ese subgénero, sino
destruirlo hasta los cimientos. Y nada mejor, para eso, que la parodia. Es
obvio que sus modelos para la demolición fueron las novelas de Hardy, y
especialmente Cumbres borrascosas, de
Emily Bronte.
Cold Comfort Farm cuenta
con una protagonista, Flora, que no es la típica heroína de la narrativa
inglesa. Nunca le ha gustado trabajar, y cuando queda huérfana, a los 19 años
de edad, una época en que es difícil pedir disculpas por haberse quedado sin
progenitores, debe elegir entre conseguir un trabajo, o vivir a costa de sus
familiares. Flora opta por lo segundo.
Luego de hacer un survey de
parientes que podría esquilmar, y ninguno de los cuales satisface sus
requisitos, Flora recibe una carta de la familia Starkadderer, que parece
sumergida hasta las cejas en el clima gótico de Bronte. Y esa familia le ofrece ayuda, para expiar un
pecado que nunca se anima a develar.
En la misiva se dice que el padre de quien escribe “en una ocasión cometió
algo terrible contra tu padre. Si nos visitas, haré lo mejor posible para que
me perdones, pero nunca deberás preguntarme por qué. Mis labios están
sellados”. También se sugiere que Flora deberá residir en una casa maldecida.
A Flora le encanta la oportunidad de visitar semejante sitio, arruinado,
triste, donde tanto los seres humanos como los animales, sufren extrañas
aflicciones. Además, sueña con redimir a sus habitantes.
La protagonista es un mar de racionalidad en un océano de locura
desenfrenada. Los animales son tan dementes como los residentes de la granja. Big Business, el toro de los Starkadderer, sufre de priapismo, y hay que
tenerlo todo el día encerrado, para que no haga de las suyas. Es el amo y señor
de cuatro vacas: Graceless, Pointless,
Aimless, and Feckless (Ordinaria, Sin sentido, Sin rumbo, Irresponsable), que
tienen la mala costumbre de perder sus patas cuando las sacan a pastar.
Los habitantes son tan rústicos y tan voluptuosos como sus animales,
especialmente Seth, símbolo de la desaforada masculinidad, quien tiene la
costumbre de dejar embarazada todos los años a una muchacha de servicio. Seth
se la pasa todo el día desabotonando su camisa. En menos de
cincuenta páginas, se ha desabotonado la camisa más de un centenar de veces. Afortunadamente,
allí está Flora defendiendo los derechos de la mujer, y asesorando a la
muchacha sobre los métodos anticonceptivos más eficaces.
Tan divertidos como los intentos de Flora para devolver a los habitantes su
racionalidad, es la parodia del estilo gótico, donde abundan las condenas del
averno, las tempestades y la devastación, descriptas en absurdas metáforas que
valen por todo el libro.
En un episodio del sitcom Taxi, un grupo de neoyorquinos decide
disfrutar de la vida al aire libre y alquilar una cabaña en medio del bosque,
en pleno invierno. La cabaña no tiene electricidad –hay que iluminarse con
faroles de querosén– la calefacción proviene de la cocina, que es alimentada
con fuego de leña, y el baño es un outhouse,
una letrina en medio del bosque.
Los neoyorquinos descubren en menos de diez minutos el fastidio de ese tipo
de existencia. No hay Pizza Hutt, las provisiones llegan una vez a la semana, y
entre tanto, la comida hay que obtenerla de animales feroces, que odian a
quienes intentan privarlos de su hábitat y de su existencia. Finalmente, uno de
los city slickers, cowboys citadinos,
propone a sus compañeros actuar como hacían los antiguos pioneros. ¿Y qué hacían
los antiguos pioneros? Le preguntan: “Dedicarse a construir grandes urbes, y
protegerse dentro de ellas”.
Después de leer Cold Comfort Farm,
y de releer Tres hombes en un bote,
el consejo es más pertinente que nunca.
Quizás Sherlock Holmes tenía razón, tal vez, “Los callejones más bajos y
más viles de Londres no presentan un registro tan espantoso de pecados como las
alegres y bellas zonas campestres”.
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