miércoles, 8 de julio de 2015

Populismo, ridículo, impunidad y realismo mágico


Mario Szichman



El más famoso sketch del comediante español Miguel Gila Cuesta consistía en un monólogo telefónico donde consultaba a diferentes empleados sobre artículos de uso cotidiano. En cierta ocasión, la esposa (ficticia) del comediante le pedía que le comprara un brassiere. Gila formulaba el pedido a un empleado, quien no entendía la naturaleza del encargo. Entonces Gila le explicaba que un brassiere era similar a unas antiparras, “pero a lo bestia”. 
Siempre pensé que el chavismo era una especie de populismo, pero a lo bestia, y que la mayoría de nuestros regímenes autocráticos abreva gozosamente en todo aquello que se remonta a las primeras épocas del santoral cristiano, o a esas festividades paganas donde se celebran ritos de fertilidad. A eso se suma una generosa cuota de “chanterío”,  ridículo, y realismo mágico.
(“Chanterío” no es una palabra muy popular fuera del cono sur. Proviene de “chanta”, y describe a personas que abundan en mentiras, y suelen atribuirse inexistentes títulos universitarios o de nobleza).  
En fecha reciente, el periódico digital Tal Cual de Caracas informó que el gobierno venezolano comenzó a atribuirse la construcción de obras públicas concretadas durante administraciones anteriores.  Por ejemplo, “En el liceo Fermín Toro de Caracas, una institución fundada en 1936 y cuya sede actual en El Silencio data de 1946”, señaló el diario, hay una placa en la entrada, “fechada en 2006, que afirma que tal obra fue ´ejecutada´ por el gobierno de Hugo Chávez Frías”. La publicación dijo que “No hay aclaratoria de que tal placa se puso con motivo de una remodelación o rehabilitación”. Y dudamos que el gobierno aclare algún día el malentendido. En poco tiempo más,  el liceo Fermín Toro de Caracas formará parte de la herencia cultural legada por el comandante eterno. 
La mentira pasa desapercibida en el populismo, una sociedad de irresponsabilidad ilimitada entre cuyos atributos principales figura la impunidad.
Supongamos que una persona visita una repartición pública y cuestiona lo afirmado en la placa que adorna el frente del liceo Fermín Toro. ¿Acaso un empleado se dignará recibir la queja; querrá un superior investigar la denuncia? ¿A cuenta de qué? Si en Venezuela actuasen las instituciones, ningún funcionario se atrevería a inscribir en el bronce un embuste tan flagrante.  Pero el populismo opera bajo el radar, y con la infalible presunción de que si se miente de manera constante, algo siempre queda. 
La propaganda antisemita se difundió en Alemania como el fuego en una pradera porque nunca intentó usar los habituales canales de transmisión. Utilizó la pornografía, la prensa sensacionalista, documentales improbables, para diseminar su prédica. 
Si se desea entender la eficacia de la propaganda chavista, y de otros regímenes autocráticos, basta hacer un análisis de la prensa chabacana, de los burdos programas de televisión, de los constantes insultos y calumnias contra el adversario. No se trata de enfrentar al antagonista con ideas superiores, sino de colocarlo en una situación de humillación, o en la categoría inventada por los nazis, la de los undermenschn, los seres inferiores.

BUSCANDO MODELOS

            Mallarmé decía que toda vida concluye en un libro. Creo que la cosa es al revés: cada libro (y cada guión) concluye en una vida. No podríamos entender los excesos de Stalin sin Memorias de una princesa rusa, a Cromwell sin Ricardo Tercero de Shakespeare, a la operática visión de Benito Mussolini sin la música de Giussepe Verdi, a Hitler sin las novelas de aventuras de Karl May.
Cada vez que pienso en la actual coyuntura de Venezuela me resulta imposible imaginar al presidente de Venezuela sin su precursor teatral, Ubu rey, una obra de Alfred Jarry estrenada a fines del siglo diecinueve en París. Ubu irrumpe en el escenario gritando “¡MIERDRA!” (Sí, con dos erres) y encarna, según algunos críticos, “todo lo grotesco e innoble del poder político y del gobierno”. Se trata de un capitán del ejército que por instigación de su esposa decide derrocar al rey de Polonia e instalar una feroz dictadura. Para eso sube los impuestos a la estratósfera, saquea las arcas del gobierno, y maneja el poder de la manera más corrupta posible.
El usurpador tiene grandes dimensiones físicas, y en su enorme panza muestra una espiral, pues dedica buena parte de sus jornadas a observarse el ombligo.
La agudeza de Jarry consistió en mostrar una nueva clase de tirano. Ubu no le teme al ridículo, desdeña el asco que inspira en sus súbditos. Y eso lo hace invencible. Al menos en el corto plazo.
Por esas extrañas disyuntivas de la historia, el chavismo persiste más de la cuenta porque Chávez ya no está. Es un fenómeno que trasciende el liderazgo de su figura emblemática, y como tal, resulta inédito en la política latinoamericana. 
El peronismo logró sobrevivir a Perón. Pese a sus tendencias autoritarias, no incurrió en años recientes en algunas prácticas del primer gobierno peronista (1946-1955). Por ejemplo,  se abstuvo, tras su primer intento, de reacomodar circunscripciones electorales para que una cantidad similar de votos del gobierno y de la oposición redituasen pingües ganancias exclusivamente al oficialismo.
La prensa ha sido hostigada en los gobiernos peronistas, especialmente durante la época de Néstor Kirchner, y de Cristina Fernández, pero no han existido clausuras o incendios de periódicos, o el uso de bandas armadas para apalear a la oposición. (Tampoco las fuerzas armadas pasaron a formar parte de la nomenclatura oficialista). 
El único propósito de un partido político o de un gobernante es perpetuarse en el poder. Y en ese sentido, el chavismo es más exitoso que cualquiera de sus presuntos aliados. Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, han sufrido contrastes electorales, o fuertes desafíos de sus adversarios. Es posible que prolonguen su mandato, pero difícil que consigan perpetuarse. El chavismo, en cambio, llegó para quedarse. La ausencia de liderazgo, lejos de crear un vacío de poder, ha fortalecido a su casual sucesor. 
Nicolás Maduro nunca pensó que era el hombre para el cargo. “Yo jamás en mi vida, nunca he aspirado a ningún cargo en la vida de nada. Junto al comandante Chávez, siempre soñé llegar a viejito al lado de él”, expresó en una ocasión. Y es arduo poner en duda esas palabras. 


Los políticos suelen ser bastante cínicos, al igual que los generales o los vicarios de Cristo. Y no lo digo de manera peyorativa. Personas que detentan cierta cuota de poder merodean de manera excesiva en torno a la miseria humana como para comer cuentos, o poseer un blando corazón. Maduro no es un cínico, y tiene una virtud casi alucinatoria: su gran ingenuidad.
No puedo imaginar un solo dirigente, ni siquiera el más ardiente de los populistas, que enuncie estas palabras: “De repente entró un pajarito, chiquitico, y me dio tres vueltas acá arriba (…) Silbó un ratico, me dio una vuelta y se fue. Yo sentí el espíritu de él (de Chávez)”. Esas palabras fueron proferidas por Maduro. Y con total convicción. ¿Alguien imagina que otro jefe de estado o de gobierno diga algo similar y continúe un día más en el poder? Es cierto que frases similares suelen ser oídas, pero no en una transmisión en cadena nacional de radio y televisión, sino en ciertos establecimientos  donde muchos desdichados intentan apaciguar sus problemas mentales con ayuda de especialistas. Algunos afortunados, tras una serie de tratamientos, consiguen abandonar esos lugares. Pero apenas incurren en otra conversación con el pajarito, vuelven al sitio de reclusión y visten nuevamente una especie de manto talar cuyas mangas son cruzadas sobre el estómago, y se prolongan en lazos que ciñen el cuerpo humano como si fuese un matambre.

LAS ILUSIONES PERDIDAS

Para muchos resulta incomprensible la presencia de Maduro en el Palacio de Miraflores. Pero la explicación es lógica. Maduro no necesita gobernar. En realidad, si se revisan los periódicos venezolanos o el material difundido por las agencias noticiosas, la conclusión es que nadie gobierna en Venezuela. Dictar leyes a troche y moche no es gobernar. En cambio hundir un país es un juego de niños. Cualquiera puede hacerlo. Pero, si la única intención, además de hundirlo, es conservar el poder, las autoridades de Caracas no tienen otra alternativa.
Basta revisar los últimos siglos de historia venezolana para verificar que sabios conocedores de la especie humana, a partir de Simón Bolívar, perdieron el poder de manera ignominiosa. En cambio Maduro persiste, y se afianza en su cargo. Por lo tanto, no es atinado menospreciarlo. Muchos se preguntan si Chávez hubiera podido enfrentar el colapso de Venezuela mostrando el aplomo exhibido por Maduro. Es improbable. En una situación similar hubiera optado entre dos vías: negociar algún tipo de arreglo con la oposición, a fin de que todos se hundieran en el mismo bote, o convertirse en dictador y echar la culpa a la oposición por el hundimiento del bote.
Maduro es el genio político del populismo latinoamericano porque todo le resbala. Inclusive le cuesta ofenderse. Solo se ofende si alguien se lo ordena.  Los críticos aluden a esas coquetas ojeras que ya le están llegando al pecho. Pero ¿son acaso producto de su preocupación o del maquillaje? Maduro vive en su propia realidad y está blindado contra el mundo exterior.
Hugo Chávez era mucho más avezado que Maduro, y ni una sola de sus medidas económicas le sirvió para conducir a Venezuela por un destino de grandeza. Tuvo un tesoro a su disposición, y lo dilapidó a la buena de Dios. Necesitaba hacer regalos a todo el mundo para ser amado.
Maduro ha cesado de hacer regalos, los pedigüeños de ayer lo observan ahora como si vieran llover, y sin embargo, continúa en su tarea, que consiste en retener a toda costa la banda presidencial. Esa fe casi psicótica en su gestión, no de líder, sino de heredero, lo hace avanzar imperturbable, sin mirar ni a derecha ni a izquierda.

Si mañana el ave canora que habita el espíritu de Chávez le sopla al oído que debe caminar sobre las aguas, Maduro caminará sobre las aguas, sin dudar un momento de la pureza de su misión y, más transcendental aún, sin ahogarse.   

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