Mario Szichman
Según informó Ben Whitaker en
su libro The Foundations, An Anatomy of Philanthropy and
Society, en cierta ocasión un millonario norteamericano creó un
fondo para alentar a los campesinos franceses a disfrazarse de toreros y de
bailarines de hula hula. El millonario quería corroborar su tesis de que el
pueblo de Francia “es capaz de prestarse a cualquier humillación con tal de
obtener algunas monedas”.
Un filántropo
francés podría establecer un fondo similar para demostrar que cuando se trata
de inventar nuevas formas de ganar dinero, muchos habitantes de Estados Unidos
son capaces de someterse a cualquier clase de mutaciones, pues en Estados
Unidos, más que en cualquier otra parte de la tierra, money
talks, el dinero habla.
Me costó algunos
años enterarme de ese detalle. Cuando llegué a Nueva York, en septiembre de
1980, en las postrimerías del gobierno de Jimmy Carter, como corresponsal de la
Cadena Capriles de Venezuela, faltaban siete años para el estreno de la
película Wall Street, dirigida por
Oliver Stone. Allí, el corredor de bolsa Gordon Geeko (Michael Douglas),
anticipaba la filosofía de aquellos que causaron la Gran Recesión a partir de
diciembre de 2007 con su frase: Greed, for lack of a better word, is
good. (La codicia –a
falta de una palabra mejor– es buena).
Geeko sabía que el
uno por ciento de la población de Estados Unidos poseía la mitad de la riqueza
del país, y que de esa suma, “una tercera parte se origina en las fatigas del
trabajo, y dos terceras partes proviene de herencias, y de los intereses
acumulados de viudas y de sus hijos idiotas, y de lo que yo hago: especulación
en acciones y en bienes raíces”.
Geeko era el heraldo
del nuevo tiempo. Según señalaba, I
create nothing, (Yo no creo nada). (Curiosamente, suena mejor en español
que en inglés. Pues además de no crear nada, Gordon Geeko no creía en
nada). Y aunque no creaba nada, poseía
todo: “Nosotros creamos las reglas”, informaba a su discípulo y admirador: “Las
noticias, la guerra, la paz, la hambruna, las convulsiones políticas, el precio
de cada clip para sujetar papeles”.
El republicano
Ronald Reagan llegó a la presidencia de Estados Unidos en enero de 1981, y fue
otro de los heraldos de los nuevos tiempos de codicia. El propósito de los “nuevos republicanos” era
desmantelar toda regulación financiera que impidiera prosperar a los Gordon
Geeko de las nuevas generaciones, y en transmutar al gobierno federal en una
pequeña molestia, no en árbitro de la economía.
Ese propósito fue alcanzado, y profundizado por su sucesor republicano George
Herbert Walker Bush, y también por el reemplazante de Bush, el demócrata Bill
Clinton, cuyo equipo de asesores económicos glorificó la desregulación
financiera con el mismo abandono con que lo hizo George W. Bush en la primera
década del siglo XXI.
La
consecuencia de esas políticas se sintió a plenitud en el 2009, cuando
colapsaron los mercados, y se duplicó el desempleo. Fue una crisis global, de
la cual recién ahora se está emergiendo. Trabajé el tema en mi libro El imperio insaciable, pero dediqué solo
parte del texto al análisis económico. Me interesaba más las secuelas que había
tenido esa crisis a nivel de los seres humanos, pues los habitantes de cada
país reaccionan de manera diferente ante un cataclismo social. Y encontré
algunos ejemplos interesantes. En ocasiones pensé en incorporarlos a novela de
índole picaresca, pero por alguna razón, decliné el intento. La comedia humana
acepta algunos prototipos y desecha otros. De todas formas, creo que vale la
pena reseñar ciertas mutaciones que ocurren en el individuo cuando una crisis
acaba con toda certeza. He aquí dos ejemplos:
Juez y parte
Tras recibirse de abogado, Paul
Bergrin comenzó a trabajar en la fiscalía del estado de Nueva Jersey, donde
procesó a asesinos y a narcotraficantes. Luego, vino su primer reciclaje: de
fiscal se convirtió en abogado defensor. (Del mismo modo en que los secretarios
de gabinete se reciclan tras abandonar el cargo y pasan a trabajar como
gerentes de corporaciones, en ocasiones las mismas a las que beneficiaron durante
su paso por el gobierno). En su rol de abogado defensor Bergrin representó como
clientes a algunos acusados por las torturas y vejámenes a que fueron sometidos
prisioneros iraquíes en la prisión de Abu Ghraib. También defendió a los astros
del rap Lil' Kim y Queen Latifah, y a miembros de pandillas callejeras de
Newark, en Nueva Jersey.
Con la fama, vino la riqueza.
Y con la riqueza, la necesidad de exhibirla. Bergrin comenzó a adquirir gustos
extravagantes. Se compró un Mercedes y un Bentley, frecuentó a estrellas de
cine y compró mansiones playeras en Nueva Jersey y en el Caribe.
Cuando vino la crisis
económica, Bergrin descubrió que el dinero no crecía en los árboles. Las deudas
se fueron acumulando y para lidiar con ellas encontró una mina de oro: la
defensa de criminales. Delincuentes adinerados buscaban abogados que los
sacaran de situaciones difíciles, generalmente causadas por la presencia de
testigos. Siempre algún fisgón, o algún ex socio con deseos de revancha,
aparecía presenciando un crimen y señalaba con el dedo al acusado. Por lo
tanto, era necesario prescindir de ese dedo de los declarantes. Bergrin se
encargó de esa tarea con el mismo entusiasmo con que antes se había dedicado a
enviar criminales a la cárcel, o a defender a inocentes.
En
mayo de 2009 Bergrin fue acusado en la corte de distrito de Newark de haberse
convertido en juez y en parte. Al parecer, su exitosa defensa de criminales “se
basaba en un brutal cálculo” resumido “en un lema: Sin testigos, no hay caso”.
(The New York Times, 21 de mayo de
2009).
Entre los cargos contra Bergrin
figuraba orquestar el homicidio de un testigo clave al filtrar su nombre a
narcotraficantes que lo mataron a plena luz del día en una calle de Newark;
viajar a Chicago para contratar a un hitman
(asesino profesional) a fin de que eliminara a otro testigo en un caso
diferente, y entrenar a algunos declarantes para que mintieran sobre lo que
habían visto.
Tal vez donde Bergrin mostró
mayor audacia fue en el caso de Norberto Vélez, acusado de asesinar de 27
puñaladas a su esposa, delante de su hija de ocho años. “La niña cambió su
historia entre el momento del asesinato de su madre y el día que prestó
testimonio en el juicio a su padre”, dijo el diario. Posteriormente, la niña “admitió
ante el tribunal que Bergrin la había adiestrado para que mintiera cuando
prestaba testimonio”. El único consuelo es que en ese caso, el testigo
principal no fue asesinado.
No corrieron la misma suerte
otros testigos. En cierta ocasión, Bergrin defendió a William Baskerville, un
poderoso narcotraficante de Newark. Según documentos del tribunal, un testigo
confidencial, Deshawn McCray, conocido como Kemo, iba a prestar testimonio
contra Baskerville. Entonces, el abogado se reunió con un primo del acusado, y
le dijo “Sin Kemo, no hay caso”. Tres meses después, McCray fue acribillado a
balazos en una emboscada. Los cargos contra Baskerville fueron retirados.
La
fiscalía entró en sospechas cuando hizo un conteo de los testigos que caían
muertos en los casos donde Bergrin actuaba como abogado defensor. Las sospechas
se agudizaron cuando con cada testigo muerto se alteraban las cuentas bancarias
de Bergrin y éste lograba cancelar crecidas deudas.
En el 2008, la fiscalía acusó
a Vicente Esteves de dirigir una banda de narcotraficantes en el condado de
Monmouth, en Nueva Jersey, y ordenó grabar las conversaciones entre Bergrin y
uno de sus cómplices. Así se enteró de que Bergrin planeaba asesinar a un
testigo conocido como Junior El Panameño, antes de que éste prestara testimonio
en el tribunal donde debía ser juzgado Esteves.
En una de las conversaciones,
Bergrin aconsejó a la persona encargada de librarse de El Panameño que saqueara
el apartamento del testigo. El propósito era simular que el homicidio había
formado parte de un robo.
“Tiene que parecer un robo;
esto no puede lucir como un asesinato”, indicó Bergrin al asesino profesional,
según documentos de la corte.
Para la fiscalía, dijo The New York Times, el caso de Bergrin
reflejaba también los problemas que causaba la crisis económica en el sistema
judicial. Es difícil proteger a testigos “en una época en que el sistema cuenta
con escasos recursos para custodiarlos”, dijeron los fiscales.
Madre hay una sola, y a veces hay dos
En Psycho, la película de Alfred Hitchcock, Norman Bates se hacía
pasar por su madre muerta, y disfrazado de mujer y luciendo una horrenda
peluca, le caía a cuchilladas a la bellísima Janet Leigh mientras ésta
intentaba ducharse. En la vida real, Thomas Parkin, otra víctima indirecta de
la crisis económica, se disfrazó de su madre muerta pero sólo para cobrar
millares de dólares en prestaciones sociales.
Parkin fue detenido el 17 de
junio de 2009, luego de ser acusado de fraude por forjar una interpretación
bastante imperfecta de su madre, Irene, que había fallecido en el 2003. Parkin
cometió el error de querer renovar la licencia de conducir de su madre en el
departamento de vehículos de Brooklyn. Una cámara oculta registró sus
movimientos y los de su cómplice, Mhilton Rimolo.
Según las autoridades, Parkin
se encaminó a la oficina pública luciendo una chaqueta rosada y una peluca
rubia. Sus uñas habían recibido el cuidado de una manicura, tenía los labios
pintados, y ocultaba sus ojos detrás de lentes obscuros.
La policía observó que Parkin
prestaba más atención a ciertas partes del cuerpo que a otras. Por ejemplo, sin
importar la temperatura ambiente, Parkin siempre lucía una pañoleta en torno al
cuello. El propósito, según se descubrió luego, era ocultar su manzana de Adán.
Pero, de acuerdo al detective Michael Vecchione, había cosas que Parkin no
podía ocultar... “Él tenía manos muy grandes”, indicó discretamente.
Durante seis años, Parkin pudo
esquilmar al fisco y al fondo de pensiones sin molestia alguna. En épocas
normales, las autoridades se ocupan de problemas más importantes. Por lo tanto,
cuando su madre falleció, en el 2003, Parkin pudo ocultar su muerte. En los
años siguientes recolectó 52.000 dólares de su pensión de 700 dólares
mensuales. También recibió otros 65.000 dólares en subsidios de renta
asegurando falsamente que era un discapacitado físico, y casero de su madre.
Una vez la crisis económica se
hizo sentir, se esparció en las autoridades la necesidad de recolectar todo el
dinero posible. Muchos estados y municipalidades decidieron que era imprescindible
recaudar deudas incobrables, y las autoridades reactivaron las oficinas de
fraudes[1].
Parkin comenzó a ser seguido y
vigilado. Finalmente, sus malandanzas fueron capturadas en una cámara de vídeo.
Cuando Charles Hynes, el fiscal del distrito de Brooklyn, interrogó a Parkin,
éste le dijo “Yo no soy Norman Bates”. (The
Daily News, 17 de junio de 2009). Y sin embargo, tal vez Parkin haya sido
uno de los mejores émulos del asesino de Psycho.
Pues cuando un detective le ponía las esposas, Parkin informó: “Sostuve a mi
madre en los brazos cuando estaba agonizando, y también cuando lanzó su último
suspiro. Por lo tanto, si bien no soy Norman Bates, yo soy mi madre”.
Pensándolo mejor, si bien el
caso de Bergrin no sirva como material para una narración, el de Parkin tiene
sus hilachas literarias. Su frase final es para una novela.
[1] La crisis puso en primer plano las múltiples
estafas que se cometen a nivel nacional. Uno de los sectores más afectados es
el del cuidado de la salud. Edward Davis, un ex juez, afiliado al sistema de
salud Medicare, descubrió en una de sus cuentas que le habían cobrado 3.400
dólares por insertarle dos brazos artificiales. “He revisado mis brazos, y
todavía llevo conmigo los que obtuve al nacer”, declaró Davis a la carta
noticiosa de la AARP, la principal
organización de jubilados de Estados Unidos. Según el senador Ted Kaufman,
demócrata por Delaware, el fraude contra empresas de seguros de salud, tanto
privadas como públicas, asciende anualmente a entre 72.000 millones y 220.000
millones de dólares.
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