domingo, 12 de julio de 2015

Modos del populismo en la primera presidencia de Perón: gigantismo y bomba atómica


Mario Szichman



Escribí mi trilogía del Mar Dulce en Caracas: Crónica Falsa (1969) que devino La verdadera crónica falsa en 1972; Los judíos del Mar Dulce (1971, reedición a cargo de la profesora Carmen Virginia Carrillo, en 2013), y A las 20: 25 la señora pasó a la inmortalidad (1981, reedición de la profesora Carmen Virginia Carrillo, en 2012).  
Las novelas tenían como protagonista a una familia judía, los Pechof, que había llegado a Buenos Aires a comienzos de la década del treinta, huyendo de la mala situación económica y los constantes pogroms, tanto en Polonia como en otras zonas del este de Europa. El trasfondo de la trilogía era el primer gobierno de Juan Perón, que aprovechó la bonanza económica para alterar el mapa político del país. Argentina, el país de las vacas y del trigo, aprovisionó generosamente a muchos países que emergían de la devastación causada por la segunda guerra mundial, pero sus autoridades no eran tíos regalones como el fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez Frías, y lograron llenar las arcas del Banco Central con las ventas de sus productos agropecuarios a gobiernos que habían quedado en la lona.  


La bonanza se prolongó cerca de una década, y fue seguida por inflación, planes de austeridad, gobiernos militares, gobiernos civiles que llegaron al poder gracias a la proscripción del peronismo, el retorno de Perón al poder, su fallecimiento, la asunción del mando de su viuda, Isabel Martínez de Perón, el golpe militar de marzo de 1976, rebautizado El Proceso, como la novela de Kafka, la ocupación de las islas Malvinas por las fuerzas armadas de Argentina en abril de 1982, el desalojo de esas fuerzas por los británicos algunos meses más tarde, la convocatoria a elecciones, y nuevos acontecimientos auspiciados por la democracia, aunque no la prosperidad económica.

EL RECICLAJE

Si menciono a Caracas como la ciudad desde la cual pude concretar la trilogía del Mar Dulce es porque en ocasiones, aunque no siempre, narrar un país desde otro lugar contribuye a trastornar las perspectivas de un cronista, le ofrece cierta distancia, depurar sus experiencias, pero, aún más importante, acalla un coro de múltiples voces y permite desbrozar la paja del trigo.  
En la década del setenta un intelectual norteamericano descolló en sus análisis de lo que estaba ocurriendo en Vietnam tras la intervención de los gobiernos de John F. Kennedy y Lyndon Johnson. Lo más interesante era que ese analista nunca había visitado Vietnam. Un amigo le aconsejó que viajara a esa nación del sureste asiático, para afinar sus puntos de vista. El ensayista aceptó el consejo, visitó Vietnam, y según confesó luego, a partir de ese momento ya no sabía ni cómo se llamaba.  El exceso de información le impedía distinguir los árboles del bosque.
En el intervalo entre una y otra novela de la familia judía de los Pechof, visité la Argentina, y en una ocasión permanecí en Buenos Aires durante cuatro años. Fue un lapso donde me resultó imposible digerir mis experiencias. Recién cuando regresé a Caracas en 1975, pude revisar los resultados de mi estadía.  Demoré otros cinco años en concluir la tercera parte de la trilogía con la novela A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad. A veces, el exceso de información es peor que su escasez.

LA IMAGINACIÓN AGROMEGÁLICA

Perón urdió la idea de la Argentina Potencia. Por alguna razón, todos los autócratas necesitan apelar a un Viagra político. Además, favoreció un culto a la personalidad que tuvo como ejes centrales su figura, y la de su esposa, Eva Duarte de Perón. El temperamento de Perón era cautivante, y sus discursos bien articulados. Un amigo mío fotógrafo, que trabajó para algunos estudios cinematográficos de la década del cuarenta, como Argentina Sono Film, me contó que en cierta ocasión Perón, ya en esa época secretario de Trabajo y Previsión, fue al estudio a buscar a una amiga, la entonces María Eva Duarte, una actriz joven que empezaba a adquirir fama en el cine nacional. Mientras preparaban una escena para filmar, Perón observó que un electricista se había subido a una escalera e intentaba instalar un foco de alto voltaje. De inmediato Perón se dirigió a la escalera y la aferró con ambas manos, para que el electricista trabajara sin riesgos. El fotógrafo, un antiperonista convencido, debió reconocer que Perón era un personaje muy especial, con gran calidez humana. “No creo que lo hiciera para complacer a la galería”, me dijo. “Así era Perón, aún entre bastidores”.  
Por supuesto, ese era uno de los numerosos rostros de Perón. Había otro, más explícito: necesitaba rodearse de obsecuentes, el rasgo que más lo acerca al fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez Frías. Es imposible averiguar si las motivaciones eran similares. Es obvio que Chávez necesitaba que lo quisieran y le acariciaran la cabeza. La manera en que subsidió la economía de otros países muestra a un hombre desesperado por conquistar cariño a punta de realazos. El gobierno de Perón nunca le regaló nada a nadie. La Argentina, el país de las vacas y del trigo, aprovisionó generosamente a muchos países que emergían de la devastación causada por la segunda guerra mundial, pero sus autoridades no eran tíos regalones y lograron llenar las arcas del Banco Central vendiendo productos agropecuarios a gobiernos que habían quedado en la lona, a veces al riguroso contado.
Mi conjetura es que Chávez necesitaba obsecuentes tanto por razones políticas como sentimentales. Perón, en cambio, por razones estrictamente políticas. Muchos de los obsecuentes de Chávez eran sus panas. Todos los obsecuentes de Perón eran seres a los que despreciaba. Basta ver el caso de Héctor Cámpora, quien fue presidente de la Cámara de Diputados durante su primer gobierno, y presidente de la Argentina durante 49 días, en 1973. Dicen que en cierta ocasión Eva Perón le preguntó a Cámpora la hora, y el funcionario le respondió: “La hora que usted ordene, señora”. (Al menos una ocasión, tanto Perón como Chávez recompensaron la docilidad. Lo demuestra el efímero ascenso al poder de Cámpora, y del actual presidente de Venezuela, Nicolás Maduro).

EL PAÍS DIVIDIDO

Hace un año, la revista The Economist publicó un interesante trabajo: “The Tragedy of Argentina, A century of decline.” (La tragedia de Argentina, un siglo de decadencia). Antes de mencionar la decadencia argentina se hacía alusión en el artículo a esa angustia cotidiana que padece la clase media para cambiar pesos por dólares. Ahora existen “cuevas” donde se canjean pesos fuertes por dólares débiles. Por alguna razón, la compraventa se orienta siempre hacia los dólares débiles.
La esquizofrenia de vivir en pesos y soñar en dólares no es de ahora. Al menos, en mi infancia ya se hablaba de la necesidad de comprar dólares, u oro, o propiedades, o neveras, cualquier cosa que ayudara a enfrentar el tóxico avance de la inflación. Lo mismo está ocurriendo ahora en Venezuela.   
Por cierto, una vez que una enfermedad mental se afinca en la economía, va extendiendo sus tentáculos en todas direcciones. Por ejemplo, en la idea que el ciudadano tiene de su país. Existe la Argentina que llegó rica al centenario de su independencia, y la Argentina hundida en la crisis económica permanente que ha saludado su bicentenario. El ensayo de The Economist ofrece buenas cifras para comparar. En 1908 fue inaugurado el Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los grandes centros de la música clásica universal. Muchos lo comparan con la Scala de Milán, o la Ópera de París. En 1915, fue finalizada la construcción de la estación ferroviaria de Retiro, también, un monumento arquitectónico en su momento.
A comienzos del siglo veinte, Argentina era uno de los diez países más ricos del mundo. Se cotejaba con Gran Bretaña, Australia, Estados Unidos, y tenía mejor situación económica que Francia, Alemania e Italia.   
En los 43 años previos a la primera guerra mundial, el Producto Interno Bruto de Argentina subió a una tasa anual del seis por ciento. Cientos de miles de inmigrantes llegaron a la tierra prometida. En 1914, la mitad de la población de Buenos Aires había nacido en Europa. Y luego, a partir de 1930, los salvadores de la patria empezaron a prodigar sus golpes de estado.
Perón trazó entre 1946 y 1955 los cimientos de la Argentina moderna, y sentó al mismo tiempo las bases de su decadencia. Tal vez no fue el principal responsable de su declinación. Ya en 1910, al cumplirse el primer aniversario de la Revolución de Mayo, el político francés George Clemenceau enunció que la Argentina era tan rica que ningún gobierno, por más ladrón que fuera, podía destruirla. Sin embargo, la Nueva Argentina de Perón terminó en lo que es hoy, un país desbalanceado, desestructurado, donde al comienzo de cada década se vislumbra un horizonte de grandeza, y en el sprint final, empiezan a recogerse los platos rotos. En las elecciones de 1989, por primera vez en más de 60 años, un presidente civil pudo transferir el poder a otro presidente electo.   
Y tras la dictadura más feroz que se padeció en América Latina, donde entre 9.000 y 30.000 personas desaparecieron de la faz de la tierra, surgieron gobiernos civiles, pero el fiel de la balanza se inclinó hacia el populismo peronista, luego de algunos desastrosos gobiernos liderados por el partido Radical. Desde comienzos de este siglo gobiernan los peronistas, aunque la hegemonía corresponde a la pareja de Néstor Kirchner y su esposa Cristina Fernández.   
En ese lapso, tras algunos años de vacas gordas –favorecidos por el hecho de que parte de los ahorros de los argentinos fueron enclaustrados en el secuestro de fondos bancarios denominado “el corralito”– cambió el viento, se agudizaron los problemas económicos y la Argentina incurrió en otro default técnico en el 2014, tras sufrir un default de verdad a comienzos de 2002.
¿Cuánto más se puede narrar desde un país cuando ya no se vive en él? En realidad, buena parte de la literatura consta de novelas escritas por seres que nunca vivieron en los lugares que describen, ya sea por los años en que transcurren esos relatos, o por su geografía. Sin llegar a los extremos de Edgar Rice Burroughs, o de Ray Bradbury, que escribieron sobre Marte sin haberlo visitado, o de Jonathan Swift, que gracias a Los viajes de Gulliver nos permitió recorrer comarcas inexistentes, el territorio de la narrativa tiene muy poco que ver con la realidad. Y a medida que pasan los años, y se decantan experiencias, inclusive los relatos se van despegando de su tierra nutricia, se hacen progresivamente estilizados, el interés altera su enfoque.  
Me ocurrió justamente con la segunda versión de Los judíos del Mar Dulce,  separada de la primera versión por una distancia de cuatro décadas, y por la cercanía virtual de su editora, la profesora Carrillo. Empecé a sentir una gran aversión por la primera versión. En la copia original quise contar demasiadas cosas. El lector quedó abrumado con tantos personajes, y tantas situaciones entreveradas. La profesora Carrillo no solo consiguió recuperar la trama, y quitarle el desorden y la profusión, sino que me permitió visualizar un esqueleto, aquello que resultaba esencial.  
A lo largo de los años, he desechado varios caminos narrativos, pero hay uno que me resulta primordial: la sátira, ya se trate del Cándido de Voltaire, o de El tambor de hojalata, de Günter Grass, o de El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, o de Catch-22 de Joseph Heller.

La sátira permite crear héroes de seres cotidianos, y al mismo tiempo, lanza devastadores dardos contra el poder. Cuando mi editora me descubrió la verdadera trama de Los judíos del Mar Dulce, todo cambió para mejor. La nueva tesis de la novela era ésta: en la década de 1945 a 1955, la Argentina vivió en la isla de la fantasía. Contaba con muchos datos para demostrarlo, como el monumentalismo, o la intención de usar la energía atómica (obviamente con fines pacíficos).  
Los ideólogos del peronismo consideraban que la pujanza del gobierno debía reflejarse en su arquitectura. Ramón Asís, un ingeniero civil que era considerado en círculos locales como más grande que Frank Lloyd Wright, propuso una arquitectura simbólica justicialista, repleta de esculturas funcionales, donde cada parte anatómica de un edificio, desde la coronilla hasta los pies, debía cumplir una función útil, aunque nunca se dijo si también se exhibirían las partes procreativas, o serían cubiertas con una hoja de parra. Y después, estaba la cautivante figura del profesor austríaco Ronald Richter, quien fue contratado por el gobierno de Perón para intentar reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica. La intención, al menos manifiesta, de Perón no era usar la fusión nuclear para fabricar bombas atómicas. No, según explicaron sus seguidores, deseaba utilizar la energía que acabó con Hiroshima y Nagasaki, en reemplazo de la electricidad. Su método de distribución era muy interesante: en recipientes similares a las botellas de leche de medio litro y un litro.  
Intentar explicar la Argentina de los últimos 80 años, sus increíbles cimbronazos, es bastante difícil. Cada ensayista ofrece distintas razones para su retroceso. Y todos tienen motivos suficientes para justificarlo. Algunos son más dramáticos que otros, predomina el ceño fruncido. Pero la solemnidad es mala consejera, convoca al pesimismo, trae malos augurios, y por alguna razón, solo los malos augurios se cumplen. Como en el célebre cuento de Gabriel García Márquez, basta que alguien presagie alguna catástrofe en un pueblo para que el vaticinio sobrevenga antes de concluir el día.  
A la hora de elegir, es infinitamente superior la fantasía. Siempre me fascinó esa combinación de grandes proyectos y de palpables resultados propuestos durante la primera presidencia de Perón. No puedo imaginar en la vida real esa Argentina de la arquitectura simbólica justicialista o de la energía atómica literalmente embotellada. Pero sí en los comics donde aparecían Superman, y el capitán Maravillas, y Batman, y El Aguijón.  
Creo que esa fue la única época que permitió a los argentinos vivir en el realismo mágico, en la ilusión y en la potencia. Luego, el sueño se canceló. Ahora vemos los resultados. Y no es para alegrarse.



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