Mario Szichman
Escribí mi trilogía del Mar Dulce en Caracas: Crónica Falsa (1969) que devino La
verdadera crónica falsa en 1972; Los
judíos del Mar Dulce (1971, reedición a cargo de la profesora Carmen
Virginia Carrillo, en 2013), y A las 20:
25 la señora pasó a la inmortalidad (1981, reedición de la profesora Carmen
Virginia Carrillo, en 2012).
Las novelas tenían como protagonista a una familia judía, los Pechof, que
había llegado a Buenos Aires a comienzos de la década del treinta, huyendo de
la mala situación económica y los constantes pogroms, tanto en Polonia como en
otras zonas del este de Europa. El trasfondo de la trilogía era el primer
gobierno de Juan Perón, que aprovechó la bonanza económica para alterar el mapa
político del país. Argentina, el país de las vacas y del trigo, aprovisionó
generosamente a muchos países que emergían de la devastación causada por la
segunda guerra mundial, pero sus autoridades no eran tíos regalones como el
fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez Frías, y lograron llenar las
arcas del Banco Central con las ventas de sus productos agropecuarios a
gobiernos que habían quedado en la lona.
La bonanza se prolongó cerca de una década, y fue seguida por inflación,
planes de austeridad, gobiernos militares, gobiernos civiles que llegaron al
poder gracias a la proscripción del peronismo, el retorno de Perón al poder, su
fallecimiento, la asunción del mando de su viuda, Isabel Martínez de Perón, el
golpe militar de marzo de 1976, rebautizado El
Proceso, como la novela de Kafka, la ocupación de las islas Malvinas por
las fuerzas armadas de Argentina en abril de 1982, el desalojo de esas fuerzas
por los británicos algunos meses más tarde, la convocatoria a elecciones, y
nuevos acontecimientos auspiciados por la democracia, aunque no la prosperidad
económica.
EL RECICLAJE
Si menciono a Caracas como la ciudad desde la cual pude concretar la
trilogía del Mar Dulce es porque en ocasiones, aunque no siempre, narrar un
país desde otro lugar contribuye a trastornar las perspectivas de un cronista,
le ofrece cierta distancia, depurar sus experiencias, pero, aún más importante,
acalla un coro de múltiples voces y permite desbrozar la paja del trigo.
En la década del setenta un intelectual norteamericano descolló en sus
análisis de lo que estaba ocurriendo en Vietnam tras la intervención de los
gobiernos de John F. Kennedy y Lyndon Johnson. Lo más interesante era que ese
analista nunca había visitado Vietnam. Un amigo le aconsejó que viajara a esa
nación del sureste asiático, para afinar sus puntos de vista. El ensayista
aceptó el consejo, visitó Vietnam, y según confesó luego, a partir de ese
momento ya no sabía ni cómo se llamaba.
El exceso de información le impedía distinguir los árboles del bosque.
En el intervalo entre una y otra novela de la familia judía de los Pechof,
visité la Argentina, y en una ocasión permanecí en Buenos Aires durante cuatro
años. Fue un lapso donde me resultó imposible digerir mis experiencias. Recién
cuando regresé a Caracas en 1975, pude revisar los resultados de mi estadía. Demoré otros cinco años en concluir la tercera
parte de la trilogía con la novela A las
20:25 la señora pasó a la inmortalidad. A veces, el exceso de información
es peor que su escasez.
LA IMAGINACIÓN
AGROMEGÁLICA
Perón urdió la idea de la Argentina Potencia. Por alguna razón, todos los
autócratas necesitan apelar a un Viagra político. Además, favoreció un culto a
la personalidad que tuvo como ejes centrales su figura, y la de su esposa, Eva
Duarte de Perón. El temperamento de Perón era cautivante, y sus discursos bien
articulados. Un amigo mío fotógrafo, que trabajó para algunos estudios
cinematográficos de la década del cuarenta, como Argentina Sono Film, me contó que en cierta ocasión Perón, ya en
esa época secretario de Trabajo y Previsión, fue al estudio a buscar a una
amiga, la entonces María Eva Duarte, una actriz joven que empezaba a adquirir
fama en el cine nacional. Mientras preparaban una escena para filmar, Perón
observó que un electricista se había subido a una escalera e intentaba instalar
un foco de alto voltaje. De inmediato Perón se dirigió a la escalera y la
aferró con ambas manos, para que el electricista trabajara sin riesgos. El
fotógrafo, un antiperonista convencido, debió reconocer que Perón era un
personaje muy especial, con gran calidez humana. “No creo que lo hiciera para
complacer a la galería”, me dijo. “Así era Perón, aún entre bastidores”.
Por supuesto, ese era uno de los numerosos rostros de Perón. Había otro,
más explícito: necesitaba rodearse de obsecuentes, el rasgo que más lo acerca
al fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez Frías. Es imposible averiguar
si las motivaciones eran similares. Es obvio que Chávez necesitaba que lo
quisieran y le acariciaran la cabeza. La manera en que subsidió la economía de
otros países muestra a un hombre desesperado por conquistar cariño a punta de
realazos. El gobierno de Perón nunca le regaló nada a nadie. La Argentina, el
país de las vacas y del trigo, aprovisionó generosamente a muchos países que
emergían de la devastación causada por la segunda guerra mundial, pero sus
autoridades no eran tíos regalones y lograron llenar las arcas del Banco Central
vendiendo productos agropecuarios a gobiernos que habían quedado en la lona, a
veces al riguroso contado.
Mi conjetura es que Chávez necesitaba obsecuentes tanto por razones
políticas como sentimentales. Perón, en cambio, por razones estrictamente
políticas. Muchos de los obsecuentes de Chávez eran sus panas. Todos los
obsecuentes de Perón eran seres a los que despreciaba. Basta ver el caso de
Héctor Cámpora, quien fue presidente de la Cámara de Diputados durante su
primer gobierno, y presidente de la Argentina durante 49 días, en 1973. Dicen
que en cierta ocasión Eva Perón le preguntó a Cámpora la hora, y el funcionario
le respondió: “La hora que usted ordene, señora”. (Al menos una ocasión, tanto
Perón como Chávez recompensaron la docilidad. Lo demuestra el efímero ascenso
al poder de Cámpora, y del actual presidente de Venezuela, Nicolás Maduro).
EL PAÍS DIVIDIDO
Hace un año, la revista The Economist
publicó un interesante trabajo: “The Tragedy of Argentina, A century of decline.”
(La tragedia de Argentina, un siglo de decadencia). Antes de mencionar la
decadencia argentina se hacía alusión en el artículo a esa angustia cotidiana
que padece la clase media para cambiar pesos por dólares. Ahora existen
“cuevas” donde se canjean pesos fuertes por dólares débiles. Por alguna razón,
la compraventa se orienta siempre hacia los dólares débiles.
La esquizofrenia de vivir en pesos y soñar en dólares no es de ahora. Al
menos, en mi infancia ya se hablaba de la necesidad de comprar dólares, u oro,
o propiedades, o neveras, cualquier cosa que ayudara a enfrentar el tóxico
avance de la inflación. Lo mismo está ocurriendo ahora en Venezuela.
Por cierto, una vez que una enfermedad mental se afinca en la economía, va
extendiendo sus tentáculos en todas direcciones. Por ejemplo, en la idea que el
ciudadano tiene de su país. Existe la Argentina que llegó rica al centenario de
su independencia, y la Argentina hundida en la crisis económica permanente que
ha saludado su bicentenario. El ensayo de The
Economist ofrece buenas cifras para comparar. En 1908 fue inaugurado el
Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los grandes centros de la música clásica
universal. Muchos lo comparan con la Scala de Milán, o la Ópera de París. En
1915, fue finalizada la construcción de la estación ferroviaria de Retiro,
también, un monumento arquitectónico en su momento.
A comienzos del siglo veinte, Argentina era uno de los diez países más
ricos del mundo. Se cotejaba con Gran Bretaña, Australia, Estados Unidos, y tenía
mejor situación económica que Francia, Alemania e Italia.
En los 43 años previos a la primera guerra mundial, el Producto Interno Bruto
de Argentina subió a una tasa anual del seis por ciento. Cientos de miles de
inmigrantes llegaron a la tierra prometida. En 1914, la mitad de la población
de Buenos Aires había nacido en Europa. Y luego, a partir de 1930, los
salvadores de la patria empezaron a prodigar sus golpes de estado.
Perón trazó entre 1946 y 1955 los cimientos de la Argentina moderna, y
sentó al mismo tiempo las bases de su decadencia. Tal vez no fue el principal
responsable de su declinación. Ya en 1910, al cumplirse el primer aniversario
de la Revolución de Mayo, el político francés George Clemenceau enunció que la
Argentina era tan rica que ningún gobierno, por más ladrón que fuera, podía
destruirla. Sin embargo, la Nueva Argentina de Perón terminó en lo que es hoy, un
país desbalanceado, desestructurado, donde al comienzo de cada década se
vislumbra un horizonte de grandeza, y en el sprint
final, empiezan a recogerse los platos rotos. En las elecciones de 1989,
por primera vez en más de 60 años, un presidente civil pudo transferir el poder
a otro presidente electo.
Y tras la dictadura más feroz que se padeció en América Latina, donde entre
9.000 y 30.000 personas desaparecieron de la faz de la tierra, surgieron
gobiernos civiles, pero el fiel de la balanza se inclinó hacia el populismo
peronista, luego de algunos desastrosos gobiernos liderados por el partido
Radical. Desde comienzos de este siglo gobiernan los peronistas, aunque la
hegemonía corresponde a la pareja de Néstor Kirchner y su esposa Cristina
Fernández.
En ese lapso, tras algunos años de vacas gordas –favorecidos por el hecho
de que parte de los ahorros de los argentinos fueron enclaustrados en el
secuestro de fondos bancarios denominado “el corralito”– cambió el viento, se
agudizaron los problemas económicos y la Argentina incurrió en otro default técnico en el 2014, tras sufrir
un default de verdad a comienzos de
2002.
¿Cuánto más se puede narrar desde un país cuando ya no se vive en él? En
realidad, buena parte de la literatura consta de novelas escritas por seres que
nunca vivieron en los lugares que describen, ya sea por los años en que
transcurren esos relatos, o por su geografía. Sin llegar a los extremos de
Edgar Rice Burroughs, o de Ray Bradbury, que escribieron sobre Marte sin
haberlo visitado, o de Jonathan Swift, que gracias a Los viajes de Gulliver nos permitió recorrer comarcas inexistentes,
el territorio de la narrativa tiene muy poco que ver con la realidad. Y a
medida que pasan los años, y se decantan experiencias, inclusive los relatos se
van despegando de su tierra nutricia, se hacen progresivamente estilizados, el
interés altera su enfoque.
Me ocurrió justamente con la segunda versión de Los judíos del Mar Dulce, separada de la primera versión por una
distancia de cuatro décadas, y por la cercanía virtual de su editora, la
profesora Carrillo. Empecé a sentir una gran aversión por la primera versión. En
la copia original quise contar demasiadas cosas. El lector quedó abrumado con
tantos personajes, y tantas situaciones entreveradas. La profesora Carrillo no
solo consiguió recuperar la trama, y quitarle el desorden y la profusión, sino
que me permitió visualizar un esqueleto, aquello que resultaba esencial.
A lo largo de los años, he desechado varios caminos narrativos, pero hay
uno que me resulta primordial: la sátira, ya se trate del Cándido de Voltaire, o de El
tambor de hojalata, de Günter Grass, o de El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, o de Catch-22 de Joseph Heller.
La sátira permite crear héroes de seres cotidianos, y al mismo tiempo,
lanza devastadores dardos contra el poder. Cuando mi editora me descubrió la
verdadera trama de Los judíos del Mar
Dulce, todo cambió para mejor. La nueva tesis de la novela era ésta: en la
década de 1945 a 1955, la Argentina vivió en la isla de la fantasía. Contaba
con muchos datos para demostrarlo, como el monumentalismo, o la intención de usar
la energía atómica (obviamente con fines pacíficos).
Los ideólogos del peronismo consideraban que la pujanza del gobierno debía
reflejarse en su arquitectura. Ramón Asís, un ingeniero civil que era
considerado en círculos locales como más grande que Frank Lloyd Wright, propuso
una arquitectura simbólica justicialista, repleta de esculturas funcionales,
donde cada parte anatómica de un edificio, desde la coronilla hasta los pies,
debía cumplir una función útil, aunque nunca se dijo si también se exhibirían las
partes procreativas, o serían cubiertas con una hoja de parra. Y después,
estaba la cautivante figura del profesor austríaco Ronald Richter, quien fue
contratado por el gobierno de Perón para intentar reacciones termonucleares
bajo condiciones de control en escala técnica. La intención, al menos
manifiesta, de Perón no era usar la fusión nuclear para fabricar bombas
atómicas. No, según explicaron sus seguidores, deseaba utilizar la energía que
acabó con Hiroshima y Nagasaki, en reemplazo de la electricidad. Su método de
distribución era muy interesante: en recipientes similares a las botellas de
leche de medio litro y un litro.
Intentar explicar la Argentina de los últimos 80 años, sus increíbles
cimbronazos, es bastante difícil. Cada ensayista ofrece distintas razones para
su retroceso. Y todos tienen motivos suficientes para justificarlo. Algunos son
más dramáticos que otros, predomina el ceño fruncido. Pero la solemnidad es
mala consejera, convoca al pesimismo, trae malos augurios, y por alguna razón,
solo los malos augurios se cumplen. Como en el célebre cuento de Gabriel García
Márquez, basta que alguien presagie alguna catástrofe en un pueblo para que el
vaticinio sobrevenga antes de concluir el día.
A la hora de elegir, es infinitamente superior la fantasía. Siempre me
fascinó esa combinación de grandes proyectos y de palpables resultados
propuestos durante la primera presidencia de Perón. No puedo imaginar en la
vida real esa Argentina de la arquitectura simbólica justicialista o de la energía
atómica literalmente embotellada. Pero sí en los comics donde aparecían Superman, y el capitán Maravillas, y Batman,
y El Aguijón.
Creo que esa fue la única época que permitió a los argentinos vivir en el
realismo mágico, en la ilusión y en la potencia. Luego, el sueño se canceló.
Ahora vemos los resultados. Y no es para alegrarse.
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