miércoles, 13 de enero de 2016

Del elefante del olvido deliberado a la generación de la maleza


Mario Szichman


Aguafuerte de Jean-Antoine Alavoine sobre El elefante de París (1813)

Se escribe en dos dimensiones para afianzar las tres dimensiones del relato. La narración siempre necesita anclajes. Algunos funcionan mejor que otros. Los edificios, los cuartos de habitación, no son buenos amarres pues están demasiado transitados. Solo la reparación, o el deterioro cambian su aspecto, permitiéndoles adquirir las tres necesarias dimensiones.
Hay una novela de Joyce Cary, The Horse´s Mouth, que revisito con mucha frecuencia, no solo porque es quizás la mejor novela humorística que se escribió en Gran Bretaña durante el siglo veinte, sino porque el protagonista es un pintor, Gulley Jimson, que explica su oficio. (También se hizo de la novela una excelente película, a veces traducida como “Un genio anda suelto”, interpretada por Alec Guinness, en la mejor actuación de su carrera).
¿Qué tiene de extraordinario Gulley Jimson? Que muestra el trabajo duro, concreto y cotidiano, de ser un pintor. No hay lugar en su faena para la farsa romántica. Pintar, al igual que escribir, o esculpir, es un oficio. The Horse´s Mouth permite recorrer el laberinto de la creación pictórica que consiste en mezclar colores, en diseñar figuras, en estructurar un espacio. Por supuesto, Gulley Jimson es también un visionario, prendado de William Blake, uno de los grandes creadores de la poesía inglesa. Blake permite a Cary encarnar la poesía en texturas y colores.
La otra gran influencia de Gulley Jimson, además de Blake, es la Biblia. Y cuando Cary describe alguna pintura in progress del artista, por ejemplo, Adán y a Eva después de la caída, es fácil imaginar el cuadro, hasta la urdimbre de las pinceladas, su espesor.

Cuando estaba escribiendo Las dos muertes del general Simón Bolívar, busqué esas tres dimensiones no en un pintor sino en un escultor, Armand Lebranche, encargado de fabricar la máscara mortuoria del Libertador.
Según cuento en la novela, “Una crónica aparecida en El Diario de Santa Fe de Bogotá, de febrero de 1831, menciona el extraño caso del escultor Armand Lebranche, quien apareció muerto en su dormitorio, en Santa Marta, días después del fallecimiento del Libertador Simón Bolívar. Lebranche vestía una andrajosa casaca militar. Amarrada al cinto había una espada rota. La cara de Lebranche estaba cubierta con una almohada ensangrentada. Había una pistola de duelo cerca de su cuerpo exánime. La primera sospecha fue que se descerrajó un balazo. Pero la pistola no había sido disparada. Dos cosas llamaron la atención del magistrado que levantó el acta de defunción: los ojos del occiso estaban desencajados por el terror, y tenía un trozo de soga embadurnada de yeso en su mano derecha. Nadie sabe de qué murió Lebranche. ´De inanición, sugirió el magistrado de manera implausible, pues nada le impedía al occiso caminar diez pasos, entrar en la sala de estar, y conseguir comida preservada en la alacena. ´
“El escultor Lebranche era un joven saludable. Estaba a punto de casarse con una bella dama de la ciudad. La vida le sonreía. Y sin embargo, algo terrible le impidió salir de su dormitorio”. Luego, hice intervenir en el relato a Bolívar, un prócer ya muerto. “Piadosamente, el cronista se abstuvo de informar que Lebranche murió en mi lecho de la hacienda de San Pedro Alejandrino. ...Querría creer que la última imagen de Lebranche antes de tapar su rostro con la almohada fue mi retrato de cuerpo entero, situado exactamente enfrente de la cama, sobre la cómoda”.
Me cuesta desbrozar la realidad de la leyenda. Escribí esa novela entre el 2002 y el 2003, y no tengo ganas de revisar documentos, pues es la cosa más aburrida del mundo. Pero, hasta donde recuerdo, el escultor Lebranche no existió en la vida real. Sus avatares personales surgieron del ensayo Citizens: A Chronicle of the French Revolution, escrito por Simon Schama. Es un libro fascinante, y muy difícil de manejar: se trata de un “tostón”, de 949 páginas. Espero que alguna editorial se apiade y publique su versión electrónica.
La figura del escultor Lebanche no existía en el libro de Schama, pero sí el elefante de París. Y el paquidermo me abrió el camino para crear un escultor y suministrarle un andamio a la novela de Bolívar. El secreto de ese elefante es que marca el fulgor y la decadencia de la Revolución Francesa. La novela requería un sucedáneo de ese elefante capaz de plasmar un período histórico. Schama me dio la idea de reducir el elefante a las dimensiones del rostro de Bolívar, y usé su yeso para que el escultor plasmara su mascarilla mortuoria. Además, Bolívar admiraba secretamente a Napoleón Bonaparte, debía estar enterado de las mascarillas mortuorias que le hicieron en la isla de Santa Helena, y era sencillo usar la materia para hacerle decir cosas distintas.

ASCENSO Y CAÍDA


El elefante de París acompañó, en el trasfondo, las peripecias de Napoleón, heredero y sepulturero de la Revolución Francesa.
Napoleón lideró el ejército y el gobierno de Francia entre 1799 y 1815. Durante esa época, obtuvo grandes triunfos militares. Para celebrar esas victorias, ordenó erigir un enorme elefante en el lugar donde previamente se hallaba La Bastilla, símbolo carcelario del antiguo régimen.
La intención inicial del emperador era que el elefante fuese moldeado en bronce. Debía tener corpulencia suficiente para que los visitantes pudiesen ascender por una escalera interior a una torre situada en su parte trasera. Pero la historia intervino. El monumento comenzó a diseñarse por la época en que Francia invadió España, una campaña militar que, junto con la invasión a Rusia, destruyó los ejércitos franceses y abrió el camino para la derrota final del emperador en Waterloo, en 1815.
La voracidad de las guerras obligó finalmente a moldear el elefante en yeso. Ese paquidermo fue colapsando junto con el imperio soñado por Napoleón, hasta transformarse, según Schama, en  “El elefante del olvido deliberado”.
Entre 1814 y 1846, la escultura ocupó el sitio previamente asignado a La Bastilla. Admiradores de la Gran Revolución eran llevados al lugar para que se imbuyeran en su gloria. Muchos se alejaban del sitio desconsolados, pues era difícil inspirarse en esa mole. La estatua era lúgubre. El elefante perdió uno de los colmillos, el otro parecía un muñón. La lluvia y el hollín lo ennegrecieron, fue invadido por la yerba mala, y terminó plagado de ratas y habitado por vagabundos. Insistentes pedidos para que sacaran la estatua del lugar fueron desatendidos. Recién en 1846, el elefante del olvido deliberado fue eliminado de la faz de la tierra.
Hace poco volví a revisar Las dos muertes del general Simón Bolívar que, según he descubierto ahora, está contada desde el más allá, con Bolívar ya muerto, y padeciendo el ultraje final de que un escultor está trabajando su rostro, como si se tratase de un alfarero usando barro para fabricar un jarrón. (“Pasan algunos minutos antes de que aparezcan el escultor Lebranche y el doctor Révérend”, dice el Libertador muerto. “Lebranche coloca sobre mi rostro la muselina blanca y comienza a aplicar plaster de París.
“–Vamos a hacerlo en dos etapas– le explica al doctor Révérend. –Una vez el yeso se seque se lo quitaré de la muselina y le haré un molde de la nariz”).
Moldear material ajeno es uno de los placeres de escribir novelas. Estudiar cómo se fabrica una máscara mortuoria es casi tan apasionante como estamparla. De todas maneras, la tarea subyacente es siempre decir algo, formular juicios, especialmente cuando enjuiciamos un período histórico.
Los sueños de grandeza de Napoleón intentaron plasmarse al principio en un elefante de bronce. Inclusive el emperador tenía una buena idea de cómo obtener el metal: derritiendo los cañones que pensaba capturar al derrotado ejército español tras la invasión de 1808. Pero calculó mal. La Guerra de la Península se devoró las riquezas del estado, y cuando se inició la erección de la escultura, en 1813, lo único que pudo extraerse de las arcas oficiales fue dinero para pagar un material tan desmenuzable como es el yeso.
El Libertador, al menos el Bolívar que diseñé, debió conformarse con una mascarilla mortuoria. Aunque comenzó como un romántico, terminó sus días hundido en el escepticismo.  Su visión de lo que podría ocurrir en las repúblicas aéreas liberadas por su espada era mucho más melancólica que la de Napoleón. Al general ecuatoriano Juan José Flores le escribió: “La América es ingobernable para nosotros. El que sirve una revolución ara en el mar. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas”.  
El Libertador de la ficción creía que se avecinaba la generación de la maleza. “La Gran Colombia pronto quedará cubierta de maleza. Y mis constituciones, y mi proyecto del Congreso Anfictiónico de Panamá, todo quedará cubierto de maleza. Sólo perseverarán los bordes que trazó España, los odios regionales que recopilamos mientras fuimos gobernados por España. Cuando volvamos a sembrar la tierra, la maleza nos indicará el trazado de los cultivos que heredamos de los godos. Toda innovación quedará enterrada por la maleza. Y lo nuevo que surja será siempre un claro en la maleza, y estará propiciado por el dinero proveniente de Londres o de París, o de cualquier otra ciudad que quiera arrebatarles las malezas a los godos.
“Como en nuestros países el lujo no fue un resultado de la industria, sino que la precedió, la destrucción sucesiva mantendrá nuestra pobreza. La falta de personas industriosas ávidas por reconstruir, por engrasar la mano de funcionarios a fin de obtener concesiones, hará que nuestro futuro sea un eterno altercado entre quienes desean dejar brotar la maleza y quienes quieren abrir un claro en ella”.
Nadie escribe desde el pasado sino desde el presente. El pasado es apenas un tenue recordatorio de todo lo que deseamos seguir haciendo mal en el futuro.
¿Qué aprendimos del elefante de París, de la generación de la maleza anticipada por Bolívar? Lo increíble del ser humano no es que cometa errores, sino que insista en las mismas equivocaciones. Y cada vez que las perpetra, es como si fuera la primera vez. 
La gloria de Napoleón se extendió durante dieciséis años. La de Bolívar, un período similar. De sus dos décadas a caballo tratando de crear un imperio en la América del Sur, hay que descontar los años de fracasos que siguieron a su Campaña Admirable de 1813, y los años finales de su vida, a partir de la secesión de Venezuela y Ecuador de la Gran Colombia. Los monumentos dan buena cuenta de la ruina de un proyecto político. Esos desechos suelen ser considerados “elefantes blancos”. Un poco lo que quiso hacer Adolf Hitler con Linz, destinada a ser la capital cultural del Tercer Reich. Inclusive en las postrimerías de la segunda guerra mundial, cuando ya estaba enclaustrado en su búnker, Hitler seguía forjando planes para Linz.
Hace dieciséis años que en Venezuela algunos iluminados se dedican a erigir monumentos e intentan perpetuar, por todos los medios posibles, la figura de su líder y comandante eterno, Hugo Chávez Frías. Pero ni elefantes de bronce o de yeso perdurarán tras esa megalomanía. Lo más probable es que Venezuela deba padecer otra generación de la maleza.

“Tras unos años de prosperidad y de la disipación de nuestras riquezas”, especulé que podría haber pensado el Libertador, “retornará la maleza. Los que nos sucedan tendrán que hacer como los cruzados, construir encima de los escombros y usar los techos como cimientos. Y además, cubrir todas las rendijas para impedir el avance de la maleza”.

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