Mario Szichman
Aguafuerte de
Jean-Antoine Alavoine sobre El elefante de París (1813)
Se escribe en dos dimensiones para afianzar las tres dimensiones del
relato. La narración siempre necesita anclajes. Algunos funcionan mejor que
otros. Los edificios, los cuartos de habitación, no son buenos amarres pues están
demasiado transitados. Solo la reparación, o el deterioro cambian su aspecto, permitiéndoles
adquirir las tres necesarias dimensiones.
Hay una novela de Joyce Cary, The
Horse´s Mouth, que revisito con mucha frecuencia, no solo porque es quizás
la mejor novela humorística que se escribió en Gran Bretaña durante el siglo
veinte, sino porque el protagonista es un pintor, Gulley Jimson, que explica su
oficio. (También se hizo de la novela una excelente película, a veces traducida
como “Un genio anda suelto”, interpretada por Alec Guinness, en la mejor
actuación de su carrera).
¿Qué tiene de extraordinario Gulley Jimson? Que muestra el trabajo duro,
concreto y cotidiano, de ser un pintor. No hay lugar en su faena para la farsa
romántica. Pintar, al igual que escribir, o esculpir, es un oficio. The Horse´s Mouth permite recorrer el
laberinto de la creación pictórica que consiste en mezclar colores, en diseñar
figuras, en estructurar un espacio. Por supuesto, Gulley Jimson es también un
visionario, prendado de William Blake, uno de los grandes creadores de la
poesía inglesa. Blake permite a Cary encarnar la poesía en texturas y colores.
La otra gran influencia de Gulley Jimson, además de Blake, es la Biblia. Y
cuando Cary describe alguna pintura in
progress del artista, por ejemplo, Adán y a Eva después de la caída, es
fácil imaginar el cuadro, hasta la urdimbre de las pinceladas, su espesor.
Cuando estaba escribiendo Las dos
muertes del general Simón Bolívar, busqué esas tres dimensiones no en un
pintor sino en un escultor, Armand Lebranche, encargado de fabricar la máscara
mortuoria del Libertador.
Según cuento en la novela, “Una crónica aparecida en El Diario de Santa Fe de Bogotá, de febrero de 1831, menciona el
extraño caso del escultor Armand Lebranche, quien apareció muerto en su
dormitorio, en Santa Marta, días después del fallecimiento del Libertador Simón
Bolívar. Lebranche vestía una andrajosa casaca militar. Amarrada al cinto había
una espada rota. La cara de Lebranche estaba cubierta con una almohada
ensangrentada. Había una pistola de duelo cerca de su cuerpo exánime. La
primera sospecha fue que se descerrajó un balazo. Pero la pistola no había sido
disparada. Dos cosas llamaron la atención del magistrado que levantó el acta de
defunción: los ojos del occiso estaban desencajados por el terror, y tenía un
trozo de soga embadurnada de yeso en su mano derecha. Nadie sabe de qué murió
Lebranche. ´De inanición, sugirió el magistrado de manera implausible, pues
nada le impedía al occiso caminar diez pasos, entrar en la sala de estar, y
conseguir comida preservada en la alacena. ´
“El escultor Lebranche era un joven saludable. Estaba a punto de casarse
con una bella dama de la ciudad. La vida le sonreía. Y sin embargo, algo
terrible le impidió salir de su dormitorio”. Luego, hice intervenir en el
relato a Bolívar, un prócer ya muerto. “Piadosamente, el cronista se abstuvo de
informar que Lebranche murió en mi lecho de la hacienda de San Pedro
Alejandrino. ...Querría creer que la última imagen de Lebranche antes de tapar
su rostro con la almohada fue mi retrato de cuerpo entero, situado exactamente
enfrente de la cama, sobre la cómoda”.
Me cuesta desbrozar la realidad de la leyenda. Escribí esa novela entre el
2002 y el 2003, y no tengo ganas de revisar documentos, pues es la cosa más
aburrida del mundo. Pero, hasta donde recuerdo, el escultor Lebranche no
existió en la vida real. Sus avatares personales surgieron del ensayo Citizens: A Chronicle of the French Revolution,
escrito por Simon Schama. Es un libro fascinante, y muy difícil de manejar: se
trata de un “tostón”, de 949 páginas. Espero que alguna editorial se apiade y
publique su versión electrónica.
La figura del escultor Lebanche no existía en el libro de Schama, pero sí
el elefante de París. Y el paquidermo me abrió el camino para crear un escultor
y suministrarle un andamio a la novela de Bolívar. El secreto de ese elefante
es que marca el fulgor y la decadencia de la Revolución Francesa. La novela
requería un sucedáneo de ese elefante capaz de plasmar un período histórico.
Schama me dio la idea de reducir el elefante a las dimensiones del rostro de
Bolívar, y usé su yeso para que el escultor plasmara su mascarilla mortuoria.
Además, Bolívar admiraba secretamente a Napoleón Bonaparte, debía estar
enterado de las mascarillas mortuorias que le hicieron en la isla de Santa
Helena, y era sencillo usar la materia para hacerle decir cosas distintas.
ASCENSO Y CAÍDA
El elefante de París acompañó, en el trasfondo, las peripecias de Napoleón,
heredero y sepulturero de la Revolución Francesa.
Napoleón lideró el ejército y el gobierno de Francia entre 1799 y 1815.
Durante esa época, obtuvo grandes triunfos militares. Para celebrar esas
victorias, ordenó erigir un enorme elefante en el lugar donde previamente se
hallaba La Bastilla, símbolo carcelario del antiguo régimen.
La intención inicial del emperador era que el elefante fuese moldeado en
bronce. Debía tener corpulencia suficiente para que los visitantes pudiesen
ascender por una escalera interior a una torre situada en su parte trasera.
Pero la historia intervino. El monumento comenzó a diseñarse por la época en
que Francia invadió España, una campaña militar que, junto con la invasión a
Rusia, destruyó los ejércitos franceses y abrió el camino para la derrota final
del emperador en Waterloo, en 1815.
La voracidad de las guerras obligó finalmente a moldear el elefante en
yeso. Ese paquidermo fue colapsando junto con el imperio soñado por Napoleón,
hasta transformarse, según Schama, en “El
elefante del olvido deliberado”.
Entre 1814 y 1846, la escultura ocupó el sitio previamente asignado a La
Bastilla. Admiradores de la Gran Revolución eran llevados al lugar para que se imbuyeran
en su gloria. Muchos se alejaban del sitio desconsolados, pues era difícil
inspirarse en esa mole. La estatua era lúgubre. El elefante perdió uno de los
colmillos, el otro parecía un muñón. La lluvia y el hollín lo ennegrecieron,
fue invadido por la yerba mala, y terminó plagado de ratas y habitado por
vagabundos. Insistentes pedidos para que sacaran la estatua del lugar fueron
desatendidos. Recién en 1846, el elefante del olvido deliberado fue eliminado
de la faz de la tierra.
Hace poco volví a revisar Las dos
muertes del general Simón Bolívar que, según he descubierto ahora, está
contada desde el más allá, con Bolívar ya muerto, y padeciendo el ultraje final
de que un escultor está trabajando su rostro, como si se tratase de un alfarero
usando barro para fabricar un jarrón. (“Pasan algunos minutos antes de que
aparezcan el escultor Lebranche y el doctor Révérend”, dice el Libertador
muerto. “Lebranche coloca sobre mi rostro la muselina blanca y comienza a
aplicar plaster de París.
“–Vamos a hacerlo en dos etapas– le explica al doctor Révérend. –Una vez el
yeso se seque se lo quitaré de la muselina y le haré un molde de la nariz”).
Moldear material ajeno es uno de los placeres de escribir novelas. Estudiar
cómo se fabrica una máscara mortuoria es casi tan apasionante como estamparla. De
todas maneras, la tarea subyacente es siempre decir algo, formular juicios,
especialmente cuando enjuiciamos un período histórico.
Los sueños de grandeza de Napoleón intentaron plasmarse al principio en un
elefante de bronce. Inclusive el emperador tenía una buena idea de cómo obtener
el metal: derritiendo los cañones que pensaba capturar al derrotado ejército
español tras la invasión de 1808. Pero calculó mal. La Guerra de la Península
se devoró las riquezas del estado, y cuando se inició la erección de la
escultura, en 1813, lo único que pudo extraerse de las arcas oficiales fue
dinero para pagar un material tan desmenuzable como es el yeso.
El Libertador, al menos el Bolívar que diseñé, debió conformarse con una
mascarilla mortuoria. Aunque comenzó como un romántico, terminó sus días
hundido en el escepticismo. Su visión de
lo que podría ocurrir en las repúblicas aéreas liberadas por su espada era
mucho más melancólica que la de Napoleón. Al general ecuatoriano Juan José
Flores le escribió: “La América es ingobernable para nosotros. El que sirve una
revolución ara en el mar. La única cosa que se puede hacer en América es
emigrar. Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada,
para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas”.
El Libertador de la ficción creía que se avecinaba la generación de la
maleza. “La Gran Colombia pronto quedará cubierta de maleza. Y mis
constituciones, y mi proyecto del Congreso Anfictiónico de Panamá, todo quedará
cubierto de maleza. Sólo perseverarán los bordes que trazó España, los odios
regionales que recopilamos mientras fuimos gobernados por España. Cuando
volvamos a sembrar la tierra, la maleza nos indicará el trazado de los cultivos
que heredamos de los godos. Toda innovación quedará enterrada por la maleza. Y
lo nuevo que surja será siempre un claro en la maleza, y estará propiciado por
el dinero proveniente de Londres o de París, o de cualquier otra ciudad que
quiera arrebatarles las malezas a los godos.
“Como en nuestros países el lujo no fue un resultado de la industria, sino
que la precedió, la destrucción sucesiva mantendrá nuestra pobreza. La falta de
personas industriosas ávidas por reconstruir, por engrasar la mano de
funcionarios a fin de obtener concesiones, hará que nuestro futuro sea un
eterno altercado entre quienes desean dejar brotar la maleza y quienes quieren
abrir un claro en ella”.
Nadie escribe desde el pasado sino desde el presente. El pasado es apenas
un tenue recordatorio de todo lo que deseamos seguir haciendo mal en el futuro.
¿Qué aprendimos del elefante de París, de la generación de la maleza
anticipada por Bolívar? Lo increíble del ser humano no es que cometa errores,
sino que insista en las mismas equivocaciones. Y cada vez que las perpetra, es
como si fuera la primera vez.
La gloria de Napoleón se extendió durante dieciséis años. La de Bolívar, un
período similar. De sus dos décadas a caballo tratando de crear un imperio en
la América del Sur, hay que descontar los años de fracasos que siguieron a su
Campaña Admirable de 1813, y los años finales de su vida, a partir de la
secesión de Venezuela y Ecuador de la Gran Colombia. Los monumentos dan buena
cuenta de la ruina de un proyecto político. Esos desechos suelen ser
considerados “elefantes blancos”. Un poco lo que quiso hacer Adolf Hitler con
Linz, destinada a ser la capital cultural del Tercer Reich. Inclusive en las
postrimerías de la segunda guerra mundial, cuando ya estaba enclaustrado en su
búnker, Hitler seguía forjando planes para Linz.
Hace dieciséis años que en Venezuela algunos iluminados se dedican a erigir
monumentos e intentan perpetuar, por todos los medios posibles, la figura de su
líder y comandante eterno, Hugo Chávez Frías. Pero ni elefantes de bronce o de
yeso perdurarán tras esa megalomanía. Lo más probable es que Venezuela deba
padecer otra generación de la maleza.
“Tras unos años de prosperidad y de la disipación de nuestras riquezas”, especulé
que podría haber pensado el Libertador, “retornará la maleza. Los que nos
sucedan tendrán que hacer como los cruzados, construir encima de los escombros
y usar los techos como cimientos. Y además, cubrir todas las rendijas para
impedir el avance de la maleza”.
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