miércoles, 29 de julio de 2015

Épocas de Revolución y contrarrevolución: El descenso a los infiernos


Mario Szichman

“El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”. Es una de las frases más célebres de Jean Jacques Rousseau. Aparece en su Contrato Social, y como hubiera dicho Holden Caulfield, el protagonista de The Catcher in the Rye, esa sentencia sirve estrictamente para cazar mixtos. El hombre no nace ni bueno ni malo, aunque la sociedad lo puede moldear para que adquiera virtudes o contraiga defectos. Ni el mal ni el bien son congénitos. Pero es evidente que si a un pueblo lo educan en el odio a otros grupos humanos, y además le garantizan la impunidad, muy difícilmente resista la tentación de hacer el mal.  
Cuando estaba escribiendo Eros y la doncella, una novela sobre la Revolución Francesa, leí algunos libros de historia para documentarme. Primero tuve la idea, y solo después busqué los documentos para corroborar o desechar mi tesis central: que el poder absoluto corrompe de manera absoluta. Bueno, debo reconocer que no todos los caudillos de la Revolución Francesa eran igualmente corruptos, sanguinarios, arbitrarios o malvados. Había una gradación entre Danton y Robespierre, por ejemplo. Danton era corrupto y sanguinario, pero no malvado, aunque sí arbitrario. Robespierre era sanguinario, y malvado, pero no arbitrario o corrupto. Y por supuesto, muchos dirigentes, que fueron al principio despiadados, además de arbitrarios y corruptos, intentaron rápidamente desandar sus pasos, como Camilo Desmoulins, y terminaron sus días con la garganta seccionada. De todas maneras, no todos los pueblos reaccionan de igual manera ante situaciones de peligro o de extrema violencia. ¿Qué ingredientes contribuyen a la exacerbación del terror contra una parte de los habitantes? ¿Es posible controlar el caos?
Peter Thonemann, al analizar dos trabajos sobre el historiador Tucídides y su libro “Historia de la guerra del Peloponeso” (Times Literary Supplement, 3 de septiembre de 2014), menciona un episodio menor que se registró en ese prolongado conflicto bélico entre Esparta y Atenas (431–404 A.C.). En el 427 A.C., estalló un conflicto en la pequeña ciudad-estado de Corcira, hoy conocida como Corfú. La ciudad estaba aliada a los atenienses. Un grupo de aristócratas lideró un golpe de estado para entregar la isla a Esparta. Se registró una guerra civil entre facciones partidarias de Atenas y de Esparta, y finalmente, los partidarios de Atenas triunfaron.  
“Durante siete días, y bajo la mirada aprobadora de un almirante ateniense”, dice Thonemann, “el partido pro–ateniense masacró de manera sistemática a sus enemigos. Los padres mataron a sus hijos y algunos hombres fueron desalojados de la seguridad de los templos y asesinados en los altares de los dioses”.   
Para Tucídides, esa salvaje guerra civil en una isla carente de toda importancia tenía un gran significado a nivel simbólico. En épocas de paz y prosperidad, decía el historiador, tanto los estados como los individuos ofrecen una mejor disposición, “pues no se sienten oprimidos por deseos irrevocables. Pero la guerra acaba con los beneficios que nos ofrece la vida cotidiana, es un violento maestro, y asimila el temperamento de la mayoría de los hombres a las condiciones que lo rodean”. La guerra civil hace surgir,  según Tucídides, “el caos moral, el abuso del lenguaje político (el constante insulto), y el colapso del proceso legal”.
Varios siglos más tarde, la Revolución Francesa volvió a poner en vigencia las frases de Tucídides. El historiador Timothy Tackett en su reciente libro The Coming of the Terror in the French Revolution,  trata de descifrar los elementos que contribuyeron al triunfo de la guillotina y a la nutrida violación de los derechos humanos en la Francia republicana, durante la década de 1789-1799.  
Uno de los aspectos más interesantes del análisis de Tackett es el examen de la reacción de los políticos ante las presiones que enfrentaron tras dar el salto hacia lo desconocido. Los revolucionarios lideraban una isla republicana en un mar de monarquías interesadas en su destrucción total. El 25 de julio de 1792, el duque de Brunswick, comandante de los ejércitos combinados del emperador de Austria y del rey de Prusia, anunció que pensaba invadir Francia “para poner fin a la anarquía, frenar los ataques al trono y al altar, restablecer el poder legal, devolver al rey la seguridad y la libertad de la que está privado, y ponerlo en condiciones de ejercer la autoridad legítima que posee”. Y luego, Brunswick ofreció a los revolucionarios el libreto que seguirían en las próximas semanas y meses para enfrentar el peligro: “Si el palacio de las Tullerías es forzado o insultado”, decía el manifiesto, “o si se hace la menor violencia, el menor ultraje al rey o a la reina y a la familia real, el emperador de Austria y el rey de Prusia se vengarán de un modo ejemplar y por siempre memorable, entregando la ciudad de París a una aniquilación militar y a una subversión total, y a los rebeldes, culpables de atentados, a un merecido suplicio”.
La reacción de los jefes de la Comuna parisina no se dirigió inicialmente contra los potenciales invasores. Varios jefes convocaron a las secciones de ciudadanos de París para invadir las prisiones y asesinar a clérigos y nobles que consideraban sospechosos. (Las matanzas se prolongaron del dos al nueve de septiembre de 1792 y fueron lideradas por Danton).  
El submundo de la política se apropió de las mentes más lúcidas. El rumor y el chisme desplazaron a la investigación de lo que realmente estaba ocurriendo. La delación suplantó los criterios de justicia. Esos patriotas cooperantes similares a los que ahora pululan en la Venezuela chavista, mostraron su talento para denigrar e incriminar. En pocas semanas, la cultura de la violencia se apropió de las calles de París, y de las principales ciudades de Francia. Como secuela, según la ejemplar frase de Tucídides,  comenzó a imperar “el caos moral y el abuso del lenguaje político”,  mientras colapsaba el proceso legal.  
El miedo generalizado, surgido de la incertidumbre, causó estragos. Nadie sabía con certeza quién era el enemigo. Redes de espías policiales y de informantes se dedicaban a cazar a sospechosos, o a formular cargos sin necesidad alguna de presentar a los acusados ante un juez. Las funciones de los distintos poderes se confundían. Se podía ser juez y parte. Tackett dice que nadie sabía en qué creer, o qué constituía la autoridad. Como en la Venezuela de la Revolución Bonita, las acusaciones más delirantes se hacían creíbles. La forma más simple de lidiar con el peligro, real o imaginario, era clamar por venganza y considerar a todo disidente como un traidor. La escasez de alimentos, por cierto, uno de los principales talones de Aquiles del chavismo, nunca se debía a la falla en la producción y distribución de comida, sino a la guerra económica librada por el enemigo.
El miedo alimenta el miedo, dice Tackett, y la denuncia de conspiraciones multiplica las conspiraciones. Para eliminarlas, se acrecientan las exigencias de más arrestos y ejecuciones.
Rápidamente, como en la Revolución Bolchevique, los traidores fueron subiendo de categoría. El sector más radical de los revolucionarios franceses, simbolizado por la Montaña, fue quitando de sus hombros la cabeza de muchos girondinos, representantes de una fracción más moderada. Según Tackett, la ejecución del rey Luis Capeto fue el precedente que abrió las compuertas al guillotinamiento de muchos diputados. De los 749 miembros de la Convención Nacional, sesenta y uno fueron ejecutados, y cincuenta y ocho murieron en la guillotina. Otros se suicidaron en la prisión o cuando huían de sus perseguidores. Uno de los pocos revolucionarios que logró eludir la guillotina fue el gran prócer venezolano Francisco de Miranda, quien debió despedirse de muchos de sus compañeros girondinos que marcharon a la guillotina.  
Ni siquiera la muerte de Robespierre el Nueve de Termidor, acabó con las purgas. De los 140 miembros de la Comuna de París que se aliaron con Robespierre, más de la mitad fueron ejecutados, declarados prófugos de la justicia, y condenados a muerte.
Luego vino la Reacción, o “Terror blanco”,  pero a cargo de brigadas de asesinos que persiguieron a los republicanos, inclusive fiscales, jueces y testigos.  
Tal vez lo más inquietante del libro de Tackett es mostrar la delgada capa de racionalidad que encubre nuestros instintos más crueles, y cómo un proceso que parte de cómodas certezas: “El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”, rápidamente se hunde en la incertidumbre, y es alimentado por la venganza. Los amigos de hoy son los enemigos de mañana, y todo excelso ideal es abandonado, ante la imperiosa necesidad de sobrevivir. No hay adversarios, solo enemigos. Y esos enemigos únicamente aspiran a nuestra destrucción. Las falsas noticias son más creíbles que las noticias fáciles de corroborar. El rumor, además de reemplazar toda idea racional, tiene una ventaja: es imposible de confirmar o desechar. Charlatanes y  demagogos prosperan en esa atmósfera de intolerancia política.  
En ocasiones, las revoluciones se devoran su propia cola. Pero no siempre, aunque sí ocurrió en la Francia de la gran revolución. En realidad, la única persona que además de ser incorruptible demostró absoluta imparcialidad fue Madame Guillotine. Señalé en Eros y la doncella que “tras degollar a duquesas y a cocineras, a indecisos, a vacilantes, a perplejos y a indiferentes, a desorientados y a inciertos, a príncipes y a porteros, a condes y a carteros, a magistrados, sacerdotes, soldados, almaceneros, artesanos, jornaleros, y en ocasiones a delincuentes comunes”, la guillotina acabó con “entre dieciséis mil y cuarenta mil especímenes de todas las estaciones de la vida, engendrados en todas las fechas posibles en los treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta años anteriores, y cuyos obituarios los desbrozarían unos de otros por escasas semanas o meses”.
Sin embargo, la imparcialidad de la guillotina no contagió otras rebeliones; siempre se aprende de los errores del pasado.



6 comentarios:

  1. Estimado Mario, espero que estes bien. De todos tus libros este de Eros y la Doncella es el único que no tienes en versión digital.¿planeas sacarlo en esta versión? No soy muy amigo de leer en libros físicos, pero sino lo compraré. Estoy seguro que estando escrito por ti, merece la pena. Un fuerte abrazo.

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    1. Apreciado Gerardo: Gracias por tu interés. Sí, Eros y la doncella está en versión digital, y también como libro impreso. Te paso el link: http://www.verbumeditorial.com/es/. Avísame si lo consigues. Te paso también mi email: marioszichman@gmail.com. Un fuerte abrazo. Mario

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    2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Mi email es gerardobarciap@gmail.com Para cualquier cosa que necesites por aquí por Madrid.

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    1. Gracias, Gerardo! Ya incorporo tu email. Y te envío Eros y la doncella como versión digital. Un abrazo

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