miércoles, 15 de julio de 2015

Hasta que la muerte nos separe… o la crisis nos obligue a vivir como hermanos siameses


Mario Szichman


Divorcio a la italiana

No hay sociedad que se libre del romance. El ser humano es muchas veces víctima de sus pasiones, y nunca falta algún descarriado dispuesto a abandonar a su mujer, a sus hijos y un buen empleo, con el propósito de emprender una nueva vida fascinado por una dama que sólo le ofrece amor eterno. O viceversa. Pero diferentes sociedades reaccionan de disímiles maneras ante el desborde de la libido. Recuerdo una extraordinaria película, Divorcio a la italiana, donde el protagonista, interpretado por Marcello Mastroianni, trataba de librarse de su esposa enredándola con otro hombre, a fin de poder consumar, a su vez, el galanteo con una jovencita. El héroe de la historia lograba finalmente su objetivo, y su esposa cometía adulterio; pero cuando se dirigía a la vivienda donde se encontraban los pecadores para matar a su cónyuge y vengar su honor, tropezaba en el camino con la esposa del hombre que le estaba poniendo los cuernos. La ultrajada esposa portaba en la mano derecha un humeante revólver, y le gritaba al protagonista: “¡He matado a mi marido y vengado mi honor!” Y Mastroianni preguntaba desconcertado: “¿Su honor? ¿Y qué ocurre con el mío?” y se dirigía a toda velocidad a la vivienda para asesinar al restante miembro de la infiel pareja. 
Los pueblos latinos suelen ser más pródigos que los anglosajones o los escandinavos en materia de celos. El honor, el sagrado honor, puede acabar con fortunas completas, y en ocasiones destruir las posibilidades de felicidad de generaciones enteras. Es curioso verificar cómo cada sociedad enfrenta de manera peculiar sus desdichas conyugales, o su idea del matrimonio perfecto.  
La sociedad estadounidense cuenta entre sus valores más preciados con el pragmatismo. Y eso se refleja también en la búsqueda de pareja, tras un exhaustivo shopping around[i].  En las épocas prósperas, el shopping around –en este caso por un consorte– era más sencillo: un futuro marido o esposa con dos apartamentos, redituaba más que el que poseía un solo apartamento. Y un apartamento en la Quinta Avenida de Nueva York, cerca del Central Park, era mejor que un apartamento en el condado de Queens, aunque tuviera todas las comodidades necesarias. Pero la crisis económica que asoló al país a partir del 2009, con su secuela de despidos fulminantes, de ejecución de hipotecas y caída del precio de las acciones, cambió las reglas del shopping around. Muchos descubrieron que un buen seguro médico puede ser más importante que una diadema de diamantes. Como fue el caso de Brandy Brady. En febrero de 2009, la señorita Brady conoció a Ricky Huggins en un baile de carnaval en Luisiana. Para abril, luego de un corto y fulgurante noviazgo, Brandy y Ricky decidieron casarse. La señorita Brady realmente se enamoró del señor Huggins, pero al principio, tuvo sus dudas. ¿Cuáles eran sus verdaderos objetivos en la vida? ¿Tenía súbitos cambios de humor? ¿Había algún esqueleto en su pasado? Finalmente, la señorita Brady, de 38 años de edad, decidió que había mucho que admirar en el señor Huggins, de 41 años, un hombre confiable y bondadoso, con un empleo estable como plomero, una vivienda de dos dormitorios y “por encima de todo, un fabuloso seguro médico”, según dijo a The New York Times. Ocurre que Brady había recibido un trasplante de riñón y sin el seguro médico no estaría en condiciones de pagar los catastróficos gastos de asistencia.  
“En un país donde el seguro médico está fuera del alcance de muchos”, dijo el diario “No es raro que parejas se casen, o inclusive que se divorcien, al menos en parte para que uno de los cónyuges pueda obtener o mantener su cobertura de salud”. (The New York Times, 13 de agosto de 2008).  
En una encuesta hecha en el primer trimestre de 2008 por The Kaiser Family Foundation, que realiza investigaciones sobre pautas de salud pública, un 7% de los entrevistados dijeron que alguien en su familia se había casado con el propósito de lograr un seguro médico. La fundación reconoció que algunos estadounidenses “están adoptando grandes decisiones” pensando exclusivamente en los gastos de salud. 
                Por su parte Stephen L. J. Hoffman, encargado de oficiar bodas en una capilla de Covington, Kentucky, dijo al periódico que alrededor de un 10% de las parejas que llevaba al palio nupcial mencionaban el seguro de salud como la razón más importante para casarse. “Ellos vienen y dicen, ‘al fin y al cabo pensábamos casarnos, pero ahora mismo lo que realmente necesitamos es el seguro médico´”, dijo Hoffman.

SEPARADOS PERO JUNTOS

La necesidad de contar con seguro médico también puede obligar a cónyuges que realmente se aman a optar por el divorcio con el propósito de conseguir que uno de ellos obtenga un seguro asequible. Ese fue el caso de Michelle y Marion Moulton. La pareja, en la cuarentena, vive cerca de Seattle, en el estado de Washington, y tiene dos hijos. La señora Moulton sufría un grave problema hepático. Intentó ingresar en una lista de trasplantes para obtener un hígado en buenas condiciones, pero los costos eran muy altos. El señor Moulton poseía un seguro médico para cubrir catástrofes. Pero las primas y otros desembolsos impredecibles dejaron a la familia con una deuda de 50.000 dólares. Luego de hacer una pesquisa para ver cómo podía lidiar con los costos del trasplante, la señora Moulton descubrió que el estado de Washington, donde reside, tenía un programa para pacientes de alto riesgo. Eso incluía subsidios destinados a personas de bajos ingresos. Como las entradas del señor Moulton eran relativamente altas, la única manera de que la señora Moulton recibiese el subsidio era obtener el divorcio; de esa manera bajarían drásticamente sus ingresos. El señor Moulton se negó a la propuesta, pues amaba mucho a su esposa. Finalmente, la salvación provino del padre del señor Moulton, quien ofreció ayuda financiera para que su nuera pudiera recibir un trasplante sin necesidad de divorciarse. “Tú sabes que yo no acepto caridad de nadie”, dijo el señor Moulton a su esposa, “pero no pienso divorciarme de ti, y tampoco voy a dejar que mueras”. La señora Moulton señaló por su parte: “A nadie se le puede obligar a tomar ese tipo de decisiones. ¿Qué ha ocurrido con nuestro país? No recuerdo haber crecido en circunstancias parecidas”. Después de todo, tal vez el romanticismo no se ha perdido. Pero, ¿cómo lograr que el amor sobreviva a las crisis económicas?

NO HAY MAL
QUE POR BIEN NO VENGA

Las borrascas causadas por dificultades presupuestarias han traído al menos un beneficio: el rescate de muchas familias norteamericanas. Durante bastante tiempo, parecía que la familia estadounidense de clase media estaba integrada por tres adultos: dos cónyuges y un abogado especialista en divorcios. La idea de que una pareja tenía que permanecer cohabitando en un hogar hasta ser separada por la muerte, parecía ajena al temperamento de muchos habitantes de las grandes ciudades norteamericanas. La mágica facilidad con que pueden adquirirse objetos gracias a una tarjeta de plástico, y las pesadas cargas para financiar el nacimiento de vástagos, sus estudios, sus bodas y sus enfermedades, facilitan el endeudamiento. ¿Cómo disfrutar de una paternidad o de una maternidad sin sobresaltos, cuando los hijos son voraces devoradores de dinero, especialmente en la época de su ingreso a la universidad? (En Estados Unidos, la educación pública, laica y gratuita es para los pobres. Si alguien desea sobresalir en su carrera profesional, debe estudiar en una universidad prestigiosa -sinónimo de cara– pagando matrículas que pueden acabar con los ahorros de décadas). De allí que el dinero se transforme en una obsesión que consume todas las horas del día. Y esa obsesión contribuye a la crisis de la institución matrimonial.  
Cuando se acumulan las deudas, se atesoran los reproches entre los miembros de la pareja cunde el recelo de que ambos bueyes no están arrastrando las cargas de manera equitativa. De allí a las sospechas infundadas y luego fundadas hay un corto trecho. Finalmente el matrimonio naufraga, y los ahorros de los cónyuges enfrentados se dilapidan en un juicio de divorcio.  
Aunque muchas bodas se inician con un prenuptial agreement, un acuerdo previo a la ceremonia cuyo propósito es dividir tanto las propiedades como los hijos y los bonos del tesoro en caso de incompatibilidad emocional –pero nunca las mascotas, que son sagradas– esos acuerdos se convierten en papel mojado apenas se materializa un astuto abogado cuyo propósito es hacer que su representado se quede con la parte del león.  
Afortunadamente, como señala el proverbio, Every cloud has a silver lining. (Literalmente: Cada nube tiene un ribete de plata. En nuestros países solemos decir: No hay mal que por bien no venga). Y las borrascas de la crisis económica han traído al menos un beneficio: el rescate de bastantes familias norteamericanas. Parejas divorciadas, unidas por la cadera a la mitad de una casa o de un apartamento, han decidido seguir viviendo juntas hasta poder vender sus propiedades. Hijos pródigos han retornado al hogar, pues la crisis impide vivir de manera independiente, y muchos yernos invitan a sus suegras a compartir su felicidad bajo la misma mansión, como en el caso del presidente Barack Obama.  
Algunas personas consideran que si bien la vida conyugal puede ser muy desagradable cuando ha cesado el amor, la estrechez económica es todavía peor. Kent Peterson, un mediador en divorcios de Wayzata, Minnesotta, contó a The Associated Press que una joven pareja de Minneapolis estaba haciendo todos los trámites para divorciarse hasta que ambos descubrieron los altos costos financieros de su separación. Como resultado, los miembros de la pareja decidieron salvar el matrimonio, “porque el panorama financiero había cambiado”, explicó Peterson. Una investigación de la AP determinó que tras la recesión en Estados Unidos y el colapso del mercado de la vivienda, cada vez más parejas que se han separado o divorciado continúan compartiendo el mismo hogar.   
Obviamente, la vida de esas personas no es precisamente un lecho de rosas. Si bien se abstienen de instalar alambradas de púas en las habitaciones que ocupan, hay toda clase de rencillas que no terminan en homicidios debido al elevado costo de un abogado experto en asuntos penales.  
Nancy Partridge se casó con David Snyder y luego de un tiempo prudencial decidió que no quería vivir nunca más con él. Y pidió el divorcio. Cuando ya Partridge había comenzado a firmar papeles, vino el derrumbe del mercado hipotecario en Estados Unidos, por lo tanto, los planes de divorcio fueron cancelados. “Solíamos tener tremendas discusiones sobre quién podía usar el garaje para estacionar su vehículo, pero, en la actualidad, hemos ingresado en una especie de rutina”, dijo Partridge a la AP. “Es el menor de dos males. Creo que sería peor la tensión causada por la ejecución de nuestra hipoteca”.  
Los norteamericanos ya han pasado antes por esos trances. El sociólogo Andrew J. Cherlin dijo que durante la Gran Depresión de la década de los treinta, se redujo la tasa de divorcio en Estados Unidos. Para 1932, cuando casi una cuarta parte de la fuerza laboral estaba desempleada, la tasa de divorcios había declinado en alrededor del 25% en relación a 1929. Eso no significaba que las personas se sintiesen súbitamente felices con sus matrimonios. Lo que ocurría era que “con ingresos en caída libre y empleos inseguros”, muchas parejas desdichadas no podían permitirse un divorcio. Ya para 1940, “la tasa de divorcio era más alta que antes de la Depresión”, dijo Cherlin. La Gran Depresión destruyó la vida de muchas parejas casadas, “pero pasaron años antes que pudiesen (gastar) en los trámites de divorcio”.
Esa misma crisis ha creado la institución de los boomerangers, los modernos hijos pródigos. Se estima que hay unos 18 millones de norteamericanos, entre los 18 y los 35 años de edad, que tras graduarse en la universidad, u obtener un empleo para iniciar una vida independiente, descubrieron que pagar las deudas causadas por sus matrículas de estudio, o los alquileres de apartamento, acababan con sus ahorros. Por lo tanto, decidieron retornar a sus hogares y darles una nueva oportunidad a sus padres. En su libro Boomerang Nation (Touchstone Fireside), Elina Furman explicó los beneficios y los tropiezos que encuentran esos jóvenes para retornar a la minoría de edad. Los beneficios son nutridos: no hay que limpiar el apartamento o lavar la ropa, porque para eso está la madre; la comida, si bien no siempre resulta suculenta, al menos es sana; se elude el peligro de envenenamiento en algún restaurante de comida al paso, y, lo más importante, se atesora dinero.   
En cuanto a los inconvenientes, son los habituales. La ingestión de estupefacientes está mal vista, las relaciones sexuales se hallan absolutamente prohibidas, y los vecinos siguen tratando al adolescente que salió del cascarón como si fuera el mismo niño pernicioso que ponía su aparato de estéreo para que coincidiera en su tonalidad con la sirena de los bomberos. Por cierto, algunos de esos boomerangers, después de un tiempo, se acostumbran a esa situación, y ya se está hablando de una tercera generación: los boomerangers que se casan y se van a vivir con sus padres. A poco de andar, los norteamericanos descubrirán los beneficios de la vida tribal. Es un nuevo amanecer en América.
(Parte de este trabajo corresponde al libro “El imperio insaciable”, publicado por Ediciones Puntocero, de Caracas, en el 2010).




[i] La expresión alude al hábito de ir de negocio en negocio buscando las mejores ofertas en materia de precios.

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